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Las justificaciones de la muerte asistida

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Abstract

El concepto de muerte asistida comprende una heterogénea variedad de prácticas, cuyo denominador común es garantizar al ciudadano su derecho a participar en las decisiones relacionadas con su propio proceso de muerte, para que sea tan acorde a sus preferencias como sea posible. Se trata de uno de los temas más polémicos y discutidos en las últimas décadas, tanto en el ámbito académico como en la opinión pública. En este artículo se exa-minan las dos principales justificaciones favorables a su legalización: garantizar la autonomía individual como en los demás ámbitos de la vida y evitar un sufrimiento innecesario al mori-bundo. Se argumentará que, si bien ambas se encuentran relacionadas y en las dos se anudan la ética del cuidado con la de la autonomía del sujeto, la justificación por la autonomía es más sólida y resiste mejor las objeciones de los contrarios a la legalización de este derecho. The concept of assisted death includes a heterogeneous variety of practices, whose common denominator is to guarantee citizens their right to participate in decisions related to their own death process, to make it as consistent with their preferences as possible. It's one of the most controversial and discussed topics in recent decades, both in the academic field and in public opinion. This paper examines the two main justifications for its legaliza-tion: to guarantee individual autonomy as in other areas of life, and to avoid unnecessary suffering to the dying. It will be argued that, although both are related and both tie the ethics of care with the autonomy of the subject, the justification for autonomy is stronger and resists better the objections of those opposed to the legalization of this right.
RECERCA, REVISTA DE PENSAMENT I ANÀLISI, NÚM. 25(2). 2020. ISSN: 1130-6149 pp. xx-xx
DOI: http://dx.doi.org/10.6035/Recerca.2020.25(2).art
Las justificaciones de la muerte asistida
The justifications for assisted death
JOSÉ ANTONIO CERRILLO VIDAL (Universidad de Córdoba)
Artículo recibido: 18 de julio de 2019
Solicitud de revisión: 28 de septiembre de 2019
Artículo aceptado: 06 de noviembre de 2019
Cerrillo Vidal, José Antonio (2020). Las justificaciones de la muerte asistida. Recerca.
Revista de Pensament i Anàlisi. Publicación en avance.
Resumen
El concepto de muerte asistida comprende una heterogénea variedad de prácticas, cuyo
denominador común es garantizar al ciudadano su derecho a participar en las decisiones
relacionadas con su propio proceso de muerte, para que sea tan acorde a sus preferencias
como sea posible. Se trata de uno de los temas más polémicos y discutidos en las últimas
décadas, tanto en el ámbito académico como en la opinión pública. En este artículo se exa-
minan las dos principales justificaciones favorables a su legalización: garantizar la autonomía
individual como en los demás ámbitos de la vida y evitar un sufrimiento innecesario al mori-
bundo. Se argumentará que, si bien ambas se encuentran relacionadas y en las dos se anudan
la ética del cuidado con la de la autonomía del sujeto, la justificación por la autonomía es
más sólida y resiste mejor las objeciones de los contrarios a la legalización de este derecho.
Palabras clave: proceso de muerte, eutanasia, suicidio asistido, justificaciones, autonomía indi-
vidual, sufrimiento.
Abstract
The concept of assisted death includes a heterogeneous variety of practices, whose
common denominator is to guarantee citizens their right to participate in decisions related
to their own death process, to make it as consistent with their preferences as possible. It’s
one of the most controversial and discussed topics in recent decades, both in the academic
field and in public opinion. This paper examines the two main justifications for its legaliza-
tion: to guarantee individual autonomy as in other areas of life, and to avoid unnecessary
suffering to the dying. It will be argued that, although both are related and both tie the eth-
ics of care with the autonomy of the subject, the justification for autonomy is stronger and
resists better the objections of those opposed to the legalization of this right.
Key Words: dying process, euthanasia, assisted suicide, justifications, individual autonomy,
suffering.
RECERCA · DOI: http://dx.doi.org/10.6035/Recerca.año.num.art · ISSN: 1130-6149 - pp. xx-xx
2
INTRODUCCIÓN
El debate sobre la muerte asistida es uno de los más polémicos y discuti-
dos de las últimas décadas. Ha levantado fuertes controversias en la opinión
pública y ha ocupado un lugar central en el derecho sanitario, la bioética y la
filosofía moral contemporáneas. A fin de contribuir a una comprensión más
racional de la problemática, este texto
1
se propone repasar las principales lí-
neas argumentales en defensa de la muerte asistida e identificar aquellas que
justifiquen su legalización de manera más sólida. Para ello, se comenzará con-
textualizando el origen y la naturaleza del debate; a continuación, se definirán
con precisión las distintas prácticas asociadas a la muerte asistida, profundi-
zando en las implicaciones éticas y legales de cada una; más tarde se examina-
rán en detalle los principales argumentos favorables a la legalización de la
muerte asistida, tratando los puntos fuertes y débiles de cada uno para, final-
mente, discutir cuáles resultan más consistentes para su fundamentación como
derecho ciudadano.
1. LA MUERTE COMO PROCESO
La muerte es más que el momento final de nuestra vida: morir es un proceso.
