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Plumas y Pinceles I. La experiencia artística y literaria del grupo de Barranquilla en el Caribe colombiano al promediar del siglo XX

Authors:
BERGAMO UNIVERSITY PRESS
sestante edizioni
PLUMAS Y PINCELES
I
La experiencia artística y literaria
del grupo de Barranquilla
en el Caribe colombiano al promediar del siglo XX
Fabio Rodríguez Amaya
(editor)
Pubblicato con il contributo del Dipartimento di Scienze dei Linguaggi,
della Comunicazione e degli Studi Culturali dell’Università degli Studi di Bergamo
© 2009, Bergamo University Press
Cataloguing in Publication Data
Plumas y Pinceles I
La experiencia artística y literaria
del grupo de Barranquilla
en el Caribe colombiano al promediar del siglo XX
Con dieciseís páginas de ilustraciones a todo color
Fabio Rodríguez Amaya (editor)
p. 352 cm. 24
ISBN – 978-88-95184-99-9
In copertina:
Alejandro Obregón, Ganado ahogándose en el Magdalena, Óleo sobre tela, 1955
Sestante Edizioni - Bergamo
www.sestanteedizioni.it
Printed in Italy
by Stamperia Stefanoni - Bergamo
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA:
Presentación 7
Una inadecuada introducción 19
JACQUES GILARD:
Colombia, años 40: de El Tiempo a Crítica 31
El debate identitario en la Colombia de los años 1940-1950 45
JACQUES GILARD:
El grupo de Barranquilla «Hacer algo perdurable» 59
JACQUES GILARD:
El grupo de Barranquilla y el cuento 123
ÁLVARO MEDINA:
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar del siglo XX 215
JACQUES GILARD - FABIO RODRÍGUEZ AMAYA:
Borrador para una cronología de la crítica literaria del Caribe Colombiano.
Libros, artículos, investigaciones clave 343
5
Índice
Plumas y Pinceles está dedicado a la memoria del amigo e incomparable compañero
de viaje Jacques Gilard (Launac 1943 - Toulouse, 2008) reciente y prematuramente
desaparecido mientras intentábamos definir nuevos proyectos de avanzada y comenza-
ba a ocuparse de lleno de la reescritura de su tesis doctoral, dedicada al grupo de Ba-
rranquilla y sus escritores, de la que adquirí el compromiso de ser su lector y “editor”.
Por esta razón y para rendir justicia a su inteligencia, aguda visión crítica e inigualable
labor de colombianista y latinoamericanista, en el momento de imprimir este tomo op-
to por no publicar mi ensayo que debía constituir el Capítulo I “El caribe colombiano
y la renovación de las artes y las letras colombianas en el siglo XX” para dar a conocer,
a un público amplio, dos trabajos suyos de los años noventa publicados en las revistas
Cahiers du Criccal (Universidad de la Sorbonne) y Caravelle (Universidad de Toulou-
se, de la que fue redactor y en los últimos año director). Se trata de dos textos poco di-
fundidos pero de gran importancia, como alegatos, para introducir al estudio del grupo
de Barranquilla y que muestran cómo ya desde los comienzos de sus trabajos de inves-
tigación, ve con extremada lucidez y atina frente a la complejidad de la politica y la
cultura en Colombia: mi país, que aún me duele y me entusiasma.
Plumas y Pinceles I – La experiencia artística y literaria del grupo de Barran-
quilla en el Caribe colombiano al promediar del siglo XX – y Plumas y Pinceles II
Gabriel García Márquez, un maestro. Marvel Moreno, un epígono – no son sim-
ples títulos sino, por el contrario, la enunciación de un postulado y la aceptación
de un reto. Un postulado, que induce a verificar, sin andamiaje retórico alguno, la
existencia de un grupo que nunca apela a declaraciones o manifiestos, y de mane-
ra sencilla y lúcida – e impulsado por la amistad y el anhelo de un cambio necesa-
rio – es capaz de orientar las letras y las artes colombianas para sintonizarlas “con
la hora del mundo” y permitir, aunque en retardo, su ingreso a pleno título en la
modernidad. Un reto, que es el de explorar, conocer y colocar, aunque todavía de
manera parcial, una de las regiones más originales, ricas e innovadoras de la cultu-
ra y el arte colombiano del siglo XX.
Se trata de una empresa ambiciosa no sólo por la imponente presencia en la
rea lidad del país de esa región, considerada desde siempre “periférica” por la in-
7
Presentación
telectualidad oficialista de la capital – la prosopopéyica “Atenas sudamericana”
núcleo central del poder de la República Criolla –, sino también por las proyeccio-
nes que de allí se esparcen a lo largo y ancho de lo que hoy se define como zona
Pan Caribe o Gran Caribe.
Los dos volúmenes que componen esta obra quieren presentar los resultados
más significativos de un trabajo de investigación que, en general, sobre el caribe
colombiano y, en particular, sobre el “grupo de Barranquilla” acuerdan realizar,
en 2004 y en diferentes etapas, el IPEALT (Institut Pluridisciplinaire pour les Etu-
des sur L’Amerique Latine a Toulouse) de la Universidad de Toulouse-Le Mirail
dirigido por Jacques Gilard y la Cátedra de Literatura Hispanoamericana del De-
partamento de SLCSC (Scienze dei Linguaggi, della Comunicazione e degli Studi
Culturali) de la Universidad de Bérgamo, de la que es titular quien subscribe.
Además, la edición que aquí se presenta quiere ser testimonio de la colaboración
constante entre las dos instituciones a lo largo de los últimos veinticinco años. Pa-
ra el mejor logro de este cometido acepta, a partir de 2006, integrarse a este pro-
yecto el reconocido crítico de arte barranquillero, Dr. Álvaro Medina, del Depar-
tamento de Investigaciones Estéticas y catedrático de Historia del Arte de la Uni-
versidad Nacional de Colombia (sede central de Bogotá). A ellos tres, se une un
grupo de jóvenes estudiosos, algunos a las primeras armas que, en el segundo vo-
lumen, con inteligencia y originalidad afrontan la difícil tarea que es la del análisis
y la crítica del texto. Ellos son todos discípulos, ex alumnos y colaboradores alle-
gados de la cátedra de Hispanoamericanas de la Facultad de Lenguas y Literatu-
ras Extranjeras de Bérgamo: Erminio Corti investigador de planta y profesor agre-
gado, especialista en literatura chicana y autor, entre otros, de un importante estu-
dio dedicado a Faulkner y Onetti; Francesca Camurati, doctora de investigación
en Literaturas euro-americanas con especialización en literaturas del caribe hispá-
nico; Mauro Prandoni y Francesca Pezzoli doctores de investigación en Teoría de
la literatura y análisis del texto; Barbara Barbisotti, doctoranda en Literaturas eu-
roamericanas con especialización en las obras de Juan Rulfo y Augusto Roa Bastos
y Serena Persico, licenciada en lenguas y literaturas extranjeras y docente de espa-
ñol en la escuela superior.
El punto de arranque que impulsa la realización de Plumas y Pinceles – otras y
más fundadas son las motivaciones, como puede apreciar el lector en los ensayos
de estos libros – se encuentra en cinco sencillos pretextos:
1. la continua reflexión e intercambio de opiniones, materiales, publicaciones y
proyectos, desde 1982, con el internacionalmente reconocido colombianista fran-
cés Jacques Gilard, investigador, crítico literario y profesor emérito de la Universi-
dad de Toulouse-Le Mirail, a partir de varios hechos concretos a saber: la afinidad
de intereses que convergen en el estudio de la historia, la literatura y el arte latino-
americano en general y colombiano en particular además de la participación en
coloquios, congresos, grupos de trabajo, de investigación y la colaboración con re-
vistas y editores; el trabajo conjunto, desde 1985, de lectura, estudio y edición de
la obra de Marvel Moreno y, en los últimos tiempos, de la de Álvaro Cepeda Sa-
mudio; el inapagable entusiasmo por la obra de los escritores, artistas, poetas y
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
8
cantores de la costa caribe colombiana entre quienes se mencionan sólo a Luis
Carlos López, José Félix Fuenmayor, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Sa-
mudio, Rafael Escalona, Lorenzo Morales, Héctor Rojas Herazo, Manuel Zapata
Olivella, Alejandro Obregón, Marvel Moreno, Giovanni Quessep, Roberto Bur-
gos Cantor, Julio Olaciregui y un puñado más, de otras regiones, como Jorge y
Eduardo Zalamea, Jorge Luis Borges, Álvaro Mutis, Alejo Carpentier, Andrés Cai-
cedo, Darío Ruiz, Oscar Collazos, Miguel Barnet, Nancy Morejón, Helena Araújo,
Rosario Ferré, Luis Fayad y Consuelo Triviño.
2. la adicción al vallenato y la pasión por el porro, la cumbia, el bolero, el tango,
la música en general y, una desmedida afición por el ciclismo que da inicio a la
amistad, además del inmensurable gusto por las cantinas, la rumba, la canción arra-
balera, la poesía popular, los pliegos, las historias de bandidos y la literatura de cor-
del: Gilard, como estudioso y erudito y, quien escribe, como cultor aficionado;
3. el hecho, en el caso de Gilard, de haber realizado la imponente labor de in-
vestigación que le permite compilar, editar y prologar la producción periodística
completa de Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio y Ramón Vynies,
el “sabio catalán de Cien años de soledad” y de haberse ocupado sistemáticamente
de estudios sobre sus obras y la de otros grandes de la costa colombiana, y no só-
lo, como son José Asunción Silva, Félix Fuenmayor y Marvel Moreno;
4. el hecho, en el caso de que quien escribe, de ser lector asiduo de los escrito-
res que él estudia (y haber publicado textos y ensayos sobre algunos de ellos) y ad-
mirador y estudioso de algunos artistas que él aprecia. Sobre todo de Alejandro
Obregón (es la contemplación de “La violencia”, en el lejano 1962, la que da el
impulso definitivo para que asuma el riesgo en la vida de ser pintor), además de
estar, desde hace varios años, investigando y trabajando en la preparación, por en-
cargo de un editor italiano, de un libro dedicado al Gran Caribe cuyo título es: De
caníbales, piratas, marines y otros barbudos – Culturas, literaturas, músicas y artes
del Gran Caribe – (de 1993 es la primera edición italiana de su libro Letterature ca-
raibiche por los tipos de Jaca Book de Milán);
5. Mantener, a nivel de equipo interuniversitario e internacional, una activa
participación en el estudio, la investigación y el debate sobre la cultura, la literatu-
ra y el arte colombiano y latinoamericano. Todo esto, agravado por la libertad de
pensamiento y la autonomía en el ejercicio de la crítica sobre el aún irresuelto de-
bate que quiere como protagonista principal, si no único, de la cultura y de los na-
cionalismos literarios, el autoproclamado centro (Bogotá) ante la supuesta perife-
ria (la costa caribe entre otras) y que a la luz de la historia de la cultura y la políti-
ca se revela como una falacia. Aspectos y problemáticas todos, heredados de los
maestros Jorge y Eduardo Zalamea Borda, fustigadores de lagartos y vacas sagra-
das de la literatura y el arte de la república criolla colombiana.
El trabajo se sustenta en principio por la continuidad de proyectos, realizados
por Gilard, Medina y quien escribe, en las respectivas universidades, dedicados
hasta el presente a esta área geo-cultural que se funda en el encuentro, en el curso
de cinco siglos, entre etnias, lenguas y culturas del mundo y que, gracias a los pro-
cesos de transculturación, da vida a los mayores mestizaje, sincretismo, hibrida-
Presentación
9
ción, plurilingüismo y multiculturalidad jamás conocidos hasta hoy en el planeta.
Lo anterior hace que en la zona continental el caribe colombiano sea, por un lado,
uno de los más complejos, inéditos y menos conocidos y, por otro, uno de los más
carentes en lo que a estudios sistemáticos y rigurosos respecta, sin por esto dejar
de reconocer el notable impulso dado en años recientes por estudiosos, universi-
dades e instituciones de la misma área como son, entre otros, Alfonso Múnera,
Egberto Bermúdez, Alberto Abello, Álvaro Medina, Cristo Figueroa, Gustavo
Bell, María Teresa Ripoll, Jaime Abello, Vilma Gutiérrez de Piñeres, Álvaro Sues-
cún, Margarita Serje de la Hoz, Miguel Falquez Certain, Jorge García Usta, María
Clara Bernal, Ariel Castillo, Miguel Iriarte, Wilder Guerra Curvelo, Eduardo Her-
nández, Carmen Arévalo, Santiago Giraldo, Eduardo Márceles, Guillermo Tedio,
la Universidad del Atlántico, La Universidad del Norte, la Universidad de Carta-
gena, la Universidad Politécnica de Cartagena, el Observatorio del Caribe Colom-
biano, la Red caribe de Investigadores, la Cátedra Anual de Historia “Ernesto
Restrepo Tirado”, la Cátedra del Caribe Colombiano, entre otras instituciones
científicas y universitarias.
En general se advierte el pausado incremento de proyectos casi todos universi-
tarios (dotados de escasos recursos) y el nacimiento de pequeños grupos interesa-
dos en conocer finalmente las propias raíces culturales e identitarias. Sin embargo,
se verifica la falta de una rigurosa escuela crítica en grado de rescatar, valorar y co-
locar la vasta producción artístico-cultural de la zona no solo de épocas pasadas si-
no incluso de tiempos más recientes. Prueba es la casi total ausencia – o el estado
precario en que vierten – publicaciones, archivos, hemerotecas, sistemas de catalo-
gación e, incluso, de bibliotecas públicas y archivos de diarios y periódicos así co-
mo de sistemas de organización museal en los diferentes sectores de la cultura.
Piénsese, por ejemplo, que el Museo de Arte Moderno de Cartagena de Indias ha
sido fundado en 1979, el de Barranquilla apenas en 1996, veintidós años después
de ese 1974 en que Carlos Dieppa encabeza, al lado de prestigiosos intelectuales
costeños, las labores del “Centro Artístico” y da vida a la prestigiosa colección con
que es inaugurado. Además no existen, hasta la fecha, museos arqueológicos, etno-
gráficos o musicales dedicados a las culturas materiales, a las civilizaciones preco-
lombinas dignos de su nombre, salvedad hecha, quizá, por el recién inaugurado
Parque Museo del Caribe de Barranquilla, todavía en fase de instalación.
Desde un principio el proyecto de investigación se articula en tres partes que
se presentan sumariamente a continuación.
Parte I. El caribe colombiano y el “grupo de Barranquilla”
Natural como punto de partida y a la luz del estado de la crítica actual, aparece
indagar sobre el origen, la constitución, la historia, el debate cultural y la produc-
ción del aún hoy poco conocido caribe colombiano y del “grupo de Barranquilla”
como eje central – y no único – de la renovación artístico-literaria que, a partir de
los años 1940, se convierte en centro de irradiación de idearios, productos y obras
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
10
que han marcado la acelerada evolución y desarrollo de las artes y las letras co-
lombianas. Dada la complejidad y vastedad del material a disposición, por la rica
producción cartagenera y de otras zonas, se estructura en diversos apartados.
De todo ese material se publican aquí sólo cuatro capítulos, de los que los del
estudioso francés y el del escritor y crítico colombiano resultan invaluables.
Los dos extensos capítulos de Gilard, son la reescritura de los primeros grandes
apartados de su tesis doctoral (aún inédita), generosa y meticulosamente ampliados
al menos de un sesenta por ciento entre el verano de 2006 y finales de invierno de
2008 expresamente para esta edición, con la distancia y madurez que otorgan los
treinta años de intervalo entre la primera y la última redacción. En “El grupo de
Barranquilla «Hacer algo perdurable»”, en parte conocido por su publicación en
1984 en la Revista Iberoamericana de Pittsburg, Gilard brinda los instrumentos pa-
ra un más amplio conocimiento del grupo y problematiza el debate con un exce-
lente y profundo alegato que lo contextualiza en el ámbito nacional tendenciosa-
mente centralizado en Bogotá por la oficialidad de la cultura. “El grupo de Barran-
quilla y el cuento”es un amplio excursus y un detallado y denso análisis crítico de-
dicado al género – explorado y renovado inicialmente por los escritores del grupo
– que se convierte en embrión del cambio más importante en el panorama literario
colombiano y de una vasta obra narrativa de amplio respiro en los años sucesivos.
Como novedad, el crítico francés presenta el parágrafo dedicado a Julio Mario San-
todomingo y remozado ampliamente el que dedica a Cepeda Samudio. Con este
trabajo, Gilard inicia la sistemática reelaboración de los seis considerables tomos
que componen su tesis doctoral. Tesis realizada bajo la dirección de Claude Fell y
sustentada en la Universidad de La Sorbona en 1982, que representa la culmina-
ción de años de investigación en bibliotecas y archivos colombianos.
Con “Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar del siglo XX”, Ál-
varo Medina se cimienta en un ensayo de amplio respiro y minucia analítica, do-
cumental y crítica sobre las artes plásticas del periodo estudiado para valorizar
con agudo conocimiento a los siete artistas que, en la continua interacción con los
escritores, han dado vida a uno de los focos, quizás el más significativo, de renova-
ción total del arte colombiano. Medina se detiene en las poéticas, en las peculiari-
dades del lenguaje plástico y en el análisis de las búsqueda emprendida por los ar-
tistas así como de los contextos. De suma importancia es la justa y razonada equi-
paración que da a los fotógrafos Nereo y Leo Matiz respecto de los pintores y el
rescate que hace de Luis Eduardo Nieto Arteta como maestro de las ciencias so-
ciales en la costa caribe.
Punto en común para los tres autores es tener la certeza de las sinergias y reci-
procidades existentes entre periodistas, escritores, pintores, fotógrafos, artistas e
intelectuales en general, sin las cuales aparece difícil la real existencia del grupo de
Barranquilla, sin dejar de lado la importancia que asume el contraste entre coste-
ños y cachacos.
La visión crítica, en gran parte inédita e innovadora, brindada en este libro es
un buen punto de arranque para reflexionar sobre el tentativo de mistificación que
se está haciendo alrededor del grupo de amigos del café “La Cueva” y ven en este
Presentación
11
lugar, el foco de cristalización del Grupo. A la vez induce a pensar qué sucede con
artistas y escritores que son contemporáneos y cercanos a sus integrantes pero se
quedan al margen del mismo. Valgan como ejemplo las figuras de Héctor Rojas
Herazo, Jorge Artel o Manuel Zapata Olivella entre los escritores o del pintor espa-
ñol Juan Antonio Roda, tan cercano en los momentos de constitución. De igual
manera se abre un campo de reflexión sobre cómo el grupo incide sobre la genera-
ción inmediatamente posterior en que la escritora Marvel Moreno y el pintor Nor-
man Mejía, para poner solo dos ejemplos, están tan cercanos a todos los miembros,
especialmente de Germán Vargas, Cepeda Samudio y Obregón, y que permite
plantear la hipótesis que ellos puedan considerarse a todos los efectos epígonos del
grupo: por convergencias y afinidades así como por divergencias y aportaciones
concretas. Indudablemente entre García Márquez y Marvel Moreno, por ejemplo,
existe un abismo formal, estilístico y temático pero en la obra de los dos subyacen
elementos que tienen que ver con las raíces comunes, la profundidad de las poéti-
cas, la constante búsqueda de renovación, las influencias comunes, la constitución
de lenguajes muy personales y de universos narrativos que no resultan antagónicos.
Parte II. García Márquez
Una vez dados por concluidos los trabajos de la fase de investigación, de ma-
nera parcial se entiende, se ha dado paso a la discusión, evaluación y revisión de
los resultados del material producido – en forma de ensayos por los miembros de
los grupos de trabajo – que, como se define desde un comienzo, se concentra en
las dos últimas novelas de García Márquez.
El esfuerzo se centra sobre éstas, sin dejar de lado la producción anterior, a
partir de la convicción de que la “novela de Cartagena” Del amor y otros demonios
(1994) marca un nuevo hito en la literatura, abre nuevos espacios, propone nuevos
lenguajes para la narrativa del nuevo milenio y reconfirma al Nobel colombiano
como uno de los mayores escritores contemporáneos.
Se han dejado intencionalmente de lado las memorias Vivir para contarla y
otros libros con la convicción de que estos son secundarios y menos importantes
respecto a las novelas. A Del amor… que entre otras cuestiones de relieve, intro-
duce la cultura caribe y elementos hasta ahora inexplorados por el autor como las
culturas afro-americanas, se suma la “novela de Barranquilla”, Historia de mis pu-
tas tristes (2004).
A la luz de la amplia bibliografía sobre la obra precedente, se propone hacer
una lectura a fondo de estas novelas desde varios enfoques críticos y analíticos. El
lector puede constatar la amplitud de visión en el enfoque que implica también un
trabajo de investigación para la adquisición de nuevas herramientas teóricas y me-
todológicas desde el punto de vista de la teoría de la literatura y la crítica del texto.
Aparece de sumo interés que en el volumen I se trate de la génesis literaria en
sus primeros cuentos y en el II de sus últimas obras narrativas publicadas. El diá-
logo a la postre resulta importante y de gran significado.
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
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Parte III. Marvel Moreno
Hasta el momento se trata del apartado más complejo y laborioso, del que aquí
se publican sólo los ensayos críticos. La elección de dedicar estudios narratológi-
cos a la gran escritora barranquillera surge del deseo de ampliar la bibliografía crí-
tica y continuar un proceso de lectura que inicia desde los primero cuentos hasta
la novela inédita pero que hoy, con la distancia necesaria – al menos para Gilard y
quien escribe – permite afrontar nuevos campos de estudio en su breve cuanto ex-
traordinaria obra literaria.
En su versión casi integral los resultados de la investigación se han editado en
soporte informático, un CD con fecha 20 de diciembre de 2006, con el sello de la
Universidad de Bérgamo y del título Expresiones literarias del caribe colombiano.
Por esta razón, al registrar el copyright a nombre de Marvel Moreno, los autores
que firman los estudios y la Universidad de Bérgamo, se declara que se trata de
una edición digital criptada de 50 ejemplares fuera de comercio, de carácter ex-
clusivamente científico y de investigación como resultado final del trabajo de in-
vestigación que se concluye en diciembre de 2006, bajo el patrocinio del Ministe-
rio de la Universidad y la Investigación Científica de le República Italiana y del
Departamento arriba mencionado, con fondos erogados por la Universidad y el
Ministerio. El siguiente es la reproducción exacta del índice de dicho CD:
EXPRESIONES LITERARIAS DEL CARIBE COLOMBIANO
El grupo de Barranquilla:
Gabriel García Márquez, un maestro; Marvel Moreno, un epígono
Edición de FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
PRESENTACIÓN
PARTE I
EL GRUPO DE BARANQUILLA
I.1. JACQUES GILARD: El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable».
I.2. JACQUES GILARD – FABIO RODRÍGUEZ AMAYA: Los escritores del grupo de Barranquilla.
I.3. ÁLVA RO MEDINA: Las artes plásticas del Caribe colombiano al promediar el siglo XX y el
grupo de Barranquilla.
PARTE II
GABRIEL GARCIA MARQUEZ y sus últimas novelas. Estudios sobre Del amor y otros de-
monios e Historia de mis putas tristes (por concluir en agosto 2007 para impresión del libro
como de proyecto original).
PARTE III
MARVEL MORENO
JACQUES GILARD - FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
III.1. De Marvel Moreno
III.1.1. Las dos novelas.
Presentación
13
III.1.2. Los textos.
III.1.2.1. Texto de reintegración de la 1ª. Versión de El tiempo… con correcciones defini-
tivas de la autora.
Primeras páginas de El tiempo… escritas por Plinio Apuleyo Mendoza.
III.1.2.2. Galeradas del tercer y último estado de En diciembre… y del segundo estado de
El tiempo…, (corregidas integralmente por J. Gilard y F. Rodríguez Amaya) del
proyecto de publicación en tres volúmenes de la Obra completa, Grupo Edito-
rial Norma. Primera versión del “Epílogo de Lina”.
III.1.3. Glosarios y vocabularios
III.1.4. Los textos definitivos.
III.1.4.1. En diciembre llegaban las brisas.
III.1.4.2. El tiempo de las amazonas.
III.2. Sobre Marvel Moreno
III.2.1. BARBARA BARBISOTTI: La jerarquía de las voces narrantes en En diciembre llega-
ban las brisas.
III.2.2. FRANCESCA CAMURATI:El laberinto y el caleidoscopio: las novelas de Marvel Mo-
reno.
– Desestabilizar los grandes relatos: las novelas de Marvel Moreno.
III.2.3. ERMINIO CORTI: El tiempo de las amazonas entre ficción y realidad: sobre la di-
mensión autobiográfica.
III.2.4. JACQUES GILARD: Marvel Moreno ante París.
III.2.5. FRANCESCA PEZZOLI: Patriarcado y juegos de poder en En diciembre llegaban las
brisas.
III.2.6. MAURO PRANDONI: Control social y saber femenino en En diciembre llegaban las
brisas.
III.2.7. FABIO RODRÍGUEZ AMAYA: Discurso, palabra y poder en En diciembre llegaban
las brisas.
III.3. Repertorio bibliográfico de y sobre Marvel Moreno.
© Marvel Moreno - Università degli Studi di Bergamo 2007 - Todos los derechos reservados. Prohi-
bida la reproducción total o parcial. Edición digital criptada de 50 ejemplares fuera de comercio de ca-
rácter exclusivamente científico y de investigación.
El lector puede deducir del índice, al confrontarlo con los de los dos volúme-
nes que aquí se presentan, que entre el CD y la versión impresa hay numerosos
cambios, de los que se citan como ejemplos: 1. la supresión del capítulo escrito
conjuntamente por Gilard y Rodríguez Amaya: “Los escritores del grupo de Ba-
rranquilla” para dar cabida al capítulo de Gilard “El grupo de Barranquilla y el
cuento” y 2. el que la Parte II. Gabriel García Márquez y sus últimas novelas, apa-
rezca en tono gris y sin especificación del índice, pues no se publica en el CD, co-
mo en cambio resulta en el libro Plumas y Pinceles II.
Esta tercera parte de la investigación aparece en dicho CD, dividida en dos
partes. En la primera, preparada conjuntamente por J. G. y F. R. A., se consigna ín-
tegro todo el material que tiene que ver con el trabajo preparatorio, realizado en
los últimos años, para la edición de la que debería ser la segunda y definitiva de
En diciembre llegaban las brisas y la primera de la inédita El tiempo de las amazo-
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
14
nas. Trabajo que fue realizado con la misma dedicación y el máximo rigor con que
se preparó la publicación del primero, de tres volúmenes, de la Obra completa:
Cuentos completos, Bogotá, Norma, 2001, 442 p. En la segunda se presentan ocho
ensayos (siete son los publicados en Plumas y Pinceles II) especialmente prepara-
dos por los integrantes del grupo de investigación y se cierra con un repertorio bi-
bliográfico de y sobre Marvel Moreno que por razones de espacio no aparece en
el libro.
La mayor parte del material producido en los cuatro años de este trabajo no se
publica aquí por motivos de orden práctico y metodológico. Ha sido imprescindi-
ble la investigación en bibliotecas y archivos y para la parte III se ha trabajado so-
bre los materiales del “Fondo Marvel Moreno” depositados hoy en la Universidad
de Toulouse-Le Mirail que serán trasladados a breve a la Universidad de Bérgamo
y en base a los documentos originales y de archivo que hay en manos de los coor-
dinadores. Del análisis del texto se desprende el enorme esfuerzo para fijar los
textos definitivos de su Obra completa, trabajo realizado conjuntamente y de ma-
nera integral por J. G. y F. R. A. entre finales de 1999 y comienzos de 2004, para el
proyecto fallido de publicación por el Grupo Editorial Norma de Bogotá, pues ha
requerido una metódica labor filológica y lingüística, como se puede ampliamente
apreciar en el apartado III.1.3. Glosarios y vocabularios.
Se consigna, en III.2.2, el registro digital del tercer y último juego de pruebas
de galeras – pruebas definitivas – del Grupo Editorial Norma de Bogotá (corregi-
das totalmente por J.G.y F.R.A.) con las correspondientes páginas de copyright de
la novela En diciembre llegaban las brisas que sirven a desautorizar por sí solas la
edición hecha por el mismo editor en octubre de 2005 en la que no sólo el texto
ha sido sometido a ulteriores mutilaciones y atropellos respecto a los manuscritos
y dactiloscritos originales de la escritora y a la edición de Plaza&Janés de 1987 (de
por sí mutilada también arbitrariamente por el editor), sino que incluso, para el
horror de los conocedores de la obra de Marvel, ha sido eliminado arbitrariamen-
te el “Epílogo de Lina”, el mejor texto en absoluto salido de manos de su autora.
De este epílogo, como primicia, se publica en el CD la primera versión, como fiel
copia de la encontrada entre los documentos personales de Marvel Moreno.
Se consigna, siempre en III.2.2, el registro digital del segundo juego de prue-
bas (corregidas totalmente por J.G.y F.R.A.) de la novela inédita El tiempo de las
amazonas (1994) que, al terminar la revisión y ser enviadas al Grupo Editorial
Norma, los responsables de la edición se dieron cuenta que se trataba de la segun-
da versión de la novela no autorizada (por inconclusa en el momento de morir
Marvel Moreno) por la autora y, por consiguiente, en III.2.1, se entrega el docu-
mento digital del trabajo de reintegración de la primera versión con las debidas
correcciones aportadas por Marvel Moreno. Como primicia, se presenta fiel copia
scaneada de las dos primeras páginas escritas por Plinio Apuleyo Mendoza, bajo
pedido expreso de la autora y que ella rechazó de modo tajante, como inicio defi-
nitivo de su novela.
En el apartado III.1.3. se consigna el registro en 26 (veintiséis) archivos digita-
les del proceso de corrección y limpieza de En diciembre… y 2 (dos) de El
Presentación
15
tiempo…, Se trata de un work in progress que ha permitido a los albaceas literarios
y responsables de la edición de la obra (por decisión y voluntad de la autora) fijar
de manera definitiva los textos de sus dos novelas (como se hiciera en su momento
con la edición del volumen Marvel Moreno, Cuentos Completos, Bogotá: Grupo
Editorial Norma 2001, 442 p.)
Finalmente, en el apartado III.1.4. se consignan los archivos digitales de los
textos definitivos de las dos novelas (salvedad hecha por pequeños errores de digi-
tación que puedan aparecer) con el fin exclusivo de permitir el acceso exclusivo a
las dos novelas por parte de estudiosos, críticos e investigadores.
Se ha dejado intencionalmente fuera de la edición en soporte digital como ma-
terial de trabajo y archivo, una ingente cantidad de documentos, apuntes, manus-
critos, fotocopias, legajos digitales, la correspondencia total (con editores, críticos,
la autora, los albaceas, “editors” de Norma etc.), correcciones, intercambio de car-
tas, mensajes y las diferentes versiones, apuntes de variantes y documentos perso-
nales de la escritora encontrados después de su muerte o intercambiados entre y
con J.G.y F.R.A. o entre estos últimos y estudiosos, editores y familiares, por obvias
razones de reserva personal y respeto a la memoria de Marvel Moreno.
Además queda inédita la parte más substanciosa del trabajo por dos razones: el
estado embrionario de otro proyecto y el carácter fulminante de la enfermedad de
Gilard. Se trata de una memoria de más de ciento veinte cuartillas redactadas por
él con subtítulos temáticos que se basa en gran parte en el estudio metódico de los
diarios manuscritos de la madre de Marvel y del primer capítulo, escrito por F. R.
A, del proyecto que se comenzó a intuir desde el día la muerte de Marvel: un tra-
bajo por publicar en estuche que contenga dos libros especulares y complementa-
rios. La biografía de la escritora y una monografía crítica sobre la obra completa
de la que a juicio de los dos – y compartido por muchos – es la autora con la obra
más sólida y representativa de la literatura colombiana contemporánea.
El diálogo de contrapunteo establecido entre los autores de estos dos volúme-
nes resulta ejemplar por la compaginación de las voces que sin actitudes adjetivas
han elaborado un trabajo equilibrado, denso y lleno de sugestiones. Muy a pesar
de que la especialización de Gilard y Medina se hacen sentir, no por esto los otros
textos desentonan. Es más: el mosaico resulta pertinente y ha de considerarse de
todos modos como un resultado parcial e inacabado. Mucho hay por hacer aún en
este campo y bajo muchos otros puntos de vista. No obstante, la especificidad del
debate en ámbito colombiano ha acentuado el interés en materializar este trabajo
por el maltrato que han sufrido las provincias «periféricas» – que al final han re-
sultado imponiéndose, por la calidad ética y estética de la producción cultural –
respecto a un presunto centro que es a la vez periferia de la metrópolis en Occi-
dente.
Por esta razón y conscientes de la arbitrariedad – que no significa desconoci-
miento – se ha optado por la elección, como paradigmas de la literatura del caribe
contemporáneo, a Gabriel García Márquez (Aracataca, 1927) y Marvel Moreno
(Barranquilla 1939 - París 1995), las dos caras de una misma moneda, los extre-
mos opuestos de una actitud ante la vida y el arte. A estos dos grandes escritores
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
16
que, con las debidas distancias cronológicas y no sólo, han recorrido sendas para-
lelas y coincidido en algunos momentos, los unen y separan los elementos que se
hallan a la base de la cultura caribe y que emergen con claridad meridiana en los
trabajos de los dos libros que aquí se presentan.
García Márquez, se considera como maestro, por ser sin duda alguna el autor y
a la vez integrante que representa de manera más alta el grupo de Barranquilla.
Marvel Moreno, se elige como epígono, por ser una allegada que compartiera la
amistad y las inquietudes intelectuales y artísticas – no ideológicas – de los inte-
grantes del grupo y no se limitó, como quieren algunos, a ser “una reina del carna-
val o una burguesa cualquiera que un día decidió sentarse a escribir cuentos”. Po-
cas artistas y escritoras, es de evidenciar el caso de la gran pintora Cecilia Porras,
o la poeta Meira del Mar estuvieron tan íntimamente ligadas a Cepeda Samudio,
Obregón, Fuenmayor, Germán Vargas, Enrique Grau, Noé León y, en un periodo,
a García Márquez. A Noé se debe la realización de un retrato de la escritora cir-
cundada por tigres de Bengala – hoy perdido –, de Obregón es una remota e ínti-
ma amistad y la carátula del primer libro de Marvel, Álvaro Cepeda Samudio y Ti-
ta Manotas de Cepeda fueron sus padrinos de primeras bodas y a Germán Vargas
se debe la publicación, en 1968 de “El muñeco”, el cuento de su exordio. Muy a
pesar del maltrato que ha recibido en su país, la escritora barranquillera se ha ido
imponiendo internacionalmente a lo largo de las años por sus cualidades intrínse-
cas. Epígono del grupo, se le considera, como se puede hacer con Norman Mejía
respecto de los pintores.
Fabio Rodríguez Amaya
Milán, 29 de diciembre y 2008
Presentación
17
Son conocidos como «Escuela de París», «Generación del ’27», «“Boom” de
la nueva novela hispanoamericana» pero los miembros o participantes de dichos
grupos, movimientos o tendencias no firman nunca un manifiesto, no promueven
explícitamente – como lo requieren los tiempos – ideología o política alguna ni
hacen declaraciones de principio. Los une la amistad, un puñado de ideas o sim-
plemente el hecho de descubrir afinidades electivas o ideales estéticos. Tampoco
son mafia, camarilla ni secta secreta pero tienen en su momento y siguen teniendo
hoy día vigencia con una fuerte identidad individual y de grupo, por fuera de ideo -
logías, coloraciones políticas y de cualquier otro tipo.
Algo por el estilo sucede en muchas provincias del continente y, en especial en
la costa caribe colombiana con poetas, escritores, pintores e intelectuales de la
aristocrática Cartagena y territorios aledaños menos rancios y, en particular modo,
con los integrantes del «grupo de Barranquilla». Informalmente a partir de las
años cuarenta cuando ya son el grupo pero aún no conocen a García Márquez; de
manera definitiva a comienzos de los cincuenta, cuando éste se traslada de Bogotá
– donde en 1947 publica su primer cuento – a Cartagena, ciudad en que inicia el
21 de mayo de 1948 su carrera periodística en la página 4 de El Universal, y de és-
ta a Barranquilla donde la consolida en El Heraldo y Crónica y se integra activa-
mente al grupo. De modo constitutivo entorno a 1955, cuando ya García Márquez
no vive en Barranquilla, es un nombre del periodismo nacional por su trabajo en
El Espectador y anda dando vueltas por Europa escribiendo reportajes que pare-
cen más ficción y relatos policiales que realidad y con un “joto”, debajo del brazo
con que de ahí a poco comienza a deslumbrar al mundo, mientras Cepeda Samu-
dio, Obregón y el resto de la banda hacen de las suyas y se empeñan en construir
una obra que vista hoy sigue siendo excepcional.
Ese grupo de muchachos contestatarios, alocados, sin melena y a mala pena vein-
teañeros son los actores principales de la nueva literatura, la nueva pintura y, de ma-
nera absoluta, pioneros del cine en Colombia. Son adictos al amor, la rumba y buenos
consumidores de vida; andan desquiciados por la novedad, buscan el cambio a cual-
quier costo y se van congregando de manera natural entorno a cuestiones muy claras.
19
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
Università degli Studi di Bergamo
Una inadecuada introducción
Son periodistas y escritores a pleno título pero sin ínfulas intelectuales. No son
teóricos, ni ensayistas eruditos sino cronistas y comentaristas, incluso de deportes,
actualidad artística y literaria. No son críticos pero sí lectores atentos e irrestrictos
analistas de cuanto les cae entre manos, razón por la que ven con nitidez el pano-
rama de las letras nacionales, continentales y mundiales. Rechazan de manera irre-
verente las academias de cartón piedra y la hegemonía centralista de Bogotá pero
no de manera gratuita sino con argumentos sólidos sobre lo caduco y la falta de
consistencia de cuanto allí se produce. Les preocupa, en todos los campos y prin-
cipalmente en el literario, el analfabetismo tendencioso en que vierte el país. Son
conscientes de tener un proyecto pero no un programa del que aman discutir in-
cluso a gritos en una amable y a veces descabellada bohemia. Gustan de ser infor-
males y apelan al mamagallismo costeño contra las actitudes almidonadas y esnob
de los andinos. Desprecian la lagartería y la sociedad del mutuo bombo tan difun-
didas entre artistas y escritores del interior y cuando escriben sobre la obra, el uno
del otro, lo hacen conscientes de la amistad pero con un rigor ejemplar. Igual ha-
cen incluso los pintores como en los casos memorables de las reseñas críticas de
Obregón sobre Grau y “figurita” Rivera.
Manifiestan interés por lo que sucede fuera de las fronteras y les encanta la li-
teratura francesa, la norteamericana y el existencialismo. Les angustia y rechazan
con energía el nazismo, el fascismo el falangismo, el peligro nuclear, la fuerte olea-
da anticomunista internacional, la guerra fría y son antimilitaristas, demócratas y
pacifistas. Los une un espíritu democrático, antiimperialista y libertario sin ser an-
tiyanquis o antisoviéticos. Saben a ciencia cierta que la mejor manera de hacer po-
lítica es escribir o pintar bien y, mejor, si es posible. Les encanta el cine, la radio y
la renovación en acto de los medios de comunicación. No ocultan su rechazo a
cualquier forma de racismo y consideran que el mestizaje, que los depositarios del
poder se obstinan en negar, es elemento fundamental para afirmar la identidad co-
lombiana.
Los integrantes del grupo son contestatarios radicales, no se profesan revolu-
cionarios pero tampoco se reúnen en los salones del Country sino en librerías, ba-
res o en cualquier cantina de fortuna. Consideran la Violencia del país como factor
de atraso y expresión de injusticias. Creen tanto en Caldwell, Faulkner, Felisberto
Hernández, Azorín, Borges y la Negra Eufemia como en los juglares y acordeonis-
tas del Magdalena, los cantantes de bolero, los beisbolistas, boxeadores y jugado-
res del Junior o el Sporting… Y si se prosigue se pueden llenar páginas enteras.
Claro está, a condición de leer y estudiar con seriedad la obra. Si se conocen
los textos periodísticos y literarios de sus integrantes. Si se sabe que Crónica es el
órgano del grupo, dirigido por Germán Vargas y cuyo jefe de redacción es García
Márquez. Si se asume que ese semanario que se ocupa de literatura y deportes,
aunque de corta vida y modesto en su presentación es inigualable por su riqueza
conceptual, novedad de contenidos, pluralidad de voces internacionales y nacio-
nales y allí se publican y difunden los cuentos, traducciones, notas, reportajes, di-
bujos e ilustraciones de los integrantes del grupo.
Si no se olvida que los primos Zalamea Borda son, en Bogotá, los “descubrido-
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
20
res” y primeros editores, con Germán Vargas y Félix Fuenmayor en Barranquilla,
de los exponentes del grupo, García Márquez y Cepeda Samudio y, de otros, entre
los mejores del momento: Álvaro Mutis, Héctor Rojas Herazo, en el suplemento
literario de El Espectador, Eduardo, y en la revista Crítica, Jorge.
Si se sabe, a través de documentos y crónicas escritos, que el núcleo está com-
puesto sólo por cuatro personas: Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas Cantillo, Ál-
varo Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez; dos maestros directos: Ramón
Vinyes y José Félix Fuenmayor; diversos protagonistas (de los que citan algunos
nombres): Alejandro Obregón, Julio Mario Santodomingo, Juan B. Fernández,
Bernardo Restrepo Maya, Rafael Marriaga, Enrique Scopell, Orlando “Figurita”
Rivera, Enrique Vilá, Jorge Rondón, Eduardo Wills Ricaurte, Nereo; numerosos
contertulios ocasionales: Enrique Grau, Cecilia Porras, Álvaro Mutis, Juan Antonio
Roda, Luis Ernesto Arocha, Meira del Mar, Manuel Zapata Olivella, Feliza
Burzstyn, Héctor Rojas Herazo, Eduardo Arango, Ángel Loockhartt, Marta Traba;
una buena cantidad de satélites mayores: León de Greiff, Brugés Carmona, Jorge
Artel, Hernando Téllez y menores: Alfonso Melo, Juancho Jinete, Roberto Prieto
Sánchez, el Totó Movilla, Joaco Ripoll, Armando Barrameda Morán, Eduardo Vilá
y Ricardo González Ripio. Y, como es natural, de un número mayor de detractores
o desconocedores de su existencia y su trabajo: los toxicómanos de turno del nin-
guneo – tan criollo, tan colombiano, tan latinoamericano.