Un proceso que comienza antes y se prolonga después del deceso propiamente
dicho. Tras el fallecimiento del sujeto acontecen los rituales funerarios. Su
función es cortar definitivamente el lazo con el fallecido, reintegrar a los su-
pervivientes en la vida cotidiana y restaurar la normalidad del mundo de los
vivos, la creencia en nuestra capacidad de control sobre la naturaleza y en el
orden que atribuimos al universo, los cuales se han visto amenazados por la
muerte. El tiempo que transcurre entre la muerte y la consumación del funeral
es, por tanto, un periodo de transición, en el que el muerto aún no ha termi-
nado de marchar. De ahí que en los funerales se juegue con la conexión entre
la vida y la muerte, mezclando elementos de ambas: lo puro y lo impuro, lo
normal y lo anormal, lo limpio y lo sucio, lo biológico y lo cultural, el cuerpo y
la trascendencia del mismo (Douglas, 1973; Seale, 1998: 64-71). En las socieda-
des contemporáneas este proceso se ha reducido a su mínima expresión, pero
en las culturas premodernas solía dilatarse incluso durante años, especialmen-
1
Una primera versión de este artículo fue presentada como comunicación en el VI Congreso de la Red Es-
pañola de Políticas Sociales, celebrado en Sevilla, el 17 de febrero de 2017.
JOSÉ ANTONIO CERRILLO VIDAL. Las justificaciones de la muerte asistida.
3
te si se practicaban las dobles exequias, una costumbre muy extendida
2
por la
que se esperaba a que el cadáver se librase de sus impurezas corporales (la car-
ne y los fluidos vitales) para proceder a su despedida definitiva en un segundo
y con frecuencia más ostentoso funeral. Los toraja de la isla indonesia de Céle-
bes, por ejemplo, conviven con el cadáver embalsamado, hasta el punto de
servirle alimento como al resto de la familia, mientras reúnen los recursos
necesarios para celebrar el funeral definitivo, lo cual puede tardar incluso años
debido a los muchos gastos que comporta, incluyendo el sacrificio de numero-
sos bueyes y la organización de peleas de gallos (Grillo, 2008).
Igualmente, la muerte empieza antes de que acontezca la defunción. Co-
mienza, de hecho, en el mismo momento en que el agente comienza a cuestio-
nar su lugar en el mundo de los vivos. Así, un individuo puede considerar
cercano su final por padecer una enfermedad terminal o, más generalmente,
por la sensación de soledad y cansancio que conlleva la pérdida de la pareja y
otros seres queridos de su misma generación. Lo que le hace sentir que su
tiempo en el mundo ha terminado y que la muerte es preferible a seguir vi-
viendo (Dworkin, 1994: 3; Kellehear, 2009: 14-16). Entonces, el moribundo co-
mienza a cortar los lazos que le unen al resto de seres humanos: se aísla, deja de
participar en los rituales de la vida cotidiana y de tener en consideración las
convenciones de comportamiento, descuida su higiene, apariencia y alimenta-
ción… Todo ello constituye una auténtica caída en la naturaleza desde la cultura,
una muerte social que, en no pocas ocasiones, precede a la física (Seale, 1998:
149-171).
Ahora bien, ¿es legítimo intervenir en este proceso? O, dicho de otro mo-
do, ¿es deseable acelerar la muerte de una persona, especialmente de aquellos
que no desean seguir viviendo? Cada sociedad ha dado respuestas diferentes a
esta pregunta. Entre los grupos humanos que sobreviven al límite de la subsis-
tencia es habitual el abandono de los débiles, los ancianos o los enfermos. Al
hacerlo buscan garantizar la continuidad del grupo, frecuentemente con la
aquiescencia de los damnificados. Es un comportamiento documentado en
numerosos grupos de cazadores-recolectores que habitan entornos especial-
mente hostiles, como los inuit, los sirionó de la Amazonia boliviana, los ojibwa
del actual Canadá o los hotentotes y los san del Kalahari (Thomas, 1983: 430-
431). Pero también en contextos más contemporáneos, como el de las habitan-
tes de las favelas del nordeste brasileño estudiadas por Nancy Scheper-Hughes
2
Disponemos de evidencias de su presencia en culturas de todo el planeta, como mostró Robert Hertz en
su clásico estudio (1990: 18-54).
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(2000), cuya extrema pobreza les obligaba a dejar morir a sus hijos más débiles.
Colectividades más prósperas y estables consideraban un privilegio de los an-
cianos, sobre todo aquellos especialmente sabios o poderosos, escoger el mo-
mento de su propia muerte antes de dejar de resultar una carga para el resto
del grupo. Un ejemplo muy llamativo es el famoso ritual de los Señores de la
Lanza dinka, del actual Sudán del Sur, por el que un viejo guerrero se entierra
vivo en presencia de toda la aldea. Este acto se considera una auténtica victoria
de la comunidad frente a la propia muerte (Thomas, 1983: 441-443). De la
misma forma, en la Grecia y Roma clásicas se entendía que la vida debía ser
más que la mera reproducción biológica: si no era posible disfrutar de una
existencia sustantiva, no merecía la pena seguir viviendo. Por esta razón, el
suicidio, el aborto e incluso ciertas formas de infanticidio eran tolerados y no
se consideraban inmorales (Dowbiggin, 2007: 7-11; Manning, 1998: 6-12; Mys-
takidou et al., 2005). Las grandes religiones monoteístas, en cambio, condenan
cualquier forma de acelerar la muerte por medios humanos, pues la vida es un
don divino y solo a Dios corresponde tomarla (Dowbiggin, 2007: 16-20; Lewis,
2000: 70-74; Manning, 1998: 17-18). La defensa a ultranza de la vida ha sido
también heredada por la moderna medicina científica, con consecuencias no
previstas como veremos a continuación.