Otra cuestión es la de los lugares de encuentro: librerías, cafés y bares y de “La
Cueva”, éste último posterior al periodo y a los argumentos que aquí interesan y
se tratan. Porque el periodo de “La Cueva” que por cierto es brillante e, incluso,
goliárdico, pertenece a otro momento en el que priman las figuras de Obregón y
Cepeda pero que congrega muchos más escritores y artistas y, sobre todo, llama la
atención de jóvenes aspirantes a serlo también ellos un día.
Es decir, del grupo de Barranquilla se puede llegar a saber a fondo, si se sale de
la anécdota fácil, aunque ellos mismos son cultores de la anécdota. Sólo si se pro-
fundiza en la lectura y el análisis de los textos y se encuadran en los contextos que
son indispensables. Para descubrir a ciencia cierta que son predecesores del mal
denominado “boom” y anticipadores de la nueva literatura latinoamericana, como
afirman Ángel Rama, Jacques Gilard y Jorge Ruffinelli. Quizás se distinguen, tra-
tándose de artistas no comprometidos pero sí testimoniales – en la definición de
Jorge Zalamea –, por su condición de trasgresores, subversivos y anarquistas en
campo ético y estético.
La geografía es importante, si se tiene en cuenta el eterno enfrentamiento entre
centro y periferia, costeños y cachacos y se le da peso a la afirmación de García
Márquez cuando dice que “el provincianismo literario en Colombia empieza a dos
mil metros sobre el nivel del mar”.
Nacidos en la costa caribe a finales de los años veinte, en una región con ciuda-
des como Barranquilla – que de aldea se está transformando en ciudad pujante y
cosmopolita – y donde ya, de 1917 a 1920, se vive la experiencia de la primera re-
vista internacional y cosmopolita del país y de gran parte de América latina, hasta
la aparición de Crítica de Jorge Zalamea en 1948. Se trata de Voces fundada y diri-
Una inadecuada introducción
21
gida por Ramón Vinyes, el “sabio catalán” de Cien años de soledad y en que escri-
be también el gran José Félix Fuenmayor. La revista cuenta con la colaboración de
escritores, poetas e intelectuales de alto rango a nivel continental y en ella se abren
las puertas a las novedades literarias y artísticas en campo internacional. Entorno
a Voces se congrega un “primer” grupo de Barranquilla, al decir de Germán Var-
gas, compuesto por el filósofo Julio Enrique Blanco, Julio Gómez, el novelista
Manuel García Herreros, Rafael Carbonell y Héctor Parias entre otros.
Todo esto en una Colombia que no logra salir del estado endémico de las gue-
rras fratricidas. Un país que por voluntad precisa y declarada de sus próceres y
padres de la patria nace bajo la égida del racismo y del clasismo, sin el buen gusto
de ser ni una nación ni un estado.
En 1930 Roosvelt es elegido presidente de los EE. UU. y da vida al New Deal.
En Colombia, ese mismo año con el triunfo del liberal Enrique Olaya Herrera y, en
1934, con la toma de posesión del gobierno liberal de Alfonso López Pumarejo, se
crea la ilusión de poner fin, al menos transitoriamente, a la retrógrada y eterna repú-
blica conservadora, latifundista y clerical. Mas la historia demuestra que muy pronto
tal ilusión, que se funda en el proyecto de la “Revolución en marcha”, se derrumba
debido a la fractura del partido liberal y a la supremacía del ala derechista cuyo líder
es Eduardo Santos. Esta situación genera un recrudecimiento mayor del estado de
patológica violencia que azota al país desde el alba de la conquista española y el con-
siguiente paso atrás con que los “godos” rechazan el curso natural de la historia.
En 1936, en España, uno de los obscuros fundadores de la Legión Extranjera
Española en África, Francisco Franco, apoyado por los sectores más reaccionarios
de esa España que a nadie le gusta y por los nazistas alemanes y los fascistas italia-
nos – que tampoco a nadie le gustan – es proclamado generalísimo, refuerza la fa-
lange del innombrable dictador Primo de Rivera y da inicio a la atroz Guerra civil
española que concluye formalmente en 1939 y prolonga a sangre y jaculatorias su
dictadura obscurantista hasta 1976, año de su muerte.
En estos complicados años1930 de la gran depresión, del ascenso de los fascis-
mos y nazismos, como del estalinismo, del que entonces poco o nada se conoce,
de los temores de la guerra se pueden marcar los tímidos inicios de una renova-
ción regional del Caribe, región controlada por latifundistas y gamonales. Renova-
ción en su intelectualidad progresista, no en sus gobernantes y administradores.
Renovación basada en la anti-retórica, en la definición de la identidad, la explo-
sión del desarrollo, la industrialización y el comercio así como de las formas artís-
ticas cultas y populares y la aparición de un nuevo humanismo. Aspectos todos
anclados en un debate sobre la situación internacional, la cultura nacional que
subyace en el conocimiento del propio pasado, del mestizaje, del ya secular en-
frentamiento entre liberales y conservadores, entre centro y periferia, entre cacha-
cos y costeños, entre universalistas y localistas y entre “civilización y barbarie” aún
en parte con el canon decimonónico de Sarmiento.
De 1939 a 1945, en Europa, por intereses de expansión imperialista y debido al
impulso de los grandes capitales multinacionales, se combate la segunda guerra
mundial que determina una nueva repartición del mundo entre las superpotencias
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
22
vencedoras. El 6 y el 9 de agosto de 1945 los EE.UU. hacen explotar la bomba ató-
mica en Hiroshima y Nagasaki provocando la rendición de Japón y poniendo fin a
la segunda guerra pero dando inicio a la guerra fría y a la amenaza de una confla-
gración nuclear total que crea un clima de inestabilidad general en el mundo.
En 1945, en Colombia, hechos obscuros decretan la caída de López Pumarejo,
presidente en su segundo mandato. Lo substituye el designado derechista Alberto
Lleras Camargo, quien pronto arrasa con los sindicatos y, súbdito irrestricto de la
corriente encabezada por el también “liberal” Eduardo Santos – ex presidente de
la república y propietario del diario “El Tiempo” –, se transforma en enemigo de
su propio pueblo y cede a las presiones que llevarán al “golpe blanco” que restau-
ra la república conservadora y camandulera con el falangista Mariano Ospina Pé-
rez en el poder. Hechos todos que desembocan en el sangriento “Bogotazo” del 9
de abril de 1948 y en la apertura de un nuevo y más deleznable capítulo de la his-
toria de la Violencia, que se recrudece bajo la dictadura de Laureano Gómez, el
más cruel y despiadado gobernante de la historia colombiana de la época. Violen-
cia que se prolonga formalmente, con sus más de 350.000 muertos oficialmente
reconocidos, hasta la institución de esa otra farsa que ha sido el Frente Nacional:
la repartición, sin contrastes, cada cuatro años, de 1958 a 1974, de la gestión del
poder entre los dos partidos tradicionales. La coincidencia de las fechas 1936-
1948/50 puede parecer creada por la arbitrariedad y sin embargo enmarcan el
cuadro de los notables y difíciles sucesos históricos que sirven de cornisa a los
eventos, personas y obras de que tratan Plumas y Pinceles.
Justo en este periodo Colombia se encuentra en un limbo político, económico,
cultural y artístico que refleja sin ambages el espíritu de la anquilosada “república
criolla”, heredera del periodo post-independentista de las guerras fratricidas y
bien llamada ya en desde sus comienzos “patria boba”. Ese estado de cosas le im-
pide al país ingresar a pleno título a la modernidad y fomenta que la situación en
todo el territorio sea calamitosa, por retrasada y provinciana, desde el punto de
vista que se le quiera mirar: individual, colectivo, privado, público, educativo, cul-
tural, sanitario, laboral.
Si se pasan atentamente en reseña los acontecimientos más importantes de esos
años se pueden apuntalar conjeturas significativas que reflejan las inquietudes de
las juventudes en general y colombianas en particular teniendo en cuenta lo que
artistas, escritores e intelectuales-faros (en las dos direcciones – progresistas y re-
accionarias – que se contraponen antagónicamente y dominan la época) van tra-
zando como ideas y sugestiones para los que asumen su guía o magisterio. Para ser
claros, en Colombia: Jorge y Eduardo Zalamea de una parte, Germán Arciniegas y
Luis López de Mesa de otra.
Los gobernantes del país no tienen interés en explotar las fuentes de desarrollo
sino únicamente en beneficio personal y de su clase al fin de seguir enriqueciéndo-
se y, sólo con la “Revolución en marcha”, a siglo y medio de distancia respecto de
la revolución industrial, inicia un lento proceso de industrialización y tecnificación
del país. Mas la organización de la cosa pública, del sistema sanitario y educativo,
de los transportes y la industria de extracción, como de resto la agricultura y la ga-
Una inadecuada introducción
23
nadería, pertenecen más al medioevo que al siglo XX. Las provincias no pasan de
ser tales y mueren lentamente de desidia.
Bogotá no es la metrópolis que pintan, con sus ciudadanos resolviendo en de-
bates civilizados en el ágora los asuntos de la patria pues de Atenas sudamericana
no tiene sino el eufemismo de mal gusto con que la llaman desde que tuvo esa
malhadada ocurrencia, como quiere la leyenda aún sin resolver, el barón Alexan-
der von Humboldt, el españolísimo y castizo don Ramón Menéndez Pidal o Mon-
sieur Chevallier, un francés mediocre y advenedizo de paso por Colombia. Sus ca-
lles polvorientas y enlodadas, con sus chicherías y cafetines de mala muerte, un
puñado de automóviles y tranvías tirados por mulos poco inspiran, es teatro de in-
trigas de todo tipo, luchas intestinas y juegos sucios del poder. Por esas calles tran-
sitan en apenas poco más de un siglo diecisiete generales-dictadores y veinte presi-
dentes “civiles” y en su mayoría conservadores.
La amodorrada capital de la república criolla es el lugar donde la presunta
aristocracia blanca, hispanófila e irrestricta pro yanqui dispensa las prebendas,
asigna las concesiones para la explotación del subsuelo, reparte las curules, parce-
la los territorios, distribuye embajadas y consulados como recompensa a los servi-
cios prestados, sin la determinación de gobernar un país ni construir una nación.
Allí se emanan leyes que son solo para “los de ruana” y donde si, a mala pena, se
publica una revista literaria, no son dos. Y es de parte, claro está, como la nota Re-
vista de las Indias.
En ese lozano y soberbio altiplano viven entre finales del XIX y comienzos del
XX centenares de versificadores, ejércitos de leguleyos, togados, gramáticos, retóri-
cos y latinistas, sólo tres o cuatro poetas excelentes y hay uno que otro joven de ta-
lento venido de la provincia en busca de un futuro, como el antioqueño León de
Greiff.
Sin embargo, después de José Asunción Silva y en el momento de oro de Porfi-
rio Barba-Jacob, el gran evento literario – visto el chasco de la “Generación del
Centenario” y lo poco creativa que resulta la de “Los Nuevos” – es la publicación
de esa novela irrepetible que se titula La vorágine – porque ninguna de su estatura
le sigue a corto plazo –y hay que esperar diez años para que en 1934 aparezca la
admirable Cuatro años a bordo de mí mismo de Eduardo Zalamea Borda. Las pre-
cede sólo la prácticamente desconocida y bella novela Lejos del mar publicada en
1921 en Barranquilla por el cartagenero Manuel García Herreros, colaborador de
Voces y periodista de El Heraldo.
Como sucede en el cuento del gallo capón se cae de nuevo en el vacío hasta
que en 1950 aparece el excelente libro de cuentos Cenizas para el viento de Her-
nando Téllez, uno de los pocos escritores del interior de indiscutible valor y co-
mienzan a publicar el cartagenero Rojas Herazo, el antioqueño Mejía Vallejo, el
mitad paisa mitad bogotano Álvaro Mutis, los caribes García Márquez y Cepeda
Samudio y los santandereanos Eduardo Cote Lamus, Jorge Gaitán Durán y Pedro
Gómez Valderrama, futuros pontífices, estos últimos, de la cultura colombiana y
promotores de la irrepetible revista Mito que durante algunos años, a partir de
1955, marca tendencia en Colombia, da continuidad a la línea burguesa y dere-
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
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chista de El Tiempo y del “santismo” y goza de merecido reconocimiento oficial
en todo el continente.
Pero es el grupo de Barranquilla con Cepeda Samudio a sorprender a todos,
con el mejor libro de cuentos publicado hasta entonces en Colombia: Todos está-
bamos a la espera (1954), anticipando incluso a García Márquez que publicará en
1955 su primera novela La hojarasca y porque La muerte en calle, el espléndido li-
bro de cuentos de José Félix Fuenmayor, es póstumo de 1967.
Luego, el mismo Cepeda Samudio hace el bis con la novela La casa grande pu-
blicada en 1962. El mismo año del otro gran libro de cuentos de la historia litera-
ria del país, Los funerales de la Mamá Grande y de la novela La mala hora de Gar-
cía Márquez (con que recibe el Premio Nacional de Novela «Esso») así como es
también el año de La violencia, el excelso óleo con que Alejandro Obregón, uno
de los pintores del grupo, es galardonado con el Primer premio en el Salón Nacio-
nal de Artistas Colombianos.
Cepeda Samudio, con su talento desbordante y anticipador, proyecta la litera-
tura hacia lo urbano e imaginativo (labor emprendida por José Félix Fuenmayor
desde finales de los años 1920), hacia lo metropolitano y cosmopolita al punto que
tanto imágenes y escenas de Nueva York cuanto el profundo sur faulkneriano, al
igual que los grandes espacios imaginados y sentidos por Edward Hooper y el
mismo Cepeda, pueden resultar también barranquilleros. Porque lo que percibe
Cepeda Samudio en su permanencia de estudios en los EE. UU. es precisamente
la valencia universal de la soledad, de la miserable condición humana, de la angus-
tia existencial, de la conciencia del universo, del sentido de fragmentación. Esto lo
revierte el novel escritor en la inmejorable y continua experimentación técnica, es-
critural y formal que para él son patrimonio de una necesidad de transformar al
mundo a través de la transformación del arte. ¿Qué, sino demostración de lo ape-
nas afirmado, es la “La esquina de La Cueva”, esa espléndida fotografía en blanco
y negro de Nereo de 1958?
Cada uno de los integrantes del grupo, y esto emerge de los ensayos de este li-
bro, mantiene su propia autonomía expresiva, pero todos convergen en ponerse a
tono con los progresos de la ciencia, de la técnica, del desarrollo del ser humano
con el ánimo de amplificar sentidos y sensaciones, triunfos y derrotas, logros y
desaciertos, a la búsqueda de un nuevo humanismo y de un nuevo modo de leer e
interpretar la vida y la existencia.
La mayor aportación consiste quizá en el hecho de que escritores y artistas que
conforman el grupo de Barranquilla asumen desde su primera juventud que una
obra de arte no cambia el mundo pero es capaz de cambiar la sensibilidad del
hombre y al hacerlo se ha centrado el objetivo, pues el cambio y la transformación
del mundo sólo es posible cuando el hombre revolucione y transforme su propia
alma, su propia conciencia, su propia condición.
Con su obra individual, Cepeda Samudio, García Márquez, Obregón y todo el
grupo de Barranquilla dan el vuelco definitivo para salir del localismo y del anqui-
losado nacionalismo literario colombiano aupado por los recalcitrantes Arcinie-
gas, Nietos Caballeros, Carranzas, López Gómez, Cardonas Jaramillos, Sanines
Una inadecuada introducción
25
Canos, López de Mesas y Caballeros Calderones, contemporáneos y compinches
de los “poetas con corsé” del movimiento “Piedra y Cielo”, del que sólo se salvan
uno o dos de sus integrantes.
Con su producción, los escritores y artistas del grupo de Barranquilla, dan
muestra de la visión innovadora, amplia y universal – que de inmediato despierta
interés en todo el continente – con que rompen los esquemas del costumbrismo
rural imperante. Ese “nacionalismo literario” que defienden a capa y espada inte-
lectuales que lo teorizan de manera dudosa como Tomás Vargas Osorio y José An-
tonio Lizarazo y que es alimentado por intelectuales congregados en camarillas re-
calcitrantes que no pasan de ser una mala copia de las de politiqueros y gamonales
sin conciencia de los valores civiles, éticos y estéticos. Y si la literatura está estan-
cada en estos meandros, las artes plásticas, las artes dramáticas, la fotografía y el
cine resultan casi del todo inexistentes.
La iglesia católica, apostólica y romana, – el mayor latifundista y capitalista de
Colombia, con los jesuitas a la vanguardia – en un país más papista que el papa y
con la más reaccionaria curia del continente, subyace al gobierno y timonea en la
sombra a los gobernantes. Ejerce el veto y la censura con un ahínco mayor que en
los períodos más oscurantistas del férreo régimen colonial y del Santo oficio y
controla la limitada producción editorial del país.
La prensa que cuenta a nivel nacional es monopolio de una familia, los Santos,
que pontifica y gobierna en la sombra desde las páginas de El Tiempo. Su suple-
mento literario y cultural impone la línea fuera de la cual no hay salvación: lo de-
muestra el rosario infinito de colaboradores que disputan sólo el trofeo de la me-
diocridad y las poltronas de embajadas y consulados y de las dos o tres Academias
– la de la lengua es la decana y se instala por obra de gramáticos y latinistas en
1872 – en que únicamente lo localista y terrígeno, lo costumbrista y anclado en te-
mas rurales y folklorísticos se le presenta a un país analfabeto como productos de
la grande y más auténtica literatura nacional.
A El Tiempo lo contrasta solo El Espectador, de la familia Cano de Medellín,
que no se rebaja a componendas con el poder y asume un rol fundamental como
diario independiente si se puede llamar tal en el reino de la república criolla de los
blancos, ricos y privilegiados, mientras la prensa conservadora vierte en un retraso
total frente a la historia del país y del mundo. Los jóvenes apenas veinteañeros del
ya activo grupo de Barranquilla siguen sin esconder las preferencias y recibiendo
ataques continuos por la prensa de régimen por asumir las enseñazas y seguir las
hormas de sus maestros los “degenerados, perniciososo e inmorales” Faulkner,
Dos Passos, Borges, Quiroga, Capote, Anderson, Dreiser, Huxley, Saroyan, Cald-
well y Virginia Woolf.
Como contraste a dichos ataques, aparece ejemplar ver cómo el pintor Alejan-
dro Obregón, después de denunciar las masacres del 9 de abril de 1948 (de las
que fue testigo ocular con ese otro gran pintor que es Enrique Grau, y que los dos
esbozan y apuntan en cuadernos de dibujo), en su famosa exposición, que monta
en la Sociedad de Arquitectos de Bogotá, encuentra terreno fértil para asumir la
tarea de focalizar y elaborar los grandes signos de la identidad caribe y colombia-
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
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na. Con tesón, talento y disciplina crea y recrea a lo largo de su trayectoria el cón-
dor, la barracuda, el toro, el volcán, el mar Caribe, el tigre, la cordillera de los An-
des, como actualización de elementos tan antiguos como son los símbolos que lle-
gan de lejos como herencia de la Colombia y la América profundas. El legado pre-
colombino amerindio y animista afro-americano de los exponentes del mundo de
arriba, de abajo y de acá-ahora, como cosmovisión que requiere un talento y un
entorno favorables para identificarlos y convertirlos en iconos en que se recono-
cen las mayorías contemporáneas.
Y cómo no pensar en la tersura lírica y densa de la pintura de Cecilia Porras,
en el afán de Leo Matiz de abstraer la realidad con su maquina, en el ojo avizor
del exacto Nereo, en la inarrestable y espontánea energía expresiva de “figurita”
Rivera, en el humor negro y crítico de Enrique Grau, en la frescura absoluta de
Noé León y de todos los artistas que se mueven entorno al grupo de escritores.
Téngase presente que excepción hecha por los pintores y escultores estudiados
por Jorge Zalamea en su libro Nueve artistas colombianos (1941) y, uno que otro
más, el panorama general de las artes visuales en Colombia en estos tiempos es al-
go más que desolador. En el periodo que acá se estudia comienza a emerger ese
maravilloso grupo de individualidades aisladas que será el que encuentra en pleno
auge la controvertida escritora y crítica de arte Marta Traba cuando entra del bra-
zo de Alberto Zalamea y se instala entre la burguesía rica y los detentores del po-
der y, dotada de talento, inteligencia y cultura, se lanza en una vertiginosa carrera
que la convierte en un breve lapso – al lado de los del grupo de Mito – en la im-
portante y discutible Mamá Grande del arte en Colombia.
A propósito de las artes es significativo ver en este periodo – allí donde todo
aparece como un desierto – la intensa y variada producción de la costa en general
y la actividad infatigable que desarrollan. De 1939 es la fundación de la escuela de
Bellas Artes de Barranquilla y de 1957 la refundación de la de Cartagena – donde
se forman Alfredo Guerrero, Cecilia Delgado, Heriberto Cogollo y Darío Mora-
les, para citar nombres de relieve –. Ya en 1940 se instituye el Festival del arte de
Cartagena y de 1945 es la primera edición del Salón Anual de Artistas Costeños
que se realiza en la Biblioteca Departamental de Barranquilla y de cuyo primer
premio es merecedor Obregón.
Ya en ese momento el grupo es una realidad – muy a pesar de la ausencia de
los jóvenes Cepeda Samudio y García Márquez –, como cuenta Alfonso Fuenma-
yor en sus Crónicas sobre el Grupo de Barranquilla. Y cuando este salón decae es
Cepeda Samudio el organizador en 1955 del Concurso Nacional de Pintura y él
mismo quien crea el Primer Salón Anual de Barranquilla donde resultan vencedo-
res Obregón, Botero y Cecilia Porras mientras en Cartagena, la ciudad de Grau,
se inaugura el primer Museo Latinoamericano de Arte Moderno en donde se con-
voca al salón de Arte Contemporáneo que gana Eduardo Ramírez Villamizar.
Quien conoce la plástica colombiana de entonces sabe que, aparte los “viejos”
maestros, hasta ahora se han citado los nombres más granados de entre los jóvenes
del incipiente arte del país de mediados del siglo XX (falta sólo Edgard Negret
para cuadrar el círculo).
Una inadecuada introducción
27
Muy variados son los elementos que mueven a los componentes del grupo a
emprender caminos de búsqueda, de ejercicio, de oficio, de técnicas de escritura,
de definición de lenguajes y poéticas personales. Motivaciones a veces de orden
colectivo o individual, algunas ética y otras estéticas, incluso ideológicas y políti-
cas. A pesar de que no hay manifiestos, ni declaraciones es de los textos de donde
emergen una infinidad de aspectos capitales que configura, no de manera orgáni-
ca, una especie de ideario y que, en sus aspectos más relevantes, se puede intentar
sintetizar en siete grupos de ideas, como se propone en seguida, dejando de lado
aspectos que conciernen el estudio literario y artístico propiamente dicho y de que
dan cuenta exhaustiva los ensayos que aquí se publican.
Para comenzar: “Colombia sin escritores”, “La literatura colombiana un frau-
de a la nación” son enunciados que corresponden a títulos de artículos periodísti-
cos de dos miembros del grupo que dan el cuadro del nivel de descontento de sus
integrantes y muestran el desastroso estado de la literatura del país y un punto de
arranque para su producción.
Prioritario es ponerle fin al telurismo, al ruralismo, al folklorismo y al naciona-
lismo barato auspiciado y promovido por el establecimiento y los escritores y artis-
tas oficiales del régimen que creen que la literatura nacional y su costumbrismo
decimonónico no se ha de contaminar con las influencias extranjeras que resultan
a ojos vistas “perversas y nocivas”.
Grande es la urgencia por adoptar una visión universal, amplia, con perspecti-
vas diferentes a las de mirar hacia dentro en la sola provinciana y retrasada reali-
dad colombiana, sin que universal signifique desconocer lo originario del país, la
región o la ciudad. Esto lo demuestra por ejemplo el que García Márquez haya
consolidado el ciclo de Macondo en una aldea-mundo o Cepeda sea desde su pri-
mer libro más cosmopolita y en su novela más costeño.
Todo se ha de realizar por fuera de la oficialidad del régimen a pesar de que los
canales sean los existentes y tradicionales. Por eso comienzan publicando ficcio-
nes en suplementos capitalinos (no en El Tiempo sino en El Espectador, Sábado,
Crítica) y locales (El Heraldo, El Nacional, Crónica) y la obra periodística es pri-
mero local y luego nacional. No hay que olvidar que Germán Vargas y Alfonso
Fuenmayor se desempeñan como destacados funcionarios de instituciones cultu-
rales del departamento del Atlántico y de la Radio Televisora Nacional, es decir
también de medios de comunicación que se están consolidando por entonces.
Es indispensable asumir que el mundo cambia a diario y de manera radical y
del mismo modo es necesario que cambie el modo de verlo, de contarlo, de repre-
sentarlo, de vivirlo y, sobre todo, de narrarlo; y qué si no eso es la labor emprendi-
da con disciplina y tesón, clarividencia y pálpito por los escritores del grupo.
Urgente resulta expresar la situación angustiosa de Colombia o la angustia que
se siente por ella y por el mundo en la condición de crisis, de violencia, de guerra
y de peligro ante los totalitarismos en que se encuentran y de igual manera es un
deber confrontarse con los problemas de la libertad de opinión y de expresión De
esto se desprende cómo la labor periodística, la de editorialistas, se concentre so-
bre políticos locales y nacionales, sobre la corrupción e incompetencia de los go-
FABIO RODRÍGUEZ AMAYA
28
bernantes, sobre cuestiones que atañen a las problemáticas regionales, nacionales
e internacionales y la emergencia nuclear.
El grupo no es localista ni regionalista aunque se vea claro la costeñidad, que
es lo Caribe, es decir una forma de ver y concebir el mundo. Ésto manifiesta la
conciencia de pertenencia a un tiempo y a un espacio: el caribe, el colombiano y el
latinoamericano contra esa imagen oficial de la república criolla que excluye todo
lo que no corresponde a lo que sea blanco, hispano, europeo o filo yanqui. En el
mestizaje se define pues esa identidad de pertenencia.
El grupo de Barranquilla existe gracias a la sinergia que se instaura de modo
natural entre artistas y escritores, pensadores e intelectuales, hombres de letras y
de acción. No se trata pues de los políticos-poetas, latifundistas-prosistas, indus-
triales-gramáticos, gamonales-periodistas que los preceden y que se forman y con-
solidan su carrera en el altiplano bogotano.
Y es que saltan a la mente imágenes naturales que hoy son iconos de esos mo-
mentos difíciles en que se produce este gran cambio de la cultura en Colombia, a
partir principalmente de la alegre compañía de ese grupo de muchachos revolto-
sos y sin melena de entonces: cómo no imaginar al pantagruélico y generoso con-
versador que es Rojas Herazo marcando tendencia entre sus colegas más jóvenes;
al tímido y guasón Enrique Grau muerto de la risa frente a las malas copias que
Botero hace de Obregón en sus inicios; al “camarada” Zapata Olivella conducien-
do a García Márquez por los laberintos del valle del Magdalena hasta llegar a la
Guajira interna enseñándole qué es la variada cultura regional; quien no imagina a
José Stevenson asfixiado por la falta de aire en esos años samarios y barranquille-
ros antes de irse a trabajar en la Disney como dibujante de Pato Donald y conver-
tirse en escritor; cómo no ver a Luis Ernesto Arocha pintando de azul cerúleo una
langosta para que Cepeda pueda filmar los primeros planos de su película en la
Ciénaga Grande; a Leo Matiz persiguiendo a medio mundo con su Leica mientras
se apresta a convertirse en uno de los mejores fotógrafos de la época; a la arisca
Cecilia Porras zurciendo vestidos de payaso para que Cepeda pueda ir al Country
al gran baile organizado por Madame Ivonne; a Tita Manotas detrás de todos esos
locos para arrancarles los originales de los textos de las manos y poder conservar-
los para el futuro como hace con dibujos y cuadros de sus amigos.
De estas y muchas más cosas trata este primer libro en los excelentes textos de
sus autores. Textos que, primero, dan cuenta de la historia y la génesis de una in-
mensa obra literaria y artística y, segundo, dialogan entre sí complementándose,
gracias a la amplia visión crítica y a la apertura mental que brindan, por parte de
quienes escriben, una cultura cosmopolita y un conocimiento profundo de la reali-
dad del Caribe colombiano y del país en general en su historia, sus artes y sus letras.
De esa república criolla que, en su sustancia, poco ha cambiado aún a pesar del
vértigo de los tiempos actuales, y en que se perpetúa ad infinitum el criterio de los
próceres fundadores de esa república que no es nación ni estado, esa “patria boba”
que no le gusta a casi nadie. Y que por eso mismo duele aún más en el exilio.
Una inadecuada introducción
29
Para quien se interesa por el discurrir de la vida intelectual y artística colom-
biana de los años 40, aparece como elemento céntrico el debate que se promovió
en 1941 en torno a la literatura narrativa: nacionalismo contra universalismo. Tales
fueron los términos y conceptos que quedaron enfrentados en una polémica de -
satada por el ambiguo resultado que arrojó ese año un concurso de cuentos orga-
nizado por la Revista de las Indias, de Bogotá.1Pronto olvidado al parecer, el de-
bate dejó una fuerte impronta y puede decirse que la disyuntiva aún no ha dejado
de existir en el medio intelectual de las años 80.2[NdE]
Pero, si bien así se planteaba entonces y si bien ha conservado plena vigencia
en cuestiones de creación literaria hasta una época notablemente tardía, el debate
era bastante más complejo e involucraba más elementos, y más profundos, que el
simple punto de saber si el novelista o cuentista colombiano tiene derecho a usar
temas y formas considerados como de origen foráneo. El planteamiento moral,
evidentemente absurdo, usado por los nacionalistas de entonces y sus sucesores
tenía otros ingredientes no declarados, y es probable que ni siquiera conscientes,
los cuales aparecen mejor si, en vez de fijarnos en la producción estética, nos inte-
resamos más ampliamente por el discurso cultural de los intelectuales. Así aparece
muy pronto que el debate entre nacionalismo (que es también centralismo) y uni-
versalismo (que es también cosmopolitismo) fue un elemento momentáneo, pro-
pio del encierro de los años de la guerra, y que ya resultaba más bien obsoleto en
la segunda mitad de los años 40, simplemente porque, desde antes de empezar,
habría tenido que ser formulado de manera bien distinta. Podía aparecer como
céntrico, en efecto, pero era porque entraban en juego otras cosas, más amplias y
profundas, si no más importantes, en la sociedad colombiana.
31
* Fue publicado en Cahiers du Criccal, Paris: Sorbonne Nouvelle, n° 9-10, 1992, p. 117-140.
1Los dos autores enfrentados en ese concurso aparecen como un perfecto condensado del debi-
te, y además con proyecciones hacia las grandes disyuntivas de los años 40: Eduardo Caballero Calde-
rón, nostálgico y folklórico; Jorge Zalamea, moderno y cosmopolita. Sus cuentos, así como los consi-
derandos de los jurados, figuran en Revista de las Indias, Bogotá, n° 27, marzo de 1941 (respectiva-
mente p. 5-39 y 103-112). La polémica se desarrolló principalmente en El Tiempo, a lo largo de los
meses de mayo, junio y julio de 1941.
2Y en cierto modo es válida aún hoy en 2009.
JACQUES GILARD
Criccal - Nouvelle Sorbonne
Colombia, años 40:
de El Tiempo a Crítica*
El verdadero conflicto estribaba en cómo enfocar el proceso de modernización
porque había pasado el país, principalmente bajo los gobiernos liberales instalados
en el poder desde 1930, tras medio siglo de hegemonía conservadora. La fase más
álgida había sido el mandato de Alfonso López Pumarejo (1934-1938), fase conoci-
da como “La Revolución en Marcha”. López había querido acelerar el proceso por
medio de una intensificada participación del sector popular en el acontecer colecti-
vo. Fueron precisamente esa participación y sus órganos lo que intentó sofocar el
presidente Eduardo Santos en el transcurso de su propio mandato (1938-1942).
Santos era el representante del ala burguesa del liberalismo y, muy específicamente,
el dueño de El Tiempo – cuyo papel veremos luego con alguna insistencia. A causa
de la traición de la mayoría del partido liberal, el segundo mandato de López, inicia-
do en 1942, fue un fracaso tan completo que ni siquiera pudo llegar a su término
normal: se interrumpió en 1945, y el sucesor de López, el “designado” Alberto Lle-
ras Camargo, llevó a cabo sin demora lo que la parte más timorata de la burguesía li-
beral venía buscando desde 1938: la destrucción del movimiento sindical. El final de
la guerra volvía innecesarias la unanimidad democrática y la colaboración de clases.
1945 no fue solamente para Colombia el final del conflicto mundial sino también el
final de una experiencia, única en la historia del país, de participación popular. Co-
lombia entraba antes de tiempo en la guerra fría y así se ve que la posterior Violencia
tenía que ser algo más que el consabido enfrentamiento de liberales y conservadores.
Con esta esquemática evocación de las circunstancias basta para comprender
que el “nacionalismo literario”, como se llamó en 1941, tenía mucho de factor de
bloqueo ante unas actitudes innovadoras que la clase dirigente, en la voz de sus
intelectuales a sueldo (fueran liberales “santistas” o conservadores), marcaba con
el negativo sello del cosmopolitismo. El pueblo auténtico, “sano” por definición,
no tenía por qué lanzarse a sospechosas aventuras ni promover molestas reivindi-
caciones. El folklore, hasta entonces despreciado, se convertía de pronto en una
fuente de valores a la vez estéticos y morales. El repliegue sobre “lo propio“, “lo
nacional”, “lo nuestro“ (conceptos que nunca se intentaba definir), era la mejor
defensa en todos los órdenes, y permitía además anexionar a la intelectualidad de
izquierdas en una común exaltación popular.
Las publicaciones que le sirvieron de vector a esta amplia maniobra fueron las
del grupo Santos. En lo fundamental se trataba de El Tiempo, y muy especialmen-
te de su suplemento literario3– siendo éste por años la única publicación de am-
JACQUES GILARD
32
3El suplemento de El Tiempo constaba de cuatro páginas grandes. Se llamaba simplemente “Se-
gunda Sección”. Durante años, antes y después de 1940, salió sin nombre de responsable. Del 23 de
abril de 1944 al 4 de febrero de 1945 aparecen como “redactores” Eduardo Caballero Calderón y
Eduardo Carranza. Del 11 de febrero de 1945 al 2 de diciembre del mismo año figura Carranza como
redactor único. Solamente el 11 de mayo de 1947 vuelve a figurar el nombre de un nuevo redactor: Jai-
me Posada (dirigente juvenil del liberalismo, y ex secretario privado del ministro Arciniegas). El 19 de
diciembre de 1948 la “Segunda Sección” se convierte en Suplemento Literario y (probablemente con el
fin de competir mejor con El Espectador) se adopta el formato tabloide. Este es abandonado el 12 de
junio de 1949; hasta bien entrados los años 60, el suplemento conservará sus tradicionales cuatro pági-
nas grandes. El 4 de abril de 1954 había de tomar el título que perdura hasta hoy: Lecturas Dominicales.
plia difusión en el país. Pero también existieron publicaciones más selectas que
prolongaron esa acción del suplemento, fuera desde el mismo poder del Estado
(pero éste quedaba entonces en manos de Santos) o fuera desde el poder de El
Tiempo. Fueron sucesivamente Revista de las Indias y Revista de América. En am-
bas encontramos la presencia de Germán Arciniegas; éste, con su conocimiento
del mundo exterior (caso excepcional en la intelectualidad colombiana) y con su
fama de progresista ilustrado, desempeñó un papel decisivo en el desarrollo de la
estrategia del santismo.
No es fácil, a primera vista, identificar una líneas precisa en el suplemento de
El Tiempo,4porque, siendo casi la única publicación de los años de guerra y sien-
do la más importante (al menos “socialmente”) durante muchísimos más años,
reunía todo tipo de colaboraciones, por encima de criterios ideológicos, genera-
cionales o estéticos; por otra parte, jugaban un gran papel las intrigas de todo ti-
po, frecuentes en el gremio, por figurar o permitir que figuraran amigos en esas
páginas de prestigio. Y finalmente se combinaba con ese forzoso eclecticismo algo
que podríamos llamar afán de clasicismo y que hacía que se le concediera mucho
espacio a una literatura totalmente consagrada (sobre la que nada nuevo se tenía
que decir); era la manifestación de la cultura de “Atenas sudamericana” que la
clase dirigente y sus intelectuales aún querían reconocerle a Bogotá. Todo ello ha-
cía del suplemento de El Tiempo la publicación por antonomasia, opaca y hasta
lúgubre, del santismo. Pero si nos fijamos en la parte más viva del suplemento, sí
es posible definir una línea: la desconfianza hacia las ideas nuevas y, en literatura,
hacia las formas nuevas. En materia de cultura nacional, la actitud dominante es la
del centralismo, con la nunca fundamentada afirmación de una especie de colom-
bianidad, inmune a las disonancias de unas periferias cuya existencia no se reco-
nocía sino en dosis homeopáticas. Colaboradores característicos son en los años
40 Germán Arciniegas, Eduardo Carranza y Eduardo Caballero Calderón. El mi-
tigado cosmopolitismo de Arciniegas se hace cada vez más timorato en los años de
guerra, en particular frente al auge del fenómeno urbano, pues se siente este pro-
ceso, hasta entonces acogido con benévola moderación, muy pronto se va a acele-
rar; luego, una vez finalizada la guerra, habrá en Arciniegas una hostilidad com-
pleta al pensamiento existencialista. Eduardo Carranza que había sido en los años
30, el difuminado poeta de un sentimentalismo exquisito y melancólico, se con-
vierte en el cantor de las bellezas y excelencias de la patria, al mismo tiempo que
lleva a cabo, con magistral habilidad, su ascenso hacia el poder intelectual. El na-
rrador Eduardo Caballero Calderón, latifundista y liberal, es el terco enemigo de
Colombia, años 40: de El Tiempo a Crítica
33
4De hecho, ningún suplemento literario colombiano aparece como monolítico, aunque habría
que empezar diciendo que tampoco lo son los periódicos a que pertenecen los suplementos. Sin co-
meter una simplificación excesiva, podría afirmarse que en los años 40 y 50 predomina una de las dos
tendencias, nacionalismo o cosmopolitismo, sin poder excluir a la otra, aunque sea por la mera nece-
sidad de rellenar páginas. La misma observación puede aplicarse a las páginas editoriales de las dia-
rias entregas de entresemana. Sin embargo, en materia de suplementos, cuando se trataba de una sola
página semanal, como pasó con el “Fin de Semana” de El Espectador (1946-1948), era posible mante-
ner una línea rigurosa. Era la abundancia lo que hacía inevitable la aparición de un cierto pluralismo.
todos los aportes extranjeros de su época, trátese de la narrativa estadounidense o
del pensamiento existencialista; los ve como señales de una enfermedad intrínseca
de países demasiado modernos y por consiguiente desmoralizados, enfocándolos
tranquila y displicentemente desde la supuesta paz y el supuesto equilibrio de la
sociedad colombiana; en los años 50, la primera ola de la Violencia y sus doscien-
tos mil muertos no habrán modificado en nada sus planteamientos. Caballero Cal-
derón es seguramente el colaborador más típico de cuantos escribieron en el su-
plemento de El Tiempo a lo largo de las años 40.
La mensual Revista de las Indias, en su segunda época (1938-1951), pasó por
vicisitudes y cambios vinculados a los de la política colombiana. De 1938 a 1944
fue órgano concedido por el Ministero de Educación a un “comité de intelectua-
les españoles y americanos”, bajo la dirección de Arciniegas.5Era publicación pa-
ra intelectuales, un grado más refinado de la cultura y de la ideología del suple-
mento de El Tiempo, siendo como una emanación de éste: así se organizaron las
cosas al poco tiempo de inicarse el mandato de Eduardo Santos. Los colaborado-
res colombianos eran comunes a ambas publicaciones, y Arciniegas asumía la do-
ble necesidad y obligación de superar sin quebrantarlo el espíritu de El Tiempo.
Lo más claro de Revista de las Indias es la voluntad de una apertura antifascista; se
intentaba elaborar un pensamento americano que estuviera acorde con la lucha de
las democracias; para ello estaban las colaboraciones extranjeras que se obtenían
de españoles, hispanoamericanos o norteamericanos, aunque desde el principio se
advierte una cierta dificultad para concebir la potencial o real modernidad del
subcontinente. Faltaban los hombres adecuados y los medios: no los buscaba o no
los encontraba Arciniegas. Y también faltó pronto la voluntad porque en Colom-
bia misma la crisis social se agudizaba bajo el efecto de la política de Santos. El re-
pliegue se produjo muy pronto, en 1941, En sus dos primeros años Revista de las
Indias tuvo un cierto cosmopolitismo, una cierta curiosidad por los márgenes cul-
turales, y trató de oponer unas cuantas barreras al nacionalismo literario y a los
autores (principalmente cuentistas del departamento andino de Caldas) que lo
ilustraban con notable ingenuidad. Pero fue sólo un momento y la crispación san-
tista, fielmente repercutida por Arciniegas (nombrado en 1941 ministro de Educa-
ción), hizo notar sus efectos.