En las sociedades contemporáneas los increíbles avances en la ciencia y la
tecnología médicas han prolongado nuestras vidas hasta límites impensables
siglos atrás, dilatando y complejizando la propia muerte. Históricamente se
trataba de un proceso no muy duradero, al que además no llegaban muchas
personas. En cambio, en el presente tiende a alargarse incluso contra la volun-
tad de quienes lo experimentan. Y dado que nuestra sociedad tiene en la auto-
nomía individual uno de sus valores centrales, es común que los ancianos
sientan una gran angustia ante la creciente incapacidad para valerse por sí
mismos, así como una enorme vergüenza por la pérdida de control sobre sus
cuerpos. De ahí que algunos prefieran acelerar el proceso de muerte (evitando
cada vez más abandonar sus hogares, limitando todo lo posible las relaciones
con otros seres humanos, relajando los cuidados que les permitirían alargar
aún más sus vidas… En otras palabras, dejándose morir) a extender una vida que
consideran poco satisfactoria o digna. Prefieren, por tanto, no prolongar su
vida biológica más allá de su vida social efectiva. El problema es que muchos
de ellos no pueden hacerlo. A menudo, tanto las instituciones como el propio
entorno social les presionan para que desistan en su actitud y se sometan a los
tratamientos que les mantendrán con vida. Su conducta es percibida como
desviada, indeseable o incluso cobarde. En algunos casos se llega incluso a con-
JOSÉ ANTONIO CERRILLO VIDAL. Las justificaciones de la muerte asistida.
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siderar que el anciano ya no es capaz de tomar decisiones por sí mismo y se le
institucionaliza, es decir, se le interna en instituciones que someten su compor-
tamiento a rutinas normativas en las que puede intervenir poco o nada. Una
situación que genera auténtico pánico entre muchos de nuestros mayores (Ke-
llehear, 2009; Lawton, 1998; Seale, 1995, 1996, 1998: 162-170, 2004).
Por otra parte, los avances en la medicina nos enfrentan a una serie de
realidades nuevas, prácticamente inéditas en la historia humana:
Personas con daños cerebrales severos conectadas a respiradores, tubos de alimentación,
etc.; niños que nacen sin cerebro o solo con el tronco cerebral (anencefalia); mujeres em-
barazadas en estado de muerte cerebral; estados vegetativos persistentes o crónicos; téc-
nicas de reproducción asistida; diagnóstico prenatal; trasplante de órganos y
xenotrasplantes (Ausín y Peña, 1998: 15-6).
Situaciones de enorme complejidad moral y para las que apenas dispone-
mos de guías o experiencias previas por su novedad, para las que estamos poco
preparados colectivamente y, más aun, individualmente. Varias de ellas se
encuentran en la frontera que separa la vida de la muerte, un límite que la
tecnología médica ha vuelto más y más borroso en el último siglo y medio,
tanto que incluso el criterio científico para diagnosticar la muerte ha tenido
que cambiarse en las últimas décadas. De la tradicional consideración de la
parada cardiorrespiratoria se ha pasado a un incómodo consenso actual en
torno a la muerte cerebral, que tampoco se ha visto exento de problemas
3
(Singer, 1997: 33-49). En suma, vivimos una contradicción entre un sistema
sanitario hipertecnificado, preparado para combatir la enfermedad y la muer-
te misma hasta donde sea posible, y una sociedad que todavía no cuenta con
las herramientas suficientes para gestionar los limbos biológicos, éticos y jurí-
dicos que aquel produce. Una contradicción en la que muchas personas que-
dan atrapadas, viéndose obligadas a padecer una muerte prolongada, dolorosa
o simplemente opuesta a sus preferencias (Ausín y Peña, 1998).
3
De hecho, el criterio actual para la definición de muerte es la muerte cortical, la pérdida de las funciones
superiores del cerebro, ya que el de simple muerte cerebral tenía el inconveniente de no incluir los estados
vegetativos persistentes y los bebés anencefálicos (Salazar, 2001; Singer, 1997: 36 y ss.).
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2. LA REIVINDICACIÓN DE LA MUERTE ASISTIDA
Este es el caldo de cultivo en el que surgen las reivindicaciones por la lega-
lización de la muerte asistida o, por usar el término acuñado por sus defenso-
res, el derecho a una muerte digna. Podemos entender la muerte digna como
[] aquella en la que el enfermo, que es un individuo autónomo, puede elegir libremente
cómo desea morir (dentro de las posibilidades que se le ofrecen), y los profesionales de la
sanidad deben respetar esa dignidad salvaguardando la libertad del paciente (Aguiar, Se-
rrano Del Rosal y Sesma, 2009: 2).
Así pues, con la idea de la muerte digna se aspira a que el individuo decida
libremente sobre el proceso de su propia muerte, reclamando un papel activo
del ciudadano frente a la compleja realidad a la que nos enfrenta un sistema
sanitario altamente tecnificado. El ejercicio autónomo de este derecho, a su
vez, requiere que se den una serie de condiciones que han de ser garantizadas
por los poderes públicos: un marco legal que reconozca el derecho a la libre
elección del proceso de muerte y que exima de responsabilidades penales a los
profesionales sanitarios que participen en él; información completa, veraz y
confidencial acerca del diagnóstico y los tratamientos que se ofrecen a la per-
sona próxima a la muerte; unos profesionales sanitarios comprensivos, respe-
tuosos con las decisiones de sus pacientes y dispuestos a ayudarles a ponerlas
en práctica, etc.