Cuando, en 1944, al cabo de dos años del segundo mandato de López, el go-
JACQUES GILARD
34
5Se había fundado Revista de las Indias en 1936 como revista del ministerio de Educación, apa-
reciendo ocho números en esa primera época. Al poco tiempo de asumir Eduardo Santos el poder
presidencial, al final de 1938 (el n° 2 es de enero de 1939), vuelve a aparecer bajo la responsabilidad
del comité internacional de escritores y la dirección de Germán Arciniegas. Hasta mayo de 1944 (n°
65) funciona la revista bajo esa forma. Luego vuelve a ser órgano del ministerio, saliendo sin nombre
de responsable. Su autonomía y su interés se mantienen hasta el n° 95, de abril de 1947. A partir del
n° 96 y hasta el n° 101 (febrero de 1948) aparece como director el intelectual conservador Abel Na-
ranjo Villegas, quien logra preservar un cierto nivel de calidad. Pero ya había surgido un conflicto en-
tre blandos y duros del conservatismo. Ganan los duros y en adelante la censura religiosa le quita a la
revista lo poco que le había ido quedando: un jesuita vigila la acción del nuevo director, José María
Vives Balcázar, redactor de El Siglo, diario de Laureano Gómez. La última entrega, de enero de 1951,
llevaba el n° 117.
bierno de éste recupera la revista para el ministerio (los lopistas habían demostra-
do mucha paciencia) y echa a Arciniegas, el contraste resulta llamativo: hay una
mayor apertura hacia el extranjero, una mayor curiosidad por las culturas periféri-
cas de Colombia, y un significativo ingreso de colaboradores izquierdizantes. La
Revista de las Indias toma un giro más contemporáneo, que persistirá hasta finales
de 1946. Luego, como efecto del triunfo electoral de los conservadores, se inicia el
rápido proceso de decadencia de la publicación.
Al quedar Arciniegas despojado de Revista de las Indias, deciden las directivas
de El Tiempo crear una nueva publicación mensual de iguales características y am-
biciones, para que él mismo la dirija: es Revista de América, cuyo primer número
aparece en enero de 1945.6
Evidentemente, la fecha tiene su importancia. El país está llegando al clímax
de su crisis interna, con la renuncia de López y el desmantelamiento de las organi-
zaciones sindicales por Lleras Camargo, es el punto final de la etapa de moderni-
zación. Al mismo tiempo, la guerra mundial se acababa en forma incompleta e in-
satisfactoria, planteando a todos los países disyuntivas nuevas. El liberalismo san-
tista escoge muy pronto su bando en la guerra fría, el de Estados Unidos; en Co-
lombia la campaña electoral de 1946 opone al burgués Turbay con el populista
Gaitán, con el resultado de llevar al poder al conservador Ospina Pérez; ya en los
umbrales de la Violencia, el santismo se encuentra en la imposible situación de so-
licitar nuevamente el apoyo del pueblo liberal al que ha querido expulsar de la
historia nacional. Esta ambigüedad volverá a encontrarse en Revista de América, y
explica lo que fue el permanente fracaso de la publicación, señal de la básica inde-
cisión del propio Arciniegas. Éste sin dejar de querer pasar por moderno y pro-
gresista, ya iba evolucionando hacia las posturas filomacartistas que serían las su-
yas en los años 50.
Revista de América, presentaba, como era de prever, rasgos que ya había tenido
Revista de las Indias bajo la dirección de Arciniegas. Y, desde luego, había algunas
diferencias. La primera, no tan importante pero de indudables efectos sin embar-
go, era la actitud más periodística del director; éste trataba de aprovechar la opor-
Colombia, años 40: de El Tiempo a Crítica
35
6Se produjo un hecho bastante curioso en 1945 y 1946. Arciniegas era director de Revista de
América, pero también lo fue de su competidora Revista de las Indias, a partir del momento (agosto de
1945) en que lo nombró ministro de Educación el presidente “designado” Lleras Camargo. Al menos
así fue teóricamente, pues parece ser que el ministro no tuvo tiempo para ocuparse del órgano de su
administración, y que, si le dedicó alguna atención a una actividad editorial, fue para Revista de Améri-
ca. En ésta, la presencia de El Tiempo era manifiesta: Arciniegas compartía la dirección con Roberto
García Peña, periodista [y más tarde director] de El Tiempo y ejecutivo del grupo Santos. Comparable
en formato a Revista de las Indias, aunque de presentación más amena y cuidada, Revista de América se
inició como una empresa ambiciosa y rigurosa, pero faltaba desde el principio una orientación clara y
el mecanismo se descompuso notablemente a partir de 1948, bajo el efecto de las vicisitudes de la polí-
tica colombiana: la periodicidad de la publicación comienza entonces a alterarse. Ya no tenía El Tiem-
po ni Arciniegas la suficiente disponibilidad para una revista literaria. Pero Revista de América al me-
nos logró durar un poco más que la que había sido por algunos meses su competidora: el último núme-
ro, el 75, salió a finales de 1951, unos meses después de desaparecer Revista de las Indias. Ya se estaba
en el umbral del año 1952, que iba a ser el más tenebroso de la dictadura de Laureano Gómez.
tunidad de un encuentro para solicitar colaboraciones, con lo que obtenía textos
de firmas más o menos prestigiosas en la Colombia de entonces, pero también
acentuaba la falta de una línea identificable. Más importante era, en Revista de
América, un interés mayor por el folklore y las culturas de la periferia; pero tam-
bién este renglón presentaba serias fallas: por una parte, no faltaban los presu-
puestos propios del centralismo recuperador, y por otra parte, continuaba dándo-
se la imagen moralizadora de un folklore “sano”, emanado del pueblo verdadero,
es decir anterior a las reivindicaciones suscitadas por el lopismo. Pero lo más nota-
ble – y ello siempre dentro de una línea que nos devuelve cada vez más a las rutas
pregonadas por El Tiempo – es el mantenimiento, en las condiciones de posgue-
rra, de posturas que habían sido las de Revista de las Indias en su etapa antifascis-
ta, cuando era evidente que la segunda mitad del decenio imponía nuevos retos y
requería reflexiones de otra índole. La guerra fría generó pocas interrogantes,7y
la Violencia colombiana ninguna. El existencialismo sólo dio motivo para chistes
superficiales (es decir que hubo en Revista de América menos curiosidad aun que
en suplemento de El Tiempo) con los que Arciniegas creía aniquilar una influencia
extranjera perniciosa: el cosmopolita de antes terminaba cayendo en una forma de
nacionalismo, aunque lo hiciera con el arma bogotana del chiste, en vez de acudir
a las pesadas diatribas de los nacionalistas. Si bien es cierto que Revista de Améri-
ca tuvo que sufrir de la evolución política de Colombia en esos años, una compa-
ración con Crítica (la revista de Jorge Zalamea, de que hablaremos más adelante)
permite ver que el fracaso estaba inscrito desde el principio en el proyecto elabo-
rado en 1944 por Arciniegas y El Tiempo: Revista de América, desde antes de em-
pezar, era una publicación extemporánea.
Al tratar de los años 40 en Colombia, es ineludible mencionar, aunque sea bre-
vemente, el semanario Sábado creado en julio de 1943 por el dirigente liberal Pli-
nio Mendoza Neira.8En los años de guerra fue la única mella notable que sufrió
el quasi monopolio de que gozaba El Tiempo en materia de papel para periódicos.
Mendoza Neira había sido compañero de López y lo fue luego de Gaitán, es decir
que siempre se situó en el bando liberal partidario de profundos cambios. La pu-
blicación nació bajo el signo de la lucha antifascista (así lo especificó el optimista
editorial de la primera entrega), pero la unanimidad democrática del momento
impedía que pusiera énfasis o interviniera en la cuestión social. Sin embargo Sába-
do desempeñó un gran papel, al menos en su primera etapa, precisamente ahí
donde El Tiempo y sus satélites demostraban su pusilanimidad cultural: el sema-
nario de Mendoza Neira, contestando una demanda latente del público de clase
media, contribuyó al descubrimiento que de sí misma hizo entonces Colombia.
A través de sus páginas se formó la imagen de un país distinto: múltiple, tropical,
JACQUES GILARD
36
7En el Vol. VIII, n° 22, de octubre de 1946, el joven escritor Gustavo Wills Ricaurte reflexionaba
tardíamente sobre “Por qué murió Stefan Zweig”. Lo más contemporáneo en Revista de América, fue
una encuesta sobre el porvenir de la democracia, en sucesivo números de 1947, de la que se destaca la
respuesta de Jorge Zalamea: “Hacia la derecha o hacia la izquierda” (Vol. X, n° 28, abril de 1847).
8Salió el primer número de Sábado el 17 de junio de 1943.
mestizo y hasta mulato. Fue, sin lugar a dudas, el principal aporte del semanario,
pero la instintiva curiosidad de Mendoza Neira, periodista nato, también tuvo un
papel notable en cuestiones literarias; para tomar un solo ejemplo, el más caracte-
rístico (y así recordamos la polémica de 1941), fue Sábado el órgano de una mo-
dernización narrativa al servir de vector a los cuentos universalistas de Hernando
Téllez.
Sin embargo, Sábado era una publicación demasiado colombiana: faltó curiosi-
dad por el resto del mundo y se contaba con colaboraciones casi exclusivamente
colombianas. Tras haber sido como el pulmón del país en los años de guerra con
su descubrimiento interno, el semanario quedó empobrecido en 1945 cuando era
posible acudir a otras fuentes; aunque hubo buenas etapas posteriormente, aun-
que hubo casi siempre alguna que otra colaboración de interés, se inició un proce-
so de decadencia por inadaptación a las nuevas condiciones el mundo. El desajus-
te se hizo más sensible aún en 1949, con la Violencia que se precipitaba, pero
Mendoza Neira ya no era dueño de Sábado cuando tuvo que exiliarse en Venezue-
la. El semanario, durante un par de años sobre todo, le había dado a Colombia un
poco de lo que faltaba en las páginas de El Tiempo y sus satélites.
1945 era, como ya hemos visto ampliamente, un año capital y la adaptación a
las condiciones de la posguerra fue el criterio decisivo en la validez o la nulidad
del discurso cultural propuesto por los diversos sectores de la inteligencia colom-
biana. El papel más dinámico les correspondió entonces a los dos Zalamea: Jorge
Zalamea y su primo hermano Eduardo Zalamea Borda.
Este último, el más joven (que usó su segundo apellido para distinguirse de su
primo), fue el que llevó la acción más duradera, en una totalidad principalmente
periodística. A lo largo de muchos años, fue Eduardo Zalamea Borda, bajo su
nombre o bajo el seudónimo de “Ulises”, el principal editorialista de El Especta-
dor de Bogotá. En la prensa diaria de Colombia, fue sin lugar a dudas su columna,
“La ciudad y el mundo”, la que dio el más acucioso testimonio sobre la época. No
se trata de confundir al periodista con la publicación, sin embargo, pues El Espec-
tador tenía, de por sí, una personalidad específica que le infundía la actitud ética
de sus dueños, la familia Cano. Era publicación liberal, pero siempre ha sabido
mantenerse bastante al margen de las componendas del poder – a lo que se aña-
día, particularmente en los años 40, la ambición de conquistar una parte del terri-
torio ocupado por El Tiempo en la opinión pública. El caso es que la familia Cano
supo escoger a sus colaboradores, siendo Zalamea Borda el principal y reuniéndo-
se en torno a él redactores jóvenes como Próspero Morales Padilla, Gonzalo Gon-
zález, Gustavo Wills Ricaurte y, más adelante (1954), García Márquez, todos ellos
situados en posturas distintas y opuestas a las que predominaban en El Tiempo.
Cuando la escasez de papel originada por la guerra (nunca padecida por El
Tiempo, periódico del presidente o, en todo caso, del poder verdadero) aún hacía
de El Espectador un diario de escasos medios y de exigua importancia, ya habría
bastado con una selección semanal de la columna diaria de Zalamea Borda para
organizar una hoja cultural de buen nivel, que habría podido reforzarse con algu-
nas de las notas de sus jóvenes compañeros de redacción. “Ulises” proponía una
Colombia, años 40: de El Tiempo a Crítica
37
crítica acertada de las rutinas del medio intelectual colombiano y, por lo mismo,
de todas las posturas que se reunías, a veces confusamente, en lo que tercamente
subsistía del “nacionalismo literario” de 1941. Esa crítica se asentaba en un buen
conocimiento de la situación del mundo, tanto en aspectos puramente políticos
como en otros de mayor alcance, ideológicos, culturales, artísticos. En Colombia,
nadie se preocupó tanto como “Ulises” por el peligro atómico. Ese hombre de iz-
quierdas, que creía que todos los dogmas del socialismo de su tiempo salvo el zda-
novismo, lograba dar un punto de vista muy personal, a veces en forma muy au-
daz, sobre todos los problemas de la posguerra.
Esa misma actitud fue la que le dio un carácter inconfundible a la hoja cultural
sabatina, “Fin de Semana”, que Zalamea Borda creó en febrero de 1946 y dirigió
durante dos años,9como preludio al renacer de un suplemento dominical de El Es-
pectador. “Fin de Semana” ambicionaba ser una tribuna de toda la intelectualidad
colombiana. No logró serlo, por muchos motivos. En primer lugar porque los es-
critores consagrados de Colombia preferían seguir figurando en el suplemento de
El Tiempo, actitud que se reprodujo en buena parte de los jóvenes que ingresaban
entonces a la vida intelectual (así pasó para tomar el ejemplo más significativo a
mediano o largo plazo, con Jorge Gaitán Durán). Además, los planteamientos de
Zalamea no cuadraban con el nacionalismo de una abrumadora mayoría del gre-
mio. Bajo un ángulo sólo levemente distinto, pese a las apariencias, muchos eran
quienes debían sentirse previamente desalentados, simplemente por conocer el ni-
vel de exigencia, tanto ética como estética, de Zalamea Borda. Y es fácil suponer,
por fin, que éste debió rechazar, por insuficiencia de calidad, una muy elevada pro-
porción de los textos que le fueron propuestos, aunque éstos no fueran muy nume-
rosos. De ahí que se contentara generalmente con notas propias, con las columnas
de los hermanos de Greiff (León y Otto), con fragmentos de artículos procedentes
de revistas extranjeras y con algunos cuentos traducidos del inglés o del francés.
Durante año y medio, fueron muy pocos los textos literarios colombianos apareci-
dos en “Fin de Semana”. Esa solución le parecía preferible a la publicación de me-
diocres textos “nacionales” – lo cual era otra manera, nada costosa, pero sí muy
significativa, de distinguirse del suplemento de El Tiempo. Lo que importa subra-
yar es que la escueta selección de artículos extranjeros, publicados solamente bajo
forma de fragmentos, siempre se hizo con sumo cuidado y gran acierto, de modo
que, pese a la exigüidad de su formato y la precariedad de su acceso a las fuentes
externas, “Fin de Semana” aparece hoy como una publicación ejemplar, ineludible
en la historia de las ideas y las formas en Colombia: en sus columnas aparecen los
problemas de la época y el reto que planteaban a la intelectualidad colombiana.
En su época ya existió la evidencia de los que significaba “Fin de Semana”,
aunque una mayoría no se diera cuenta de nada: lo mejor de las nuevas generacio-
nes se nutrió en los aportes de Zalamea Borda. Buena señal de ello es el hecho de
que los escasos colaboradores espontáneos de “Fin de Semana” se seleccionaban
JACQUES GILARD
38
9“Fin de Semana” salió del 16 de febrero de 1946 al 24 de enero de 1948. Era una sola página
de formato tabloide.
solos, al optar por someter sus trabajos a Zalamea Borda en vez de enviarlos al su-
plemento de El Tiempo. Si bien Zalamea Borda podía tener la impresión de un
fracaso, no fue así. Hoy en día, con la perspectiva de más de cuarenta años, sabe-
mos que las nuevas generaciones intelectuales de entonces no eran tan numerosas
ni tan productivas como él soñaba. De modo que ni siquiera bajo el ángulo de la
cantidad puede hablarse de fracaso a propósito de “Fin de Semana”. En cambio,
con muy pocos textos bastó para que esa aventura de dos años se convirtiera en
un rotundo éxito. A raíz del último llamado de Zalamea Borda, de agosto de
1947, fue como Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez enviaron a “Fin de Sema-
na” sus primeros textos conocidos; si se añade a estos dos nombres el del dibujan-
te Enrique Grau Araujo, colaborador asiduo de la hoja en varios períodos, se ve
que los años de difícil vida que tuvo “Fin de Semana” cumplieron con creces las
intenciones de Zalamea Borda. La contemporaneidad en que se fundaban sus
planteamientos daba así los mejores frutos posibles.
El gran suplemento que a continuación creó El Espectador fue más periodístico,
pero siguió diferenciándose notablemente de la línea de El Tiempo, como se lo im-
ponía en realidad la mera necesidad comercial.10 Se le concedió un gran espacio a
las cuestiones de la actualidad, a veces la más frívola, pero ello significaba también
una forma de atención por la vida del mundo, sin los prejuicios del ombliguismo
bogotano. Era, en definitiva, un aporte valioso en esa etapa histórica en la que Co-
lombia sucumbía a la Violencia y se veía sofocada por la dictadura de Laureano
Gómez, principal y sanguinario exponente del sector falangista del partido conser-
vador. Al mismo tiempo, se desarrollaba, tímida e intermitente, una línea de curiosi-
dad por las culturas periféricas del país. Sólo hablando a muy grandes rasgos se po-
dría decir que Dominical seguía la orientación que había sido de “Fin de Semana”:
era difícil de seguir, en todo caso imposible de seguir con rigor, ya que privaban el
criterio periodístico y las condiciones de la competencia comercial. Pero algo per-
duró, con la publicación de cuentistas extranjeros, con la generalmente desafortu-
nada (ya después de 1950) publicación, desafortunada por indiscriminada, de jóve-
nes cuentistas nacionales. El caso es que García Márquez seguía enviando sus cuen-
tos a El Espectador, fueran inéditos o no; y también lo hizo a partir de finales de
1951 Manuel Mejía Vallejo. Aunque le era inevitable acarrear una elevada propor-
ción de escorias, Dominical de El Espectador continuó a su manera, esta vez para un
público más amplio, la densa y exquisita labor de “Fin de Semana”. Sin que se le
pueda conceder demasiada importancia, no puede pasarse por alto su existencia.
El rigor fue, en cambio, lo que entonces caracterizó a la acción adelantada por
Jorge Zalamea con Crítica, “un semanario sin compromisos”.11 Crítica apareció en
octubre de 1948, es decir en un país ya desangrado por la Violencia, pero sobre
Colombia, años 40: de El Tiempo a Crítica
39
10 La primera entrega apareció el día 1 de febrero de 1948, con 28 páginas de formato tabloide.
Era entonces “Edición Dominical. Segunda Sección”. Incluía tiras cómicas a todo color. Tornó el títu-
lo de Dominical a partir del 8 de enero de 1950, con 32 páginas.
11 Crítica apareció el 19 de octubre de 1948. Su última entrega, n° 67, salió el 4 de octubre de
1951. Era un tabloide de 16 páginas; hubo algunas entregas de 24.
todo traumatizado por el “bogotazo” del 9 de abril de ese año, desatado a raíz del
asesinato de Gaitán. Zalamea, fundador y director, había sido encarcelado porque
a sus arengas radiales de ese día se les atribuía una responsabilidad en los desas-
tres acaecidos, e iniciaba la aventura de Crítica antes de ser absuelto por los tribu-
nales (juicio que ocurrió en enero de 1949). Significativamente se titulaba “Frutos
de inconformidad” el editorial de la primera entrega: la línea iba a ser de discre-
pancia con todas las autosatisfacciones y todos los ensimismamientos de Colom-
bia, tanto los del arte y la inteligencia como los de ese sistema político, supuesta-
mente democrático, cuyas taras acababan de manifestarse en forma tan sangrienta.
Algo de lopismo podía quedar en Zalamea (había sido ministro de López en tiem-
po de la “Revolución en Marcha”), pero se situaba completamente en la proble-
mática de la posguerra. Había que hacer que el pensamiento pudiera más que la
propaganda y que se respetaran la dignidad y la libertad del ser humano. Aunque
ese “quincenario sin compromisos” se situaba también en el liberalismo, no hubo
componendas con ningún sector de éste (y sobre todo no con el santismo, postura
que le salió muy cara a Zalamea), y la referencia se hacía simplemente en la medi-
da que el liberalismo era heredero y defensor del ideario de 1789. Y, además, ¿qué
otro remedio había frente al falangismo en ascenso?
Los medios de que dispuso Crítica fueron de absoluta pobreza, y ello se refleja
en la propia apariencia del tabloide. Y tuvo Zalamea que bregar con la circunstan-
cia histórica inmediata: el quincenario existió precisamente en lo que era un mo-
mento de derrumbe, el derrumbe de las instituciones y de los ideales democráti-
cos en Colombia. Tuvo que enfrentarse con la censura. Una primera vez cuando,
sin haber oficialmente censura, fue encarcelado Zalamea por haber escrito y pu-
blicado “La metamorfosis de Su Excelencia”.12 Y luego, durante casi dos años,
tras el golpe conservador de noviembre de 1949, cuando se suspendieron todas las
garantías; de entonces en adelante, hasta su desaparición, salió Crítica bajo el régi-
men de la censura. Salvo un número que salió con menos páginas y a mitad de
precio.13 Zalamea mantuvo su publicación. La concurrencia de la pobreza y del
acoso oficial no impidieron que fuera Crítica la única publicación colombiana de
los años 40 en merecer plenamente el nombre de revista.
Mientras no hubo censura, fue una tribuna desde donde se denunciaba la Vio-
lencia oficial. Entonces salían caricaturas (abundantes, pero en general medio-
cres), la crónica del poeta comunista Luis Vidales, “Quincena parlamentaria”, y el
impresionante “Calendario trágico” mediante el cual se registraban los nombres
de los liberales asesinados a lo largo de las dos semanas anteriores. Una vez instau-
rada la censura, Zalamea tuvo que acudir a otros procedimientos para seguir rei-
vindicando los derechos humanos: tradujo al español autores que quedaban fuera
JACQUES GILARD
40
12 Jorge Zalamea, “La metamorfosis de Su Excelencia”, en Crítica, Bogotá, Año I, n° 23, 1 de oc-
tubre de 1949, p. 6-7 y 23. Sobre la detención de Zalamea, ver Eduardo Salazar Santacoloma, “La
obra de Crítica en dos años”, en Crítica, Bogotá, Año II, n° 48, 18 de octubre de 1950, p. 4.
13 Fue el n° 26, del 15 de novembre de 1949. Constaba de 8 páginas y su precio era de 10 centa-
vos, en vez de los 20 habituales.
de alcance para las tijeras del censor, de épocas anteriores (San Bernardo de Clair-
vaux, Alexis de Tocqueville) o contemporáneos (Giovanni Papini, Albert Camus,
Emmanuel Robles). Ese cambio impuesto por las circunstancias consistía en no
separar lo que, para la mayoría de la intelectualidad colombiana, se situaba en pla-
nos distintos: la realidad del país y los valores universales.
La denuncia de la Violencia era ya, de por sí, una aproximación a la realidad
de Colombia, aunque marcada por la urgencia de las circunstancias inmediatas.
Zalamea tenía la intención de profundizar en este aspecto, más allá de lo circuns-
tancial, para que prosperaran esos necesarios “frutos de inconformidad” que la re-
vista pretendía aportar al país. Pero la época era impropicia y ese afán pudo con-
cretarse en muy pocas oportunidades; faltaron los medios y faltaron las colabora-
ciones. Pueden destacarse una contribución del historiador Juan Friede14 y la tra-
ducción (pirata) de algunos apartes del libro El cóndor y las vacas del anglo-norte-
americano Christopher Isherwood.15 Lo poco que salió en Crítica demuestra en
todo caso que Zalamea quiso contribuir a un estudio de los procesos formativos
del país y tratar de su cruda realidad sin el prisma deformante de una exaltación
de “lo propio”, es decir en un total rechazo al nacionalismo y al folklorismo – que
la Violencia no lograba desvirtuar en la visión de una mayoría.
En Crítica, vinculado con lo que pasaba en Colombia, estuvo también plena-
mente el momento que vivía el mundo: la guerra fría, las propagandas enfrenta-
das, las disyuntivas planteadas a los intelectuales. Además de los autores ya cita-
dos, antiguos o contemporáneos, hubo reflexiones sobre Virgil Gheorghin, sobre
la guerra de Corea, hubo un poema de Mao Tse Tung… De la misma manera, en
literatura, hubo en Crítica un panorama escueto pero muy al día y acertado de la
producción contemporánea, con nombres como los de Norman Mailer, Truman
Capote, Arthur Miller, Curcio Malaparte y Octavio Paz. Y la reflexión sobre la li-
teratura contemporánea también alcanzó un alto grado de actualidad y calidad,
único entonces en Colombia. Es imprescindible citar trabajos del propio Zalamea,
penetrante y cáustico,16 de Alberto Upegui Benítez, asombrosamente bien infor-
mado y riguroso,17 o el ensayo de Eduardo Zalamea Borda sobre Sartre.18
Colombia, años 40: de El Tiempo a Crítica
41
14 Juan Friede, “El problema de la aculturación del indio a la civilización europea”, en Crítica,
Bogotá, Año I, n° 10, 18 de marzo de 1950, p. 13 y 15. La participación de un verdadero historiador
en una revista colombiana de la época aparece como algo excepcional. Prácticamente no se conocía
más que una historiografía de corte heroico y, cuando salían artículos fundados en una postura cientí-
fica, eran de autores extranjeros y se referían a otros países.
15 Apareció este fragmento de Isherwood en el n° 28, del 15 de diciembre de 1949. la publica-
ción de otros fragmentos en el Dominical de El Espectador suscitó airadas protestas del medio intelec-
tual (particularmente en El Tiempo) porque se consideró que el testimonio di Isherwood era una falta
de cortesía para con Colombia.
16 Jorge Zalamea, “Consideraciones sobre la literatura contemporánea”, en Crítica, Bogotá, Año
I, n° 14, 21 de mayo de 1949, p. 7 y 8.
17 Alberto Upegui Benítez, “Reflexiones sobre la novelística moderna”, en Crítica, Bogotá, Año
III, n° 59, 31 de marzo de 1951, p. 7 y 23.
18 Eduardo Zalamea Borda, “Jean-Paul Sartre, escritor”, en Crítica, Bogotá, Año II, n° 48, 18 de
octubre de 1950, p. 5.
El espacio concedido a la literatura colombiana no resulta muy extenso en Crí-
tica y es de un nivel sumamente desigual. De hecho, Jorge Zalamea, que también
quería hacer de su publicación una tribuna ampliamente abierta, se enfrentaba
con los mismos problemas que había conocido su primo en “Fin de Semana”, y en
su caso operaba como un agravante considerable la desconfianza que su postura
ética, generosa pero intransigente, generaba entre los secuaces del santismo. Con
tal de que hubiera debate e intercambio, quería Zalamea acoger todas las colabo-
raciones pero llegaron pocas y no siempre buenas. Entre los participantes espon-
táneos estuvieron sin embargo León de Greiff y Álvaro Mutis. Se reprodujeron
cuentos de Hernando Téllez, sacados de su recién editado libro Cenizas para el
viento y otras historias – lo cual también era una manera de atraer la atención del
público sobre los cuentos de Violencia que Téllez tuvo la valentía de incluir en su
libro.19 Seis meses después de su salida en Crónica de Barranquilla, reprodujo Crí-
tica el cuento “La noche de los alcaravanes”, de García Márquez. La nota de pre-
sentación (de Zalamea, aunque saliera sin firma) era una excelente muestra de la
actitud de la revista y también de la sutileza del juicio estético de su director (pa-
recido en ello a su primo hermano, a quien consideraba García Márquez como su
Cristóbal Colón). Decía así la nota:
De Gabriel García Márquez, el autor de “La noche de los alcaravanes”, que publi-
camos en estas páginas, apenas si sabemos que tiene 23 años, que vive en Barran-
quilla y que, con Alfonso Fuenmayor, trabaja en la revista Crónica. Pero hay en este
cuento suyo – en esta imagen de sueño – un tono, una atmósfera, una profundidad
espacial que parecen indicar la mano segura y la mirada penetrante de un escritor
auténtico. Para Crítica, que ha querido ser – desgraciadamente sin éxito – una puer-
ta abierta para todos los escritores colombianos y, en especial, para los que ahora se
inician en las letras, es muy grato presentar a Gabriel García Márquez, cuya obra,
creemos nosotros, deberá seguirse con atención.20
Y conviene volver a mencionar, dadas su calidad estética y su importancia polí-
tica, la publicación de “La metamorfosis de Su Excelencia”, del propio Zalamea.
Era como la síntesis de la acción que se propuso llevar adelante Crítica, con una
verticalidad que había de ser a la vez ética y estética.
La publicación de Zalamea fue revista – plenamente revista, como ya hemos
afirmado – de arte y pensamiento, atenta a todas las necesidades y urgencias de su
momento, que fueron muchas y trágicas. Dio un verdadero modelo en todo cuan-
to se refería a la función del intelectual, que fue también su tema axial. No la com-
prendieron en Colombia, o la comprendieron demasiado bien. Una mayoría no
podía comprenderla, y de ello tenemos una expresión perfecta en una nota del crí-
tico conservador y nacionalista José Mejía y Mejía, que la propia revista tuvo a
JACQUES GILARD
42
19 “Libro de Hernado Téllez”, en Crítica, Bogotá, Año II, n° 47, 5 de octubre de 1950, p. 7.
20 Nota sin título ni firma, presentación de “La noche de los alcaravanes”, en Crítica, Bogotá,
Año III, n° 54, 18 de enero de 1951, p. 9.
bien reproducir.21 El sector nacionalista, desde luego, censuraba en Crítica una ac-
titud que veía como espúrea y cosmopolita; el existencialismo, muy presente en las
páginas el quincenario, era definido por Mejía y Mejía como “estercolerismo”.
Una minoría mejor enterada, pero no menos hostil a Zalamea, fue la de los jóve-
nes santistas – con a la cabeza el futuro fundador de Mito, Jorge Gaitán Durán.22
Desconfiaban ante la intransigencia de Zalamea y su evolución izquierdizante.
Más tarde, ellos mismos tratarían de plantear a su manera la cuestión de los debe-
res del intelectual, con elevados logros estéticos, pero sin poner del todo en tela
de juicio el papel de la clase dirigente colombiana, que era su propia clase. Ellos
pretendían modernizar el sistema (tal había de ser la línea de Mito), mientras que
Zalamea proponía una revisión radical. La clave de la acción de Crítica estaba más
allá de la simple intención de renovar más o menos algo que, a todas luces, había
dejado de funcionar. Se podía definir, y aún hoy se define, con el concepto de con-
temporaneidad.
El olvido en que ha caído Crítica23 está en contraste con la permanente exalta-
ción de Mito24 [NdE], esa revista mensual (y gran revista sin lugar a dudas) que
Colombia, años 40: de El Tiempo a Crítica
43
21 José Mejía y Mejía, “Cultura sin fronteras”, en Crítica, Bogotá, Año III, n° 61, 2 de mayo de
1951, p. 4.
22 En julio, agosto y septiembre de 1949 habían tenido lugar en Bogotá las sesiones de un “Con-
greso de Intelectuales Nuevos” auspiciado por El Tiempo y organizado por Jaime Posada, responsa-
ble del Suplemento Literario. Era de orientación claramente santista pero también aparece como la
primera tentativa por remozar el liderazgo ideológico de la alta burguesía liberal, sólo que las circuns-
tancias (se aproximaba el golpe conservador) eran demasiado negativas para que saliera algo concreto
de esos debates. Pero fue un antecedente de la revista Mito, cuyo fundador y animador, Gaitán Du-
rán, fue uno de los participantes más activos del encuentro. Fue precisamente a raíz del congreso, en
septiembre de 1949, cuando escribió en el suplemento de El Tiempo (¿dónde si no?) dos artículos en
los que esboza, incluso con sus limitaciones, su actuación futura. El segundo (“Una nueva conciencia
ética”, 25 de septiembre de 1949, p. 4) contenía un virulento ataque a Zalamea, hablando de su “tris-
te colapso”. El caso es que fue una semana después cuando apareció ”La metamorfosis de Su Exce-
lencia” en Crítica, publicación que le valió a Zalamea ser detenido y encarcelado. Cuando se sabe que
el lema de Mito fue “Las palabras están en situación”, es inevitable notar que más en situación esta-
ban entonces las palabras de Zalamea. Y también es inevitable comprender que la burguesía liberal y
sus intelectuales más prometedores, aún no estaban dispuestos a dejar que se plantearan ciertas cosas
en el contexto colombiano. La actitud cambió a partir de 1952 (año en que fueron asaltados e incen-
diados los periódicos liberales), pero ya era tarde para el exiliado Zalamea y el terreno quedaba des-
pejado para la acción de Mito.
23 Además de una breve y discutible alusión de Cobo Borda (ver nota 26), sólo se puede señalar
este artículo: Oscar Torres Duque, “Crítica: ¿un quincenario sin compromisos? (1948-1951)”, apare-
cido en Boletín Cultural y Bibliográfico, Bogotá, n° 18, 1989, p. 31-41. El trabajo de Torres Duque
presenta serias fallas, tanto en conocimientos genrales como en el mero estudio de la revista. Muy di-
fícil resulta aceptar que el Camus de 1950 fuera “un menudo existencialista de la última cochada” (p.
39) o que Roger Callois y Guillermo de Torre fueran “jóvenes de la época” (Ibid.). La cronología de
los años 48-51 aparece más que confusa, en sí y en sus vinculaciones con la historia de Crítica. Es in-
aceptable que el articulista ignore la detención de Zalamea. Puede considerarse, sin exceso de injusti-
cia, que el trabajo aquí aludido es lo contrario de un rescate.
24 Véase a propósito de la revista de Gaitán Durán: Jacques Gilard, “Para desmitificar a Mito
en F. Rodríguez Amaya (ed.), Plumas y Pinceles II El grupo de Barranquilla: Gabriel García Márquez,
un maestro – Marvel Moreno, un epígono. Bergamo: Bergamo University Press, p. XXXV-LXX.
Gaitán Durán fundó y dirigió de 1955 a 1962. Esa exaltación puede decirse que se
inició en 1975 con un trabajo de Juan Gustavo Cobo Borda,25 el cual marcaba así
una ruta que él mismo y otros no han dejado de seguir desde entonces; al mismo
tiempo el mismo Cobo Borda manifestaba una cierta indiferencia, y en todo caso
una evidente frialdad, hacia la acción de Zalamea.26 Ambos hechos son facetas de
un mismo fenómeno: aunque no se pueda hablar ya del santismo, es sin embargo
la adaptación de la clase dirigente y sus intelectuales a una situación que no deja
de evolucionar. De los opacos planteamientos del suplemento de El Tiempo en los
años 40 a la actual e indiscriminada exaltación de Mito, hay una continuidad lla-
mativa. Como la hay también de Arciniegas a Cobo Borda. Los inconformes que-
dan marginados de esta acomodaticia historiografía oficial. Es el caso de los pri-
mos Zalamea, sobre todo de Jorge, y es el caso de Crítica. Pero ello no quita que
ellos fueron el motor principal del acontecer cultural del país en ese entonces.
Ellos fueron quienes plantearon problemas verdaderos, en circunstancias más difí-
ciles, y bastante tiempo antes de que lo hicieran a su ambigua manera los hombres
de mito. En cierto modo, los Zalamea siguen siendo más actuales, pero es cierto
que la democracia no ha dejado de ser una idea nueva en Colombia.
JACQUES GILARD
44
25 El volumen Mito. 1955-1962. Selección de textos, introducción y selección por Juan Gustavo
Cobo Borda (Bogotá, Colcultura, 1975).
26 Al final del volumen que organizó para Colcultura (Jorge Zalamea, Literatura, política y arte,
1978), Cobo Borda redacta un breve estudio en el que se contenta con unas cuantas líneas para des-
pachar la cuestión de Crítica, de la que dice “fue, en su momento, un buen quincenario” (p. 867). Ya
resulta bastante extraña – pero tal vez sea más bien altamente significativa – la rapidez con que se ab-
suelve el problema de la revista de Zalamea, cuando ésta merece mucho más, a todas luces, y particu-
larmente una comparación con Mito – lo mismo que merecen un cotejo las difíciles condiciones de vi-
da de Crítica y las circunstancias benignas que conoció la revista de Gaitán Durán (el gobierno de Ro-
jas Pinilla fue una “dictablanda” si se le compara con el periodo final de Ospina Pérez y el de Laurea-
no Gómez). Y sobre todo llama la atención el pasaje en que Cobo Borda evoca “el modo como ‘La
metamorfosis de Su Excelencia’” pasó, impertérrita, ante los ojos del acucioso funcionario (Ibid.). Por
dos motivos. Primero, no había aún censura en octubre de 1949. Segundo, debe ser Cobo Borda el
único escritor colombiano en ignorar la detención de Zalamea – tal es, al menos, la explicación más
caritativa que se nos ocurre a este propósito. Hemos podido comprobar en numerosas conversacio-
nes que los de la generación de Cobo Borda saben de ese episodio de la vida de Zalamea y hasta
cuentan detalles (no sabemos si auténticos) de las torturas que padeció, durante su arbitrario encarce-
lamiento, el autor de “La metamorfosis de Su Excelencia”.
En 1809 Camilo Torres redacta su Memorial de agravios, considerado como el
texto fundador de lo que, en el futuro, sería Colombia. A nombre de los Criollos
de la Nueva Granada, afirma en el texto: «Tan españoles somos como los descen-
dientes de don Pelayo».1Unas líneas antes, había tratado de manera expedita la
cuestión indígena: «Los naturales conquistados y sujetos al dominio español son
muy poco o son nada en comparación de los hijos de europeos».2En cuanto a la po-
blación negra, ni una sola palabra y sin embargo, La Nueva Granada indepen-
diente, abolirá la esclavitud solamente cuarenta y tres años después. Tampoco dice
nada sobre la espinosa cuestión del mestizaje. El Memorial de agravios anunciaba
muy bien la república de Criollos que Colombia no ha dejado de ser, ese país for-
mal constituido por blancos o reputados como tales, mientras que el país real era
y es múltiple: mestizo, pluriétnico y multicultural.
En Colombia, la contradicción entre el discurso oficial y la realidad racial y so-
ciocultural ha sido la misma que en los demás paises de la América post indepen-
dentista. El primer elemento es el Estado que los Criollos construyeron bien que
mal para su propio uso. Un Estado que postula la existencia de una nación. La éli-
te dirigente necesita un pueblo para dirigirlo, un pueblo que corresponda a su
imagen y que por lo tanto le confiera legitimidad. Como el pueblo real del que
puede disponer es indio, mestizo, negro o un poco de todo eso al mismo tiempo;
como, en consecuencia, ese pueblo no corresponde a la imagen de la élite, ésta, lo
inventa, idealmente compuesto de campesinitos blancos. Ésta será entonces la
función delegada a la literatura criollista: forjar dicha representación.
Colombia cuenta con la particularidad de que su élite dirigente ha sabido man-
tenerse y reproducirse, sin necesidad de adaptarse y sin necesidad de cuestionar
sus tópicos fundadores. Las acrobacias del discurso son muy interesantes para ob-
servar durante los años 1940-1950. No a causa de la «Violencia» – que, aunque
45
* Fue publicado en Caravelle, Toulouse, n° 62, 1994, p. 11-26. Traducción de Ana Cecilia Ojeda
A., profesora titular, Escuela de Idiomas, Universidad Industrial de Santander, Bucaramanga, Colombia.
1Camilo Torres, «Memorial de agravios», en: José Luis Romero, Luis Alberto Romero, ed., Pen-
samiento político de la emancipación, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977, T. 1, p. 29.
2Id., Ibid.
JACQUES GILARD
IPEALT
(Institut Pluridisciplinaire pour les Etudes sur L’Amerique Latine a Toulouse)
El debate identitario en la Colombia
de los años 1940-1950*
importante, no será objeto en este texto de una atención privilegiada –, sino en ra-
zón de la modernización de la sociedad colombiana y del desarrollo de los medios
de comunicación. La mutación es rápida y profunda y la «Violencia» es también
signo de ésta. Se trata entonces de observar cómo un viejo discurso criollista so-
brepasa esta mutación. Mutación que se produce en el marco de un Estado-na-
ción sin nación, que tiene como único recurso la invocación constante de la exis-
tencia de una nacionalidad. No se puede entonces creer en la realidad de una
identidad colombiana, sino decir prudentemente que si ésta existe, es incierta,
múltiple y cambiante. El discurso oficial, por su parte, proclama la existencia de
una identidad «nacional», única e inmutable. Dicha identidad es criolla y crio l li sta.
¿Cómo, en estas condiciones, hablar de esa población con múltiples matices de piel
y comportamientos variados?
Una breve mirada hacia los años 1920 y 1930 nos recuerda que los ingredien-
tes raciales eran, no solamente bien conocidos, sino que además constituían tema
de inquietud para numerosos intelectuales y hombres políticos – a menudo los
mismos –, tanto entre los liberales como entre los conservadores. Los dos ejem-
plos mas conocidos son los de Luis López de Mesa y Laureano Gómez. El Indio y
el Negro eran considerados como grupos no aptos para el progreso, como cargas
u obstáculos para el desarrollo de la vida económica, social y cultural del país. Era
clara la preocupación por mejorar la raza. Las huellas inequívocas de esas nume-
rosas manifestaciones de preocupación eugénica, se encuentran en los años 1940 y
1950,3pero lo mas chocante es la tenacidad de la creencia en una nacionalidad
fundamentalmente blanca de piel y europea de cultura. Mientras el país se hundía
en la «Violencia» y el partido conservador se declaraba corporatista y falangista y
mostraba una buena conciencia claramente racista, es en la prensa liberal – here-
dera teóricamente de los principios de 1789, pero fiel en realidad a los de 1810 –
que se puede apreciar mejor la incoherencia del discurso identitario.
Todo se concentra en el concepto y la fórmula de lo nacional. Nunca se define,
apenas si se invoca o ilustra de manera desabrida y contradictoria. A veces, con lo
que se supone ser a la vez, una base empírica y afectiva, se habla de lo genuino; o
bien de manera puramente afectiva y por lo tanto incontestable, cada quien a su
manera, hablará de lo nuestro: es evidente que no hay posibilidad para demostrar
o analizar. Al buscar aquello que puede condensar las múltiples e inaprehensibles
manifestaciones del concepto, podemos notar que lo nacional no está relacionado
con el tiempo sino con el espacio; el espíritu de la tierra que desde la eternidad es-
peraba encarnar históricamente, encarnó en 1810 y por lo tanto no debe ser cues-
tionado. La historia al no poder deshacer lo que ella misma ha hecho, al no haber
engendrado lo nacional, no podrá ni modificarlo, ni abolirlo. Es esta la idea que
nunca se expresa con claridad. Concretamente, Colombia es lo que hicieron los
Criollos de 1810, es decir lo que piensan los herederos de los padres fundadores;
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3Un ejemplo entre otros: «…en este fenómeno de regreso al campo se distinguen las razas supe-
riores de Antioquía y Santander.» (Ramón Manrique, «punto y coma», «Aracataca», El Heraldo, Ba-
rranquilla, 19 de febrero de 1948, p. 3).
es la autorepresentación y la proyección de la élite de Bogotá, la Atenas surameri-
cana”, y mas precisamente la élite de lo que los geógrafos llaman el altiplano cun-
diboyacense. Los origenes reivindicados por sus miembros se encuentran a la vez
en la nobleza española y en el espíritu de Las Luces, su gesta fundadora se en-
cuentra en la historiografía heroica de la Academía pero la justificación humana
invocada es otra: es la clase imaginaria de los campesinos blancos y pequeños pro-
pietarios que expresan su felicidad de exististencia rasgando las cuerdas de sus
guitarras y entonando tiernos bambucos; se trata entonces, de la modalidad co-
lombiana del campesino feliz con la piel irreprochablemente blanca y que es rei-
vindicada por todos los criollismos.
Veamos brevemente la inconsistencia e incoherencia de esta ilustración. El alti-
plano central – geográfica y políticamente central – era sobre todo el lugar del lati-
fundio y había allí más peones mestizos que campesinitos – por lo demás, también
mestizos. Corresponde entonces al campesino de Santander, más blanco, conver-
tirse en símbolo de la nacionalidad,4hombre de una región que no siendo perifé-
rica, tampoco es del todo central. Otro ejemplo: el escritor de Santander, Tomás
Vargas Osorio que a finales de los años 30 revitaliza el criollismo con mucha agre-
sividad; pero se nota que sus modelos predilectos son las viejas familias de los ca-
serios rurales, que sus paisajes son ante todo de tipo europeo (incluso cita a Co-
rot) y que la influencia de Azorín le hace exaltar un universo mas castellano que
americano.5Con algunos matices, el latifundista de Boyacá, Eduardo Caballero
Calderón, propondrá un mundo parecido. La producción mas abundante es la de
los narradores de Caldas, otra región situada en la Cordillera central. Adel López
Gómez y Antonio Cardona Jaramillo exaltan la colonización conducida por imi-
grantes de Antioquia a partir de la segunda mitad del último siglo. En total, uni-
versos muy contrastados: visión estática de una clase o de una casta, visión mas di-
námica del individualismo debastador; múltiples visiones regionales, incluso can-
tonales; épocas muy limitadas que varían de un autor a otro. En el momento del
balance, lo nacional significa: fragmentos de sociedad, fragmentos de cultura,
fragmentos de geografía y de historia, que componen un disfraz de Arlequín pre-
supuesto para representar una nacionalidad compacta y homogénea.
¿Cuál es el lugar que se asigna a los grupos raciales en ese panorama? La pre-
gunta sirve también para interrogar sobre el lugar que se asigna a otras regiones
menos centrales o francamente periféricas. Para el Indio, su lugar corresponde a
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4Armando Solano, «Geografía literaria de Colombia» (Sábado, Bogotá, n° 3, 31 de julio de 1943).
«La llanura y la selva» (Sábado, n° 5, 14 de agosto de 1943). «La meseta y el páramo» (Sábado, n° 6, 21
de agosto de 1943). «Cartagena de Indias» (Sábado, n° 11, 25 de Septiembre 1943). «Bogotá» (Sábado,
n° 13, 9 de octubre de 1943). «Paipa, mi pueblo» (Sábado, n° 21, 4 de diciembre de 1943). «Visión de
Santander» (Sábado, n° 23, 18 de diciembre de 1943). Muy significativamente Solano escribió en este
último trabajo: «Santander tuvo y conserva el privilegio de los pueblos limpio y con dignidad; de los
pueblos de tradición democrática y antiplebeya», el mas importante de los viejos tópicos criollos.
5Tomás Vargas Osorio: «Solo en la provincia puede hallarse la verdadera fisionomía de Colom-
bia. Aspecto difrente de nuestras grandes ciudades», El Tiempo, 15 de enero de 1939, segunda sec-
ción, p. 1.
lo anunciado en la propuesta de Camilo Torres en 1809. Se habla muy de vez en
cuando de él y es claro que se le conoce muy mal.6Por otra parte las publicacio-
nes mas reconocidas y mejor difundidas solo conceden un ínfimo lugar a los pri-
meros trabajos de los etnólogos o de los historiadores como Juan Friede.
Con el caso del Negro, del que Camilo Torres no había hablado, no sucede lo
mismo. Primero porque aunque no se le mencione, existe, y luego porque la mo-
dernización y la mezcla que ella supone situan al país frente a una realidad; el éxi-
to del disco y de la radio hacen llegar a Bogotá los ritmos coloridos del porro y de
la cumbia. La reacción es de rechazo y de anatema: se habla del salvajismo africa-
no y de la animalidad de una cultura que despliega «un acre olor a selva y a
sexo»;7se habla de comportamientos que sólo suceden «entre chorlitos y hotento-
tes».8Dichas exclusiones en nada cambian la realidad, pero el discurso oficial
puede así proseguir su bondadoso camino, como si nada sucediese.
El tema del Negro requiere dos breves disgresiones. La primera para señalar
que el espíritu criollo tiene también un peso en el pensamiento de buen número
de los intelectuales de las regiones mulatas; admiten por una parte que su cultura
es morena, pero no que ella deba algo a los Negros que allí viven, ni mucho menos
a cualquier aporte africano. Se aferran a la idea de un mestizaje impreciso que ipso
facto, legitima, el rechazo de la negritud, pero cuyo fundamento es exhorcizar, po-
co importa que se haga por vía de una negación mal fundada; incluso mal funda-
da, esta negación debería operar mágicamente.9De manera más general, si la ne-
gritud existe, ésta se atribuye a una perniciosa influencia cubana.10 La segunda
disgresión concierne a los mulatos: siguiendo a Luis López de Mesa, se les recono-
ce una aptitud para el progreso, si se tiene en cuenta que despigmentación y pro-
greso van de la mano.11
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6El ejemplo mas claro es el de Quintín Lame, lider indígena cuyas acciones violentas en los
años 1910 parecían olvidadas, cuando en 1941, Quintín Lame presenta sus revindicaciones a las auto-
ridades centrales, la prensa y los intelectuales de Bogotá manifiestan un cierto desconcierto y sobre
todo muestran una gran indiferencia.
7José Gers, «Civilizaciòn de color», Sábado, Bogotá, n° 47, «3 de junio de 1944, p. 13. En una
columna humorística de El Tiempo, Trivio (no sabemos quien se esconde tras ese seudónimo, que
también aparece en Sábado) escribía también: «En la orquesta de porros sólo suenan por lo general
tres instrumentos: el clarinete, los tambores y el negro de los alaridos» (Trivio, «La dulce música del
porro», El Tiempo, Bogotá, 23 de octubre de 1943, p. 3.
8Bajo las iniciales J.V.G. apareció en el periódico conservador El Siglo una «Diatriba del porro»,
que suscitó polémica. Texto reproducido en El Heraldo de Barranquilla (10 de junio de 1947, p. 3).
9«La cumbiamba es nativa del litoral atlántico de Colombia, y hasta morena, o mestiza, pero no
africana» (Armando Barrameda Morán, «Nuestra cumbiamba», El Heraldo, Barranquilla, 17 de ene-
ro de 1949, p. 3)
10 Fernando Fernández Padilla, Rafael Prins y V., colaboradores de El Heraldo de Barranquilla.
11 Armando Solano, «Cartagena de Indias», op. cit. Se puede señalar igualmente el siguiente tex-
to de Ramón Manríque: «…en el cruce biológico que se observa en Colombia, la raza blanca ejerce
un preponderante dominio sobre la negra, pues de la unión de una negra con un blanco, o viceversa,
resulta un producto muy esclarecido y con apenas la tosquedad de los rasgos de la raza de Caín» (Ra-
món Manrique, «Punto y coma», «Destino de la raza negra», El Heraldo, Barranquilla, 30 de enero
de 1948, p. 3).
Esta alusión a los mulatos nos conduce al otro aspecto fundamental de la so-
ciedad colombiana, el mestizaje. En este sentido se seguía mas o menos la vía mar-
cada por Camilo Torres: se habla aún menos que de los Indios. Se reconoce de vez
en cuando, de labios para afuera, que hay habitantes «un poco morenos» pero el
sentido de esta afirmación implica el retorno inmediato a la europeización foncie-
ra del país.
En 1943 Armando Solano escribe:
A pesar de que la parte mas extensa del territorio nacional está situada en las tierras
cálidas, fue la modalidad de la sierra y la sabana la que modeló el espíritu del país,
le ha imbuido su tono de moderación, sus maneras suaves y elusivas, su amor a la
quietud contemplativa.12
Pero es quizás una nota anónima de El Tiempo, la que condensa mejor ese ti-
po de maniobra. Esta nota del 11 de enero de 1940, bajo el título Una visión de
Colombia, agradece a un francés, el «profesor» de la Morandière, por la confe-
rencia elogiosa que acababa de consagrar a Colombia en un instituto parisino. En
efecto, dice la nota, los viajeros han, a menudo, denigrado del país… Y da como
ejemplos las siguientes afirmaciones: en Boyacá se caza el tigre, hay antropófagos
en la Sabana de Bogotá, se encuentran hipopótamos en el río Funza. Se debe no-
tar que esos ejemplos voluntariamente descabellados, se sitúan en la región cen-
tral, la misma que concetra el poder desde la época del Nuevo Reino de Granada
y a la que sólo le interesa concebirse como europea. Se puede admitir que algu-
nos viajeros hayan dicho brutalidades – quizás menos graves –, pero se adivina
que mas allá de un gusto quizás excesivo por el exotismo (de hecho ofensivo por
la pretención europeizante de Bogotá), muchos habían tenido que elegir hablar
de las tensiones sociales, de la violencia política, de la variedad racial y de aquello
que aún no se llamaba subdesarrollo. En 1949, Christopher Isherwood debió
suscitar la indignación al evocar la malnutrición campesina.13 En 1954, corres-
pondió a la «comadre» Carmen Teissier, quien en una de sus crónicas de France-
Soir, hablaba de los Indios que había visto en Bogotá.14 Por el contario, en 1939,
el tal profesor francés que, evidentemente, solo había visto lo que le habían que-
rido mostrar dice:
…que Colombia es un país en donde se puede viajar en ferrocarril, en automóvil o
en aeroplano; que sus habitantes, a pesar de ser un poco morenos, no se comen a
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12 Armando Solano, «La meseta y el páramo», op. cit.
13 Nota anónima, «Ciertos viajeros», El Tiempo, Bogotá, 23 de enero de 1950, p. 5. El jóven Gar-
cía Márquez hace una dura crítica de esta nota al día siguiente en su columna «La jirafa» de El Heral-
do de Barranquilla.
14 Solo mencionaremos dos notas anónimas aparecidas en El Espectador de Bogotá, por lo gene-
ral mejor inspiradas: «Las cosas de la señorita Teissier» (29 de octubre de 1954). Este señalamiento
ingenuo de la célebre «comadre» suscitó un clamor colectivo que puso seriamente en peligro la inau-
guración de acerías de Paz de Río, proyectadas por técnicos franceses.
nadie; que hay hoteles, teatros, universidades, conservatorios, estadios, hospitales;
que hay una civilización y una cultura que le permiten al hombre llevar una vida in-
dependiente, decorosa, humana y hasta confortable; que es un país en donde hay ti-
gres pero disecados en los museos.15
Claro está, esta nota omite decir que en algunas regiones existen tigres vivos,
que las universidades son aún raras y que todo el mundo, por lo demás, no puede
llevar una vida verdaderamente humana. Se pone en evidencia «civilización y cul-
tura», los dos rasgos europeos del país según el discurso oficial. En 1941 otra nota
anónima propondrá la exterminación de los caimanes del río Magdalena; se trata
de un asunto de «decoro nacional», puesto que el espéctaculo es «apenas digno del
Congo o del gran Nilo, en el corazón del Africa negra».16 También aquí se trata
de parecer civilizado. El tema de la civilización es obsesivo, y corresponde a la lec-
tura selectiva que el siglo XIX liberal hizo del Facundo de Sarmiento: eliminando
lo que había de mas profundamente americano en el libro.
Y, como en todos los discursos criollos de la Independencia y de la post-Inde-
pendencia, el país es civilizado – se dice – porque sus instituciones lo son. Puesto
que el ser del país debe residir en sus instituciones, puesto que el parecer no está
en armonía, el parecer está equivocado. Dicho de otra manera, la realidad está
equivocada, o por los menos los extranjeros que la ven como no se quiere que la
vean. De ahí un elogio encantador que los políticos liberales y sus intelectuales ha-
cen de las instituciones representativas: “Colombia, democracia esencial” es el tí-
tulo de una nota anónima de El Tiempo en 1941.17 Del mismo año es otra nota
anónima aparecida la víspera de las elecciones legislativas y que habla de «nuestra
democracia, un modelo de pulcritud severa y de orden estricto».18 De las institu-
ciones se pasa a su espíritu y el país se convierte en modelo de democracia donde
se encarna toda su nobleza, nobleza que corresponde a la de sus hombres políti-
cos. Otra nota anónima de El Tiempo, titulada “Caballerosidad en la Cámara»,19
evoca una peripecia de la vida parlamentaria y habla de «algo tipicamente caballe-
roso, colombiano», ve un detalle «hermoso», reconoce a un conservador una «lau-
dable gallardía», afirma que otros dos conservadores son «gallardos también», y
termina hablando de «algo noble, conciliador, digno de Colombia». Se debe re-
cordar que la política colombiana se hacía violentando las urnas, comprando vo-
tos, a través de amenazas y por vías de hecho sobre los electores, y que la «Violen-
cia» pronto mostraría a plena luz del día el fondo de las cosas. Mientras tanto, to-
do debía seguir igual, los discursos y las representaciones, los hechos seguían sin
embargo su propia evolución, muy pronto dramática.
En literatura, la elección fue el statu quo, perfectamente ilustrado por los dik-
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15 Anónimo, «Una visión de Colombia», El Tiempo, Bogotá, 11 de enero de 1940, p. 5.
16 Anónimo, «El hermano caimán», El Tiempo, Bogotá, 26 de agosto de 1941, p. 5.
17 Anónimo, «Colombia, democracia esencial», El Tiempo, Bogotá, 30 de enero de 1941, p. 5.
18 Anónimo, «Por el prestigio de nuestra cultura», El Tiempo, Bogotá, 16 de marzo de 1941, p. 5.
19 Anónimo, «Caballerosidad en la Cámara», El Tiempo, Bogotá, 30 de octubre de 1940, p. 5.
tats de Tomás Vargas Osorio en la querella del nacionalismo literario en 194120 y
por los cuentos ruralistas de López Gómez y de Cardona Jaramillo. Autores más
atentos a la vida de las ideas y del arte en el mundo proponían una actitud más su-
til, pero igualmente estática. Sin duda porque se sentían literariamente incapaces
para responder al desafío que les tendía la época, pero también porque compren-
dían que toda forma contemporánea de abordar al hombre y a la sociedad impli-
caba el cuestionamiento de un statu quo al que estaban apegados y del que saca-
ban provecho. Así, Jesús Zárate Moreno: escritor de Santander, como Vargas Oso-
rio, y sucesor de éste, proponía en 1944 que la literatura colombiana se inspiraba
de los grandes novelistas norteamericanos;21 pero, en 1951, denunciando la in-
fluencia nefasta de Faulkner, dice que el país no está maduro, que no se debe es-
cribir novela sobre la aventura espacial mientras no se haya terminado con «el
hombre que monta burro».22 Zárate Moreno había decidido quedarse con el crio-
llismo; no solamante con sus motivos, sino también con su filosofía. Mas estricto,
Eduardo Caballero Calderón declaró desde 1945 su desconfianza por los Nortea-
mericanos;23 sus relatos caóticos deben ser el anuncio de un profundo desconcier-
to social; no ve en ellos ningún modelo potencial porque su Colombia patriarcal,
le parece al abrigo de toda crisis – y estábamos a las puertas de la «Violencia»! En
1953, después de la peor etapa de la «Violencia», e incluso después del envio de
un batallón colombiano a Corea, Caballero Calderón ironizará sobre el existencia-
lismo francés: éste es signo de la maldición de una Europa desgastada y no puede
servir de guía para Colombia cuyo cuerpo social es sano y dinámico.24 En todo es-
te periodo, Germán Arciniegas, no deja de ridiculizar el existencialismo. Para to-
dos, el país correspondía a la imagen de sus instituciones (incluso pisoteadas por
la dictadura falangista de Laureano Gómez) y no había nada que revisar. Las Lu-
ces siguían brillando en la sociedad colombiana. Era suficiente con mantener el
statu quo de los espíritus y de las cosas – o con devolverse una vez la dictadura hu-
biese desaparecido. Puede sorprender que los herederos de 1810 hayan acordado
tanta importancia al folklore en los años 40. Arciniegas en 1942, cuando era mi-
El debate identitario en la Colombia de las años 1940-1950
51
20 Esta querella se debía al resultado controvertido de un concurso literario organizado por Re-
vista de las Indias. Vargas Osorio orquesta en las páginas de El Tiempo una campaña violentamente
«antiuniversalista», al escribir fundamentalmente cuatro notas, firmadas o no, en las entregas del 22 y
24 de mayo, 4 y 19 de julio de 1941.
21 «La literatura norteamericana representa el mas importante suceso intelectual que el mundo
ha registrado en los últimos años… Hoy se necesita ser completamente ajeno al movimiento cultural
para desconocer aquello que los últimos sobrevivientes del arielismo pretenden ocultar aún». (Jesús
Zárate Moreno, «Literatura norteamericana», El Tiempo, Bogotá, 15 de diciembre de 1944, p. 5).
22 «Nada mas peligroso en la literatura, y en general en el arte, que la alteración indebida de los
procesos históricos… América Hispana está ya madura para la novela. Pero para cierto tipo de novela
que no se salga de la jurisdicción de las narraciones elementales» (Jesús Zárate Moreno, «Nuevas pers-
pectivas de la novela hispanoamericana», El Tiempo, Bogotá, 8 de abril de 1951, segunda sección, p. 3).
23 Eduardo Caballero Calderón, «La literatura norteamericana», El Tiempo, Bogotá 8 de julio de
1945, segunda sección, p. 3.
24 Eduardo Caballero Calderón, «El existencialismo francés», El Tiempo, Bogotá, 26 de julio de
1953, segunda sección, p. 1.
nistro de Educación del presidente Eduardo Santos, lanzó una encuesta folklórica
cuyos encargados fueron todos los maestros del país. Marcado por la fe en el pro-
greso, el pensamiento liberal, durante mucho tiempo había ignorado o desprecia-
do el folklore, pero encontró de repente la idea romántica que veía en éste una
creación del genio popular. En esta perspectiva, el folklore puede también ser
considerado como portador de las virtudes del pueblo, entre las cuales, la humil-
dad debe figurar en primer rango. La clase dirigente presenta al pueblo un espejo
para que se reconozca como tal y reencuentre sus comportamientos de antaño.
Por esta vía se intenta actualizar un sistema de dominación. El antaño que se tra-
taba de recuperar correspondía a la época anterior a la «Revolución en marcha»,
primera presidencia de Alfonso López Pumarejo (1934-1938). Éste había querido
acelerar la modernización del país, buscando promover una participación popular
creciente. Con López Pumarejo, los mestizos, las masas de piel cobriza o morena,
habían irrumpido en la política colombiana, y la ciudadanía había dejado de ser
asunto exclusivo de los criollos que la habían detentado hasta entonces.
De hecho, todo el debate de la época sobre la sociedad, la cultura y la identi-
dad colombianas se centra en esta lucha entre la derecha liberal de Santos y el lo-
pismo; lopismo y sus consecuencias, entre las cuales el movimiento gaitanista a
partir de 1945. La ascensión de Jorge Eliecer Gaitán está relacionada con el des-
pertar suscitado por López, que precipitará luego su derrota (renuncia en agosto
de 1945, segunda presidencia interrumpida una vez consumado su abandono, y su
traición por el ala santista del liberalismo). En 1948, el 9 de abril, Gaitán es asesi-
nado: el «Bogotazo» consecuencia de este asesinato, traduce la explosión de ese
pueblo mestizo que Santos había intentado condenar al silencio.
Los intelectuales santistas poseían sobre ello una opinión bien decidida. Igual-
mente, Luis López de Mesa. En 1948, y ésto incluso antes del 9 de abril, en lo que
concierne a las primeras entregas, publica en El Tiempo una serie de artículos que
compila en un volumen al año siguiente: Perspectivas culturales. Afirma allí, que
los problemas del país aparecen con la llegada de los mestizos a la vida política y
que el ideal sería un retorno a la república de los Criollos. Con mas ingenuidad
pero sobre las mismas bases, el cronista Andrés Samper, define el 9 de abril como
«lo que verdaderamente no es colombiano».25
La tenacidad con la que el santismo busca acabar con la semilla del lopismo
presenta facetas muy significativas: éstas no son sorprendentes para quienes han
aceptado sin distanciamiento los análisis de intelectuales oficiales de los últimos
años, como Juan Gustavo Cobo Borda en particular. Por ello, se hace necesario,
examinar de cerca las crónicas de prensa de los cuentistas de Caldas. Si los relatos
de ficción de López Gómez y Cardona Jaramillo dan la impresión de una fideli-
dad primaria al mundo del terruño, sus crónicas demuestran que tenían clara con-
ciencia de combatir ideas perniciosas.26 Y cuando el cronista José Gers se queja
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25 Andrés Samper, «La música colombiana», El Espectador, Bogotá, 18 de junio de 1948, p. 4.
26 Cardona Jaramillo denuncia los maleficios de la infiltración «comunista», pero es ante todo el
lopismo el blanco de sus acusaciones («El camarada Esteban», El Tiempo, Bogotá, 15 de enero de
por la moda de las músicas negras, no deja de recordar que los Negros aportaron
a la política «su roja beligerancia».27 Todos esos liberales santistas se acercan a las
posiciones del partido conservador: en la prensa conservadora, los caricaturistas
tenían por costumbre representar a los partidarios de Gaitán bajo los rasgos de
caníbales africanos. El santismo y el conservatismo de tendencia fascista coincidí-
an en parte; mas que nunca, racismo y criollismo iban de la mano.
¿Qué pasaba en ese momento con los discursos contestatarios? La pregunta se
impone por la fuerza, no tanto porque ciertos espíritus no dejan de recordar una
realidad recalcitrante, si no porque los cambios eran rápidos y suscitaban por en-
de interrogaciones. Se pueden enumerar un cierto número de actitudes que se
agrupan, más o menos, siguiendo tres criterios fundamentales: la conciencia de la
variedad racial y de los aspectos culturales que le son connaturales; la aceptación
o los diferentes niveles de rechazo del concepto de lo nacional; la capacidad para
mirar más allá de las fronteras.
Lo que convierte a Jesús Zárate Moreno en contestatario relativo, y sobretodo
provisional, es su experiencia del extranjero. Conoce la evolución de las ideas y de
las formas en el mundo, sabe ver, o entrever, la multiplicidad del país. Pero cree
firmenente en lo nacional y prefiere finalmente el statu quo, no sin cierta dosis de
maquiavelismo. Admite que el mundo cambia y que los cambios golpean a la
puerta del país, pero, dice en 1950: «… no sería imprudente o inoportuno que se
estableciera una cutelosa tarifa de aduana para todas las importaciones que tien-
dan a dispensarnos la felicidad».28
Propone entonces para la sociedad la misma actitud de repliegue que termina
adoptando en términos de literatura (su elogio y luego su rechazo de la novela
norteamericana). Su única propuesta novedosa es la de poner las culturas periféri-
cas al servicio de lo nacional; sugiere «nacionalizar» la música negra de la Costa,
porque sería provechosa para el centro, y mantener las segregaciones existentes
(hace una distinción entre lo nacional y lo que lo es «menos»), porque son intangi-
bles a sus ojos.29 Se trata de una anexión selectiva y muy concientemente expolia-
dora.
El periodista Próspero Morales Padilla se expresaba en una columna de prensa
titulada: El mirador de Próspero: alusión a José Enrique Rodó y signo de elección
de un pensamiento que se creía sincero, ambicioso y abierto. Morales Pradilla to-
maba prestado del nacionalismo central la idea según la cual el país debía perdu-
rar en su identidad, lo que constituía de hecho una seria limitante. Pero no habla-
ba de lo nacional, y en este sentido, se diferenciaba claramente de las tesis impues-
tas en 1941 por Vargas Osorio. Prefería hablar de lo colombiano y de la labor de
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1945, p. 5). López Gómez se indigna contra ese nuevo gusto por los meetings y las reivindicaciones
del gaitanismo (“La aldea perdida”, El Tiempo, Bogotá, 21 de marzo de 1945).
27 José Gers, op. cit.
28 Jesús Zárate Moreno, «Una nación entre dos mundos», El Tiempo, 19 de febrero de 1950, Bo-
gotá, segunda secciòn, p. 3.
29 Jesús Zárate Moreno, «Aproximación a la música colombiana», El Tiempo, Bogotá, 30 de oc-
tubre de 1949, segunda sección, p. 1.
colombianismo.30 Con ello, se nota que orientaba su mirada hacia las regiones ex-
cluidas. Rectificando profundamente su idea de preservación, proponía entonces
conocer, admitir y mezclar, dicho de otra manera integrar maneras de ser que exis-
tían en la periferia, y hasta entonces ignoradas, despreciadas e incluso estigmatiza-
das. Morales Pradilla no creía que la historia se limitase a la revelación de 1810 y
pensaba que se debían buscar vías difrentes. Una de ellas era el llamado a la inmi-
gración, no para blanquear el país, sino para aportarle el dinamismo y las ideas in-
novadoras que le hacían falta – lo cual significaba un severo reproche a la clase di-
rigente. Pero Morales Pradilla, siendo uno de los intelectuales mas abiertos del
momento (1945-1948), no supo llevar a la práctica el pensamiento contemporá-
neo. Se plegaba a los límites del país y tendía, sobre manera, a ver todo como una
«cordial» confrontación entre una Colombia sobredimensionada y el resto del
mundo. Los principios del pensamiento criollo pesaban en él. Después de haber
comenzado en El Espectador, pasó a El Tiempo, donde de vez en cuando aportó
una nota discordante, aunque inoperante, puesto que había terminado por acep-
tar el marco de reflexión fijado por el santismo.31
Antonio Brugés Carmona representa el pensamiento contestatario regional, el
de la Costa atlántica, siendo así un importantísimo precursor de García Márquez,
incluso si hoy está completamente olvidado. En los años 30, había empezado a ha-
blar de su región natal, y a partir de 1940 se convirtió en el defensor de la cultura
negra y mulata de la Costa. Pero su única ambición consistía en hacer aceptar el
aporte negro en el concepto de lo nacional. Hecho inaceptable a los ojos de los in-
telectuales nacionalistas del centro, curtidos por el criollismo reactivado por Vargas
Osorio, y Brugés Carmona es confinado al rol del simpático insistente que se tolera
sin contrariar pero a quien se ha decidido no conceder nunca satisfacción. Creyen-
do, también a su manera en «lo nacional», Brugés se encierra en un americanismo
del terruño. La guerra mundial lo lleva solamente a pensar que la hora de América
latina por fin ha llegado32 y es incapaz de concebir para el continente, para el país y
para su región, algo diferente a la entronización de valores vernáculos limitadamen-
te folklóricos. Elige la ilusión y el callejón sin salida de la autarquía cultural y de
esta manera, pierde una fugitiva y prometedora intuición de realismo mágico.33
JACQUES GILARD
54
30 Se deben citar particularmente las entregas de «El mirador de Próspero» del 15 de abril, 2 y
27 de agosto, 18 de septiembre y 18 de octubre de 1945, todas en la p. 4 de El Espectador de Bogotá.
31 «El mirador de Próspero» que aparecía en las ediciones de la semana, presenta menos interés
que en los tiempos de El Espectador, a excepción, sin embargo, de algunas entregas importantes en lo
que concierne a la crítica literaria. Es la columna dominical «Compás de espera», en el suplemento de
El Tiempo, la que aporta las discordancias del pensamiento de Morales Pradilla. Se pueden citar las
siguientes entregas: 2 y 30 de abril, 26 de mayo, 25 de junio, 15 de octubre de 1950, 12 de agosto y 9
de septiembre de 1951.
32 Antonio Brugés Carmona, «La hora de Latinoamérica», El Tiempo, Bogotá, 6 de junio de
1942, p. 5.
33 Antonio Brugés Carmona, «Vida y muerte de Pedro Nolasco Padilla», El Tiempo, Bogotá, 3
de noviembre de 1940, segunda sección, p. 2. Se puede leer este texto, mezcla de ficción y testimonio,
como un antecedente de «Los funerales de la Mama Grande» y de algunos aspectos de Cien años de
soledad.
Finalmente, en nada hace oscilar la modalidad oficial de «lo nacional» y contribuye
incluso a fortalecer la desconfianza con relación a cualquier evolución y a cualquier
aporte exterior. No supo ver lo inadmisible.
Manuel Zapata Olivella es un ejemplo muy cercano, a pesar de la diferencia de
edad y de su propia orientación ideológica. Negro, comunista y costeño, hizo mu-
cho por el estudio y la difusión del folklore de la Costa atlántica. Sus convicciones
de los años 40 y 50, de una rigidez estalinista, lo aislaron en un populismo asusta-
dizo, y por la vía de la hostilidad a toda influencia extranjera, lo llevaron a elegir
una forma sui generis de nacionalismo. Se le ve retomar iguales tipos de anatemas
a los de Vargas Osorio34 y cuando, en su defensa del folklore negro, denuncia los
«miasmas» del existencialismo35 coincide con el latifundista liberal Caballero Cal-
derón. No es extraño entonces que sus diatribas populistas sobre el folklore hayan
sido acogidas en El Tiempo: esta publicación era prueba suplementaria de su ini-
cuidad. De este tipo de supuesta protesta, el santismo podía no solamente satisfa-
cerse, sino también sacar provecho; sin embargo, no se debe olvidar que las giras
folklóricas organizadas por Zapata, en el país y en el extranjero, contribuyeron
con el progreso de la idea de una Colombia múltiple.36 Pero queda claro que todo
está decidido desde el momento en que Zapata elige el folklore como caballo de
batalla. Su visión populista lo inscribió en la estrategia fijada por Germán Arcinie-
gas en 1942. El intelectual comunista mostraba al pueblo el mismo espejo que El
Tiempo: la protesta había quedado desvirtuada desde el comienzo.
El último contestario que se debe citar es el mismo García Márquez. Tenía
conciencia de que Colombia era un mosaico y quería que su región, la Costa atlán-
tica (como para Brugés y Zapata), viviera su cultura mulata sin complejos ni limi-
taciones. No creía en lo nacional y muy pronto había comprendido que se trataba
de una trampa de vieja data inventada por la clase dirigente. Y tornaba constante-
mente su mirada hacia el exterior. De ahí su razonamiento, en el que Colombia
andina era tratada como cantidad negligible y en el que el punto de anclaje de su
región natal era el caribe entero. Elección radical, que implicaba para el porvenir
un esfuerzo prometéico, y que se fundaba en una reflexión histórico-política sutil
y en una sagaz observación de los cambios de la época. El suceso improbable a
primera vista, llegó, después de todo, por vía de las resonancias triunfales del es-
critor en el exterior. Las posiciones extremas y sarcásticas del joven García Már-
El debate identitario en la Colombia de las años 1940-1950
55
34 Trata a los intelectuales curiosos por los aportes extranjeros como «sumisos eunucos» («Expe-
riencia, danzas y folklore», El Tiempo, Bogotá, 26 de octubre de 1952, segunda sección, p. 2), como
Vargas Osorio había hablado de falta de «resolución viril» con relación a los escritores universalistas
(«Mas sobre nacionalismo», El Tiempo, Bogotá, 19 de julio de 1941, p. 5).
35 Manuel Zapata Ollivella, «Experiencias, Danzas y folklore», op. cit.
36 La primera gira folklórica organizada por Zapata a partir de mayo de 1952 suscita ecos muy
positivos en El Espectador, el cual le consagra un buen número de notas elogiosas. Es cierto también
que el suplemento de El Tiempo, de la misma manera que acordaba mucho espacio a la acción de Za-
pata, dejaba entrever una cierta reticencia (el artículo de José Raimundo Sojo, «Música de la Costa
Atlántica», El Tiempo, Bogotá, 25 de mayo de 1952, segunda sección, p. 3). Pero no era de esta reti-
cencia que se quejaba Zapata en su artículo citado anteriormente.
quez, una vez lograda la celebridad, le permitieron imponer la idea de una Colom-
bia mestiza. En cuanto al realismo mágico de su producción literaria, éste fue una
palanca decisiva: después de todo, Bogotá y el país tuvieron que admitir que esa
sociedad y esa cultura estaban regidas por algo diferente al espíritu de las Luces.
Es bastante, pero al mismo tiempo muy poco, porque la clase dirigente supo recu-
perar en beneficio propio este aporte que hubiese podido o debido ser decisivo. A
partir de ahí se instaura la demagogia del «¡todos mestizos!» Lo esencial no es sa-
ber cómo legitimarse, sino seguir siendo el poder legítimo. La élite de siempre si-
gue cabalgando sobre la cresta de la ola. Durante un tiempo, el macondismo rem-
plazó al criollismo.37
Es a nivel político que debe buscarse la clave que permita explicar los mean-
dros y movimientos del debate sobre la identidad. La cuestión política había moti-
vado en 1810 el discurso del Criollo Camilo Torres y desde entonces, no había ce-
sado de condicionar el debate.
En 1950, bajo la dictadura de Laureano Gómez, el debate no cesa. Mientras
que los líderes falangistas del partido conservador continuaban promoviendo la
«Violencia», se esforzaban por construir un sistema corporatista y mantenían sus
criterios racistas, el debate se jugaba en el seno del partido liberal; a grandes ras-
gos, la división continuaba siendo la que separaba lopistas y santistas pero, con el
tiempo y la evolución de los acontecimientos, el conflicto oponía ante todo a par-
tidarios de la lucidez liberadora contra partidarios de la lucidez continuista. Los
detentores de los viejos valores criollos continuaban contribuyendo (Zárate More-
no, Caballero Calderón, incluso Germán Arciniegas), pero el juego los sobrepasa,
poco a poco, según los casos, y terminan siendo simplemente payasos. El santis-
mo se actualizaba y confiaba a nuevos espíritus la tarea de formular un programa
digno para asegurar su perenidad y adaptarse a la época. Jaime Posada, ex-secre-
tario privado del ministro Arciniegas, tenía bajo su responsabilidad el suplemento
de El Tiempo, en el que había reducido al mínimo el espacio acordado a los cuen-
teros ruralistas de Caldas (López Gómez, Cardona Jaramillo) cuyos motivos em-
pezaban a ser obsoletos. Pero Posada sólo cumplía con un rol de trancisión, ya
que sería entre los jóvenes a quienes había abierto las puertas que se encontraría
la verdadera renovación. Fue el poeta Jorge Gaitán Durán; desde 1949, durante
un «congreso de los nuevos intelectuales» reunido por El Tiempo, quien formuló
un proyecto que puso en marcha a partir de 1955 en el mensual Mito, revista que
se convertirá entonces en suya. El proyecto: mirar el país sin complacencia, utili-
zar el pensamiento contemporáneo (incluido el existencialismo que otros conde-
naban), trazar una línea de pensamiento contemporánea para el poder de siem-
JACQUES GILARD
56
37 No ubicamos a Alvaro Mutis, entre los contestatarios de los años, 40 y 50. Simplemente por-
que éste desarrollaba parcimoniosamente su obra poética y participaba sin mayor brillo en la vida in-
telectual. Fue con el tiempo que pudo verse lo subversivo e irrecuperable de su obra para la clase di-
rigente: su actitud de rechazo con relación a la Independencia hace que Mutis sea refractario a cual-
quier tentativa por incluirlo en el discurso criollo reactivado. Con una distancia de más de cuarenta
años, se percibe mejor lo que había de irreductible en él desde el comienzo.
pre. De manera muy reveladora, en 1949, Gaitán Durán ataca desde las páginas
de El Tiempo la acción que dirigía Jorge Zalamea en su bimensual Crítica, una pu-
blicación modesta por sus medios pero grande por su proyecto y grande también
por el balance que se puede hacer de su acción – más allá de lo que fue su incon-
testable fracaso material.38
Zalamea había sido ministro de López Pumarejo. Quería hacer de su publica-
ción un espacio de debate para todos los intelectuales, un espacio de reflexión sin
tabú sobre el país real, una herramienta humanista que permitiera fundar una de-
mocracia colombiana. Zalamea y Crítica representaban un riesgo que el santismo
no podía dejar desarrollar. De ahí los ataques de Gaitán Durán contra Zalamea,
en el momento mismo en que éste era perseguido por el poder conservador. Una
vez Zalamea en el exilio, Gaitán Durán podría desarrollar su propia acción con
Mito: iba a devolverle al santismo reformulado (en particular con el presidente
Lleras Camargo, 1958-1962) la inteligencia que se había perdido en el desgaste
progresivo del mito criollo.
No sería útil hablar aquí del papel jugado por el semanario Alternativa en los
años 1974-80: la revista reunía a García Márquez y una pléyade de jovenes y bri-
llantes periodistas, escencialmente periodistas de El Tiempo – y en particular a su
futuro heredero Enrique Santos Calderón. Se habrá comprendido que la acción
de Alternativa, que anexaba de paso a García Márquez, entraba en la estrategia
sabiamente concebida por Gaitán Durán con Mito, y antes de Mito, desde 1949.
Son estas las razones por las que Colombia se reconoce hoy mestiza. Y son estas
las razones por las que nada ha cambiado. Puesto que parecemos parodiar a Mo-
lière, podríamos recordar claramente Le Médecin malgré lui y agregar: He aquí las
razones por las que la hija muda aún no habla, porque incluso antes de su naci-
miento, los padres fundadores le habían usurpado su palabra.
El debate identitario en la Colombia de las años 1940-1950
57
38 Jorge Gaitán Durán, «Gente que piensa?», El Tiempo, Bogotá, 11 de septiembre de 1949, se-
gunda sección, p. 2 Y «Una nueva conciencia ética», El Tiempo, Bogotá, 25 de septiembre de 1949,
segunda sección, p. 4.
A pesar de su vida desordenada, todo el grupo trataba de
hacer algo perdurable, a instancias del sabio catalán.
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad
Del grupo de Barranquilla aparecían datos en las obras de García Márquez.
Estaban los personajes de Alfonso, Álvaro y Germán, dependientes de la sastrería
del pueblo, en El coronel no tiene quien le escriba. Estaban los mismos, más el sa-
59
JACQUES GILARD
Université de Toulouse - Le Mirail
El grupo de Barranquilla.
«Hacer algo perdurable»1
1Se utiliza aquí como punto de partida un artículo publicado hace años en la Revista Iberoameri-
cana (Jacques Gilard, «El grupo de Barranquilla», Revista Iberoamericana, Pittsburgh, Vol. L, núm.
128-129, Julio-Diciembre de 1984, pp. 905-935). Como lo insinúa de entrada el complemento que se
añade al título primitivo, la versión aquí propuesta amplía y reorienta el contenido de ese artículo y
pretende ser, en realidad, un trabajo nuevo. Remitimos además a nuestras recopilaciones de textos de
Gabriel García Márquez, Ramon Vinyes y Álvaro Cepeda Samudio. Respectivamente:
Gabriel García Márquez (recopilación e introducción de Jacques Gilard), Obra periodística. Vol. 1.
Textos costeños. Barcelona, Ed. Bruguera, 1981, 894 p. (introd. de J. Gilard: pp. 7-72).
Gabriel García Márquez (recopilación e introducción de Jacques Gilard), Obra periodística. Vol 2
& 3. Entre cachacos. Barcelona, Ed. Bruguera, 1982, 996 p. (introd. de J. Gilard: vol. 2, pp. 7-99).
Gabriel García Márquez (recopilación e introducción de Jacques Gilard), Obra periodística. Vol. 4.
De Europa y América. Barcelona, Ed. Bruguera, 1983, 864 p. (introd. de J. Gilard: pp. 7-84).
Ramón Vinyes (recopilación, selección e introducción de Jacques Gilard), Selección de textos 1 & 2.
Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1982, 626 y 400 p. (Col. Autores Nacionales, n° 53 &
54). (introd. de J. Gilard: Vol. 1, pp. 9-101).
Álvaro Cepeda Samudio (recopilación e introducción de Jacques Gilard), En el margen de la ruta,
Bogotá, Ed. La Oveja Negra, 1985, XC+ 502 p.