El derecho a una muerte asistida supondría un desarrollo de derechos ya
reconocidos por el ordenamiento jurídico de todo país democrático, como el
derecho a la libertad, a la dignidad, a la intimidad personal, al libre desarrollo
de la personalidad y a la libertad ideológica y religiosa (Méndez Baiges, 2002:
53). Alude, asimismo, a un amplio conjunto de actuaciones con distintas con-
secuencias éticas y jurídicas y diferentes grados de aceptación social. Es preci-
so, por consiguiente, distinguirlas analíticamente (Aguiar, Serrano Del Rosal y
Sesma, 2009: 2-4; De Miguel Sánchez y López Romero, 2006: 208-210; Simón-
Lorda y Barrio-Cantalejo, 2008: 448-450; Simón-Lorda et al., 2008):
1) La eutanasia, cuyo significado etimológico literal es buena muerte. Es el
término más extendido socialmente, el que más discusión ha suscitado y, por
consiguiente, el que más se presta a confusión. En rigor, la eutanasia incluye
toda actuación (sea por acción u omisión) que provoca la muerte rápida e in-
dolora de un paciente que a) padece una enfermedad incurable que le produce
un sufrimiento o malestar físico o psicológico que considera inaceptable y que
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no es posible mitigar por cualquier otro medio y que b) disfrutando de com-
pleta capacidad de decisión y estando plenamente informado de las conse-
cuencias, lo solicita de forma expresa y reiterada. Como puede observarse, la
eutanasia implica de forma directa al personal sanitario: son sus prácticas
la causa inmediata de la muerte de la persona que, cabe insistir, lo ha pedido
expresa y reiteradamente con anterioridad. De lo contrario estaríamos ante un
homicidio. Hay que destacar también que, en la actualidad, se considera irre-
levante la tradicional distinción entre eutanasia activa y pasiva. Es decir, entre
la muerte provocada por acción directa del profesional sanitario o por la reti-
rada de los tratamientos que permitirían prolongar la vida. En ambos casos
existe un vínculo causal directo que provoca la muerte del paciente y, en am-
bas situaciones, es el paciente el que toma la decisión siendo perfectamente
consciente de que supondrá su fallecimiento.
2) En el suicidio asistido, en cambio, es la propia persona quien termina con
su vida, aunque para ello requiera el concurso de otro individuo para hacerse
con los medios materiales o intelectuales con los que producir su muerte. Di-
cha asistencia puede ser proporcionada por personal sanitario o por cualquier
persona ajena al ámbito de la salud. Pero, cuando es un facultativo quien ayu-
da al paciente, hablamos de un suicidio médicamente asistido. Fue, por ejemplo,
la opción que tomó Ramón Sampedro, probablemente el rostro más conocido
del movimiento por la muerte asistida en España, para poner fin a su propia
vida.
3) La limitación del esfuerzo terapéutico (LET) se define como la retirada o la
renuncia a iniciar medidas de soporte vital cuando no existe esperanza de re-
cuperación funcional para la persona. O sea, que se descarta prologar la vida
biológica a través de mecanismos artificiales (respiradores, etc.) una vez se
sabe que el cuerpo del paciente no va a poder mantenerla por mismo. En
este caso, no se provoca la muerte de la persona, simplemente se permite, dejan-
do que la enfermedad derrote definitivamente al paciente. En estos casos, los
matices son realmente difíciles de precisar (el momento en el que no existe
posibilidad de recuperación con una mínima calidad de vida, la futilidad o no
de conservar los tratamientos de mantenimiento vital…) y requieren de un
amplio acuerdo entre todos los profesionales implicados y el paciente o, en
caso de que este no esté en condiciones de decidir, los familiares de este. El
caso más famoso de LET en España es el de la niña gallega Andrea Lago, afec-
tada por el síndrome de Aicardi-Goutières, una enfermedad neurodegenerati-
va muy infrecuente. En los meses previos a su muerte, el organismo de Andrea
se deteriode forma irreversible, debiendo ser hidratada y alimentada de
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forma artificial. Los padres de la niña solicitaron que no se siguiera prolon-
gando mecánicamente su vida, lo que consiguieron en octubre del 2015 tras
una encarnizada batalla legal que les enfrentó al equipo médico que trataba a
su hija.
4) El rechazo del tratamiento contempla el derecho de la persona a negarse a
recibir cualquier tratamiento médico que considere puede mermar su calidad
de vida, inclusive si este la prolonga durante un tiempo. Es un principio reco-
nocido por el modelo del consentimiento informado, que constituye la base
teórica y moral que guía la toma de decisiones en la bioética contemporánea.
Como tal, respeta la autonomía del paciente para decidir sobre su cuerpo y su
salud. La línea que separa el rechazo del tratamiento y la LET no siempre es
sencilla de trazar. Las diferencias principales estriban en el estado de evolu-
ción de la enfermedad. En la LET la persona siempre está más allá de la posibi-
lidad de recuperación. El rechazo del tratamiento, por otra parte, puede ser
reclamado por el paciente, como sujeto autónomo capaz de tomar las decisio-
nes que estime necesarias respecto a su cuerpo y su salud, desde el primer
momento en el que su enfermedad se manifiesta. El ejemplo más conocido de
rechazo del tratamiento en España es el de Inmaculada Echeverría (Simón-
Lorda y Barrio-Cantalejo, 2008: 445-451). Echeverría padecía una distrofia
muscular progresiva, pero de evolución lenta, lo que mantenía su estado esta-
ble durante largos periodos de tiempo. Obligada a residir en el Hospital San
Rafael de Granada desde 1997, en el año 2006 solicitó, de forma pública en
rueda de prensa, ser desconectada del respirador para no seguir prolongando
artificialmente su vida. Tras un intenso debate mediático, jurídico y ético, el
Consejo Consultivo de Andalucía y la Comisión Autonómica de Ética e Inves-
tigación de Andalucía dictaminaron que la petición de Echeverría era legítima
por su derecho de rechazo al tratamiento contemplado en la Ley de Autono-
mía del Paciente 41/2002 y que los profesionales sanitarios que la ayudasen a
cumplirlo no incurrían en delito alguno. Inmaculada Echeverría vio cumplido
su deseo en marzo del año 2007.