Nuestra recopilación del periodismo de García Márquez ha tenido reediciones en Bogotá (Ed.
Oveja Negra, 1984), Buenos Aires (Ed. Sudamericana, 1987 y 1993), Madrid (Ed. Mondadori, 1992 y
2003), México (ed. Diana, 2005) y una edición en italiano (Milán, Mondadori, 1997-2001). En el caso
de los textos periodísticos que se citan aquí y figuran en las recopilaciones mencionadas, no se dan las
referencias en éstas, sino que se remite a la original publicación de prensa. En cambio, se dan las refe-
rencias pertinentes en la Selección de textos de Vinyes cuando se mencionan manuscritos de este au-
tor.
En cuanto a publicaciones más recientes sobre la temática del grupo de Barranquilla y aspectos
adyacentes de la literatura colombiana, remitimos a:
Álvaro Cepeda Samudio (introducción y edición crítica por Jacques Gilard), Todos estábamos a la
espera, Madrid, Cooperación Editorial, 2005, 181 p. (Colección Popular, n° 13).
bio catalán y Gabriel, en Cien años de soledad. Estaba la mención de los «mama-
dores de gallo de La Cueva» en las primeras líneas del cuento «Los funerales de la
Mamá Grande», así como, años más tarde, la alusión a Álvaro Cepeda Samudio
en el cuento «La increíble y triste historia...». La ficción dejaba entrever la exis-
tencia de algunos amigos de García Márquez y también, con lo que aparecía en
Cien años de soledad, no solamente el fervor de sus debates sobre cuestiones lite-
rarias sino también su noble afán de «hacer algo perdurable» – que es, a la postre,
el concepto que ha de sobresalir del presente trabajo. Bastante pronto, a raíz del
éxito comercial de Cien años de soledad, la crítica y el periodismo colombianos se
interesaron en la cuestión de ese grupo, no sin una fuerte dosis de superficialidad,
aunque también hubo desde otros ámbitos aproximaciones más serias y convin-
centes, de parte de analistas como Ángel Rama, en trabajos amplios pero disper-
sos, y fragmentarios en cuanto a lo que nos interesa aquí, o Jorge Ruffinelli, más
centrado pero también necesariamente más escueto y expeditivo.2
En los últimos años 1960 y en el decenio posterior, el grupo fue una presencia
difusa en el discurso sobre literatura colombiana contemporánea – esencialmente
el discurso que se producía en el país mismo –, bajo una tonalidad muy periodísti-
ca, que no lograba pasar de lo anecdótico. Anecdóticos fueron asimismo los re-
cuerdos que uno de los miembros del grupo, Alfonso Fuenmayor, publicó en la
prensa bajo el título de «Crónicas sobre el grupo de Barranquilla» (primero en
Diario del Caribe, Barranquilla, y luego en el Dominical de El Espectador, Bo go -
tá),3antes de reunirlos en un libro igualmente titulado Crónicas sobre el grupo de
Barranquilla.4Es un libro pletórico en detalles e historias, magnificados unos y
otras por el cariño y la nostalgia, un libro insustituible a su manera, pero que re-
quiere ser superado por medio de una aproximación sistemática y rigurosa a una
materia documental que muy poco preocupó a Alfonso Fuenmayor – aunque in-
sertó en sus crónicas algunos elementos de primera importancia. Ya en los años
2000, también se ven permeados por la nostalgia los pasajes que, en el primer to-
JACQUES GILARD
60
Jacques Gilard, «Para desmitificar a Mito», en Estudios de Literatura Colombiana, Medellín, Uni-
versidad de Antioquia, núm. 17, 2005, pp. 13-58, y en Plumas y Pinceles II, pp. XXXV-LXX.
Jacques Gilard, «Ramon Vinyes o la fecunda irreverencia. De Barcelona a Barranquilla», ponencia
leída el 25 de abril de 2005 en la Universidad Autónoma de Barcelona (Primeres Jornades d’Estudi
«Ramon Vinyes, el ‘sabio catalán’ de Cien años de soledad, un escriptor a cavall de Catalunya i el
Carib colombià»), en prensa, disponible en el servidor de la Universidad.
2Jorge Ruffinelli, «Gabriel García Márquez y el grupo de Barranquilla», en Eco, Bogotá, núm.
168, 1974, pp. 606-617.
3Ambas publicaciones de la serie en 1977. En Diario del Caribe, los días 8, 15 y 30 de enero, 9,
19 y 26 de febrero, 5 y 16 de marzo, 2, 6 y 14 de abril, 7 de mayo. En Dominical de El Espectador, los
días 6, 13, 20 y 27 de febrero, 6, 13 y 27 de marzo, 3, 10 y 24 de abril, 1, 8 y 22 de mayo. El afán de El
Espectador por retomar la serie cuando ésta se acababa de iniciar y había de salir aún por tres meses
en Diario del Caribe demuestra lo que era entonces el interés de la prensa colombiana por los temas
que atañían a la figura de García Márquez y, por consiguiente y entre otras cosas, al grupo de Barran-
quilla – todo ello con un fuerte énfasis en la dimensión anecdótica.
4Alfonso Fuenmayor, Crónicas sobre el grupo de Barranquilla, Bogotá/ Barranquilla, Colcultura/
Gobernación del Atlántico, 1981, 209 p.
mo de sus memorias, Vivir para contarla,5dedica García Márquez a la evocación
de sus años barranquilleros y a los amigos que los compartieron con él; hay allí in-
formaciones de alguna utilidad o algún interés, pero presentan la misma tonalidad
generalmente muy anecdótica, adoleciendo además con notable frecuencia de un
obvio egocentrismo; la evaluación de éste requeriría un trabajo específico fundado
en cotejos minuciosos, los cuales no vienen al caso aquí. En el ínterin (finales de
los años 1970, años 1980), aunque los miembros del grupo (Alfonso Fuenmayor y
Germán Vargas) soltaban datos de interés en breves crónicas o en alguna entrevis-
ta liviana, se había ido abultando una espectacular pero estéril y engañosa leyenda
del grupo, fundada en lo que Cien años de soledad designaba como una «vida de -
sordenada»: ésta fue una realidad en la historia del grupo, nutrida de excesos al-
cohólicos, veladas prostibularias y reyertas en bares de mala muerte, tal vez más
en los años posteriores a 1955 (cuando García Márquez ya no vivía en Colombia y
las figuras céntricas del grupo eran Álvaro Cepeda Samudio y el pintor Obregón)
que en los años 1948-1953 (los años que más importarán aquí), pero una realidad
del todo carente de interés para cualquier estudio dedicado a los procesos colom-
bianos de las ideas, de las formas literarias o de la plástica – una temática en la que
el grupo de Barranquilla resulta central para lo que atañe al siglo XX. De modo
que les dejamos a otros esos simpáticos aspectos que ni siquiera llegan a ser secun-
darios, así como les dejamos sus innumerables equivocaciones, sus afanes de éxito
económico y sus tropiezos éticos.6
Aunque solamente se tratara de una aproximación a novelas y cuentos, se justi-
ficaría un estudio de ese grupo de amigos en la medida en que, además de sumi-
nistrar datos sobre lo que con desafortunada fórmula se llamaba en tiempos ya al-
go remotos «prehistoria literaria» de García Márquez, permite conocer mejor las
ineludibles obras de Álvaro Cepeda Samudio y José Félix Fuenmayor y, de mane-
ra ya algo marginal, la del catalán Ramon Vinyes – además de llamar la atención
sobre el proceso y la importancia de la producción pictórica de Alejandro Obre-
gón. Pero también, y de hecho principalmente, el estudio resulta imprescindible
para plantear en términos objetivos la cuestión del proceso de las ideas en Colom-
bia, el cual viene dando lugar desde hace medio siglo a una interpretación unilate-
ral. Tratándose del grupo de Barranquilla, no se da solamente la deleznable explo-
tación de una leyenda que hace perder de vista u oculta lo esencial; también se da
la rotunda negación de su existencia, precisamente desde esa interpretación unila-
teral del proceso de la inteligencia y el arte en la Colombia del siglo XX. Este ne-
gacionismo acude a un procedimiento demasiado fácil, pero de temible eficacia:
basta con desconocer la producción textual de los miembros del grupo de Barran-
quilla, una producción de tipo esencialmente periodístico (en la rama del perio-
dismo de comentario, tan abundante en la prensa colombiana). El periodismo de
los miembros del grupo presenta una sola debilidad, pero ésta es decisiva en un
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
61
5Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, Madrid, Mondadori, 2002, 579 p.
6Cfr. Heriberto Fiorillo, La Cueva. Crónica del grupo de Barranquilla, Barranquilla, Editorial He-
riberto Fiorillo, 2002, 375 p.
país tan centralizado: lo ejercieron en Barranquilla, lejos de las capillas bogotanas
(y contra ellas), y éstas lo ignoraron en su tiempo, persistiendo la intelectualidad
capitalina en esta ignorancia que, a la hora del debate, tiene que devenir en sospe-
chosa negación.7Pero los textos existen y a ellos, casi exclusivamente, nos vamos
a remitir. Analizarlos es conocer la verdad del proceso, es identificar lo que el gru-
po combatía, es despejar la cortina de humo que el grupo denunció en su tiempo
y que, convertida por medio de una memoria selectiva y falaz en la historia oficial
de la inteligencia y el arte colombianos, perdura hasta la actualidad. Actual sigue
siendo la acción del grupo de Barranquilla, y no lo es menos su estudio.
Vida intelectual en la república criolla
En el editorial con que se abría la primera entrega de un semanario nuevo, Sá-
bado, que iba a significar un aliento distinto en el periodismo colombiano de los
años de guerra – se estaba en 1943 –, podía leerse el siguiente pasaje:
Dentro de la victoria democrática, no sobrevivirán los imperialismos que contrarían
la expansión natural de cada pueblo. Dentro de esa victoria en cuya final corona-
ción todos estamos obligados a participar, florecerá el genio de cada raza, la inteli-
gencia de cada hombre, la riqueza de cada nación, puestos al servicio de la comuni-
dad, sin las mutilaciones que ahora imponen los trágicos dominadores del mundo.8
Era sincera la esperanza, pero las promesas estaban involucradas en la propa-
ganda bélica de las democracias contra el nazi-fascismo, y las inspiraban las necesi-
dades y la política de los Estados Unidos. Las promesas se evaporaron una vez de-
rrotadas las potencias del Eje. En lo que atañía a Latinoamérica, tan pronto como
el mundo se vio inmerso en la guerra fría, cayó en el olvido la buena vecindad y se
volvió al uso del big stick de siempre. La anhelada posguerra fue una desilusión
para toda una generación de jóvenes que había crecido en el entusiasmo por la
causa de la España republicana y se había impregnado luego de la propaganda de-
mocrática de los años de guerra mundial. En 1946, cuando el mundo se orientaba
por vías muy distintas, seguía vigente para esos jóvenes latinoamericanos el frater-
no modelo de los frentes populares (parecía continuarlo ese año la elección de
JACQUES GILARD
62
7Muy representativa de este procedimiento negacionista era la postura de Rafael-Humberto Mo-
reno Durán, cuando afirmaba que sólo existió un «grupo de Mito» y evocaba «un fantasmal grupo de
Barranquilla», añadiendo – en una opaca alusión a nuestros propios trabajos (donde figuran insisten-
temente las referencias de los muchos textos cuya realidad le convenía desconocer y negar) – que era
«otra historia, escrita en francés, y con alta dosis de imaginación». Rafael Humberto Moreno Durán,
«Mito: memoria y legado de una sensibilidad», en Boletín Cultural y Bibliográfico, Bogotá, Banco de
la República, Vol. XXVI, núm. 18, 1989, p. 25. Otros intelectuales, en especial Juan Gustavo Cobo
Borda, se habían anticipado a Moreno Durán, pero era eludiendo simplemente la producción del
grupo, más que su existencia. Después de Moreno Durán, algunos epígonos han venido reproducien-
do su postura a propósito del, como dijo uno, «otrora tan cacareado grupo de Barranquilla».
8Anónimo, «Editorial», Sábado, Bogotá, núm. 1, 17 de julio de 1943, p. 1.
González Videla en Chile) y ellos no iban a resignarse tan fácilmente a su derrum-
be. Lo que fue el caso de muchos lo fue particularmente para los que, liberales he-
terodoxos, iban formando el grupo de Barranquilla o, como García Márquez, ha-
bían de integrarse a él. Desconocedores de la realidad del estalinismo, mantuvie-
ron por bastantes años la nostalgia de aquel tiempo de unanimidad que, de 1936 a
1945, había parecido reunir en un solo frente compacto las democracias represen-
tativas y el país del socialismo «real»; fueron con frecuencia partidarios del socia-
lismo (la palabra no requería, en su opinión, ningún calificativo). Y, de alguna ma-
nera, al insertar en el nuevo contexto del mundo la cuestión de la cultura y la iden-
tidad, fueron tercermundistas antes de que se acuñara la denominación del Tercer
Mundo. Dentro del panorama colombiano, también los que los jóvenes más in-
quietos consideraban como guías respetables seguían abogando por una filosofía
de paz, convencidos de que el abismo pavoroso que se había abierto ante la huma-
nidad con las abominaciones de la guerra mundial y la aparición de la bomba ató-
mica no dejaba más alternativa que un entendimiento universal: Jorge Zalamea se
refería angustiadamente al hombre «náufrago del siglo XX»9y Eduardo Zalamea
Borda previno incansablemente sobre el peligro nuclear. Un joven como Álvaro
Mutis, de la misma generación que los jóvenes del grupo de Barranquilla, compar-
tía esas angustias, así como otro poeta, Jorge Gaitán Durán, que sin embargo se-
guiría pronto un camino distinto al escogido por sus coetáneos más clarividentes.
En Colombia, donde reinaba mayoritariamente en el medio intelectual el apego a
una mentalidad insular de índole criolla y por lo tanto una indiferencia a los pro-
blemas del mundo, la preocupación por lo contemporáneo señalaba a unos pocos
espíritus – que son los que importan para el estudio aquí desarrollado.
El país, por otra parte, entraba en la «violencia» que se desató poco después
de conquistar la presidencia de la república la minoría conservadora, a raíz de la
división de los liberales en la campaña electoral de 1946. Era el ala falangista de
los conservadores la que iba a controlar cada vez más el gobierno y estaba resuelta
a hacerlo todo por mantenerse en él a cualquier precio. Ese precio fue el acoso al
pueblo liberal, la persecución, el incendio y la matanza: lo que se llamó por varios
decenios, antes de que empezara en los años 1980 otra tanda de desgracias, la
«violencia colombiana». Pero la mención de esa etapa sangrienta no basta para
dar cuenta del entorno histórico en el cual se desarrollaba entonces la vida intelec-
tual y, en especial, pensó, debatió y creó el grupo de Barranquilla. Hay que re-
montarse a los años de las presidencias liberales (1930-1946) y a los inicios de un
conflicto sobre el que vinieron luego a injertarse con efectos mortíferos los de -
safueros del extremismo conservador. Con la primera presidencia de Alfonso Ló-
pez Pumarejo (1934-1938) y su momento más intenso, que sus líderes llamaron
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
63
9Jorge Zalamea, «El hombre, náufrago del siglo XX», en Revista de las Indias, Bogotá, núm. 46,
octubre de 1942, pp. 148-159. Ese texto de los años de guerra mundial, que había sido primero una
conferencia leída en el Colegio Nacional de México unos meses antes de su publicación en Bogotá,
fue retomado en parte por Zalamea en las condiciones nuevas de la guerra fría: «El hombre en la en-
crucijada. ¿Hacia la izquierda o hacia la derecha?», en Revista de América, Bogotá, Vol. X, número
28, abril de 1947, pp. 22-27.
«Revolución en Marcha», se produjeron cuestionamientos de hondas repercusio-
nes: López Pumarejo intentó democratizar un sistema político que pretendía ser
un modelo de democracia representativa y apenas llegaba a ser una apariencia de
democracia. Era la república criolla, en que la política era monopolio de las viejas
élites blancas procedentes de la época colonial, y las masas mestizas, indígenas y
de color (las «castas» de la Colonia) quedaban marginadas en una forma pasiva de
ciudadanía. La participación popular, realizada en particular por medio de los sin-
dicatos a los que el «lopismo» dio un fuerte impulso, resultó tan intolerable para
muchos liberales como lo era para los conservadores. Cuando, tras los cuatro años
del mandato presidencial de Eduardo Santos (de 1938 a 1942, significó, como se
dijo eufemísticamente, una «pausa en las reformas»), López Pumarejo fue elegido
nuevamente, su propio partido no le dejó gobernar: iniciado en 1942, su segundo
mandato concluyó prematuramente con su renuncia en 1945. El proyecto demo-
crático se desmoronaba, dejando peligrosas frustraciones (serían el caldo de culti-
vo del movimiento populista de Jorge Eliécer Gaitán, trunco al caer asesinado éste
el 9 de abril de 1948). El sucesor de López Pumarejo, el «designado» Alberto Lle-
ras Camargo, puso en práctica la reacción de la derecha liberal, la que inspiraban
Eduardo Santos y su periódico (El Tiempo de Bogotá), y aplastó a los sindicatos.
El «santismo» acababa con la obra del «lopismo», aniquilaba al movimiento po-
pular e instauraba su propia violencia incluso antes de que los conservadores lle-
garan al poder. La república criolla volvía a instalarse, creían sus paladines y laca-
yos, mientras el mundo conocía las primeras señales de la guerra fría y poco antes
de que el falangismo tratara al país a sangre y fuego. También a nivel nacional ex-
perimentaban los jóvenes progresistas de Colombia, nostálgicos del «lopismo» co-
mo lo eran de la mentalidad de frente popular, una inmensa frustración que los
acompañó por largo tiempo entre las tristezas de la «violencia». En esa realidad
estuvo inmerso el grupo de Barranquilla y de ella tuvo una aguda conciencia.
Esas circunstancias históricas – mundiales y nacionales – tenían que condicio-
nar en una forma específica, colombiana, al desenvolvimiento de la vida intelec-
tual en el país. Este se amoldaba a los dictados de su propia geografía, con una ca-
pital alejada del mar por varios centenares de kilómetros y a la vez resguardada y
aislada por la barrera de los Andes: el ensimismamiento había sido un rasgo defi-
nitorio de Bogotá y consiguientemente de la sociedad colombiana. Seguía siendo
así en un momento, los años 1930 y 1940, en el que el país se dotaba de una red
de carreteras y conocían un fuerte auge el transporte aéreo y la radiodifusión. Es-
tancamiento y cambio iban a ser los dos polos entre los que oscilaría la vida inte-
lectual, y ello en notable y natural coincidencia con el conflicto entre «santismo» y
«lopismo». De poca, casi nula o simplemente nula importancia es la contribución
de los intelectuales conservadores al debate y a la lucha: independientemente de la
histeria de sus líderes extremistas, su apego al inmovilismo social los situaba del
lado del «santismo». El problema se daba entre las dos corrientes del liberalismo.
Bajo la aparente unanimidad de convicciones democráticas (apoyo a la repú-
blica española en los años 1936-1939 y a las democracias en los años 1939-1945),
el conflicto fue intenso, en la vida intelectual, entre los partidarios de una demo-
JACQUES GILARD
64
cratización de la sociedad colombiana (los «lopistas») y los defensores de la vieja
república criolla (los «santistas»). El control de la vida intelectual nunca se les es-
capó por completo de las manos a los «santistas» y se reforzó definitivamente con
la guerra mundial a la sombra del consenso antifascista. Siendo propiedad de San-
tos, y siendo éste presidente de la república, El Tiempo nunca sufrió de la escasez
de papel que causaba la guerra mundial, ni tampoco las publicaciones que depen-
dían de El Tiempo o del gobierno – que venían a ser una misma cosa entonces –,
como la Revista de las Indias. Los demás periódicos y revistas padecieron drásticas
restricciones y no tuvieron espacio para la cultura, la cual se convirtió en un cuasi
monopolio de las publicaciones «santistas» – una situación que, de por sí, ya hu-
biera bastado para colocar en condiciones de dependencia a los intelectuales que
aspiraban naturalmente a publicar –. Además, en un país en el que no había (ni
hay aún) un cuerpo estable de funcionarios e imperaba por tanto el spoil-system,
existía una fuerte relación clientelar entre el político y el intelectual: el político
dispensaba nombramientos en la burocracia (las más de las veces) o en la educa-
ción, y/o facilitaba el ingreso al periodismo (de free lance o «de planta»). El inte-
lectual se veía entonces abocado a no escribir nada que pudiera molestar de una
forma u otra a su protector. Esta relación llegó a su colmo, con el conflicto entre
«lopismo» y «santismo», en los años de la guerra mundial, cuando la escasez de
papel agudizó los vicios del clientelismo y el control «santista» del pensamiento se
hizo más denso que nunca.
La noción de control es precisamente la que mejor da cuenta del desenvolvi-
miento de la vida intelectual y artística de los años 1940 en Colombia. Como se
trataba para el «santismo» de combatir al cambio en la vida social y política, se hi-
zo lo posible por que no aparecieran ideas novedosas, las cuales habrían revelado
más claramente cuán obsoletas eran las estructuras del país y socavado aún más
las bases ideológicas de la república criolla. Por encima de los cambios de gobier-
no y de las a veces tremendas peripecias políticas, en todo ese periodo – finales de
los treinta, decenio de los cuarenta, principios de los cincuenta – el repetitivo su-
plemento literario de El Tiempo es el exponente de lo que podía producir esa
combinación de clientelismo, inmovilismo y conformismo. Hasta se intentó con-
gelar las formas literarias, con un alegato «nacionalista» y una marcada preferen-
cia por una mediocre cuentística «terrígena». Germán Arciniegas desempeñó un
eficaz papel de perro guardián, especialmente en Revista de las Indias, que dirigió
en los años 1938-1944 y de la que hizo, no un órgano de contacto con el mundo,
sino una barrera. Más adelante quedó desfasado en el mundo de la posguerra e in-
cluso ante la «violencia» colombiana (como atestiguan los abundantes e indigen-
tes sumarios de su Revista de América, 1945-1951) y fue sustituido en el papel de
perro guardián por inteligencias más al día, como Jorge Gaitán Durán (fundador y
director de la revista Mito, 1955-1962).
A pesar de sus innumerables dramas, la «violencia» no cambió gran cosa en
ese panorama, si bien la condición de los intelectuales se volvió aún más precaria
cuando el spoil system y luego la ruptura entre los dos grandes partidos hicieron
que muchos quedaran sin empleos en la burocracia estatal. En las condiciones ca-
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
65
da vez más trágicas de la política colombiana, el control del «santismo» sobre los
intelectuales no perdía vigencia: como los liberales estaban convencidos de que re-
cuperarían el poder en las próximas elecciones presidenciales (no contaban con el
golpe de Estado que dio en noviembre de 1949 el presidente conservador, Maria-
no Ospina Pérez) y como, desaparecido Jorge Eliécer Gaitán y derrotada la pro-
testa popular, el liberalismo había vuelto a ser exclusivamente «santista», lo que se
preparaba era un regreso a la república criolla. Importaba por lo tanto mantener
rigurosamente ese control, aunque ya sin acudir a figuras desfasadas como eran
Arciniegas o el sociólogo Luis López de Mesa – y no sin seguir hostilizando, pue-
de decirse que preventivamente, a los más connotados partidarios de los princi-
pios del «lopismo», que todavía se expresaban e intentaban ir contra la corriente
(se trataba principalmente de Jorge Zalamea) –. Tal fue el sentido del «Congreso
de Intelectuales Nuevos», auspiciado por El Tiempo, que se reunió en Bogotá en
julio, agosto y septiembre de 1949 – cuando se desbordaba la «violencia» conser-
vadora y se anunciaba claramente el golpe de Estado – y que sentaba las bases de
un control actualizado del pensamiento y de la sociedad, el mismo control de
siempre pero adaptado a las nuevas condiciones del mundo. La política colombia-
na siguió caminos inesperados pero terminó llegando casi exactamente al punto
previsto y ese gatopardismo resultó muy eficiente en cuanto al control de la vida
intelectual. La revista Mito, de Jorge Gaitán Durán, aparecería en 1955, bajo la
nueva dictadura (ya no la de los conservadores falangistas sino el gobierno militar
del general Rojas Pinilla), para concretar las «proposiciones» formuladas en el
congreso de 1949 y sustentar las orientaciones «santistas» de los futuros y luego (a
partir de 1958) efectivos gobiernos del Frente Nacional. A pesar de lo que se ha
dicho en innumerables elogios tributados a Mito, la revista no era propiamente
una renovación de la vida intelectual sino, en primer lugar, un mero aggiornamen-
to del control de siempre.
Pese a la completa adversidad de la situación política y a la tenaz hostilidad del
«santismo» y sus intelectuales a sueldo – reunidos en este caso los obsoletos y los
más up to date en las páginas del suplemento de El Tiempo –, los inconformes
(identificados libremente con el espíritu del «lopismo», pero no necesariamente
partidarios y de ninguna manera clientes) no dejaron de obrar por una renovación
de las ideas y de las formas. En esa línea había estado la Revista de las Indias cuan-
do la creó en 1936 el gobierno «lopista» y hasta 1938, momento en el que se inició
el mandato de Santos y fue nombrado director Arciniegas. En 1943, sobreponién-
dose a la escasez de papel, el semanario Sábado había mermado el monopolio de
El Tiempo y sus publicaciones satélites; en Sábado algo se renovó la visión que de
sí misma tenía Colombia: aunque sin llegar a cuestionamientos drásticos, fue me-
nos criolla y más mestiza. En 1944, el «lopismo» había separado a Arciniegas de la
dirección de Revista de las Indias y sobrevino entonces un notable deshielo en los
sumarios y en la nómina de colaboradores – pero el triunfo electoral de los conser-
vadores truncó ese renacer en 1946. Cuando la posguerra acabó con la penuria de
papel, El Espectador de Bogotá pudo iniciar un ascenso que contribuyó a una cier-
ta renovación del ambiente; aunque fue sin que se acabasen el predominio social
JACQUES GILARD
66
de El Tiempo ni el peso desmedido de su suplemento literario en la vida intelec-
tual, la página ‘Fin de Semana’ (1946-1948) que orientaba Eduardo Zalamea Bor-
da aportó novedades sutilmente seleccionadas para quienes querían saber del pen-
samiento y el arte contemporáneos, antes de que el nuevo suplemento (el Domini-
cal de El Espectador, a partir de febrero de 1948) propusiera una ágil materia pe-
riodística de cuño moderno y generalmente de buen nivel. Después del trauma del
«bogotazo» (9 de abril de 1948) y cuando el país ya estaba sumido sin más dudas
posibles en la «violencia», Jorge Zalamea (quien fuera ministro de López Pumare-
jo cuando la «Revolución en Marcha») creó el quincenario Crítica, donde se ex-
presó también y más sistemáticamente que en ‘Fin de Semana’ – aunque nunca
tanto como Zalamea hubiera querido – lo mejor de las inquietudes contemporáne-
as. A nivel social, esas publicaciones inconformes y sus creadores u orientadores
no consiguieron abrir las suficientes brechas en el bloqueo establecido por el con-
trol «santista» sobre el pensamiento y la expresión, pero al menos dejaron cons-
tancia de que otras vías se abrían. Fue precisamente por esas vías por donde avan-
zaron los jóvenes que habían de renovar la literatura y el arte colombianos. Al la-
do del bogotano Álvaro Mutis en la poesía, se destacan los nombres de García
Márquez y Cepeda Samudio en la narrativa y de Obregón en la pintura. Los tres
últimos citados fueron miembros del grupo de Barranquilla. Se intuye por lo tanto
fácilmente a qué bando pertenece ese grupo en la historia intelectual de Colom-
bia. De ello se va a tratar en adelante.
Cronología elemental del grupo
Es de lectura prescindible esta cronología que sólo pretende suministrar un
cuadriculado de puntos de referencia, los cuales permiten ubicar mejor el devenir
del grupo, de sus ideas y de su producción. Inevitablemente y en más de un caso,
hace doble empleo con hechos y textos que se mencionan y analizan más adelante
en su variable significado.
En febrero de 1940, el catalán Ramon Vinyes regresó en calidad de refugiado
político a Colombia y a Barranquilla, ciudad donde había vivido en varios perio-
dos anteriores entre 1914 y 1931 y había desempeñado un gran papel en la vida
cultural – particularmente al ser el orientador de la revista literaria Voces, de 1917
a 1920. Se reencontró con su amigo el escritor José Félix Fuenmayor y pronto co-
noció al hijo de éste, Alfonso Fuenmayor, así como al joven periodista Germán
Vargas y a Bernardo Restrepo Maya, intelectual y burócrata algo mayor y relativa-
mente bien integrado en los grupos dirigentes de la ciudad. Con Alfonso Fuenma-
yor, Germán Vargas y Bernardo Restrepo Maya en primera línea, y el discreto José
Félix Fuenmayor en segunda línea, estaba reunido alrededor de Vinyes, su centro
entonces, el embrión de lo que quince años después recibiría el nombre de «gru-
po de Barranquilla». En 1940 publica Vinyes en El Heraldo de Barranquilla nume-
rosas entregas de la columna ‘Reloj de Torre’, así como análisis de política interna-
cional.
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
67
Con algunos periodos en los que estuvo ausente Alfonso Fuenmayor (radicado
en Bogotá como reportero del semanario Estampa en 1941-1942, y luego como re-
dactor de otro semanario, Sábado, y reportero de Cromos en 1944-1946), el grupo
dejó por un tiempo escasas huellas: una crónica y un cuento de José Félix Fuen-
mayor, un cuento y algunos artículos «bogotanos» de su hijo Alfonso – cuya pro-
ducción propiamente periodística de ese momento no tiene aquí un interés direc-
to –. Hasta 1946, Vinyes sólo publica de vez en cuando en El Heraldo. El año
1945 – derrumbe del nazismo, explosión de Hiroshima, final de la guerra, renun-
cia de López Pumarejo – es el que aporta verdaderas señales de una existencia y
una personalidad del grupo: premio literario catalán ganado por Vinyes con un li-
bro de cuentos, escritos de Germán Vargas en la prensa, traducción de un cuento
de Hemingway por Alfonso Fuenmayor, aparición de otro cuento de José Félix
Fuenmayor, organización por Restrepo Maya y Germán Vargas del primer Salón
de pintores costeños; este Salón contribuye a que regrese a Barranquilla, ciudad
de sus orígenes, el joven pintor Alejandro Obregón.
En 1946 – triunfo electoral de la minoría conservadora, principio ya sin equí-
vocos de la guerra fría – se instala en Barranquilla Obregón; Alfonso Fuenmayor
regresa a la ciudad, asume la dirección de la recién fundada Extensión Cultural
del departamento del Atlántico e inicia, con la columna ‘Aire del día’, una larga
colaboración de editorialista – por entonces anónima – en El Heraldo de Barran-
quilla, al mismo tiempo que pasa a ser corresponsal de la recién fundada revista
bogotana Semana; en Extensión Cultural, hasta finales de 1948, continuará organi-
zando los salones de pintura costeña creados por sus amigos; Germán Vargas asu-
me la jefatura de redacción de un nuevo periódico local, El Mundo, donde recibe
la colaboración de Ramon Vinyes y orienta semanalmente una dinámica página
cultural; los miembros del grupo manifiestan interés por la labor del cartagenero
Rojas Herazo en poesía.
En 1946 y 1947 (año éste en el que se inicia abiertamente la «violencia» conser-
vadora) el grupo gira principalmente en torno a las indagaciones pictóricas de
Obregón. En 1947, Alfonso Fuenmayor no publica su columna en El Heraldo (la
había interrumpido en septiembre de 1946); es el año en que el joven Álvaro Ce-
peda Samudio, quien se inicia como periodista en El Nacional de Barranquilla, in-
gresa al grupo – mientras en Bogotá el aislado Gabriel García Márquez envía sus
primeros cuentos a la página ‘Fin de Semana’ de El Espectador, donde los publica
Eduardo Zalamea Borda –.
Es en 1948 – año de intensificada «violencia», marcado por el cataclismo mate-
rial y moral que es el «bogotazo» – cuando García Márquez, replegado en la Cos-
ta y residente en Cartagena donde debuta en el periodismo, hace contacto con el
aún innominado grupo de Barranquilla; Obregón se ha trasladado a Bogotá, para
preparar una exposición que se aplaza por unas semanas a causa del «bogotazo»,
y asume el decanato de la Escuela Nacional de Bellas Artes; Cepeda Samudio pu-
blica su primer texto de ficción; él y Germán Vargas en El Nacional, y Alfonso
Fuenmayor en El Heraldo (se reactiva ‘Aire del día’ el 14 de enero), publican im-
portantes notas sobre sociedad, literatura y arte en sus columnas respectivas; Gar-
JACQUES GILARD
68
cía Márquez publica más cuentos en El Espectador; Jorge Zalamea funda su quin-
cenario Crítica.
En 1949 (año de más «violencia» y de derivas fatales pues el mes de noviembre
trae el golpe de Estado conservador al que sigue una elección presidencial precipi-
tada y falsificada por la dictadura), Alfonso Fuenmayor pasa unos meses en Bogo-
tá donde dirige el semanario Estampa, antes de regresar a Barranquilla y reiniciar
su columna ‘Aire del día’; durante su ausencia, Ramon Vinyes ha compensado el
vacío dejado en la página editorial de El Heraldo reactivando provisionalmente la
columna ‘Reloj de Torre’ que sustentara en 1940; Germán Vargas sustituye a Al-
fonso Fuenmayor en la corresponsalía de Semana, con la que llegará a ser el cro-
nista intermitente del grupo; Obregón viaja a Europa, donde pasará seis años, co-
nociendo sus primeros éxitos fuera de su país; Cepeda Samudio publica dos cuen-
tos en la prensa de Bogotá y viaja a Estados Unidos, donde cursa estudios de pe-
riodismo mientras, paralelamente, Bernardo Restrepo Maya asume el consulado
de Colombia en Boston; aquejado por una pulmonía, García Márquez se retira
por unas semanas a la casa de su familia, en Sucre, y sus amigos del grupo le enví-
an una gran cantidad de libros, principalmente de narrativa anglosajona contem-
poránea; en los días del golpe de Estado, el suplemento de El Espectador publica
el cuento «Amargura para tres sonámbulos», con el que García Márquez concreta
su incipiente adscripción a una línea narrativa faulkneriana.
Se inaugura el año 1950 – un año en el que, como en los anteriores y en los
posteriores se acrecienta la «violencia» – con la instalación de García Márquez en
Barranquilla y su ingreso a El Heraldo donde empieza a escribir, bajo el woolfiano
seudónimo de Septimus, su columna de ‘La Jirafa’; en abril regresa Ramon Vinyes
a Barcelona y, pocos días después, aparece el semanario «literario-deportivo» Cró-
nica que será por unos meses órgano del grupo; desde Barcelona, mientras se lo
permite su salud (hasta el mes de julio), Vinyes envía colaboraciones a El Heraldo
y Crónica; en junio, algún tiempo después de volver Restrepo Maya, regresa Cepe-
da Samudio de Estados Unidos; es un brillante periodo de florecimiento, con la
aparición de numerosos y grandes cuentos de García Márquez, Cepeda Samudio y
José Félix Fuenmayor en Crónica; el semanario va sacando además una acertada
selección de cuentos colombianos y extranjeros; con el final del año también se
concluye la época interesante del pequeño semanario (que desaparece probable-
mente en junio de 1951); en medio de múltiples actividades, de las intelectuales y
de las festivas, García Márquez escribe La hojarasca.
El año 1951 marca un cambio momentáneo en la intensa vida del grupo: Gar-
cía Márquez regresa en enero a Cartagena, aunque mantiene su colaboración en
El Heraldo hasta mediados de año; por la ausencia de textos firmados y de colum-
nas identificadas, la vida del grupo deja entonces pocas huellas (algo se entrevé en
la correspondencia de Germán Vargas con Ramon Vinyes), salvo la columna ‘Brú-
jula de la Cultura’ que Cepeda Samudio sustenta por unas semanas en El Heraldo
(allí señala la aparición de Bestiario, de Cortázar, y publica una importante nota
sobre el género del cuento); García Márquez parece ser el único en publicar un
cuento en ese año.
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
69
En 1952, García Márquez regresa a Barranquilla, se incorpora nuevamente a
El Heraldo y vuelve a publicar ‘La Jirafa’ (en enero), colaborando además en El
Espectador de Bogotá con textos ya editados; siente una gran decepción al enterar-
se de que la editorial bonaerense Losada rechaza el manuscrito de La hojarasca;
esboza nuevas vías de su narrativa (con la ‘Jirafa’ titulada «Algo que se parece a
un milagro», 15 de marzo de 1952, y con la primera entrega de la serie sobre La
Sierpe, en Lámpara, revista dirigida por Álvaro Mutis); muere Ramon Vinyes en
Barcelona y varios miembros del grupo, así como otros intelectuales de Barranqui-
lla, le rinden un homenaje en El Heraldo; los pintores cartageneros Enrique Grau
y Cecilia Porras (quienes habían participado en el Salón de 1945) presentan cua-
dros en Barranquilla y empiezan a frecuentar al grupo en forma asidua.
En 1953 (año en el que Rojas Pinilla derroca a la dictadura conservadora e ins-
taura un gobierno militar, marcando así una pausa en la «violencia»), García Már-
quez se retira de El Heraldo y se dedica durante varios meses a una actividad co-
mercial, vendiendo enciclopedias en diversas regiones de la Costa Atlántica; en el
último trimestre del año, vuelve al periodismo, compartiendo con Cepeda Samu-
dio la jefatura de redacción de El Nacional de Barranquilla; es una etapa de corta
duración, al menos para García Márquez, y éste se aleja de Barranquilla.
En 1954 comienza la colaboración de García Márquez en El Espectador de Bo-
gotá, donde convive con Eduardo Zalamea Borda; inaugura para Colombia el gé-
nero de la crítica cinematográfica semanal y escribe numerosas notas editoriales
sin firma, colaborando además en el Dominical con cuentos y crónicas; también
pasa a ser reportero, convirtiéndose de entrada en un maestro del género; con
«Un día después del sábado» gana el primer premio en el concurso nacional de
cuento; Álvaro Cepeda Samudio abre en Barranquilla otro campo de creación al
rodar el cortometraje de ficción La langosta azul (con la colaboración del cineasta
catalán Luis Vicens, y la actuación de los pintores Enrique Grau y Cecilia Porras,
además de otros amigos barranquilleros entre los que hay que mencionar al fotó-
grafo Nereo López); el mismo Cepeda Samudio publica (con ilustraciones de Ce-
cilia Porras) el libro de cuentos Todos estábamos a la espera, primero en concretar
los años de debates del grupo y de indagaciones de sus escritores; lo comentan en
Bogotá García Márquez, Hernando Téllez, Héctor Rojas Herazo.
1955 – año en el que el gobierno de Rojas Pinilla reactiva la «violencia» (un he-
cho que García Márquez denuncia hábilmente en un reportaje) – marca una esci-
sión en la historia del grupo, no propiamente una ruptura. García Márquez cono-
ce un gran éxito periodístico con su reportaje al marino Velasco (años más tarde
Relato de un náufrago...), publica La hojarasca – el segundo libro que concreta las
reflexiones estéticas del grupo – y viaja a Europa en representación de El Especta-
dor, iniciando así una ausencia de varios años; Obregón regresa a Colombia y se
instala nuevamente en Barranquilla donde, en unión y fusión con Cepeda Samu-
dio, se convierte en el centro y motor del grupo; aunque ya entonces ha iniciado
Cepeda la redacción de su novela La casa grande, la pintura (Obregón, Grau, Ce-
cilia Porras, y otros que van de paso, como Juan Antonio Roda) y el cine (Cepeda)
le dan otra tonalidad a la vida del grupo; y es en ese mismo año 1955 cuando se
JACQUES GILARD
70
abre el bar La Cueva que había de ser durante varios años el lugar predilecto del
grupo para sus a veces – y, al parecer, mucho más que a veces – borrascosas reu-
niones. Significativamente, es en 1955 cuando Germán Vargas acuña la denomina-
ción «grupo de Barranquilla»: se había cumplido un ciclo y era posible darles un
nombre a las personas, a los actos y a las obras. El grupo seguía existiendo: por un
lado, había una modalidad fluctuante, viva, bulliciosa, bien presente en el aconte-
cer cultural de Barranquilla (varios eventos en artes plásticas; creación, en 1957,
de un cine-club y de una revista así llamada, Cine-Club) y, por otro lado, los crea-
dores (García Márquez, Cepeda Samudio, Obregón) concretaban los viejos anhe-
los de todos ellos en grandes obras individuales. También en éstas había algo del
grupo: lo mejor de su acción.
El núcleo: los cuatro periodistas
Se suele considerar que la fe de bautismo del grupo de Barranquilla la estable-
ció algo tardíamente uno de sus miembros, el periodista Germán Vargas, en una
crónica escrita probablemente hacia fines de 1955 (veremos más adelante que no
es del todo exacta esa creencia, que nunca desmintió Vargas).10 Un año antes, otro
periodista, bogotano éste, Próspero Morales Pradilla, había señalado en el suple-
mento de El Tiempo de Bogotá la muy activa y muy peculiar vida intelectual y ar-
tística que existía en el gran puerto caribeño, pero sin concretarse realmente a lo
que era ya, y desde hacía tiempo, el grupo propiamente dicho.11 Este llevaba años
de existencia – y seguiría existiendo hasta la década de los sesenta – sin que el país
supiera de él ni, además, prestara atención a lo que se hacía en esa ciudad portua-
ria que todos solían considerar como «ciudad fenicia» o «ciudad de tenderos».