5) La sedación paliativa de enfermos terminales refiere a la administración a
pacientes terminales de fármacos que disminuirán su conciencia de forma
profunda y previsiblemente irreversible, como medio de paliar un sufrimiento
intenso que no puede aliviarse por otros medios. Es común que acelere la
muerte del paciente, pero no se trata de un resultado perseguido por esta prác-
tica, siendo un efecto secundario de la misma. Esto ha llevado a que algunas
personas la señalen como una forma de eutanasia encubierta, como sucedió en
el tristemente célebre caso del Hospital Severo Ochoa de Madrid. Sin embar-
JOSÉ ANTONIO CERRILLO VIDAL. Las justificaciones de la muerte asistida.
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go, es una práctica muy común en las unidades de cuidados paliativos de todo
el mundo, está considerada una buena práctica sanitaria y requiere siempre
del consentimiento informado del paciente o sus representantes.
Como puede observarse, son prácticas próximas pero muy diferentes, que
requieren consideraciones legales y morales diferenciadas, entre otras razones
porque cada una implica un diferente grado de participación de otras personas
en el proceso de muerte. Es por ello también que cada una de ellas es objeto de
un distinto grado de aceptación social y viceversa: cada una se ve acompañada
de un diferente grado de polémica.
3. JUSTIFICACIONES
Con Luc Boltanski y Laurent Thévenot (1991) entenderemos la justifica-
ción como la operación discursiva por la cual las personas tratan de legitimar
sus opiniones y decisiones vinculándolas a un orden de legitimidad moral (ordre
de grandeur). Es decir, a convenciones socialmente aceptadas sobre el bien co-
mún, lo correcto e incorrecto.
4
Podemos identificar dos grandes justificaciones
en defensa de la muerte asistida:
1) El principio de autonomía, la libertad de cada ciudadano para decidir so-
beranamente sobre su cuerpo y su vida. Por tanto, también sobre los trata-
mientos médicos que afecten al desarrollo de los mismos, incluyendo aquellos
referidos a su proceso de muerte, siempre y cuando no dañe a otros, aunque
sin extender este último criterio a cualquier tipo de daño moral a terceros, lo
que acabaría limitando la libertad de decisión individual hasta extremos que la
vaciarían de contenido. Para muchos autores, el auténtico fundamento ético y
jurídico en el que se sustentaría el derecho a una muerte digna (Álvarez Gal-
vez, 2002; R. Dworkin et al., 1997; Rivera López, 2003: 79-83; Schramm, 2001;
Young, 2014). El más conocido defensor de esta postura es el filósofo norte-
americano Ronald Dworkin (1994), quien afirma tajantemente que «el rasgo
más relevante de esa cultura [la cultura política occidental] es la creencia en la
dignidad humana individual: esto es, que las personas tienen el derecho y la
responsabilidad moral de enfrentarse, por sí mismas, a las cuestiones funda-
mentales acerca del significado y valor de sus propias vidas» (Dworkin, 1994:
4
Boltanski y Thévenot identificaron seis grandes modelos de órdenes de legitimación moral, que denomi-
naron ciudades. Sin embargo, las justificaciones que hemos encontrado para legitimar la muerte asistida no
encajan bien en ninguno de los modelos que proponen. Así pues, antes de forzar el modelo, hemos prefe-
rido retener la definición de justificación planteada por los autores sin hacer referencia a las ciudades.
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214). Para Dworkin, al debatir sobre la eutanasia, como sobre el aborto, no
oponemos el derecho a la vida con el derecho a la autonomía. Más bien esta-
ríamos ante diferentes puntos de vista acerca de una preocupación universal-
mente compartida, como es la integridad de la vida humana. Y, dado que
estamos ante concepciones particulares, el principio que debería guiar al legis-
lador es no intervenir, pues los principios morales son, según la doctrina libe-
ral a la que se adhiere Dworkin, estrictamente privados y responsabilidad
exclusiva de los individuos.
2) El principio de no sufrimiento, por el que se aspira a que la persona no pa-
dezca una muerte dolorosa, innecesariamente alargada o que atente contra su
autonomía y dignidad. Esto es, casos en los que la muerte es preferible a la
continuación de la vida (Boladeras, 2009; Bouëaseau, 2000; Tooley, 2005). El
supuesto de la preservación de la autonomía es crítico, porque ampliaría los
casos en los que se podrían justificar las prácticas vinculadas a la muerte digna
más allá del dolor físico intenso. De ahí que sus defensores hablen antes de
sufrimiento que de dolor: el sufrimiento es un concepto más amplio que inclui-
ría la pérdida de identidad y autonomía, tanto del moribundo como de sus
allegados, conectando así con la noción de dignidad (Bayés, 2003; Cohen-
Almagor, 2008; Wijsbek, 2012). Los filósofos australianos Peter Singer y Helga
Kushe son los dos autores que más énfasis han puesto en esta vía de fundamen-
tación del derecho a una muerte asistida, llegando a proponer una ética de la
calidad de vida que sustituya a la tradicional noción de santidad de la vida
(Kushe, 1995, 2001; Singer, 1997).