La crónica de Germán Vargas contribuía a fijar para el exterior los contornos
borrosos del grupo, pero no representaba una toma de conciencia por parte de
sus miembros. Estos sabían, desde antes de 1950, que constituían una entidad, su-
mamente flexible, pero entidad de todas maneras, aunque estaban dispuestos a
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
71
10 Germán Vargas, «El grupo de Barranquilla». Tomado de Suplemento del Caribe (Barranquilla,
núm. 12, 14 de octubre de 1973, p. 13). Esta edición se reproducía de Vanguardia Liberal (Bucara-
manga, 22 de enero de 1956). Conocemos también un recorte sin fecha (pero con la indicación ma-
nuscrita de 1956) de El Colombiano Literario de Medellín, conservado en el archivo de Álvaro Cepe-
da Samudio. Es exactamente el mismo texto conocido primero en su reproducción por Suplemento
del Caribe. En la breve presentación que encabeza lo que puede leerse en este recorte, Germán Var-
gas afirma haber escrito esta crónica para una revista bogotana donde, dice, salió desfigurada, por lo
que la vuelve a publicar bajo su forma íntegra en el suplemento de El Colombiano.
11 Próspero Morales Pradilla, «Barranquilla llega a las letras», El Tiempo, Bogotá, 28 de noviem-
bre de 1954, 2da. Sección, p. 3. Posteriormente, en una entrega de su columna ‘Mirador de Próspe-
ro’, «El ritmo viene de abajo» (en El Tiempo, Bogotá, 2 de julio de 1955, p. 5), Morales Pradilla se re-
firió, siempre a propósito de Barranquilla, a «unos intelectuales sin Parnaso»; la fórmula podía conve-
nir muy bien para la descomplicada actitud de los miembros del grupo, pero tampoco se hablaba pre-
cisamente, en esas líneas, del grupo de Barranquilla. De todas formas, para entonces, Germán Vargas
ya había dado el paso decisivo del que hablaremos más adelante.
acoger gentes e ideas nuevas y se negaban a establecer una nómina cerrada o un
ideario inmutable: el grupo tuvo anhelos, tuvo – si se quiere – un proyecto, pero
no un programa, y nunca pretendió armar un sistema. Ya en 1948, al evocar al
pintor Obregón, Germán Vargas se refería al «grupo de sus amigos» (subrayado
nuestro).12 El 17 de julio de 1950, en una carta en la que le relataba a Ramon Vin-
yes las dificultades por que pasaba el semanario Crónica, el mismo Germán Vargas
se refería a un pequeño conflicto interno y decía: «Bob se ha alejado del grupo».
Bob era el pianista Roberto Prieto y «el grupo» eran los cuatro periodistas, los
que trabajaban en el semanario: Alfonso Fuenmayor, García Márquez, Germán
Vargas, Cepeda Samudio.13 El propio Vinyes, en una carta del 27 de diciembre de
1951, decía a Germán Vargas, al referirse a los políticos conservadores que fre-
cuentaban a sus jóvenes amigos: «Supongo que nuestros buenos amigos, que aho-
ra están en el pináculo, no se habrán metido con los del grupo» (frente a los tole-
rantes «godos» barranquilleros, el «grupo» era necesariamente el de los liberales
heterodoxos, los periodistas, que eran entonces tres dada la ausencia de García
Márquez). Pero ya en ese momento y hasta cuando escribió su crónica definitoria
y definitiva a finales de 1955, Germán Vargas era el cronista del grupo de Barran-
quilla en las notas y los reportajes que enviaba a Semana de Bogotá, en los que, ca-
da vez que podía hacerlo, se refería a actividades de sus amigos; sólo le quedaba
bautizar al grupo, que fue aparentemente lo que hizo en su crónica de finales de
1955. En realidad, él, y nadie más que él, lo había hecho antes en un texto olvida-
do – él mismo lo había olvidado – que conocemos merced a un recorte del suple-
mento de El Colombiano de Medellín, conservado en el archivo de Cepeda Samu-
dio. Es una entrevista que Vargas le hizo al cuentista barranquillero Eduardo
Arango Piñeres, en ocasión de la salida de su libro Enero 25. En la introducción
de la entrevista escribía:
Eduardo Arango, hombre que ve claro, tiene también precisión y sencillez en sus
conceptos sobre el cuento. Y cree que en el sumarísimo renglón de cuento y novela
en Colombia, hay dos nombres que merecen ser debidamente subrayados: Álvaro
Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez, ambos pertenecientes, como Arango,
a lo que Próspero Morales Pradilla llamó «el grupo de Barranquilla».14
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12 Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 21 de junio de 1948, p. 5.
13 En su carta anterior, del 23 de junio, le había dicho Germán Vargas a Vinyes: «... de acuerdo
con lo esperado, lo estamos haciendo (el semanario), prácticamente, entre Alfonso, Gabito y yo. Los
restantes miembros del numeroso comité de redacción, bien poco es lo que hacen. Ahora, Álvaro nos
ayudará bastante».
14 Germán Vargas, «Entrevista con Eduardo Arango Piñeres», en El Colombiano Literario, Me-
dellín, 5 de junio de 1955, p. 5. El suplemento de El Colombiano era entonces dirigido por el perio-
dista Eddy Torres, quien había sido antes el brillante director de Semana de Bogotá, teniendo enton-
ces como corresponsales barranquilleros a Alfonso Fuenmayor y luego Germán Vargas. Eddy Torres
era en el periodismo colombiano uno de los más ilustrados y de inteligencia más aguda, y estaba muy
enterado de los movimientos contemporáneos en las letras y las artes (fue transitoriamente un intere-
sante cuentista experimental, aunque sin logro estético notable). Concedió mucho espacio de El Co-
lombiano Literario a los miembros del grupo de Barranquilla: a las notas de Germán Vargas, al libro
Meses después, el mismo Germán Vargas empezaría su consagrada crónica con
estas palabras: «Lo que Próspero Morales Pradilla llamó, meses atrás, ‘el grupo de
Barranquilla’...»15 Era mucha la insistencia, era demasiada, por parte de quien sa-
bía perfectamente que Morales nunca había hablado propiamente del grupo. La
realidad es que quien sabía de la existencia del grupo y venía siendo su cronista,
Germán Vargas, acudió a la prosopopeya para dejar sentada públicamente esa
existencia, pero él, y nadie más que él, era quien había acuñado la denominación
en la entrevista a Arango Piñeres, y con la plena conciencia de estarlo haciendo.
Es capital lo que aparentemente no es más que un detalle: en él se expresa con
claridad esa conciencia de ser grupo y poseer un ideario válido (aunque no se usa-
ra el sustantivo) y la convicción de que del grupo surgía lo más dinámico de la na-
rrativa colombiana – ver la alusión a García Márquez como novelista (en los días
de la entrevista a Arango Piñeres, estaba saliendo La hojarasca) – porque el recien-
te regreso de Obregón no permitía aún hablar en forma plenamente convincente
de su papel en el campo de la plástica, aunque hubiera sido no solamente posible
sino legítimo.
Afirmaba Germán Vargas en su crónica que el grupo se había ido formando
espontáneamente en los años cuarenta alrededor de Ramon Vinyes – lo cual resul-
ta del todo exacto –, pero no mencionaba a José Félix Fuenmayor que, aunque se
manifestó poco entonces, se hizo eco de los debates del grupo y tuvo a su vez un
papel de orientador a través de la redacción y la publicación de un reducido nú-
mero de cuentos.16 Luego cita Germán Vargas los nombres de quienes considera
como los miembros permanentes del grupo: además de él mismo, Alfonso Fuen-
mayor, Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García Márquez.17 Este último, en rea-
lidad, que había tomado contacto con los otros tres en 1948 (probablemente en
septiembre), sólo vivió en Barranquilla unos cuatro años (1950-1953), con algunas
interrupciones, pero por la forma en que, ya en 1955, había ilustrado los concep-
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
73
de cuentos de Cepeda e incluso a la producción del pintor Orlando Rivera («Figurita»), pintoresco y
entrañable marginal del grupo; hubo también una notable entrevista a García Márquez, autor de la
recién salida Hojarasca (aspectos, todos éstos, conocidos merced a los recortes conservados en el ar-
chivo de Cepeda). Está claro que, para Eddy Torres, el grupo de Barranquilla era una realidad cohe-
rente y, sobre todo, importante.
15 Años después, Alfonso Fuenmayor refrendó esa atribución del bautismo a Morales Pradilla en
sus Crónicas sobre el grupo de Barranquilla (op. cit., p. 11), pero no había tal. Hay, en todo caso, una
señal de que el honrado aunque superficial artículo de Morales Pradilla, el del 28 de noviembre de
1954, debió entonces dejar insatisfechos a los miembros del grupo: Cepeda Samudio conservó en su
archivo recortes de prensa de ese periodo, con cartas de lectores – algunas livianas pero con buena in-
formación otras – que ponían en tela de juicio la evocación hecha por Morales Pradilla. Más adelante
se citarán dos notas de García Márquez que también demuestran que los del grupo sintieron una cier-
ta irritación ante ese artículo que, a la postre y pese a lo que se ha venido diciendo a su propósito du-
rante años, nada tiene de fundacional.
16 Los cuentos fueron recopilados tardíamente y publicados después de la muerte del autor. José
Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, Medellín, Ed. Papel Sobrante, 1967, 152 p.
17 «A él (el grupo) han estado vinculados muchos nombres – tal vez nunca más de diez – pero
siempre han estado en él cuatro: Alfonso Fuenmayor, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samu-
dio y Germán Vargas».
tos del grupo, se le podía considerar como uno de sus miembros permanentes y el
que mejor concretaba, con La hojarasca, la realidad del proceso. Cita además Ger-
mán Vargas bastantes nombres, entre los que figuran los de Bernardo Restrepo
Maya y Alejandro Obregón. Existen pocas huellas de la actividad del primero
(unas cuantas publicaciones en la prensa, de interés desigual pero muy valiosas al-
gunas), pero estuvo presente desde el principio y fue un eficiente organizador de
manifestaciones artísticas – en un campo, la plástica, en el que el grupo también
fue importante, atrayendo temporalmente a su órbita pintores como Enrique
Grau y Cecilia Porras. Obregón, quien perteneció al grupo antes y después de la
estadía de García Márquez y nunca convivió con éste en Barranquilla, es el otro
nombre internacionalmente consagrado; después de 1955, en la época del bar La
Cueva – que García Márquez nunca frecuentó –, las artes plásticas (y el cine en
menor grado, con Cepeda Samudio) representaron en el grupo, gracias a Obregón
principalmente pero también gracias a Enrique Grau y a Cecilia Porras, lo que la
literatura había sido alrededor de 1950.
El grupo, desordenada y variable constelación de amigos que hacían una
«amable bohemia» (según expresión de Germán Vargas), había definido su perso-
nalidad en 1950, cuando, quince días después de regresar Ramon Vinyes a Catalu-
ña, apareció el sábado 29 de abril el primer número de Crónica, el semanario «lite-
rario-deportivo» que era su órgano, o lo fue por unos meses, hasta diciembre de
ese año, antes de entrar en decadencia y desaparecer en junio de 1951.18 Era su
director Alfonso Fuenmayor y su jefe de redacción García Márquez. Los que más
colaboraron en el semanario, además de los dos citados, fueron Germán Vargas y
Cepeda Samudio – una de las bases que tenía Germán Vargas, cinco años des-
pués, para afirmar que ellos cuatro habían sido los pilares del grupo.
Los cuatro eran periodistas – como lo habían sido, aunque en forma más oca-
sional, Ramon Vinyes y José Félix Fuenmayor – y en esa calidad de profesionales
de la cosa escrita aparece otro elemento que justifica la aseveración de Germán
Vargas sobre el núcleo del grupo.19 El caso es que son precisamente sus escritos
aparecidos en la prensa los que suministran las bases documentales útiles para co-
nocer las opiniones y las ambiciones del grupo – más que los escritos del «sabio
catalán» y en una forma distinta a como permiten hacerlo los cuentos de José Fé-
lix Fuenmayor. Que los cuatro amigos y periodistas fueran el núcleo o los pilares
del grupo, así lo sentían sus detractores, al menos los que estaban en condiciones
de saber de sus actividades y opiniones, es decir lectores barranquilleros. Es reve-
ladora una diatriba suscitada en 1954 por la aparición del libro de cuentos de Ál-
varo Cepeda Samudio, Todos estábamos a la espera. Un intelectual local denuncia-
ba en una reseña venenosa la «alharaca» formada en torno al libro por los amigos
JACQUES GILARD
74
18 Cfr. Jacques Gilard, «Historia de Crónica», Gaceta, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura,
núm. 35, 1981, pp. 24-32; núm. 36, 1982, pp. 21-32.
19 El orgullo de ser periodistas – que Cepeda Samudio y García Márquez mantuvieron y exhibie-
ron por muchos años, hasta la actualidad el segundo – es un elemento más en el predominio de los
cuatro dentro de la representación que Germán Vargas dio del grupo. Escribía en su crónica: «Han
sido y son reporteros de periódicos y creen que serlo es una de las mejores maneras de ser algo».
del autor y se refería a «una amistad que rompe todos los convencionalismos, co-
mo la que cultivan Fuenmayor, Vargas, Gabito y Cepeda Samudio», añadiendo:
«El enfoque crítico, desde luego, tiene que ser deleznable».20 Como la crítica se
formulaba además, con toda claridad, desde los criterios del ya derrotado nacio-
nalismo literario, más clara aún resultaba la identificación del grupo: los cuatro
amigos, los cuatro periodistas y sus criterios universalistas y contemporáneos. Las
malas intenciones no se equivocaban.
La profesión de los cuatro periodistas – primero de los tres barranquilleros, si se
tiene en cuenta el que García Márquez fue un advenedizo – da la clave de varios as-
pectos en las actividades y las características del grupo. Ellos eran hombres de co-
municación y jóvenes que, por ser jóvenes y por sentir el reto de las inquietudes po-
líticas del momento, se adaptaban fácilmente a las exigencias de una época – los
años cuarenta – que era de rápido desarrollo de los medios de comunicación. De
allí se seguían la variedad de los temas sobre que escribían (muchas «cosas del día»
y no tantas cuestiones culturales), su dependencia con respecto al material de actua-
lidad (aunque no se propusieron ser sistemáticos, no les hubiera sido posible serlo)
y sobre todo con respecto a las normas que regían la vida intelectual colombiana
(sólo podían aceptarlas o rechazarlas, y su rechazo no podía cambiarlas). Es posible
sacar en claro unos cuantos principios, pero es casi siempre por medio de una reac-
ción frente a unos hechos concretos y una realidad nacional específica. Es habitual-
mente difícil destacar el sentido de una aseveración sin tener que recordar antes la
circunstancia que la generó. Hablar del ideario del grupo, inevitablemente, es des-
cribir el estado de cosas contra que reaccionaba y, con frecuencia, acudir a lo anec-
dótico. Ese ideario se ve, además, disperso en una cantidad de notas breves y rea-
cias a una síntesis rigurosa. Es probable, incluso, que no la pueda ni la deba haber:
sería lo contrario de una dinámica, y el grupo fue eso más que todo, una dinámica.
La connotación geográfica impone una evocación del posible ingrediente local
o regional (nunca se justificaría, sin embargo, hablar de regionalismo) en los plan-
teamientos del grupo de Barranquilla. Es cierto que un sutil ingrediente de reivin-
dicación regional puede haber dejado huellas en los conceptos y los escritos de sus
miembros. Su región, la Costa Atlántica, puede decirse que, más que formar parte
de Colombia, le pertenecía. La imagen del país se había forjado esencialmente en
la parte andina, por evidentes razones de geografía, de estructural dificultad del
transporte, de organización administrativa. A pesar de la extremada fragmenta-
ción de su espacio, la vida de Colombia llevaba entonces la marca de un fuerte
centralismo. La idea que de la nacionalidad se hacían los círculos intelectuales y
políticos capitalinos no coincidía con los límites geográficos del país ni daba cuen-
ta de todas las gentes que allí vivían. Fuera de la imagen convencional que se tenía
de las viejas ciudades coloniales (Santa Marta y Cartagena), la Costa y su humani-
dad mulata o se desconocían o inquietaban, como una presencia indeseable de las
exóticas Antillas y del Africa oscura. Barranquilla, aldea en el siglo XIX y urbe
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
75
20 Rafael Rasch Ferreyra, «Breve nota sobre Todos estábamos a la espera», en La Prensa, Barran-
quilla, 30 de agosto de 1954. Este artículo consta en un recorte conservado en el archivo de Cepeda.
moderna en 1950, era una emanación de la Costa «profunda» y no encajaba en la
noción de ciudad colombiana: era una población opulenta y activa, pero caribeña,
cosmopolita y sin tradiciones identificables o identificadas – fuera de un carnaval
que se aceptaba en nombre de la simpatía que irradiaba pero cuyas obvias compo-
nentes negroides no dejaban de causar recelo, cuando no urticaria –. El lugar co-
mún de «ciudad de tenderos» presuponía la ausencia de una dimensión y una ac-
tividad culturales.
La realidad era distinta, pero la condición de puerto joven hacía muy difícil
que la vida cultural de Barranquilla y sus particularidades fueran percibidas desde
los criterios forjados en las ciudades de raigambre colonial.21 Había una apertura
hacia afuera que generaba una actitud sui generis y, desde hacía tiempo, activida-
des vinculadas a la azarosa vida de una prensa local escasamente proyectada hacia
el interior del país. Los miembros del grupo sabían de la existencia de la revista
Voces,22 animada de 1917 a 1920 por el «sabio catalán», de publicaciones y de li-
bros de elevado nivel que se desconocían en el resto del país. Y la curiosidad por
lo foráneo, que heredaban de una tradición local generada por la geografía, hacía
que ellos estuvieran convencidos de que las posturas de valor universal pertenecí-
an más bien a la Costa, mientras que las posturas provincianas predominaban en
el interior y especialmente en Bogotá. Por otra parte, la mentalidad de los barran-
quilleros se nutría del orgullo de ser una ciudad de progreso, nacida del progreso,
la primera que en Colombia había tenido teléfono, luz eléctrica, acueducto, com-
pañía de aviación, emisoras de radio, y estaba más en contacto con el mundo; la
sociedad del interior del país les parecía anacrónica en muchos aspectos.
En ese concepto de que el interior era provinciano y anacrónico, la vanidad lo-
cal podía tener algún papel, pero, en realidad, tratándose del grupo de Barranqui-
lla, ese papel debía ser nulo o sumamente marginal (Cepeda cultivó en la vida dia-
ria un costeñismo agresivo, pero no fue así nunca en el campo intelectual). Sus
planteamientos no tenían que ver con criterios espaciales, sino con una exigencia
de honradez y seriedad intelectuales, de rigor crítico y de calidad estética. Denun-
JACQUES GILARD
76
21 Ya alejado de la ciudad costeña, García Márquez sintió la necesidad de publicar en la columna
colectiva ‘Día a día’ de El Espectador de Bogotá una nota en la que recordaba el papel que había teni-
do tempranamente Ramon Vinyes en Barranquilla y generalmente en la cultura colombiana; era una
forma de a la vez matizar y rebatir la reciente afirmación, por Próspero Morales Pradilla, de que «Ba-
rranquilla llega(ba) a las letras» (Anónimo (Gabriel García Márquez), «El viejo que había leído todos
los libros», en El Espectador, Bogotá, 31 de diciembre de 1954, p. 4). Fue en esa nota donde por pri-
mera vez empleó la denominación de «sabio catalán». Unos días después, en la misma columna, vol-
vió a la carga con una nota sobre el cincuentenario del Centro Artístico de Barranquilla (Anónimo
(Gabriel García Márquez), «Como en 1905», en El Espectador, Bogotá, 5 de enero de 1955, p. 4.
22 Cfr. Germán Vargas, recopilador y prologuista, Voces, 1917-1920. Selección de textos, Bogotá,
Instituto Colombiano de Cultura, 1977, 432 p. A Voces se había referido García Márquez en su nota
del 31 de diciembre de 1954. De la revista que animara Vinyes existe hoy una edición facsimilar, en
tres volúmenes, por la Universidad del Norte, Barranquilla (2003), completada con algunos estudios
críticos y un útil índice onomástico. Es evidentemente un material muy valioso, pero es de lamentar el
desaliño con que se efectuó el trabajo: el escáner es caprichoso en la restitución de los signos y ha fal-
tado una verdadera corrección de pruebas.
ciaban o se burlaban de lo que les parecía mal hecho, pero nunca condenaron un
libro por ser obra de un hombre del interior (un «cachaco») y se empeñaron siem-
pre en ver el mérito propio de todo lo que leían, viniera de donde viniera. Jorge
Zalamea, León de Greiff, Eduardo Zalamea Borda, Hernando Téllez, Álvaro Mu-
tis y algunos más (no muchos más) entre los intelectuales interioranos, tuvieron en
los miembros del grupo lectores atentos. Hasta se puede decir que los cuatro jóve-
nes del grupo fueron en cierto modo – se impondrían diversos matices, sobre los
campos de influencia y sobre las preferencias de cada uno – discípulos costeños
de los dos Zalameas.
Los sarcasmos fueron contra lo provinciano y anacrónico, pero, desde luego,
subrayando irónicamente la condición de esos provincianos – los barranquilleros
– irritados por las ínfulas y las intrigas de los intelectuales de la capital. Escribía,
por ejemplo, Álvaro Cepeda Samudio:
Se queja José Ignacio Libreros en su «Noticiario Cultural» de El Tiempo de que en
Correo, revista de la Unión Panamericana, se haga caso omiso de nuestra actividad
literaria y artística. Cabe preguntarle a JIL a cuál actividad se refiere, porque nos-
otros, los de «provincia», no tenemos noticia alguna de los movimientos literarios y
artísticos de los guardadores de nuestras tradiciones culturales.23
Y Germán Vargas:
No había visto hasta ahora que ningún escritor abocara el asunto de la pobreza de
los suplementos dominicales de los diarios capitalinos desde uno de esos diarios,
como lo ha hecho Wills Ricaurte. Es la suya una actitud meritoria, que traduce el
pensar de muchas gentes de la provincia, como graciosa y peyorativamente nos lla-
man los provincianos cuando pontifican desde la capital.24
Dos años después, escribiría García Márquez:
Hace algunos días (...) un inteligente amigo me advertía que mi posición con res-
pecto a algunas congregaciones literarias de Bogotá era típicamente provinciana.
Sin embargo, mi reconocida y muy provinciana modestia me alcanza, creo, hasta
para afirmar que en este aspecto los verdaderamente universales son quienes pien-
san de acuerdo con este periodista sobre el exclusivismo parroquial de los portaes-
tandartes capitalinos. El provincianismo literario en Colombia empieza a dos mil
metros sobre el nivel del mar.25
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
77
23 Álvaro Cepeda Samudio, ‘En el margen de la ruta’, «Nuestra actividad literaria», en El Nacio-
nal, Barranquilla, hacia el 28 de enero de 1948. Por haberse perdido en parte las colecciones de ese
diario, subsisten solamente recortes sin fechar de algunos artículos de Cepeda Samudio, conservados
en el archivo de éste. Los fechamos con base en los hechos aludidos o en los artículos de prensa que
comentaba Cepeda. Esas pérdidas afectan una parte de lo que éste publicó en El Nacional, lo mismo
que una parte de la producción de Germán Vargas – de manera irremediable en este último caso –.
24 Germán Vargas, «Nota intrascendente», en El Nacional, Barranquilla, 14 de agosto de 1948, p. 5.
25 Gabriel García Márquez (Septimus), ‘La Jirafa’, «Otra vez Arturo Laguado», en El Heraldo,
Barranquilla, 27 de abril de 1950, p. 3.
La inquina local solamente suministraba una forma corrosiva de decir las co-
sas; lo esencial se situaba a otro nivel. Lo había expresado Alfonso Fuenmayor en
una de sus importantes notas sobre Alejandro Obregón, quien, en una reciente
exposición realizada en Bogotá, no había podido vender un solo cuadro:
Todavía pesa sobre (los círculos literarios y artísticos) una cantidad de prejuicios
desde hace tiempo evaporados en otros centros, que tienen su postrer y enérgica vi-
gencia en Bogotá.26
Alejandro Obregón
Si bien era ineludible empezar por los periodistas y su quehacer – Alfonso
Fuenmayor y Germán Vargas desde 1940, con los que se reunieron Cepeda Samu-
dio y, finalmente, García Márquez –, la cronología del proceso y la coherencia de
éste requieren a su vez que se le conceda ahora un espacio consecuente a un pin-
tor. Obregón apareció cuando José Félix Fuenmayor había empezado a publicar
los primeros cuentos de una serie que desembocaría en el libro póstumo La muer-
te en la calle, cuando Vinyes había triunfado en juegos florales del exilio catalán
con los cuentos entre mágicorrealistas y grotescos de A la boca dels núvols y cuan-
do Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas acababan de dar señales inequívocas de
sus ideas sobre la narrativa contemporánea – o sea cuando el grupo demostraba
haber escogido una orientación –. Pero es más que probable que, sin Obregón, el
ideario del grupo no se habría, si no forjado, al menos precisado en la forma que
lo hizo, y la historia sería distinta.
Primer «exterior» en agregarse al grupo, en un tiempo en el que éste había co-
brado consistencia, Alejandro Obregón surgía como un artista de primera impor-
tancia y, de alguna manera, cumplió un papel de catalizador: si, hasta entonces, los
creadores eran en el grupo personas ya mayores (Vinyes, José Félix Fuenmayor),
un joven de muy prometedor talento aportaba la cuasi seguridad de que las espe-
ranzas y las ideas del grupo iban a confirmarse, a concretarse y, tal vez, a imponer-
se a nivel nacional – cumpliéndose el último aspecto en cuanto a las obras (cuan-
do menos las de García Márquez y Obregón), pero no en cuanto a un reconoci-
miento del grupo.
Obregón era el heredero de una importante fábrica textil de Barranquilla, pero
se desentendió de la empresa paterna y se dedicó totalmente a la pintura, salvo un
breve episodio de ruptura con su familia, en el que fue conductor de camiones y
máquinas en la zona petrolera del Catatumbo. Había nacido en Barcelona (1920)
y había pasado unos pocos años de su niñez en Barranquilla antes de estudiar ba-
chillerato en Estados Unidos e Inglaterra, volviendo luego a Barcelona donde em-
prendió estudios de dibujo y pintura, sin concluirlos por preferirles un proceso
JACQUES GILARD
78
26 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Obregón en Bellas Artes», en El Heraldo, Barranquilla, 7
de junio de 1948, p. 3.
personal de tipo autodidáctico. Al parecer, su primera estadía en Barranquilla de-
jó en él huellas definitivas, lo cual puede explicar la intensa identificación con el
mundo tropical en un artista que vivió la mayor parte de su joven vida bajo otros
climas. Obregón regresó a Colombia en 1944, pasando unos meses en Barranqui-
lla e instalándose pronto en Bogotá, donde enseñó un tiempo en la Escuela Nacio-
nal de Bellas Artes y participó en el Salón anual de pintura.27 El 15 de junio de
1945, abrió en su propio taller una exposición algo informal,28 atrayendo la aten-
ción de la crítica, o cuando menos de unos pocos críticos bien inspirados.29 Tam-
bién en 1945, volvió a participar en el Salón anual de pintura, mereciendo al paso
el elogio de un intelectual tan sagaz y exigente como Eduardo Zalamea Borda.30
Al parecer, fue Alfonso Fuenmayor, entonces periodista en Bogotá, quien contri-
buyó a que volviera a Barranquilla, al incitarlo a participar en el primer Salón de
artistas costeños que organizaban para diciembre de 1945 en la Biblioteca Depar-
tamental del Atlántico sus amigos Bernardo Restrepo Maya, director de ésta, y
Germán Vargas, su secretario.31 Así fue como Obregón hizo contacto con el me-
dio intelectual de su ciudad de origen – en particular con Germán Vargas, cuya
oficina invadió muy pronto con toda su utilería – y se manifestó como pintor cos-
teño. Recibió entonces el primer premio del Salón32 y se instaló en la ciudad don-
de, con la complicidad de sus nuevos amigos Restrepo Maya y Vargas, realizó po-
co después una exposición individual, nuevamente en la Biblioteca Departamen-
tal; corría el mes de febrero de 1946.33
Unos meses más tarde, Obregón era nombrado director de la Escuela de Bellas
Artes de Barranquilla – un nombramiento que coincide con el regreso de Alfonso
Fuenmayor a la ciudad y su acceso a la dirección de la Extensión Cultural del de-
partamento del Atlántico –, lo cual le valía un comentario cálido en una nota del
recién fundado diario local El Mundo, inspirada si no escrita por Germán Var-
gas.34 Unos días más tarde, su pintura era objeto de un análisis crítico elogioso del
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
79
27 Álvaro Medina, «Alejandro Obregón», Procesos del arte en Colombia, Bogotá, Colcultura,
1978, pp. 359-452, pass.
28 Anónimo, «El pintor Obregón», en El Tiempo, Bogotá, 17 de junio de 1945, p. 5.
29 Gilberto Owen, «El pintor Obregón», en El Tiempo, Bogotá, 29 de junio de 1945, p. 4 (es el
texto de «presentación» leído la víspera por el autor, poeta mexicano, pero la exposición ya llevaba
entonces varios días). Arturo Camacho Ramírez, «Alejandro Obregón, pintor colombiano», en Sába-
do, Bogotá, núm. 103, 30 de junio de 1945, p. 5.
30 Eduardo Zalamea Borda (Ulises), ‘La ciudad y el mundo’, «El VI SAAC», en El Espectador,
Bogotá, 16 de octubre de 1945, p. 4.
31 Álvaro Medina, «Del Café Colombia al bar La Cueva», en Suplemento del Caribe, Barranqui-
lla, núm. 12, 14 de octubre de 1973, p. 12.
32 Bernardo Restrepo Maya, «El primer Salón anual de pintura y escultura», en El Heraldo, Ba-
rranquilla, 27 de diciembre de 1945, pp. 3 y 6. Néstor Madrid-Malo, «El primer Salón de artistas cos-
teños», en El Tiempo, Bogotá, 6 de enero de 1946, 2da. Sección, p. 2.
33 Anónimo, «Exposición de Alejandro Obregón», en El Heraldo, Barranquilla, 14 de febrero de
1946, p. 3. Anónimo, «Un completo éxito la exposición de Obregón», en El Nacional, Barranquilla,
21 de febrero de 1946, p. 5.
34 Anónimo, «La Escuela de Bellas Artes», en El Mundo, Barranquilla, 10 de agosto de 1946, p. 4.
«sabio catalán» Ramon Vinyes.35 No sabemos cuánto tiempo ejerció Obregón su
tarea docente, pero es probable que la dejó bastante pronto para dedicarse a sus
propias indagaciones pictóricas. A los años 1946 y 1947 corresponde la época fer-
vorosa del taller situado en el edificio Muvdi, en el centro de Barranquilla – de la
que hablaría un poco más tarde Alfonso Fuenmayor –,36 la cual duró, al parecer,
hasta principios de 1948, momento en el que Obregón se trasladó a Bogotá con la
intención de presentar allí una exposición. Esta se vio retrasada por el drama his-
tórico del 9 de abril y sólo se inauguró a finales de ese mes – no sin dar testimonio
del reciente desastre –. Pese a su fracaso comercial (Obregón no vendió un solo
lienzo, según la nota de Alfonso Fuenmayor), la exposición entronizó el prestigio
del artista y éste fue nombrado, el 4 de junio, decano de la Escuela Nacional de
Bellas Artes.37 Ocupó ese puesto por un año, durante el cual impulsó una exposi-
ción colectiva latinoamericana en la que también participó38 y presentó una nueva
exposición individual que le valió más elogios de la crítica,39 tras de lo cual su has-
tío ante el permanente conflicto con el academicismo en el seno de la Escuela Na-
cional lo llevó a presentar renuncia: en junio de 1949, pasaba unos días en Barran-
quilla, con su decisión cumplida (el 4 de junio, al año de su nombramiento) y re-
suelto a regresar a Europa para dedicarse exclusivamente a pintar.40
A Colombia no regresó sino en 1955, sin que sus amigos del grupo se hubieran
olvidado de él, ya que sus actividades europeas habían dejado huellas en El Heral-
do.41 La crónica de Germán Vargas sobre el grupo, escrita a finales de 1955, men-
cionaba a Obregón como uno de sus miembros pues, si es obvio que no lo habían
olvidado, tampoco se podía eludir el torbellino que tuvo que ser su presencia en la
vida de sus amigos. El regreso ocurrió en la primavera de 1955, ya que le hicieron
una entrevista, anónima, para el suplemento de El Tiempo en abril.42 Obregón ya
tenía entonces su taller instalado en una calle céntrica de Barranquilla. A partir de
ese momento, y por largos años, su existencia se relaciona íntimamente con la ciu-
dad y se confunde con las actividades del grupo: era uno de sus frescos el que pre-
JACQUES GILARD
80
35 Ramón Vinyes, «Alejandro Obregón», en El Mundo, Barranquilla, 19 de agosto de 1946, p. 3.
36 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «El pintor Alejandro Obregón», en El Heraldo, Barranqui-
lla, 30 de abril de 1948, p. 3.
37 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Obregón en Bellas Artes», en El Heraldo, Barranquilla, 7
de junio de 1948, p. 3. Eduardo Zalamea Borda (Ulises), ‘La ciudad y el mundo’, «Obregón, rector»,
en El Espectador, Bogotá, 7 de junio de 1948, p. 4. Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Na-
cional, Barranquilla, 21 de junio de 1948, p. 5.
38 Álvaro Medina, «Alejandro Obregón», op. cit., pp. 398-399.
39 Eduardo Zalamea Borda, ‘La ciudad y el mundo’, «La exposición de Obregón», en El Especta-
dor, Bogotá, 30 de abril de 1949, p. 4. Jorge Gaitán Durán, «La pintura de Obregón», en El Tiempo,
Bogotá, 20 de mayo de 1949, 2da. Sección, p. 3. Walter Engel, «Alejandro Obregón», en Revista de
América, Bogotá, Vol. XVII, núm. 54, junio de 1949, pp. 61-62.
40 Anónimo, «Alejandro Obregón», en El Heraldo, Barranquilla, 10 de junio de 1949, p. 3.
41 Anónimo, «Un pintor colombiano triunfa en Francia», en El Heraldo, Barranquilla, 23 de ju-
nio de 1951, p. 1. Se ilustraba ese artículo con una fotografía de Alba, el pueblo del sur de Francia
donde residía y pintaba Obregón.
42 Anónimo, «Un pintor colombiano que triunfa en Europa», en El Tiempo, Bogotá, 17 de abril
de 1955, 2da. Sección, p. 2.
sidía las parrandas del bar La Cueva. El periodo que se abría en 1955 consagró el
predominio de las artes plásticas en las inquietudes del grupo de Barranquilla,
siendo La casa grande, la novela de Cepeda Samudio, el único texto literario que
podría «oponerse» a la producción de Obregón, a la de Enrique Grau, a la de Ce-
cilia Porras, al descubrimiento del pintor ingenuo Noé León y a las bienales de
pintura latinoamericana inspiradas por Obregón y apoyadas por el funcionario in-
ternacional Gómez Sicre – y, en cierto modo, hasta al frustrado proyecto de un
museo de arte contemporáneo en la ciudad –. También es cierto que García Már-
quez, que estaba lejos (en Europa y luego en Venezuela), seguía escribiendo, pero
lo hacía en otros ámbitos y estaba desvinculado de la bohemia que vivían sus ami-
gos de Barranquilla.
La más larga ausencia de Obregón (1949-1955) coincide con la época en que el
futuro premio Nobel de literatura estuvo vinculado con el grupo o inmerso en él.
Si hubo un encuentro, debió ser muy breve y darse en julio de 1955, cuando Gar-
cía Márquez pasó por Barranquilla en su viaje a Europa. Es ilusorio el único punto
de contacto que parecería poderse vislumbrar: Obregón pertenecía al «comité ar-
tístico» del semanario Crónica, cuyo jefe de redacción era García Márquez, pero su
nombre figuraba solamente por tratarse de un amigo y miembro del grupo; por en-
contrarse entonces en Europa, le habría sido del todo imposible colaborar. Un solo
dibujo de él apareció en Crónica, ilustrando el cuento «Divertimento», de Julio
Mario Santodomingo, pero se copiaba en realidad del semanario bogotano Estam-
pa, donde Alfonso Fuenmayor había publicado el cuento y el dibujo un año antes.
Aunque aquí interesan principalmente las ideas y su expresión escrita, y dentro
de ésta la producción literaria de algunos miembros del grupo de Barranquilla, el
proceso general de éste no podría explicarse si no se le prestara la debida atención
al papel de Obregón: alrededor de sus cuadros empezó a cristalizarse la reflexión
del grupo. El cosmopolitismo de su experiencia y sus anhelos de realización perso-
nal (el viaje a Europa en 1949, que García Márquez imitaría en 1955) eran a la vez
un ejemplo propuesto a los jóvenes intelectuales de Barranquilla y un corolario de
las convicciones de éstos. Principios y creación se respondían y se nutrían mutua-
mente – como pasó en 1948-1950 con los cuentos, sobre todo en los meses más fe-
cundos de Crónica –. A otro nivel, las presencias alternadas de Obregón y García
Márquez ilustran en forma casi perfecta lo que fueron las grandes etapas del gru-
po de Barranquilla.
Cuando regresó a Colombia en 1955, Obregón era un pintor cotizado merced
a sus éxitos europeos y a una exposición en Estados Unidos. Se veía convertido a
pesar suyo en una figura social a la manera colombiana, con la que no se sentía
muy afín. Al ser entrevistado para el suplemento de El Tiempo, mostraba una reti-
cencia para expresarse. No había sido el caso en los años cuarenta, como parecen
insinuarlo los episodios en que asumió cargos docentes, y sobre todo como lo con-
firman testimonios fidedignos, de la misma época, así como un texto escrito por
él, sobre el que volveremos. A raíz del nombramiento de Obregón como decano
de Bellas Artes en Bogotá, escribió Germán Vargas al recordar los tiempos, aún
muy recientes, del edificio Muvdi de Barranquilla:
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
81
De regreso de sus búsquedas en el mundo maravilloso y cada vez más sorprendente
de la pintura, Alejandro Obregón trae una nueva emoción que le ilumina el rostro y
le enciende la inteligencia. Entonces la analiza ante el grupo de sus amigos que le
escuchan con simpatía hacia su fervor y con admiración ante su obra.43
Unas semanas antes, refiriéndose a la exposición que el «bogotazo» había obli-
gado a aplazar, Alfonso Fuenmayor también evocó la efervescencia conceptual
(otra vez la palabra «búsquedas») que era el quehacer de Obregón en el edificio
Muvdi, recordando que el pintor:
trabajaba con sostenido tesón en esos nuevos cuadros, en los que cuajaba su más re-
ciente modalidad artística conquistada al través de perpetuas búsquedas y jubilosos
hallazgos (...) el artista barranquillero no se ha estabilizado, sino que cada tempora-
da señala en él un instante de su evolución, confesándose a sí mismo que cualquier
momento del arte es un punto de partida y no la meta donde termina la ansiedad.44
La nota que escribió unas semanas después el mismo Alfonso Fuenmayor con
motivo del nombramiento de Obregón en el decanato de Bellas Artes de Bogotá
condensó en forma ejemplar la idea clave del grupo de Barranquilla sobre los re-
tos que esperaban al arte y al pensamiento en la Colombia de los cuarenta, con la
noción de una ineludible contemporaneidad:
Alejandro Obregón, desde el decanato de la Escuela de Bellas Artes, realizará la re-
volución artística que desde hace tiempo está necesitando Colombia si quiere, y és-
te debe ser un imperativo de nuestra cultura, ponerse, no ya en un plano de avanza-
da, sino, apenas, a tono con la hora del mundo.45
La obligación de contemporaneidad es el centro mismo del flexible ideario del
grupo de Barranquilla, y se observa que, si la idea flotaba entre líneas en lo que
Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Cepeda Samudio venían escribiendo inter-
mitentemente desde 1945 sobre cuestiones literarias, nunca se había expresado
con tanta densidad y claridad. Los conceptos manejados por Obregón y su autoe-
xigencia habían agudizado esa conciencia, que se manifestó posteriormente más
de una vez a propósito de literatura, cuando Cepeda Samudio empezó a publicar
cuentos y luego cuando García Márquez, con varios cuentos ya publicados pero
en plena evolución gracias a sus amigos, se incorporó al grupo.
En un ensayo no exento de desniveles, con sutiles observaciones en materia de
plástica y tal vez demasiado largas consideraciones sobre el atraso de la intelectua-
JACQUES GILARD
82
43 Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 21 de junio de 1948, p.
5. 44 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «El pintor Alejandro Obregón», en El Heraldo, Barranqui-
lla, 30 de abril de 1948, p. 3. La faceta de un Obregón incansable trabajador fue mostrada principal-
mente por sus amigos del grupo de Barranquilla y por el mexicano Gilberto Owen.
45 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Obregón en Bellas Artes», en El Heraldo, Barranquilla, 7
de junio de 1948, p. 3.
lidad colombiana,46 otro miembro del grupo, Bernardo Restrepo Maya, confirma
esa imagen del pintor como hombre de pensamiento. Se entrevé que, además de
hombre de conceptos, Obregón era también un hombre de lo escrito, aunque fue-
ra entonces a nivel privado, para el círculo de sus amigos de Barranquilla:
Chirico retrocede, tras avanzar a todos los excesos. Al decir exagerado y unilateral
de Obregón en una carta, el gran renovador italiano se ha convertido en algo así co-
mo una caricatura de Franz Hals.47
Poco después, se manifestó públicamente como hombre de pensamiento y es-
critura con una corta y contundente reseña crítica sobre una exposición de su
amigo Enrique Grau. La reseña demuestra una ósmosis con las posturas del gru-
po, en particular sobre lo que merece llamarse el compromiso de Obregón – en el
sentido que la palabra tenía en esos años de apogeo del existencialismo, aunque
era sui generis el de Obregón –. De ello asomaban señales en el comentario de Al-
fonso Fuenmayor sobre el nombramiento en el decanato, y es lo que vuelve a ob-
servarse en la nota crítica de Restrepo Maya, merced a la cual – en íntima relación
con la reseña de Obregón – se mide la nitidez de las posturas ideológicas y estéti-
cas del pintor. Escribía Restrepo Maya:
Al través de las maneras contemporáneas, en (la obra de Obregón) se refleja inten-
samente su angustiada personalidad contemporánea. Una personalidad integrada
fundamentalmente por el desconcierto y por la angustia, erguida sobre un desolado
fondo trágico, y en la que el florecimiento del lirismo vitalmente humano es amar-
gura. Muchas de sus figuras parecen surgir, estilizadas hasta la última posibilidad,
del tremendo mundo de un Poe que hubiera nacido en este siglo. Aun las cosas que
pinta, aun las sillas, las mesas, las altas casas llenas de alma que se asoma por venta-
nucos al parecer trivialmente decorativos, aun el color ceñido que utiliza, aun el cie-
lo, vienen de la tragedia del espíritu actual.
Expresadas con más densidad, esas nociones figuran en la reseña de Obregón
sobre la exposición de Grau – sin ecos del existencialismo, que él dejaba para sus
amigos dedicados a la cosa escrita, y más bien como una continuación lógica de sus
indagaciones pictóricas: nada hay en él de la verborrea mimética que había de pre-
dominar un poco más tarde en el discurso de los nuevos intelectuales oficiales so-
bre el tema del compromiso (también sus amigos barranquilleros la sabían evitar,
pero no era el caso de todos los críticos, incluso de uno tan lúcido como Jorge Gai-
tán Durán) –. Se encuentra, al contrario, en la breve reseña sobre el pintor cartage-
nero– un modelo de concisión, pese al arrebato con que se escribió, y un modelo
de ética, dada la franqueza de elogios y reparos sobre la pintura del amigo – la mis-
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
83
46 Alfonso Fuenmayor, Eduardo Zalamea Borda, Germán Vargas y Gilberto Owen también seña-
laron, como hacía entonces Restrepo Maya, la abierta hostilidad de buena parte del público colombia-
no hacia la pintura de Obregón. El tema de la intelectualidad retardataria resultaba, de todas formas,
ineludible y así consta en muchos escritos del grupo, como ocurre en este artículo de Restrepo Maya.
47 Bernardo Restrepo Maya, «El pintor Alejandro Obregón», en El Tiempo, Bogotá, 8 de agosto
de 1948, 2da. Sección, p. 4.
ma convicción que vibraba en los textos de Jorge Zalamea cuando éste se expresa-
ba sobre ese tema. Esas posturas eran ya las de Obregón cuando en 1946 y 1947 re-
flexionaba en alta voz delante de sus amigos, antes de que el existencialismo pasara
a ser una moda en Colombia. La angustia ante el mundo contemporáneo era en
Obregón un hecho, como lo era en Zalamea y en sus amigos de Barranquilla; otros,
más cercanos al poder intelectual y próximos a convertirse en ese poder, iban a re-
bajarla al nivel de un tema grávido de dividendos sociales. El compromiso de
Obregón no era una palabra cuando, el día 10 de abril de 1948, recorría las calles
de Bogotá aún estremecidas de tiroteos y tomaba croquis que serían la base de su
óleo «Masacre - 10 de abril», presentado poco después en su aplazada exposición.
Ese compromiso rebasaba la cuestión de la «violencia» colombiana. Nunca au-
sente en la reflexión, la «violencia» no quedaba fuera del marco de angustias con-
temporáneas y universales nacidas de los horrores de la guerra mundial, en un
mundo desorientado y decepcionado por la guerra fría y enfrentado con la amena-
za de la destrucción atómica. Esas preocupaciones se compartían con Jorge Zala-
mea, con Eduardo Zalamea Borda, con Mutis, con los otros miembros del grupo
de Barranquilla. Eran puntos fundamentales, en medio de otros rasgos comunes,
también libres de toda influencia y nacidos de una exigencia intelectual y ética,
que llevaban a los jóvenes del grupo a reunirse en torno a algunas convicciones y a
un anhelo común. Obregón terminaba su reseña con una referencia a una exposi-
ción futura, en la que había de participar Grau, «una exposición de pintura nueva
colombiana que está en vías de organizarse y que será el resumen de las inquietu-
des artísticas del momento contemporáneo».48 Sabía concluir con palabras esen-
ciales, como había sabido acudir a palabras esenciales en su reflexión crítica sobre
la pintura del amigo – al lado del sarcasmo, muy en el tono del grupo, sobre los vi-
cios de la vida artística e intelectual de Colombia, especialmente en el medio capi-
talino –.49 Escribía Obregón:
Siempre hemos creído que la razón de ser básica de un artista es la de mostrar fiel-
mente lo que es él, con todas las repercusiones que siente al ser parte de una comu-
nidad. Sería preciso, en primer término, hacer un análisis general de nuestra plásti-
ca y del ambiente en que se ha desarrollado para comprender el porqué del éxito
inmediato de ciertas manifestaciones pueriles de tan rotundo éxito en el público –
como el obtenido por tantos pintamonas que se derriten al ver el rayo del sol que
atraviesa una nube o el reflejito idiota que da un charco sabanero.
Pero Grau no trabaja para un grupo limitado, él ha tenido el valor de buscar la escala
de sentimientos universales. La situación suya en nuestra plástica es de tal manera
destacada que, por lo mismo, se le puede exigir una pintura de máximas condiciones.
JACQUES GILARD
84
48 Alejandro Obregón, «El pintor Enrique Grau», en El Tiempo, Bogotá, 26 de seeptiembre de
1948, 2da. Sección, p. 2.
49 Los «pintamonas» a los que solamente aludía Obregón habían sido nombrados por su amigo
Alfonso Fuenmayor en su nota del 7 de junio (Martínez Delgado, Ariza, Gómez Campuzano, Zamo-
ra). Se percibe en la reseña de Obregón sobre Grau la irritación del sin embargo recién estrenado de-
cano ante el academicismo que reinaba en Bellas Artes y ya debía de estorbarlo en sus labores.
Esta sobria y atropellada reseña de Obregón, pese a su brevedad (también fue-
ron concisos siempre sus amigos barranquilleros), es de capital importancia, por
altamente representativa, en el proceso e ideario del grupo de Barranquilla. Lo es
también en el contexto de la vida intelectual colombiana de los años cuarenta –
como un destello de fulgor en medio de una opaca rutina – y no puede dejar de fi-
gurar al lado de las mejores notas, certeras a la vez que combativas y sarcásticas,
entonces escritas por Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Álvaro Cepeda Samu-
dio – y, de 1950 en adelante, por García Márquez –.
El ideario del grupo
La palabra «ideario» tal vez resulte bastante holgada para definir la serie de
planteamientos del grupo, relativos a cuestiones ideológicas, culturales y estéticas,
dado el papel de elementos muy circunstanciales en la expresión de esos plantea-
mientos. Lo seguro es que el grupo hubiera rechazado la palabra con sorna. Lo in-
sinúa una negativa a ser considerados como literatos: al referirse a los juicios acer-
bos que estaba suscitando el recién nacido semanario, escribía Alfonso Fuenma-
yor en un editorial de Crónica:
Otros, indiscutiblemente más románticos, dicen: «Vean ustedes unos literatos ha-
ciendo un semanario en el que hasta ahora no ha habido un solo verso. Parece men-
tira... En mis tiempos literatura y versos eran una sola cosa». Sin que nos halague
excesivamente el mote de literatos, nosotros nos hemos propuesto aquí hacer una
cosa en cierto modo distinta de la literatura: queremos hacer periodismo.50
La crítica contra la pose del «literato» no llegaba a ser una forma distinta de po-
se, pues privaba una exigencia intelectual y ética, ciertamente arropada en una pro-
fesión de fe periodística – siempre asumida por el núcleo del grupo – pero vincula-
da con el, a pesar de todo, ideario y con el combate por la verdad del pensamiento
y de la creación. La quintaesencia de esa postura se había expresado definitivamen-
te en la frase del mismo Alfonso Fuenmayor quien, a propósito de la pintura de
Obregón, estipulara (en el dramático abril del 48) el «imperativo», para la cultura
colombiana, de «ponerse a tono con la hora del mundo». Más adelante iremos
viendo qué implicaba ese imperativo – de cuya realización no se encargaba el gru-
po, según se desprende de la frase aquí evocada, así como del conjunto de sus com-
portamientos, pero está claro que sólo se trató de ilustraciones algo desordenadas
de ese principio según el cual había que compartir «la hora del mundo» –.
Conviene interrogarse sobre la manera como el grupo se fue manifestando en
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
85
50 Anónimo (Alfoso Fuenmayor), ‘Carta al lector’, en Crónica, Barranquilla, núm. 5, 27 de mayo
de 1950, p. 2. Año y medio antes, Alfonso Fuenmayor también había negado ser un intelectual, «...
nombre este que nos obliga, pero que rechazamos casi con dolor. Porque (...) nosotros no somos inte-
lectuales sino periodistas» (‘Aire del día’, «En desacuerdo», en El Heraldo, Barranquilla, 27 de no-
viembre de 1948, p. 3).
la vida cultural colombiana, o tal vez sería mejor hablar de cómo trató de no mani-
festarse. Sus miembros, unánimes, pensaban que las reglas del juego estaban de-
masiado viciadas para que valiera la pena participar en él bajo la aparente forma
de una prédica más.51 De allí, también, que se limitaran a una actividad periodísti-
ca, casi exclusivamente circunscrita a la prensa de Barranquilla.
Es llamativo el hecho de que no escribieran ensayos, un género que florecía en
el suplemento de El Tiempo de Bogotá y en las principales revistas literarias del
país. Una revisión de esas publicaciones demuestra que varias generaciones de in-
telectuales colombianos se desgastaron en la práctica de ese género, que les quitó
energía y tiempo, pudiendo haberlos invertido en actividades más fecundas. Eran
además, por falta de exigencia, una forma empobrecida del ensayo, textos pensa-
dos y escritos precipitadamente, con miras a un éxito supercicial, de tipo más «so-
cial» que intelectual: para muchos, importaba más ser «vistos» en hojas prestigio-
sas que ser leídos. Con textos de esa naturaleza se llenaban muchas páginas. Ade-
más, muchas columnas dominicales, atendidas por periodistas cotizados o por en-
cumbrados escribidores, constituían un último avatar del género ensayístico.52
Allí se perpetuaban, generándose constantemente a sí mismos, rasgos de la vida
intelectual colombiana que el grupo repudiaba, y por ello sus miembros nunca
publicaron ensayos; no les interesaba explicar, sobre todo en una forma tan inope-
rante y repetitiva, sino informar y opinar.
También por esta vía se comprende que su ideario se expresara ante todo en
notas periodísticas, algunas de las cuales, sin embargo, podrían llegar a definirse
como una categoría de ensayo muy propia del grupo, e innovadora: textos breves
– o levemente más largos que una simple nota de comentario –, de planteamientos
escuetos y conclusiones tajantes, desprovistos de matices pero muy certeros en su
misma sobriedad.53 Existen en corta cantidad y son solamente la sugerencia de al-
go que pudo ser: una modalidad periodística del ensayo crítico que habría sido un
aporte notable si hubiera existido una compatibilidad mínima entre el grupo y la
vida cultural del país. Algunas notas de Alfonso Fuenmayor se aproximan o casi
JACQUES GILARD
86
51 El actuar colectivamente, se supone que en torno a un programa, llevaba en sí – según pensa-
ban en el grupo – su propia condena por agotarse el mensaje en sí mismo o por terminar siendo este
mensaje su propia finalidad, cuando lo que importaba era que salieran novedosas obras de arte. Ade-
más, ese tipo de acción imponía intervenir en las tribunas más visibles de la prensa nacional: era una
doble imposibilidad, objetiva (no se les habrían abierto esas tribunas a las ideas del grupo) y escogida
(el grupo no hubiera renegado de sus ideas para tener acceso a esas tribunas). En 1948, el contramo-
delo más claro de la actitud del grupo apenas empezaba a existir: la labor desarrollada por Jorge Gai-
tán Durán primero en el suplemento de El Tiempo, luego (de 1955 en adelante) con su revista Mito,
finalmente con sus artículos en La Calle (1959) recogidos en el libro La revolución invisible. Sí se de-
dicó Gaitán Durán a una prédica cuyas constancia y coherencia implicaban y requerían la adscripción
a un bando – el bando «santista», muy claramente –. Frente al caso de Gaitán Durán está el de Jorge
Zalamea: éste intentó desesperadamente llevar adelante su propia prédica, creó para ello su órgano
(el quincenario Crítica, 1948-1951), y terminó derrotado.
52 Hernando Téllez fue una excepción, quizás la única verdadera excepción.
53 Si esas notas se aproximan a algo en el periodismo colombiano, es a las que escribía Eduardo
Zalamea Borda en su columna de El Espectador, pero «Ulises» escribía en forma más litótica; el co-
mentarista más cercano a su manera, en el grupo, era Alfonso Fuenmayor.
pertenecen a ese tipo de ensayo (entregas de su columna de El Heraldo de Barran-
quilla, ‘Aire del día’, que es ineludible mencionar con frecuencia), pero fueron
Germán Vargas y Álvaro Cepeda Samudio quienes mejor la ilustraron, aunque en
muy contadas ocasiones. El primero con «Fichas sin revisar»54 y «Sobre el cuento
colombiano»;55 el segundo con una entrega de su columna ‘Brújula de la cultu-
ra’56 y «El cuento y un cuentista»,57 breves textos que, gracias a su densidad,
constituyen ineludibles fuentes para el conocimiento de los juicios del grupo so-
bre la narrativa colombiana (el primer texto citado) y sobre el cuento (los otros
tres). Años más tarde, en sus panfletos de 1959 y 1960, García Márquez retomó
algo del tono y la manera de sus amigos al enjuiciar la literatura nacional.58
Otro rasgo, vinculado indefectiblemente al anterior, es la reticencia del grupo
ante la posibilidad de publicar en Bogotá. Lo hicieron muy poco sus miembros.
Se entiende que no los atraía la idea de colaborar en el suplemento de El Tiempo,
la hoja poco menos que oficial donde reinaban plenamente el sistema y la ideolo-
gía que ellos repudiaban, pero tampoco lo hicieron en El Espectador, donde
Eduardo Zalamea Borda desempeñaba su papel de orientador y que seguía una lí-
nea irreverente y podía haberles convenido como vector de su expresión. En los
primeros años de existencia del grupo, el mismo Ramon Vinyes, quien gozaba de
un prestigio notable cuando se refugió en Colombia y a quien solicitaron más de
una vez, sólo se manifestó en tres oportunidades, con dos artículos en el suple-
mento de El Tiempo59 y uno en la recién creada Revista de América,60 que dirigía
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
87
54 Germán Vargas, «Fichas sin revisar», en El Nacional, Barranquilla, 15 de marzo de 1948, 2da.
Sección, pp. 3 y 7. Se reprodujo en El Colombiano Literario, Medellín, 23 de enero de 1955, pp. 1 y 2.
Hubo, más tarde, varias reediciones en revistas bogotanas, pero recortadas y edulcoradas con relación
a lo que eran el contenido y el tono de esa inaugural publicación barranquillera; es el caso también
para la reedición en volumen (Germán Vargas, Sobre literatura colombiana, Bogotá, Fundación Simón
y Lola Guberek, 1985, pp. 31-39).
55 Germán Vargas, «Sobre el cuento colombiano», en Sábado, Bogotá, núm. 298, 16 de abril de
1949, 3ra. Sección, pp. 25 y 30. Se reeditó en El Heraldo, Barranquilla, 5 de mayo de 1949, pp. 3 y 5.
56 Álvaro Cepeda Samudio, ‘Brújula de la cultura’, en El Heraldo, Barranquilla, 21 de septiembre
de 1951, p. 3. Esta entrega, sin título especial, versaba sobre el cuento como género, sobre el cuento
colombiano y sobre la colección de cuentos premiada en el reciente concurso Espiral.
57 Álvaro Cepeda Samudio, «El cuento y un cuentista», en El Heraldo, Barranquilla, 11 de abril
de 1955, p. 3. Era nuevamente una reflexión sobre el género cuento, con motivo de la publicación de
Enero 25, de Eduardo Arango Piñeres.
58 Gabriel García Márquez, «Dos o tres cosas sobre la ‘novela de la violencia’», en La Calle, Bo-
gotá, año II, núm. 103, 9 de octubre de 1959, pp. 12-13; y «La literatura colombiana, un fraude a la
nación», en Acción Liberal, Bogotá, núm. 2, abril de 1960, pp. 44-47.
59 Ramon Vinyes, «Teatro colombiano de hoy», en El Tiempo, Bogotá, 31 de agosto de 1941,
2da. Sección, pp. 1 y 2; y «De la literatura catalana», en El Tiempo, Bogotá, 13 de mayo de 1945, 2da.
Sección, pp. 3 y 4. El primero era la respuesta, largamente aplazada, a las solicitudes que se le habían
hecho a Vinyes desde su regreso a Colombia (febrero de 1940); como dramaturgo que era el «sabio
catalán», no podía eludir indefinidamente la entrega de un estudio sobre el teatro colombiano. La en-
trega y la publicación del segundo caían por su propio peso: en esas semanas tenían lugar los Juegos
Florales del exilio catalán de América, celebrados ese año en Bogotá. Fue cuando Vinyes ganó un
premio con su libro de cuentos A la boca dels núvols.
60 Ramon Vinyes, «Conocí a G.K. Chesterton», en Revista de América, Bogotá, Vol. II, núm. 4,
abril de 1945, pp. 19-23.
Germán Arciniegas. En lo que ya era una época de plena existencia del grupo,
Vinyes no volvió a publicar artículos críticos en Bogotá (en cambio, sí dio un
cuento en 1949 al quincenario de Jorge Zalamea, Crítica), pero ello tal vez se de-
bió a motivos personales. Sin embargo, también es muy poco lo que se puede citar
en cuanto a los jóvenes del grupo.
Aunque vivió en Bogotá ejerciendo el periodismo por tres épocas (1941-1942,
1944-1946 y unos meses de 1949), Alfonso Fuenmayor casi no se manifestó allí
entonces como intelectual y como crítico. Solamente encontramos dos artículos
suyos en El Tiempo: uno de juventud (de sus tiempos estudiantiles) y otro de
cuando trabajaba en la capital, ambos sobre poetas que él apreciaba, y el segundo
de esos artículos con intenciones polémicas bastante claras para quien sabe leer
entre líneas.61 A éstos se añadió un tercer artículo aparecido en el semanario Sába-
do, en el que Fuenmayor se permitía expresar serios reparos ante Luces en el bos-
que, de Hernando Téllez, mientras el libro suscitaba un concierto de alabanzas.62
Germán Vargas vio una de sus notas de El Mundo de Barranquilla, sobre la nove-
lística colombiana, reproducida por Eduardo Zalamea Borda en la página ‘Fin de
Semana’ de El Espectador.63 El único texto que entregó especialmente fue el ya ci-
tado «Sobre el cuento colombiano», publicado por Sábado en una sección mono-
gráfica de varias páginas dedicada a Barranquilla.
Aparecidos más tarde, Álvaro Cepeda Samudio y García Márquez no se manifes-
taron entonces en Bogotá como críticos, ni mucho menos como ensayistas, sino so-
lamente como cuentistas. El primero con «Tap-Room», en el semanario Estampa,64
entonces coordinado por Alfonso Fuenmayor, y con «Intimismo», en Sábado, en la
entrega especial dedicada a su ciudad.65 García Márquez fue un caso aparte, por
publicar primero cuentos, sus cuentos iniciales, siendo un desconocido estudiante
de Derecho en la Universidad Nacional, en la hoja heterodoxa que era el ‘Fin de Se-
JACQUES GILARD
88
61 Alfonso Fuenmayor, «Camacho Ramírez», en El Tiempo, Bogotá, 14 de enero de 1940, 2da.
Sección, p. 4; y «La poesía de Germán Pardo García», en El Tiempo, Bogotá, 30 de diciembre de
1945, 2da. Sección, p. 3. El artículo juvenil de 1940 ya tenía un matiz irreverente al tratar de la poesía
de Camacho Ramírez, que era un marginal o un francotirador, y pronto sería un disidente, del grupo
de «Piedra y Cielo». El artículo sobre Pardo García elogiaba en este poeta su angustia por el destino
de la humanidad, al unísono con los dramas de la época, lo cual equivalía en Alfonso Fuenmayor a es-
tigmatizar el habitual escapismo de la poesía colombiana: «... el único poeta colombiano que está re-
gistrando la hora actual del mundo, el único que ha descifrado el oculto mensaje de la época». Años
después, en un nuevo poemario de Pardo García, había de ver Cepeda Samudio «una nueva etapa de
creación lírica que vibra junto con el momento actual del hombre» (Álvaro Cepeda Samudio, ‘Brújula
de la cultura’, en El Heraldo, Barranquilla, 16 de octubre de 1951, p. 3). Como se ve, bajo formulacio-
nes levemente distintas, la idea de «ponerse a tono con la hora del mundo» corre a través de los años
en los planteamientos del grupo.
62 Alfonso Fuenmayor, «El libro de Téllez», en Sábado, Bogotá, núm. 145, 20 de abril de 1946, p. 2.
63 Germán Vargas (seud. Iván), «De la novela colombiana», página ‘Fin de Semana’, El Especta-
dor, Bogotá, 15 de marzo de 1947. De El Mundo de Barranquilla no existe colección correspondiente
a 1947. Si no fuera por su extremada brevedad, esta nota de Germán Vargas podría colocarse entre
los mejores ensayos a la manera del grupo de Barranquilla.
64 Álvaro Cepeda Samudio, «Tap-Room», en Estampa, Bogotá, 19 de marzo de 1949, p. 5.
65 Álvaro Cepeda Samudio, «Intimismo», en Sábado, Bogotá, núm. 298, 16 de abril de 1949, p. 23.
mana’ de Eduardo Zalamea Borda en El Espectador. Como sí colaboraron sistemáti-
camente dos miembros del grupo en la prensa bogotana fue a través del reportaje:
Alfonso Fuenmayor fue reportero de Estampa y Cromos, escribiendo además algu-
nas crónicas y notas en Sábado,66 y, al regresar a Barranquilla en 1946, asumió la co-
rresponsalía de Semana, un cargo en el que le sucedió Germán Vargas en enero de
1949, permaneciendo en él durante varios años.
Es decir que, dentro o al lado de la vocación preponderantemente periodística
del grupo, deben destacarse estos dos rasgos: al desdeñar la práctica del ensayo,
sus miembros se negaron a posar de intelectuales; al participar lo menos posible
en las publicaciones bogotanas, evitaron caer en las trampas del sistema del poder
intelectual en Colombia. Ambos rasgos llegan a significar una característica funda-
mental del grupo y a precisar su identidad, incluso con respecto al medio barran-
quillero, donde sí hubo quien escribió ensayos en abundancia, quien se desvivió
por publicar en El Tiempo y otros órganos de gran difusión, y quien hizo ambas
cosas a la vez. De aquí en adelante podemos dedicarnos a una especie de recorri-
do, muy circunstancial, por los principales ejes del ideario del grupo, relacionados
todos con la certeza de que había que estar «a tono con la hora del mundo».
Contra las vacas sagradas y los «lagartos»
Lo más llamativo, en los habitualmente discretos pronunciamientos del grupo,
lo constituyen sus sarcasmos contra ciertas personalidades de alto prestigio en la
Colombia de entonces. En la lectura de la columna de ‘La Jirafa’ que García Már-
quez sostuvo en El Heraldo de Barranquilla, pueden extrañar varias alusiones a
Augusto Ramírez Moreno, intelectual entonces (1950-1953) encargado de la em-
bajada colombiana en París. Ramírez Moreno había sido uno de los blancos predi-
lectos de las burlas del grupo en los años anteriores, y García Márquez no hacía si-
no seguir el ejemplo de sus amigos. Se trataba de destrozar alegremente el mito
colombiano del gran orador, cuya encarnación más acabada era justamente Ramí-
rez Moreno. A propósito de éste y de su colega y amigo Silvio Villegas, con quien
dio en Barranquilla un recital de oratoria «en mano a mano», había escrito Ger-
mán Vargas que eran «simpáticas guacamayas».67 En este caso como en bastantes
otros, la burla sobre el folklore intelectual colombiano iba mezclada con una di-
mensión más crudamente ideológica, que no podía aparecer abiertamente en los
tiempos en que funcionaba la censura – era el caso cuando García Márquez escri-
bía ‘La Jirafa’–. Las posturas ultraderechistas de Ramírez Moreno y su sonora ad-
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
89
66 En lo que fue nuestro último encuentro con él (París, 1984), nos afirmó Alfonso Fuenmayor
haber sido entonces, por un tiempo (suponemos que durante buena parte de los años 1944-1946), je-
fe de redacción de Sábado.
67 Germán Vargas, «Nota intrascendente», en El Nacional, Barranquilla, 18 de febrero de 1948,
p. 4. Los definía como «guacamayas», no sin recordar maliciosamente que en su juventud ambos ha-
bían sido «leopardos» (nombre que se habían atribuido los jóvenes intelectuales conservadores de los
años 1920).
miración por el franquismo habían dado motivo para que Alfonso Fuenmayor lo
juzgara «abyecto» en 1948.68
El grupo atacaba de la misma manera a todas las vacas sagradas del panorama
nacional, en la medida que le aparecían como valores apenas domésticos, endiosa-
dos por obra y gracia del aislamiento colombiano e imposibles de exportar. Su víc-
tima por antonomasia fue indudablemente «Calibán» (Enrique Santos Montejo),
principal editorialista de El Tiempo, el plumífero más leído del país y encarnación
de la mentalidad más reaccionaria en el seno del liberalismo. Son frecuentes los
sarcasmos hacia «Calibán» en las notas del grupo,69 cuyos miembros celebraban
debidamente sus gazapos, perogrulladas y salidas de tono. Y sobre todo sus inge-
nuidades de colombiano rancio, despistado e indignado por los cambios del mun-
do contemporáneo. Era la vieja Colombia, la generación «centenarista» que había
reinado largos años y seguía reinando sobre el país, la que sufría esos sarcasmos a
través de «Calibán», y también la Colombia de los lugares comunes – el país ofi-
cial, a pesar de que el liberalismo se encontraba entonces en la oposición –.
Otro «centenarista», de menor influencia en la opinión pública, como era Luis
Ernesto Nieto Caballero, «LENC», no mereció tantas críticas.70 Era sin embargo
un escribidor incansable, presente en muchas publicaciones,71 que comentaba mu-
chos libros sin mayor sentido de la jerarquía estética o conceptual,72 y sobre todo
un crítico que tenía la fama de no leer los libros que elogiaba. En 1920, en la revista
barranquillera Voces, una nota de Enrique Restrepo lo había atacado sobre su libro
Colombia joven, acusándolo de no hacer más que ensalzar por amistad a sus com-
pañeros de generación.73 Aunque entonces no lo nombraba Voces, quizás fuera
LENC el blanco, o uno de los blancos, de otra nota de la revista dedicada al tema
de los críticos que no leen.74 Esa fama la tuvo LENC toda su vida, y aún la recor-
JACQUES GILARD
90
68 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Un neo-demócrata», en El Heraldo, Barranquilla, 5 de
abril de 1948, p. 3.
69 Por ejemplo, de Alfonso Fuenmayor en su columna ‘Aire del día’ de El Heraldo: «Cómo lo la-
mentamos» (31 de marzo de 1948), «Por tierras de América» (7 de julio de 1948), «La suerte de ciertos
regímenes» (11 de diciembre de 1948). De Germán Vargas, en El Nacional: ‘Nota intrascendente’ (15 de
junio de 1948) y dos entregas de sus ‘Interlíneas’ (21 y 25 de agosto de 1948). De Álvaro Cepeda Samu-
dio, también en El Nacional: ‘En el margen de la ruta’, «Las fobias de Calibán» (19 de febrero de 1948).
70 Álvaro Cepeda Samudio, ‘En el margen de la ruta’, «El arte de escribir necrologías», en El Na-
cional, Barranquilla, 31 de marzo de 1948, p. 4.
71 Escribió mucho en el suplemento de El Tiempo; también fue un transitorio director de El Es-
pectador en los años de la guerra mundial.
72 No deja de resultar llamativo el hecho de que reseñara en 1924 La vorágine en seguida de su
publicación, y en 1955 La hojarasca. Fue algo más perspicaz ante la novela de su compañero de gene-
ración, José Eustasio Rivera, que ante la del futuro Premio Nobel de Literatura.
73 Enrique Restrepo, «Colombia joven», en Voces, Barranquilla, núm. 55, 10 de febrero de 1920.
Escribía entonces Restrepo: «¿Sin duda alguna, discreto amigo don Luis E. Nieto Caballero, que los
elogios que prodigó usted a esta generación joven de Colombia son como los que suelen dispensarse a
los niños que con acierto juegan al teatro, y en sus gestos y palabras imitan los gestos y palabras de los
actores?»
74 Nota anónima (probablemente de Ramon Vinyes), «Voces avanza», en Voces, Barranquilla,
núm. 25, 10 de junio de 1918.
daba sin misericordia un largo reportaje anónimo que le dedicó Semana en 1951.75
LENC lo tenía todo para suscitar la irritación del grupo de Barranquilla, pero no
fue así: su desgaste y desprestigio eran ya demasiados y el personaje resultaba tan
anacrónico que Cepeda fue en el grupo el único que le dedicó una nota entera.
No fue así con el sociólogo (sociólogo y otras muchas cosas) Luis López de
Mesa, que pasaba entonces por ser la conciencia del país en el orden moral y en el
orden científico y era un cultivador más de la oratoria nacional. Aunque no perte-
necía a la generación del Centenario, López de Mesa encarnaba todos los defectos
de ésta, siendo por lo tanto un buen exponente de los defectos de la vida intelec-
tual colombiana. Como, además, supo conquistar grandes honores en el marco
nacional, tenía que convertirse en víctima de las burlas del grupo. Marta Traba
clasificó a López de Mesa en la categoría de los intelectuales «atacados de tropica-
lismo delirante».76 A López de Mesa lo consideraba el grupo como otro de esos
valores domésticos e inexportables y siempre que lo mencionaban sus miembros
daban de él una imagen grotesca.77 Ese acoso no era sin embargo solamente con-
tra una figura casi folklórica del mundo intelectual colombiano. López de Mesa
era también un hombre de poder, o cuando menos hombre del poder: fue rector
de la Universidad Nacional y varias veces ministro. Era más que todo un intelec-
tual a sueldo y su producción, ilegible a fuerza de rancia retórica, oscura para pa-
recer profunda – hoy justamente olvidada –, se daba visos de seriedad científica.
López de Mesa fue un Arciniegas desprovisto de humor, infinitamente menos há-
bil en el manejo de la propia trayectoria, lo cual lo confinó al ámbito bogotano –
pero en éste sí consiguió ejercer un influjo y aprovecharlo. Fue en realidad un teó-
rico del «santismo», un abogado incansable de la república criolla. Lo sabían, por-
que lo veían (pero ¿por qué fueron tan pocos en la Colombia de entonces los que
lo vieron y lo dijeron?), los miembros del grupo de Barranquilla y por ello se ensa-
ñaron en López de Mesa, preferentemente por medio de la carcajada.
Pensaba el grupo que en un tiempo de intenso desarrollo de los medios de co-
municación debían desaparecer actitudes propias de la insular Colombia patriar-
cal y desinflarse los prestigios nacionales exageradamente abultados. Pero ese
combate debía hacerse extensivo a nuevas generaciones que, desde presupuestos
más modernos y con buen conocimiento de los cambios del mundo, jugaban el
juego político del «santismo», haciendo méritos, y por lo tanto pretendían mante-
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
91
75 Anónimo, «Océano de palabras», en Semana, Bogotá, 4 de agosto de 1951, pp. 20-23.
76 Marta Traba, «Prólogo» de: Hernando Téllez, Cenizas para el viento y otras historias, Santiago
de Chile, Ed. Universitaria, 1969, p. 16.
77 Álvaro Cepeda Samudio, en su columna ‘En el margen de la ruta’: «El idioma del profesor»
(hacia el 8 de abril de 1948), «La literatura china» (recorte imposible de fechar). Alfonso Fuenmayor,
en su columna ‘Aire del día’: «Pretensiones críticas» (27 de enero de 1948), «Emilia» (4 de marzo de
1948), una entrega sin título («Influido probablemente...», 26 de marzo de 1948). En esta última nota
escribía Alfonso Fuenmayor: «Con esas maneras suaves, con su voz ligeramente aterciopelada (...) el
profesor, al dirigirse a los estudiantes, todos solteros como él, volvió a invocar la urgencia inaplazable
de que los hombres entregaran todo su salario a sus esposas». De Germán Vargas: ‘Nota intrascen-
dente’ del 9 de agosto de 1948.
ner las viejas estructuras y los viejos comportamientos nada más que para aprove-
char a su vez las ventajas del poder intelectual. Ello explica que, independiente-
mente o además de su juicio crítico muy negativo, el grupo se ensañara en los vo-
ceros del ya decaído movimiento poético «piedracielista», y muy especialmente en
su «capitán», Eduardo Carranza, ex filofascista declarado y funcionario de más de
un gobierno, cualquiera que fuera el color político. Recordando la asonada crítica
de éste contra Guillermo Valencia,78 Alfonso Fuenmayor decía que
... la cruzada dejó entrever los burdos procedimientos de un racket literario. Y un
día, en el desarrollo de una minuciosa estrategia, los jóvenes iconoclastas amanecie-
ron dueños de todas las tribunas del pensamiento.79
Efectivamente, además de ser colaborador asiduo de la Revista de las Indias y
del suplemento de El Tiempo, Carranza había sido responsable de éste (entre febre-
ro y diciembre de 1945) y disfrutado luego un puesto diplomático en Chile antes de
asumir la dirección de la Biblioteca Nacional.80 Germán Vargas compartía los repa-
ros de Alfonso Fuenmayor,81 subrayando con qué facilidad había llegado Carranza
a amoldarse a los comportamientos habituales de la vida intelectual del país:
Hasta ahora, tal vez con la solitaria excepción de Andrés Holguín, de cuya admira-
ble sagacidad aún esperamos tanto, nuestros llamados críticos se han limitado a re-
petir sobre los poetas nacionales lo que habían dicho sus antecesores en el oficio. Y
en esa línea se halla ahora Eduardo Carranza, el arrepentido.82
También existía el caso de los escritores estimables que corrían el peligro de
echarse a perder entre las fáciles alabanzas y las tentaciones del poder. Alfonso
Fuenmayor y Germán Vargas desempeñaban a veces una tarea crítica preventiva.
Había sido el caso, es probable que con un cierto efecto, ya que fue en las páginas
de un semanario bogotano donde Alfonso Fuenmayor expresó sus reparos ante
Luces en el bosque, de Hernando Téllez. Alegaba Fuenmayor que el libro, como
tantos otros en Colombia, no era más que una colección de trabajos periodísticos,
ciertamente muy bien escritos, y que la tarea que a Téllez le incumbía emprender
tenía que ser de largo aliento y desembocar en una novela.83
JACQUES GILARD
92
78 Eduardo Carranza, «La poesía de Guillermo Valencia. Bardolatría», en El Tiempo, Bogotá, 13
de julio de 1941, 2da. Sección, pp. 1 y 3.
79 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Aniversario», en El Heraldo, Barranquilla, 9 de julio de
1946, p. 3.
80 Otros ataques de Alfonso Fuenmayor contra Carranza en las entregas de ‘Aire del día’ corres-
pondientes a los días 20 de enero de 1948 («Nuestra literatura»), 10 de mayo de 1948 («Por una gra-
mática»), 21 de agosto de 1948 («Por un retrato»), 15 de septiembre de 1948 («El nombre de una bi-
blioteca»).
81 Germán Vargas, ‘Interlíneas’, en El Nacional, Barranquilla, 2 de junio de 1948.
82 Germán Vargas, ‘Interlíneas’, en El Nacional, Barranquilla, 30 de agosto de 1948.
83 Dos años más tarde, Alfonso Fuenmayor cometió otro desacato a su manera al formular nue-
vamente reparos ante un libro de otra figura incuestionable de la vida intelectual colombiana, Baldo-
Pasó lo mismo a propósito de Germán Arciniegas, aunque sin efectos, en la
medida que se trató entonces de notas publicadas en Barranquilla. Por encima de
sus éxitos, de su poder de jefe de cotizadas publicaciones y hasta de su participa-
ción en el poder político – sobre los que el grupo no debía engañarse –,84 Arcinie-
gas había mantenido por un tiempo cierto nivel de autoexigencia. Al aparecer Bio-
grafía del Caribe, Germán Vargas escribió:
Hace apenas unos años comenzó a destacarse en nuestros países un grande escritor
colombiano: Germán Arciiegas. Sus últimas obras han sido editadas en Chile, Ar-
gentina y México. Su prestigio se extiende por todas las naciones americanas y su
nombre figura ya entre los mejores escritores de la América hispana.
A quienes hemos seguido paso a paso – libro a libro – la ascendente creación litera-
ria de Arciniegas no nos sorprende esta merecida posición de que goza el autor de
Los comuneros.85
Y concluyó su nota diciendo, con anticipado acierto, que «Arciniegas ha logra-
do la mejor de sus obras y difícilmente llegará a superarla». Poco después, Alfon-
so Fuenmayor celebraba el ingreso del escritor a la Academia colombiana y ponía
de relieve la novedad que significaba su obra con relación a lo que solía ser la his-
toriografía en el país («una cosa tradicionalmente muerta, un código de fechas»),
alegrándose de que por fin hubiera «un académico antiacadémico».86
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
93
mero Sanín Cano: «Su obra se ha limitado a recoger artículos, muchos de los cuales acusan razones
para asegurar su perennidad, dispersos en tantas publicaciones. Hasta el momento, el maestro Sanín
Cano no ha estructurado un libro» (‘Aire del día’, «Otras memorias», en El Heraldo, Barranquilla, 3
de abril de 1948, p. 3).
84 La fluctuación de los juicios de Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas sobre Arciniegas, que se
verá en las citas que vienen a continuación, puede tener que ver con la circunstancia política y la for-
ma como Arciniegas evolucionaba en el contexto. En 1946, los elogios se dan en el momento en que,
derrotado el liberalismo, los conservadores están próximos a asumir el poder presidencial. Puede ha-
ber una simpatía de copartidarios en un entorno marcado de tristeza. Además, la Revista de América,
que dirige Arciniegas, apenas está iniciando un viraje, aún difícil de percibir, hacia posturas derechis-
tas. Las cosas están claras, en cambio, en 1948: Arciniegas se ha convertido en el vocero colombiano
de la «doctrina Truman» y así lo demuestran los sumarios de su revista. Resulta obvio que, indepen-
dientemente de su lectura desprejuiciada de las obras, los dos periodistas habían evaluado debida-
mente la conducta de Arciniegas en los juegos del medio intelectual y que no podían desconocer la
naturaleza y orientación del Arciniegas político – oportunismo, más que todo – a lo largo de los últi-
mos doce o quince años.
85 Germán Vargas, «Un hermoso libro de aventuras», en El Heraldo, Barranquilla, 22 de junio de
1946, 2da. Sección, p. 1.
86 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Arciniegas en la Academia», en El Heraldo, Barranquilla,
11 de julio de 1946, p. 3. La actitud del grupo hacia la historiografía, que expresaron sobre todo Al-
fonso Fuenmayor y García Márquez (y éste, posteriormente, a lo largo de varios decenios), tiene por
base el fastidio que les causaba en su juventud la «historia de bronce» sustentada en Colombia por la
Academia de la Historia. Más legible y ameno, Arciniegas tenía entonces suficientes argumentos lite-
rarios para gustar a lectores exigentes y a un público amplio, pero nunca fue un historiador ni pasó
de ser un hábil polígrafo, demasiado hábil, y demasiado político en el mal sentido de la palabra. No
había entonces, en 1946, perspectiva para ubicarlo; simplemente parecía significar un cambio con re-
lación a la historiografía académica. En 1948, cuando el abogado barranquillero y miembro marginal
del grupo Rafael Marriaga publicó un libro dedicado a Policarpa Salavarrieta (Una heroína de papel,
Menos de dos años después, los dos periodistas barranquilleros criticaron a
Arciniegas cuando decaía la calidad de su producción, dando entonces una señal
de alarma. Germán Vargas, tras recordar la calidad de Biografía del Caribe y su
propio juicio de 1946 («Difícilmente... puede superar esa espléndida síntesis de
toda su obra»), tenía que proferir un juicio negativo:
Quizás comprendiéndolo así, Arciniegas ha regresado a lo que fue su iniciación lite-
raria: las notas periodísticas. Recientemente, El Tiempo publicó sus apuntes sobre
el viaje que Arciniegas realizó por la Europa devastada. Pero ni en estas breves no-
tas ni en las lentas y tontas que ahora publica sobre sus «Recuerdos de infancia» es-
tán presentes la frescura y la gracia de sus estupendos apuntes sobre los Estados
Unidos. Y la falta de esta presencia la lamentamos cordialmente todos los admira-
dores de Germán Arciniegas.87
Por su parte, ante los mismos textos (que eran, efectivamente, mediocres), Al-
fonso Fuenmayor expresaba la misma decepción, con mordaz ironía, refiriéndose
además a la adulación indiscriminada que solía rodear cuanto publicaban los
grandes nombres del país:
Germán Arciniegas, en muchas ocasiones con innegable justicia, ha sido un niño
mimado de la crítica. Todo cuanto ha hecho o escrito ha sido saludado, por lo me-
nos en nuestro país, con excesivas muestras de admiración. Probablemente de aquí
nazca el inconsciente convencimiento de que cuanto él hace ha de ser, por simple
fuerza de inercia, excelente.88
No había, pues, prestigio definitivo ni indiscutible para los miembros del gru-
po de Barranquilla, y esas notas de crítica desprejuiciada bastaban, dadas las con-
venciones de la vida intelectual del país, para hacer de ellos iconoclastas tranqui-
los, salvo que sin impacto ya que sus notas salían en la prensa de provincia.