En realidad, como observó Leonard Wayne Summer (2011), la autonomía
y el bienestar del paciente no dejan de ser los dos principios que guían todo
tratamiento médico. Normalmente, ambos principios coinciden, pero, cuando
no lo hacen, la autonomía debe prevalecer excepto en casos en los que esta no
pueda ejercerse, siguiendo el paradigma del consentimiento informado, el más
aceptado actualmente en el campo de la bioética, y del que igualmente parten
los defensores de la muerte asistida (Wayne Summer, 2011). Ambos argumen-
tos también están presentes en el debate social sobre la muerte asistida, tanto
en los movimientos que reclaman su legalización de forma organizada co-
mo en los discursos que manejan los ciudadanos favorables al reconocimiento
de dichos derechos (Cerrillo Vidal, 2018).
Entre los teóricos del derecho, el posible encaje jurídico del derecho a una
muerte asistida ha motivado una discusión compleja. La vida se ha considera-
do históricamente el primero de los bienes del individuo, la sustancia de todos
sus demás derechos. La teoría y la práctica jurídicas han tendido, por esta ra-
JOSÉ ANTONIO CERRILLO VIDAL. Las justificaciones de la muerte asistida.
11
zón, a establecer garantías que blinden la protección de la vida, incluso por
encima de la voluntad del propio individuo (Moreno Antón, 2004: 66-68; Ruiz
Miguel, 1993: 135-138). En síntesis, en el derecho ha prevalecido una concepción
paternalista en la que la muerte solo podía considerarse un disvalor. De ahí que
muchos juristas consideren harto problemático reconocer un derecho a morir
que iría contra el ordenamiento jurídico y la jurisprudencia. Existirían, ade-
más, otros inconvenientes añadidos a reconocer un derecho a la muerte, espe-
cialmente si se fundamenta en la libre disposición del sujeto sobre su cuerpo y
su vida: moviliza obligaciones de terceros, lo que puede hacer que entre en
conflicto con los derechos de estos; dificultaría el control objetivo de su ejerci-
cio, más aún, hasta podría conllevar la generalización del derecho a terminar
con la propia vida bajo cualquier circunstancia; algunos autores llegan incluso
a considerar que la autonomía personal constituye un fundamento demasiado
individualista de los derechos (Méndez Baiges, 2002: 59-66, Rey Martínez, 2008:
161-162; Suárez Llanos, 2012: 335-341).
No obstante, tampoco es cierto que el derecho a la vida sea absoluto. A
menudo se ve matizado por otros derechos en los que se considera justificable
realizar excepciones, como el homicidio en defensa propia o en caso de con-
flicto bélico, por no mencionar la pena capital en aquellos países en los que
todavía es legal (Moreno Antón, 2004: 68-69, Rey Martínez, 2008: 83-89). El
derecho a la muerte asistida tendría así cabida como excepción o desarrollo
del derecho a la vida, en función de la articulación de este con otros derechos,
como el derecho a la dignidad y a la integridad moral de la persona (Moreno
Antón, 2004: 69-72, Rey Martínez, 2008: 89-126). Ciertos estados de deterioro
del cuerpo conculcarían la dignidad de la persona o impedirían el libre desa-
rrollo de su personalidad, lo que justificaría que quienes se encuentran en esa
situación pudiesen precipitar el fin de sus vidas. O, para resumir con Leonor
Suárez Llanos (2012: 341-43), sin calidad de vida el derecho a la vida carecería
de sentido.
En fin, como podemos comprobar, desde el campo del derecho se optaría
más bien por el principio de no sufrimiento, tal y como lo hemos definido más
arriba, como fundamento del derecho a la muerte asistida. Sin embargo, esto
no está exento de problemas, pues supone definir el límite de sufrimiento a
partir del cual se considera justificado poner fin a una vida. La justificación
por el sufrimiento presenta así un problema notable de construcción: definir
qué es el sufrimiento. Sin duda, cualquiera de las personas que sostienen esta
justificación estaría de acuerdo en considerar una muerte agónica y dolorosa
como ejemplo de situación en la que se mostrarían favorables a la muerte asis-
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tida. Ahora bien, el concepto de sufrimiento es más amplio que el dolor físico
y abarca una cantidad de condiciones muy diferentes, incluyendo una variada
gama de estados psicológicos: pérdida de autoestima, depresión, sentimiento
de padecer un deterioro de la identidad, insatisfacción con las circunstancias
vitales y un amplio etcétera (Bayés, 2003). ¿En dónde se encuentra el límite del
sufrimiento que legitime la muerte asistida? ¿Es suficiente el sufrimiento de
una persona con tetraplejia para que esté justificado asistirle en su muerte? ¿O
este derecho estaría solo contemplado para enfermos terminales sin esperanza
de recuperación?
La justificación por el sufrimiento no contempla estos dilemas, entre otras
razones porque no es sistemática. No tiene un principio universalmente apli-
cable, como la libertad individual en la justificación por la autonomía. Depen-
de de la situación y, más concretamente, de la compasión que desate en el otro
el padecimiento de la persona enferma o moribunda. Lo que equivale a decir
que se fundamenta menos en el sujeto que sufre que en el que se compadece de
su sufrimiento. De esta forma, algunas de las personas que justifican la muerte
asistida por el sufrimiento consideran que la inmovilidad forzosa de las perso-
nas con tetraplejia es motivo suficiente como para preferir la muerte a su tris-
te situación. Sin embargo, esas mismas personas pueden opinar igualmente
que no está justificado el suicidio de una persona que no tuviese problemas de
salud física, sino que simplemente se sintiese tan deprimido que se viese inca-
paz de continuar con su vida. La inmovilidad justifica el derecho a una muerte
digna, la tristeza, en cambio, no. ¿Dónde está el límite del sufrimiento? ¿Quién
lo establece?
Para decirlo con Singer y Kushe, es preciso definir la calidad de vida que
haría legalmente tolerable la muerte asistida. Hacerlo desde estándares exter-
nos a la persona afectada resulta enormemente problemático, por muy riguro-
sa, objetiva y completa que fuese su elaboración. De hecho, sectores contrarios
a la legalización de la muerte asistida consideran un ejercicio de totalitarismo
todo intento de establecer un canon universalmente aplicable de calidad de
vida, en lugar de permitir que sea cada ciudadano el que dote de significado
particular a este principio (Gormally, 1997). En este sentido, solo el paciente
que lo solicita podría afirmar que padece un sufrimiento tal que deteriora su
calidad de vida más allá del límite de lo soportable. Lo que, en la práctica, su-
pone reconocer que, en realidad, es la autonomía, la libre determinación del
individuo para hacerse cargo de sus propias decisiones, el fundamento último
del derecho a una muerte asistida.
JOSÉ ANTONIO CERRILLO VIDAL. Las justificaciones de la muerte asistida.
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En efecto, la justificación por la autonomía parte de un principio ético
5
susceptible de ser aplicado a cualquier contexto: la libertad individual. Ante la
duda, debe prevalecer la voluntad soberana del individuo, con tal de que con
su decisión no perjudique a otros ni vulnere la ley. El único debate posible se
refiere a las condiciones en las que el individuo no ha expresado claramente su
opción o no tiene capacidad de decidir (en cuyo caso el poder de escoger pasa-
ría a la familia, es decir, que permanecería en los ciudadanos). La justificación
por la autonomía no se enfrenta, por consiguiente, a ninguna contradicción a
la hora de legitimar la muerte asistida. Si las condiciones de vida del individuo
le hacen reclamar la muerte, sus deseos deben ser respetados, independiente-
mente de las razones que le hagan expresar su demanda: tanto da que sea el
miedo al dolor, la sensación de impotencia derivada de no poder valerse por
mismo o la merma de las capacidades psíquicas más allá de lo que la persona
considera deseable.
En este punto cabría preguntarnos si este razonamiento resulta igual de
convincente para el común de la ciudadanía. Al fin y al cabo, no siempre res-
pondemos ante los mejores argumentos: los sesgos en la cognición y la percep-
ción son muchos disponemos de abundante evidencia al respecto y su
acumulación tiende a viciar la deliberación pública (Kahneman, 2012; Ovejero
Lucas, 2013). Uno no menor reside en nuestra preferencia por los relatos. Es-
tamos predispuestos a prestar más atención a la información presentada en
forma narrativa que a los datos y a los razonamientos puros (Gibbs, 2012: 84-
88; McAdams, 1993). En efecto, la fuerza retórica de lo narrativo permite co-
nectar con vivencias universales, refuerza la empatía y resulta más eficiente
para organizar y dotar de sentido a la experiencia. Cabría esperar entonces que
la justificación por el sufrimiento resultase más apropiada para convencer a
una mayoría social de la bondad de la muerte asistida. Después de todo, la
historia de una persona suplicando poner fin a su vida por el dolor que padece
o las tristes condiciones en las que se encuentra o espera encontrarse pronto
¿no supone un reclamo más contundente y llamativo que la mera apelación a
un principio filosófico? ¿No moviliza más nuestras emociones?
5
La distinción entre ética y moral la tomamos de Adolfo Sánchez Vázquez (1999: 17-22). La moral es fun-
damentalmente práctica y contextual, se refiere a la orientación considerada buena o justa de una acción
en la situación concreta. La ética es el conjunto de principios normativos por el que el individuo trata de
guiar su vida y, por tanto, los criterios por los que valorará como morales o no sus actos. Moral y ét ica es-
tán así relacionadas, pero la moral es fundamentalmente emotiva mientras que la ética es (o debe ser) ra-
cional y reflexiva.
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Responder a estas preguntas excedería el espacio de este artículo, pero
disponemos de modesta evidencia que parece apuntar en sentido contrario. En
un estudio realizado con grupos de discusión (Cerrillo Vidal, 2018: 229-238), se
mostraba que los relatos de muertes dolorosas o enfermedades largas y penosas
no conseguían convencer a los individuos contrarios a la legalización de la
muerte asistida. Estos consideraban que estas experiencias constituían circuns-
tancias particulares, únicas como lo es toda muerte. Cada proceso de muerte
es distinto, solo el moribundo sabe qué se siente al morir. La empatía con un
moribundo es, en realidad, imposible, porque cada proceso de muerte es irrepe-
tible y el resultado irreversible. Y, si cada caso es único, no cabe establecer
patrones, ni intervenir externamente. Pertenece, de hecho, al ámbito de lo
privado, así que lo apropiado es interferir lo menos posible. O, dicho de otro
modo, el relato no solo no conseguía conectar con marcos universales de bien
común, que es el objetivo de la justificación como ya se ha comentado. Ocu-
rría justo lo contrario: se singularizaba la experiencia, recluyéndola a la esfera
privada, se le negaba su estatus de problema público o estructural.
En cambio, la justificación por la autonomía, incluso cuando adoptaba
formas muy sencillas («que cada uno haga lo que le la gana con su vida»),
resultaba virtualmente irrefutable para las personas contrarias a la regulariza-
ción de la muerte asistida. Efectivamente, solo existen dos formas de disputar
un discurso que defiende la libertad de elección en lo que al propio cuerpo se
refiere: o bien negando la legitimidad del interlocutor o bien negando la idea
misma de que el individuo tenga derecho a decidir sobre su vida y su salud. En
el primer caso, el contrario a la muerte asistida se definiría a sí mismo como
éticamente superior, situándose en una posición por la que se rechazaría la
validez de los interlocutores, desestimando que estos pudiesen tener parte de
razón. En el segundo, más corriente a juzgar por los resultados del estudio
citado, se discute que sea posible o deseable que el individuo tenga libertad de
elección, la cual se desplaza hacia la comunidad o hacia Dios, que no deja de
ser un avatar de la propia comunidad, como sabemos desde Durkheim (2007).
Cualquiera de las dos opciones muestra una cara autoritaria que inmediata-
mente deslegitima el discurso contrario a la muerte asistida ante personas que
tengan mínimamente asimilados el ethos y la identidad individualizada o ciu-
dadana, hegemónicos en sociedades democráticas tardomodernas. En algunos
grupos, los participantes en principio opuestos a la muerte asistida termina-
ban concediendo que, de existir una serie de filtros y controles adecuados
(exámenes psicológicos, discusión exhaustiva del caso entre especialistas) y en
el caso hipotético de una amplia mejora de las condiciones de vida de los en-
JOSÉ ANTONIO CERRILLO VIDAL. Las justificaciones de la muerte asistida.
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fermos crónicos y terminales, no podrían negar el derecho a acelerar su muer-
te de aquellos que así lo siguieran solicitando. Lo contrario supone un paterna-
lismo difícil de digerir por una sociedad que tiene la autonomía individual
entre sus valores centrales. La autonomía del sujeto para decidir sobre su pro-
pia muerte podía así matizarse, pero no negarse por completo. Como se ha
comentado anteriormente, el sufrimiento no disfrutaba de la misma eficacia
discursiva.
4. CONCLUSIÓN
En resumen, tal y como señalaba Ronald Dworkin, la justificación más só-
lida para la muerte asistida procede del derecho inalienable de los individuos a
hacer lo que deseen con su vida y su muerte. O, lo que es lo mismo, de la liber-
tad individual. Es la conclusión a la que han conducido décadas de debate filo-
sófico y jurídico, y también parece hacerlo la escasa evidencia empírica sobre
las preferencias ciudadanas en el proceso final de la vida. La autonomía indivi-
dual no solo constituye un valor nuclear de la cultura política de las sociedades
contemporáneas, además se trata de un principio menos dependiente de con-
textos particulares de decisión.
El sufrimiento, por su parte, necesita al otro: debo convencer a los demás
de que mi padecimiento es tan grande que no existe otra solución que acabar
con mi vida. Cuál es el grado de sufrimiento al que debo llegar para que se
legitime acabar con mi propia vida es algo que probablemente no pueda ser
definido de antemano. Depende de la capacidad de cada caso para movilizar la
piedad en los otros. Un problema al que no se enfrenta la autonomía indivi-
dual: deseo acelerar mi proceso de muerte porque estoy en mi derecho de ha-
cerlo, con independencia de que los demás piensen que mis circunstancias
justifiquen tan drástica decisión. Por supuesto, esto no significa que la empatía
con los que sufren no juegue un papel importante en la defensa de este pecu-
liar derecho. Lo que resulta innegable es que, por humano que sea este senti-
miento, constituye una fundamentación a lo sumo necesaria pero no suficiente
de la muerte asistida.
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RESUMEN El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha rechazado que el artículo 2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (derecho a la vida) incluya un derecho a morir; en cambio, ha reconocido que el artículo 8 del mismo Convenio (derecho a la vida privada) comprende la autodeterminación de la persona sobre cómo y cuándo poner fin a su vida. Sin embargo, como explicamos en este trabajo, los presupuestos conceptuales en que apoya su interpretación del derecho a la vida privada son discutibles y, en consecuencia, es dudoso que este derecho sirva de fundamento, de "caballo de Troya", para legitimar/ legalizar la eutanasia (activa, particularmente). Palabras clave: derecho a la vida privada, eutanasia, ayuda al suicidio, juris-prudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ABSTRACT European Court of Human Rights has refused that article 2 of European Convention on Human Right (right to life) contains a right to die; whereas it has recognised that article 8 of the same one (right to respect for private life) includes the person self-autodetermination about how and when to put an end to their life. However, as we explain in this paper, the conceptuals basis in which supports its interpretation of right to private life are disputable and it´s consequently uncertain that this right is useful (as a "Trojan horse") for legitimising/legalising the euthanasia (active, particularly).
Presentation
Full-text available
The Right to Die with Dignity: An Argument in Ethics and Law
Book
"Who am I?" "How do I fit in the world around me?" This revealing and innovative book demonstrates that each of us discovers what is true and meaningful, in our lives and in ourselves, through the creation of personal myths. Challenging the traditional view that our personalities are formed by fixed, unchanging characteristics, or by predictable stages through which every individual travels, The Stories We Live By persuasively argues that we are the stories we tell. Informed by extensive scientific research--yet highly readable, engaging, and accessible--the book explores how understanding and revising our personal stories can open up new possibilities for our lives.
Article
The logic of Christian faith challenges most of the claims made by those who affirm a right to die, including Nazi claims. Whereas right-to-die proponents view life as a possession with which we can do whatever we like, the Christian tradition treats life as a trust held on behalf of God. The purpose of life is not to serve our desires but to serve God. While the Chris- tian tradition challenges the claim that all suffering is meaningless and needs to be ended, it urges compassion for those afflicted with undeserved and unexplainable sufferings, using Christ's participation in the human condition as its model.