Si las vacas sagradas recibían sus dardos, otro elemento del zoológico intelec-
tual le inspiraba al grupo más sarcasmos aún: el «lagarto», el intrigante, el que a
base de amiguismos, recomendaciones e intercambios de favores, logra que se le
tenga en cuenta para figurar, donde sea, pero especialmente en la prensa y en las
publicaciones literarias. A ese animal mitológico y cotidiano dedicó Germán Var-
gas una muy divertida nota titulada «Defensa del lagarto».89
Como la «lagartería» literaria solía nutrir buena parte de las publicaciones de
prestigio, especialmente el suplemento de El Tiempo, los miembros del grupo
prestaron una atención proporcionalmente mínima a sus estragos, que eran una
JACQUES GILARD
94
sobre el que Alfonso Fuenmayor y García Márquez escribieron sendas reseñas), la reacción indignada
del mundo intelectual y de la misma Academia demostró que aún no retrocedía la «historia de bron-
ce» y no había venido el tiempo de una revisión de los mitos nacionales.
87 Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 7 de febrero de 1948, p. 4.
88 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Unas memorias», en El Heraldo, Barranquilla, 24 de fe-
brero de 1948, p. 3.
89 Germán Vargas, «Defensa del lagarto», en El Mundo, Barranquilla, 1 de noviembre de 1946, p. 4.
realidad semanal. Sólo de vez en cuando brincaba uno de ellos ante una manifes-
tación excesiva, como lo hizo una vez, por ejemplo, con inusitada virulencia el hu-
morista remolón que era Alfonso Fuenmayor.90 Por lo general, reservaban sus iro-
nías para las ocasiones en que la «lagartería» se salía de las páginas de la prensa y
trataba de convertirse en espectáculo social: cuando se habló en Barranquilla de
repatriar al poeta local Leopoldo de la Rosa, quien agonizaba, indigente, en Méxi-
co;91 cuando el club local de «mujeres intelectuales» promovió debates, no tanto
por plantear o resolver problemas como por debatir públicamente.92 Cuando, de
julio a septiembre de 1949, se reunió en Bogotá el «Congreso de Intelectuales
Nuevos» (mientras en el Congreso Nacional, el de Representantes y Senadores, las
minorías conservadoras disparaban y mataban), también se burló Alfonso Fuen-
mayor; dejaremos aquí a un lado lo más importante de su comentario (la ideolo-
gía, la intelectualidad y el poder), para subrayar la agudeza con que sabía captar y
denunciar la comedia de la prepotencia y la forma como jóvenes intelectuales ha-
cían méritos en el «santismo» y emprendían pomposamente el camino hacia curu-
les parlamentarias, prebendas diplomáticas y oficinas ministeriales:
Fue una gran oportunidad para pronunciar bellos discursos, para jugar al presiden-
te, al vicepresidente y para conmemorarlo por medio de fotografías no exentas de
cierta majestuosa grandeza.
Es difícil concebir algo más grave que el temario discutido por los miembros del
Congreso. En este sentido apenas puede ser superado por las conclusiones a que
llegaron. No se escapó de su sagaz visión ningún problema humano.
Pero si, efectivamente, se trataba de conseguir efectos distintos de la emoción ora-
toria, de las buenas y envidiables fotografías, del placer de presentar «proposicio-
nes», el Congreso de Intelectuales puede considerarse un fracaso. Claro que un fra-
caso divertido.93
En algunos casos, la expresión llegaba a ser más benigna, aunque los miembros
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
95
90 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Pretensiones críticas», en El Heraldo, Barranquilla, 27 de
enero de 1948, p. 3. Alfonso Fuenmayor aludía al ensayo «Imitación y creación en la literatura colom-
biana», de Daniel Arango, aparecido dos días antes en el suplemento de El Tiempo, con una dedica-
toria a Luis López de Mesa. Hablaba de «tontería tipográfica», de «pobreza mental», siendo ese ensa-
yo «desde todo punto de vista innecesario puesto que ya estaba dicha su escasa substancia».
91 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Regreso de Leopoldo de la Rosa», en El Heraldo, Barran-
quilla, 2 de marzo de 1948, p. 3. Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, 3 de marzo
de 1948, p. 4.
92 Álvaro Cepeda Samudio, ‘En el margen de la ruta’, «Inteligencia femenina», en El Nacional,
Barranquilla, 20 de febrero de 1948, p. 4. Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Mujeres en acción», en
El Heraldo, Barranquilla, 28 de febrero de 1948, p. 3; y «En el campo femenino», 6 de julio de 1948.
Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 22 de marzo de 1948, p. 4. Es
posible y hasta probable que en esas notas se deslizaran matices machistas, como sucedía entonces
con casi absoluta regularidad cuando se trataba de mujeres interviniendo en el campo cultural; sin
embargo, tenían sus motivos bien fundados los reparos al afán de figurar, y en ello los miembros del
grupo no hacían sino mantener una línea que les era propia.
93 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Congreso artístico», en El Heraldo, Barranquilla, 26 de
septiembre de 1948, p. 3.
del grupo pensaran lo peor de ciertos actos o proyectos inútilmente aparatosos.
Así pasó en 1950, por ejemplo, con el proyecto concebido por la entonces directo-
ra de Extensión Cultural de Barranquilla, la escritora Olga Salcedo de Medina, de
«coronar» al poeta local Miguel Rasch Isla. La reprobación de Alfonso Fuenma-
yor, para quien sabía leerlo, debía resultar patente, pero su humor – y la necesidad
de no alborotar demasiado el ambiente – lo llevaba a sugerir su horrorizado recha-
zo a esa pintoresca idea antes que a expresarlo. También había procedido así Ra-
mon Vinyes en 1940 – obligado como estaba a mostrarse discreto, en su condición
de refugiado político –.94 Solamente decía Alfonso Fuenmayor:
Iniciado junto a la generación del centenario – palabra esta que los jóvenes pronun-
cian con la sonrisa benévola del perdonavidas –, Miguel Rasch Isla ha sido un ejem-
plo de constante laboriosidad (...), un ingeniero de la retórica y un hombre curtido
por una dilatada experiencia literaria.95
La opinión cruda del grupo, en este caso, la podemos conocer gracias a una
carta (10 de mayo de 1950) de Germán Vargas al «sabio catalán»:
Olga – no la buena, la otra – prepara para diciembre algo tan anacrónico como la
coronación del más anacrónico portalira (?) barranquillero: don Miguel Rasch Isla.
Y el puñetero (¡viva el barranquillerismo!) viejo se va a dejar... Vamos a tener que
pedir que le den a ella la Medalla Cívica a ver si se aquieta.96
La idea de coronar a un poeta, como muchos años antes se había coronado al
popularísimo Julio Flórez, era, efectivamente, anacrónica en lo que era el quinto
año de la era nuclear. Pero todo lo que hemos venido viendo a propósito de vacas
sagradas y «lagartos» no era más, de parte del grupo, que una protesta contra los
anacronismos colombianos. Ese trasfondo cayó hoy en el olvido, pero está ligado al
concepto de la modernidad necesaria que defendía el grupo y a su exigencia ética.
El bombo mutuo y la literatura colombiana
Solidario con el juego del elogio indiscriminado, existía en la vida literaria del
país otro juego que muchos, no solamente el grupo, llamaban el «bombo mutuo».
Nada más asomarse al periodismo lo habían conocido los miembros del grupo. En
los años cuarenta, lo mencionaba Ramon Vinyes en sus escritos secretos, mientras
tenía que pagar su tributo al sistema con algunas entregas de su ‘Reloj de Torre’ en
El Heraldo. El primero en mencionarlo entonces, muy de paso y en forma risueña,
JACQUES GILARD
96
94 Las entregas de su columna ‘Reloj de torre’, en El Heraldo de Barranquilla, de los días 17 de
octubre («Coronación de poeta») y 6 de diciembre de 1940 («¿Una coronación más?»).
95 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Una coronación», en El Heraldo, 26 de abril de 1950, p. 3.
96 Olga «la buena» es Olga Chams, la poeta Meira del Mar, amiga constante de los del grupo, si
bien nunca compartió los episodios de la vida desordenada que llevaron ellos en su etapa más creativa.
fue José Félix Fuenmayor en una interesante evocación del pasado literario de Ba-
rranquilla, que es también uno de los poquísimos textos que publicó en esos años.97
Las alusiones del grupo al fenómeno del bombo mutuo menudean a partir de
1948. Alfonso Fuenmayor escribía:
Lo que ha dado en llamarse muy certeramente la cofradía del mutuo bombo es algo
más que una generosa asociación de dispensadores de elogios; es también, y en gra-
do eminentísimo, una industria que no tarda en pagar buenos dividendos a los fa-
vorecidos tenedores de acciones.
La sede de esta razón social es la capital, y sus habituales órganos de publicidad son
los periódicos de allí, detrás de cuyas columnas están apostados los ditirámbicos ac-
cionistas en una enternecedora empresa de reciprocidad y cooperación.
Cada día del año trae para los asociados de esta vasta y fraternal organización un
vehemente elogio destinado para el genio que un riguroso turno señala. Si uno de
ellos escribe algo que con excesiva buena voluntad se puede tomar por filosofía, no
se tardará, para relievar los méritos del galardoneado, en recurrir a la descomedida
comparación con Kant o Husserl. Si en cambio es alguien que dispone las palabras
en angostas líneas, se trata de un poeta que, para enjuiciarlo críticamente, hay que
tratarlo como si fuese el mismo Baudelaire.98
También Germán Vargas y Álvaro Cepeda Samudio se refirieron al tema, con
menos detenimiento (de la vida intelectual en Bogotá, no tenían la vivencia directa
que era la de Alfonso Fuenmayor), pero con igual humor. Del primero son estas
consideraciones sarcásticas:
Esta fama (...) no alcanza siquiera a salir de las páginas de los suplementos literarios
capitalinos. El novelista, el poeta, el pintor, el orador a quien su crítico ha compara-
do con los más grandes representantes del género en el mundo, sabe retribuir gene-
rosa y fraternalmente esas favorables comparaciones y, a su vez, escribe o dice que
su crítico es la persona más sagaz y entendida del continente, la más seria y educada
capacidad crítica. Pero en este caso, nadie se entera de la existencia del genio que
supera a Brandes y a Sainte-Beuve, más allá de las fronteras de nuestro lindo país
colombiano.99
Esos hechos, a los que los periodistas barranquilleros, encargados de columnas
de comentario, debían dar alguna importancia, no les hacían perder de vista lo
esencial, es decir, el estado de la literatura nacional. Herederos de la tradición lo-
cal y penetrantes lectores, sabían mirar afuera y establecer comparaciones de cali-
dad, las cuales les señalaban el porqué del desconocimiento que sufría la literatura
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
97
97 José Félix Fuenmayor, «Pasatiempos de Gómez Jarab. Recuerdos de una vida literaria barran-
quillera», en El Heraldo, Barranquilla, 28 de octubre de 1943, 4ta. Sección, p. 1.
98 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Una sociedad anónima», en El Heraldo, Barranquilla, 27
de febrero de 1948, p. 3.
99 Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 29 de marzo de 1948, p.
4. De Álvaro Cepeda Samudio, la ya citada nota «Nuestra actividad literaria».
colombiana en el exterior. Ese era un tema abundantemente tratado en las publi-
caciones del país, e incluso el propio Arciniegas100 se interrogó sobre el problema:
¿Por qué nos desconocen? Son múltiples sus manifestaciones, bajo formas varia-
bles, en la prensa de los años cuarenta. La respuesta que se le solía dar a la pre-
gunta señalaba muchas veces la escasa difusión del libro colombiano, y la culpa, se
decía casi siempre, recaía en los gobernantes, que no le prestaban a la cultura el
debido apoyo, sea al no promover las obras en el extranjero, sea al no ayudar ma-
terialmente a los escritores en sus trances creativos. Hasta hubo quien afirmara
que era porque los extranjeros leían muy mal a los colombianos.101 Casi nunca se
pasaba de allí, y eran muy pocos los que admitían que si los escritores colombia-
nos no trascendían las fronteras nacionales era porque sus obras, generalmente,
no lo merecían. No hubieran podido proferir esta herejía quienes justamente dedi-
caban su tiempo a repartir sus elogios entre colegas que a su vez devolverían el fa-
vor. Sólo quienes no participaban en el juego del bombo mutuo podían insinuar
las verdaderas razones de ese estancamiento; principalmente Eduardo Zalamea
Borda y Hernando Téllez. Exentos de toda traba, al haber escogido opinar en El
Heraldo y El Nacional, los jóvenes barranquilleros tenían más libertad que los dos
citados críticos bogotanos para llamar a las cosas por su nombre y para interrogar-
se en términos más claros sobre los valores exportables. Ellos sí podían decir cru-
damente que Bogotá no era de ninguna manera la tan mentada «Atenas sudameri-
cana» ni Colombia un país de escritores.
Al principio enmascararon un poco sus desoladas convicciones. Así era como,
en su ya citada nota sobre Biografía del Caribe, Germán Vargas decía que había
una «injustificada situación de desconocimiento» y que, al lado del caso de la ex-
celente novela de Eduardo Zalamea Borda, Cuatro años de bordo de mí mismo
(1934), «podrían multiplicarse los ejemplos» (sabía que no era el caso y que, fuera
de León de Greiff, era difícil hablar de otros autores injustamente desconocidos
afuera). De esa forma demasiado sutil de decir las cosas desistió Germán Vargas
en adelante: sus notas de 1948 y 1949 eran más directas, sin dejar de usar formula-
ciones llenas de cruel humor. Alfonso Fuenmayor fingió aceptar la idea de una
Colombia de alto nivel intelectual («...país de intelectuales según afirma un rumor
cuya exactitud valdría la pena investigar...») y también afirmaba, con una dosis de
ironía que no todos sus lectores debían de captar:
Nuestra cultura, aunque ignorada, merece un puesto de avanzada en las letras con-
tinentales y no es mezquino sino propio del auténtico patriotismo el propender por
que se divulgue.102
El mismo Fuenmayor, como Álvaro Cepeda Samudio, pero de manera más in-
JACQUES GILARD
98
100 Germán Arciniegas, «¿Nos conocen?», en Sábado, Bogotá, núm. 76, 23 de diciembre de
1944, pp. 1 y 15.
101 Anónimo, «Colombia en el exterior», en El Tiempo, Bogotá, 1 de abril de 1943, p. 5.
102 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «La ignorada Colombia», en El Heraldo, Barranquilla, 16
de enero de 1948, p. 3.
sistente, fue expresando la opinión del grupo sobre la literatura colombiana de su
tiempo; pensaba que, en realidad, no existía tal literatura ni podía existir por va-
rias razones: la elevada tasa de analfabetismo del país, la ausencia o la extremada
escasez de verdaderos escritores, la nulidad del sistema editorial y la consiguiente
inutilidad de la crítica.103 No existían sino obras aisladas que no llegaban a confi-
gurar una literatura. En lo que le importaba, la narrativa, Cepeda Samudio era
más directo. La primera nota de tema literario que publicó en la prensa adulta,
siendo aún estudiante de bachillerato – fue antes de su primer contacto con el
grupo –, proclamaba la suma indigencia de la narrativa colombiana:
Abre Eduardo Zalamea Borda una muy interesante encuesta en su ‘Fin de Semana’
de El Espectador. La pregunta es sencilla y concreta: «¿Qué novelas colombianas,
en número de diez, cree usted que deberían ser traducidas al inglés?» A primera
vista, la pregunta se absuelve con pasmosa rapidez: – No diez, veinte novelas co-
lombianas podrían ser traducidas con éxito al inglés. Pero cuando entramos a ver
cuáles son las novelas que podrían ser traducidas al inglés – con éxito económico y
literario, se entiende – éstas no aparecen por ninguna parte (...). Las novelas colom-
bianas que podrían traducirse con éxito al inglés se pueden contar con los dedos de
una mano... y sobran dedos.104
Esa era la piedra de toque en los juicios estéticos del grupo: la confrontación con
los valores extranjeros. El grupo pertenecía a la minoría de intelectuales colombia-
nos que, a salvo de los efectos del bombo mutuo, establecían la sana comparación
que nadie debería haber ignorado. Sus miembros eran en el país los primeros que
rondaban con insistencia la idea de un necesario profesionalismo del escritor.105
Contra los caldenses y el nacionalismo literario
Los escritores caldenses – oriundos del departamento andino de Caldas – eran
uno de los blancos predilectos del grupo, a la vez porque a éste le parecían como el
nec plus ultra de la mediocridad literaria nacional y porque constituían un grupo
dominante en la prensa y el mundo intelectual: reinaban sobre la odiada oratoria,
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
99
103 Alfonso Fuenmayor, en otras entregas de la columna ‘Aire del día’: «Cuatro años a bordo de
mí mismo» (28 de enero de 1948), «La crítica» (10 de enero de 1950), «La esterilidad literaria» (20
de marzo de 1950), «Una razón más» (4 de abril de 1950). El 20 de enero de 1948, en la entrega titu-
lada «Nuestra literatura», afirmaba: «Queremos (...) que nuestros literatos estudien». Esta exigencia
repetía lo que en junio de 1918 la revista Voces, probablemente bajo la pluma de Vinyes, señalaba co-
mo una de sus lecciones: «la lección de que es necesario el estudio» (Anónimo, «Voces avanza», en
Voces, Barranquilla, núm. 25, 16 de junio de 1918.
104 Álvaro Cepeda Samudio, ‘Cosas’, «Intermedio», en El Heraldo, Barranquilla, 12 de marzo de
1947, p. 6. La nota de Germán Vargas reproducida por Eduardo Zalamea Borda en el ‘Fin de Sema-
na’ de El Espectador (15 de marzo de 1947) era también una respuesta a esa pregunta y su juicio era
sólo levemente menos severo que el de Cepeda.
105 Acabó de formular esa idea con toda claridad el propio García Márquez en su artículo de
1960 en Acción Liberal, «Literatura colombiana, un fraude a la nación».
sobre la cuentística, sobre los suplementos literarios y las páginas editoriales de El
Tiempo, colándose además en los semanarios y en cuantas revistas podían. En los
caldenses se combinaban varios de los elementos que suscitaban las iras del grupo.
En 1947 escribía Germán Vargas:
Si por literatura caldense se entiende el exceso verbalista, el uso y el abuso de una
vana y exuberante palabrería a que la han conducido la falsa sonoridad de Silvio Vi-
llegas y la frondosidad tropical de Arias Trujillo (...)106
Y el mismo, en 1948:
El departamento de Caldas, uno de los más pequeños en extensión, es uno de los
más feraces en la producción de políticos de desorbitado lirismo que han hecho ca-
rrera en el país con la materia prima de sus discursos aprendidos de memoria. En
general, son oradores, ante todo. Sus libros son discursos sonoros y vibrantes, y
cuando se les lee – como dijera alguien –, es necesario cerrar el libro, al terminar un
párrafo emocionante, para oír los aplausos.107
Pero, aparte de la frondosidad verbal de los «greco-caldenses», de la que tam-
bién se burlaba Alfonso Fuenmayor y se burlaría García Márquez a partir de 1950
en su columna ‘La Jirafa’ de El Heraldo, el departamento de Caldas ejercía una
verdadera tiranía sobre la cuentística. Como se trataba de un ramo en el que el
grupo veía una gran posibilidad de renovación literaria – la novela vendría des-
pués –, los cuentistas caldenses fueron objeto de ataques más minuciosos y argu-
mentados.108
Tres de esos cuentistas ocupaban un espacio desproporcionado en las páginas
de suplementos y revistas: Eduardo Arias Suárez, Adel López Gómez y Antonio
Cardona Jaramillo; para los dos últimos existía el agravante de que eran entonces
colaboradores «de planta» de El Tiempo. Eran en esos años los autores más pro-
ductivos o los que mejor acogida recibían en suplementos y revistas. Sin haber
efectuado una revisión exhaustiva de las publicaciones literarias, encontramos que
en los años cuarenta López Gómez publicó unos cincuenta y seis cuentos; Arias
Suárez, unos treinta y siete, y Cardona Jaramillo, unos cuarenta y seis – cifras que
están forzosamente por debajo de la realidad y delatan sin ambajes una prolijidad
y un desaliño nefastos –. Con sus artículos y sus columnas, las entrevistas que unos
a otros se hacían, sus autoentrevistas y las reseñas que suscitaban sus libros, llega-
ban a ser una presencia asfixiante en la narrativa del momento. Curiosamente, en
una autoentrevista, Adel López Gómez se quejaba del mal trato que recibían los
JACQUES GILARD
100
106 Germán Vargas, «Palabras sobre Oscar Echeverry Mejía», en El Heraldo, Barranquilla, 18 de
octubre de 1947, p. 9.
107 Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 4 de junio de 1948, p. 4.
108 El cuento fue uno de los objetos principales de las reflexiones y los debates del grupo de Ba-
rranquilla. Cfr. Jacques Gilard, «El grupo de Barranquilla y la renovación del cuento colombiano», en
Ibérica. Les Cahiers, París, La Sorbonne, núm. 1, 1983, pp. 55-72.
cuentistas «nacionales» en las publicaciones del país: «Los publicistas se desen-
tienden de la producción de cuentos propios para dar cabida a los extranjeros en
sus páginas de honor109
Más motivos de queja podían tener los lectores que no apreciaban esa cuentís-
tica representada por López Gómez. Continuaba éste:
Por lo demás, nuestro cuento es original y propio, impregnado del color y el sabor
de la tierra, moldeado de primera mano en su paisaje (...). Influencia, claro que
existe. Un buen cuentista tiene por fuerza que tener alguna reminiscencia de Mau-
passant, de Daudet, de Pirandello, de Quiroga, de todos. Son o pueden ser influen-
cias de técnica, de procedimientos, de semejanza en los tipos. Pero los nuestros son
fieles a su medio y a su humanidad.
Al afirmar lo anterior, López Gómez se refería al cuento colombiano, pero co-
mo había escrito previamente: «Toda la cuentística colombiana está localizada en
Caldas», no salía de su ámbito regional, que era el único que podía concebir. Y
saltan a la vista la confusión de lo nacional con lo local y con lo rural, la creencia
de que influencias viejas – por el mero hecho de ser viejas – dejaban de ser foráne-
as, la incapacidad para pensar siquiera en la posibilidad de influencias nuevas; en
términos generales, un completo desconocimiento del mundo contemporáneo y
de sus expresiones. Por su parte, Antonio Cardona Jaramillo señalaba como co-
lombiano el «cuento lleno de tierra» que él mismo escribía, así como López Gó-
mez y Arias Suárez,110 ese cuento que se solía definir como «terrígena» o «terríge-
no», un adjetivo que irritaba a Germán Vargas.
En esas posturas se daba un caso espectacular de estancamiento ideológico y
estético. Tanto Germán Vargas como Alfonso Fuenmayor se burlaron de ese parti-
cularismo caldense y de sus trasnochados criterios, por reacción de costeños, por
estar convencidos de que el mundo rural ya no constituía un alimento digno para
la literatura – convicción esta nada indiscutible – y sobre todo por pensar que ya
era tiempo de que los escritores colombianos se fijaran en las nuevas corrientes li-
terarias extranjeras.111 Los del grupo defendían el concepto de que los mejores
cuentos colombianos eran obras de escritores no especializados en el género.112
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
101
109 Adel López Gómez, «De los cuentos y los cuentistas», en El Tiempo, Bogotá, 4 de marzo de
1948, p. 5. Ante esta autoentrevista y su contenido reaccionó sin demora Alfonso Fuenmayor (‘Aire
del día’, «Sobre el cuento», en El Heraldo, Barranquilla, 5 de marzo de 1948, p. 3).
110 Anónimo, «Desaparece el cuento en Colombia (un reportaje con Antonio Cardona Jarami-
llo)», en El Tiempo, 20 de junio de 1948, 2da. Sección, p. 3. Al parecer, el entrevistador era el mismo
Cardona, quien hacía las preguntas y las respuestas. Ya había sido el caso, aunque sin tanto desplie-
gue por tratarse entonces de la entrega de una columna cotidiana, con la nota de López Gómez del 4
de marzo anterior; al día siguiente, también había ironizado Alfonso Fuenmayor sobre el curioso pro-
cedimiento de la autoentrevista. A las autosatisfechas declaraciones de Cardona Jaramillo, pronto dio
Germán Vargas una réplica corrosiva en su ‘Nota Instrascendente’ de El Nacional de Barranquilla el
22 de junio.
111 Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 22 de junio de 1948, p. 4.
112 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Sobre el cuento», en El Heraldo, Barranquilla, 5 de mar-
zo de 1948, p. 3. Germán Vargas, «Sobre el cuento colombiano», en Sábado, Bogotá, 16 de abril de
Se trataba de un combate que no era solamente contra los caldenses, sino con-
tra lo que aún entonces se llamaba «el nacionalismo literario». Esta doctrina había
surgido en 1941 a raíz de un concurso de cuentos organizado por la Revista de las
Indias, en el que se habían enfrentado, finalmente, un relato de Jorge Zalamea,
«La grieta», y otro de Eduardo Caballero Calderón, «Por qué mató el zapatero».
El cuento de Zalamea era una suerte de herejía: relataba la vida de un obrero ir-
landés y su acción se desarrollaba en Dublín. La filiación joyceana, aún escandalo-
samente exótica, era evidente, pero del concurso había nacido una violenta polé-
mica en la que se había destacado el escritor santandereano Tomás Vargas Osorio,
ardiente promotor del «nacionalismo literario»; exigía que los temas y los procedi-
mientos fueran exclusivamente colombianos, sin especificar en qué podía un pro-
cedimiento de escritura ser «nacional» (y decente) o «foráneo» (y condenable),
con una saña tanto más curiosa cuanto que él mismo era autor de excelentes cuen-
tos que superaban en mucho los estrechos criterios por los que abogaba. Al breve
pero violento episodio de 1941113 se refería Germán Vargas al evocar siete años
después, en sus «Fichas sin revisar»,114 «una curiosa y tonta polémica sobre nacio-
nalismo literario»; elogiaba los cuentos de autores nuevos, especialmente uno de
Gustavo Wills Ricaurte, por encontrarlo «muy norteamericano»;115 y en su nota
«Sobre el cuento colombiano» celebraba el «claro sentido universalista» del mis-
mo Wills Ricaurte, de Laguado, Cepeda Samudio y García Márquez.
Literatura extranjera
Al contrario de los partidarios del nacionalismo literario, según quienes el in-
movilismo era el mejor e incluso el único camino hacia una expresión plena y pro-
pia, los miembros del grupo pensaban que la literatura colombiana no podía pro-
gresar, y por lo tanto no lograría pasar de las fronteras del país, si no acogía valo-
res foráneos. Lo más claro es su admiración por la narrativa norteamericana con-
JACQUES GILARD
102
1949. Ramon Vinyes también expresaba esa idea en una entrevista: Javier Auqué Lara, «Ramón Vin-
yes habla sobre literatura», en El Espectador, Bogotá, 30 de enero de 1949, 2da. Sección, pp. 3-4 y 23.
La repitió García Márquez en 1960 («Literatura colombiana, un fraude a la nación», en Acción Libe-
ral, Bogotá, núm. 2, abril de 1960, pp. 44-47).
113 Cfr. Jacques Gilard, «Du nationalisme littéraire. Une polémique colombienne (1941)», en
América. Cahiers du CRICCAL, París, Sorbonne-Nouvelle, núm. 21, 1998, pp. 237-244.
114 Aunque los presupuestos del nacionalismo literario se repetían con frecuencia y con la natu-
ralidad de lo evidente e ineludible, no se encuentran después de 1941 en la prensa ni en los suple-
mentos y revistas menciones expresas de la polémica. Había un consenso tácito para sumar en el olvi-
do los molestos considerandos formulados en 1941 por Hernando Téllez sobre las fallas del alegato
nacionalista. Esta alusión irónica de Germán Vargas es caso único en los años cuarenta. La volvió a
repetir, en una forma ya más bien extemporánea e innecesaria en 1954, en el breve texto que escribió
para la solapa de Todos estábamos a la espera («... Colombia, donde todavía se suscitan pintorescos
debates sobre nacionalismo literario...»).
115 Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 14 de agosto de 1948, p.
5. Ese cuento de Wills era «El inventor de corbatas», aparecido en el Dominical de El Espectador del
8 de agosto de 1948 (pp. 4 y 20).
temporánea. De ello tenemos noticias tan pronto como los más jóvenes empiezan
a escribir con regularidad en la prensa; pero mucho antes, Ramon Vinyes había es-
crito algo sobre Faulkner,116 al que había leído y reseñado en Barcelona en los
años treinta y vuelto a leer en su exilio francés117 antes de regresar a Colombia.
Ese activo y proselitista interés por la literatura de Estados Unidos se hace patente
cuando Alfonso Fuenmayor traduce a Hemingway, en 1945.118 Hacia finales del
mismo año, al reseñar un libro de ensayos de un joven intelectual de Barranquilla,
un estudio sobre Gallegos, Rivera y Güiraldes, sugería Germán Vargas:
Sería de grande interés un ensayo posterior en el que el autor sacara conclusiones
sobre los puntos de vista esbozados en los tres estudios iniciales, generalizando so-
bre la novelística hispanoamericana y la novela de Estados Unidos, sorprendente
por sus temas y por su técnica.119
Con ello demostraba Germán Vargas su temprana convicción de que lo que
aún se consideraba no sólo como lo mejor sino también como la única vía posible
de la literatura hispanoamericana resultaba sumamente atrasado con relación a la
del Norte. En 1947, el joven y aún aislado Cepeda Samudio escribía al contestar la
pregunta hecha por Zalamea Borda en su ‘Fin de Semana’:
¿Dónde está la novela colombiana capaz de impresionar la sensibilidad del lector
norteamericano? ¿Qué autor colombiano tiene la suficiente fuerza para remover la
capa de perfección que sobre el lector norteamericano han tendido Faulkner, He-
mingway, Steinbeck, Dos Passos?120
Y en 1948, mientras se discutía en Colombia si la influencia anglosajona debía
reemplazar a la francesa, Germán Vargas escribió:
No podría negarse que la más interesante producción novelística está hoy en Norte-
américa. Y que difícilmente, salvo en Inglaterra, pueden encontrarse en la actuali-
dad novelistas como Faulkner, como Caldwell, como Upton Sinclair (...). Lo cierto
es que hasta ahora la influencia norteamericana no se ha concretado en expresiones
culturales colombianas.121
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
103
116 Ramon Vinyes, ‘Reloj de Torre’, «Vísperas de Navidad; un autor», en El Heraldo, Barranqui-
lla, 27 de diciembre de 1940, p. 3.
117 Incluso había percibido un influjo de Faulkner en el manuscrito de novela que le prestó en
París un joven escritor desconocido, Claude Simon, quien más de cuarenta años después recibiría el
Premio Nobel de literatura.
118 Se trataba del cuento «The Killers». La traducción apareció bajo el título «Los asesinos» en
Revista de América, Bogotá, vol. IV, núm. 10, octubre de 1945, pp. 144-152. La volvió a utilizar Al-
fonso Fuenmayor en Estampa (1949) y Crónica (1950).
119 Germán Vargas, «El libro de Mario Madrid-Malo», en El Heraldo, Barranquilla, 19 de no-
viembre de 1945, p. 3.
120 Álvaro Cepeda Samudio, ‘Cosas’, «Intermedio», en El Heraldo, Barranquilla, 7 de marzo de
1947, p. 6.
121 Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 7 de junio de 1948, p. 5.
Germán Vargas sugería entonces lo que en 1950 afirmaría abruptamente Gar-
cía Márquez. De éste, por ejemplo:
Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté indudable y afortunada-
mente influida por Joyce, por Faulkner o por Virgina Woolf. Y he dicho «afortuna-
damente», porque no creo que podríamos los colombianos ser, por el momento,
una excepción al juego de las influencias.122
O, a propósito de Arturo Laguado, y refiriéndose solamente a los escritores de
Estados Unidos:
Nadie está tan distante de los cuentistas norteamericanos como el autor del Gran-
guiñol. Y a última hora, pienso yo, ésa podría ser una de sus pocas fallas.123
Alfonso Fuenmayor, por su parte, también estaba convencido de la validez po-
tencial de los modelos extranjeros. Lo había demostrado en 1945 su traducción de
un cuento de Hemingway, y él expresaba también su admiración por Faulkner,124
como lo había hecho tardíamente Ramon Vinyes, influido entonces por sus jóve-
nes amigos.125 Más claramente de lo que lo hicieron Germán Vargas y Cepeda Sa-
mudio, y tanto como lo haría García Márquez, Fuenmayor se manifestó como par-
tidario de la influencia extranjera sobre la literatura colombiana, pero era sola-
mente una cuestión de expresión, porque todos estaban de acuerdo y algunos de
ellos solamente insinuaban lo que los otros expresaban. Fue el caso a propósito de
Sartre: «Como un camino de salvación sería de desear la vulgarización de la obra
de Sartre en Colombia...»126 O dos años más tarde: «Esa influencia (de Sartre) no
existe, desgraciadamente (...). Tenemos que lamentar que eso no ha sucedido.»127
Esta línea de apertura hacia lo foráneo y contemporáneo se confirmó con el se-
manario del grupo, Crónica, que propuso en sus primeros meses una serie de cuen-
tos extranjeros, y seguiría luego con la columna ‘Brújula de la cultura’, que Cepeda
Samudio había de mantener en El Heraldo de agosto a noviembre de 1951.
JACQUES GILARD
104
122 Gabriel García Márquez (Septimus), ‘La Jirafa’, «¿Problemas de la novela?», en El Heraldo,
Barranquilla, 24 de abril de 1950, p. 3.
123 Gabriel García Márquez (Septimus), ‘La Jirafa’, «Otra vez Arturo Laguado», en El Heraldo,
Barranquilla, 27 de abril de 1950, p. 3.
124 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Un novelista policíaco», en El Heraldo, Barranquilla, 22
de noviembre de 1949, p. 3. En el trasfondo de esta nota está el hecho de que el Premio Nobel de li-
teratura de 1949 se había declarado desierto, como lo lamentó en forma más clara Eduardo Zalamea
Borda en su columna de El Espectador («Los candidatos al Premio Nobel», 22 de noviembre de
1949). Sólo al año siguiente recibiría Faulkner el Nobel 1949.
125 Ramon Vinyes, ‘Reloj de torre’, «Sartre vs Faulkner», en El Heraldo, Barranquilla, 26 de abril
de 1949, p. 3.
126 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «A propósito de una obra de Sartre», en El Heraldo, Ba-
rranquilla, 20 de enero de 1948, p. 3. Esta nota de Alfonso Fuenmayor evoca indirectamente la polé-
mica que suscitaron la traducción (por Hernando Téllez) y la publicación, en el suplemento de El
Tiempo, de la obra teatral de Sartre La putain respectueuse – un hecho que indignó a «Calibán».
127 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Todavía Europa», en El Heraldo, Barranquilla, 8 de mar-
zo de 1950, p. 3.
¿Tenía el grupo mejor información que los intelectuales del centro del país? La
tradición local, sumada a la vocación periodística de sus miembros, constituye una
razón válida para pensarlo. Por ejemplo, no deja de resultar asombroso el que, ha-
biendo aparecido Bestiario en marzo de 1951, Álvaro Cepeda Samudio pudiera
escribir un breve elogio de Cortázar (nada de ensayos) en una fecha tan temprana
como agosto de ese mismo año:
CUENTOS.– Ha llegado a Colombia el último libro del extraordinario cuentista
Julio Cortázar. Bestiario, en la mejor tradición de Felisberto Hernández y Norah
Lange, presenta una serie de cuentos en los cuales la línea que divide la realidad de
la irrealidad ha desaparecido.128
Unos meses después, en una carta a Ramon Vinyes (6 de febrero de 1952),
Germán Vargas le hablaba al «sabio catalán» del descubrimiento de Julio Cortá-
zar, «un excelente cuentista argentino».129 La curiosidad sistemática explica que,
a través de los catálogos que recibía la Librería Mundo, de su amigo Jorge Ron-
dón, el grupo tuviera noticia de la salida del libro y lo encargara. Pero es evidente
que a ello se añadió otro hecho, de mayor importancia: una lectura con total acier-
to crítico, el cual se debió a la buena preparación del grupo y a su familiaridad
con las corrientes contemporáneas.
Esto último es lo que explica el notable desajuste cronológico que separa los
descubrimientos literarios de Barranquilla y los de Bogotá. Es ejemplar, a este res-
pecto, el caso de Borges. Los del grupo no disponían de una ventaja desmedida
con relación a los intelectuales de la capital. La revista Sur les llegaría a lo sumo un
par de semanas antes de llegar a Bogotá. La debían de conocer muchos, al menos
porque, a raíz de su misión diplomática en Buenos Aires, en ella escribía Arcinie-
gas, su único verdadero colaborador colombiano (mucho antes de Jorge Gaitán
Durán y Alberto Zalamea, que muy poco escribieron en ella). Nadie, ni el mismo
Arciniegas, se fijó en la calidad fuera de lo común de algunos escritores rioplaten-
ses que colaboraban en Sur; o la conoció demasiado Arciniegas y preferiría no dar-
los a conocer en Colombia: eran demasiado novedosos y podían revelar lo rutina-
ria y polvorienta que era la literatura colombiana y opacar el prestigio del diplo-
mático-escritor (fuera la que fuera la razón, Arciniegas retrasó en al menos diez
años las lecturas de los colombianos). Si, de Sur, algo se reproducía de vez en
cuando en la Revista de las Indias, no eran ciertamente textos de Borges. Sobre és-
te sólo se puede encontrar, en el suplemento de El Tiempo, un breve artículo de
orientación filosófica dedicado a su poesía por Danilo Cruz Vélez,130 en una fecha
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
105
128 Álvaro Cepeda Samudio, ‘Brújula de la cultura’, en El Heraldo, Barranquilla, 31 de agosto de
1951, p. 3.
129 También se refirió a Cortázar en 1954, en la presentación que escribió para la solapa de Todos
estábamos a la espera, así como en su crónica sobre el grupo, aparecida en 1956.
130 Danilo Cruz Vélez, «Jorge Luis Borges», en El Tiempo, Bogotá, 9 de julio de 1939, 2da. Sec-
ción, p. 2. Con este artículo se ve que había quien leía a Borges en Bogotá, y más que probablemente
quien conocía la revista Sur, incluso antes de que Arciniegas viajara a la Argentina en calidad de di-
llamativamente temprana pero sin secuelas apreciables en el medio colombiano.
Vinyes ya leía a Borges en 1940 o 1941– como consta en sus cuadernos de apuntes
–.131 Lo evocó en una columna de El Mundo, en 1946, y también lo hizo entonces
Germán Vargas, jefe de redacción de ese mismo diario barranquillero.132 En 1950,
Crónica reprodujo «Emma Zunz» y «La forma de la espada». Fue solamente en
1951 cuando el Dominical de El Espectador reeditó este último cuento,133 y sola-
mente en 1952 cuando, en su columna del suplemento de El Tiempo, Pedro Gó-
mez Valderrama dedicó un análisis a Borges,134 primer paso hacia una trayectoria
de cuentista muy marcado por el ejemplo borgesiano. Más ejemplar aún sería el
caso de Felisberto Hernández, también leído tempranamente por Vinyes, como
atestigua un apunte en un cuaderno de éste,135 y de quien Crónica reprodujo dos
cuentos en 1950: «Nadie encendía las lámparas» y «Muebles ‘El Canario’», mien-
tras en toda la época considerada (1937-1956), y recordando las alusiones que
proceden del grupo,136 no encontramos ninguna al gran escritor uruguayo en la
prensa y las revistas de Bogotá. También puede citarse el ejemplo de Sábato: Al-
fonso Fuenmayor comentó El túnel en 1950,137 y ese mismo año un cuento de Ce-
peda Samudio, «El piano blanco», contiene evidentes reminiscencias de El túnel
(«túnel» es la última palabra de ese relato que, por otra parte, remite también a un
cuento de Felisberto Hernández, «El comedor obscuro»). Es solamente en 1952
cuando Pedro Gómez Valderrama publica un análisis de la novela de Sábato.138
Literatura rioplatense, narrativa urbana, relatos que cultivaban lo extraño o lo fan-
tástico: eran campos, o un solo campo, por donde el grupo se había aventurado
primero que nadie en Colombia. La clara ruptura con la literatura nativista expre-
saba una conciencia nueva de la identidad americana.
JACQUES GILARD
106
plomático. Es otra señal del desfase de Arciniegas en su época, y también de que no eran los más en-
terados ni los más clarividentes quienes llevaban la voz cantante en la vida intelectual de Colombia.
131 Hay apuntes en tres cuadernos distintos, que cubren de 1940 a 1944 o 1945. Cfr. Selección de
textos, op. cit., T. II, pp. 344-346.
132 Ramon Vinyes, «Apunte al margen», en El Mundo, Barranquilla, 27 de agosto de 1946. Cfr.
Selección de textos, op. cit., T. II, pp. 423-424. Germán Vargas, «Marinos argentinos», en El Mundo,
Barranquilla, 13 de agosto de 1946, p. 4.
133 Dominical de El Espectador, Bogotá, 6 de mayo de 1951, p. 5.
134 Pedro Gómez Valderrama, ‘Los pasos perdidos’, «La muerte y la brújula», en El Tiempo, Bo-
gotá, 23 de marzo de 1952, 2da. Sección, p. 2.
135 El apunte de Vinyes es de 1946 o 1947. Cfr. Selección de textos, op. cit., T. II, p. 349.
136 Felisberto Hernández era nombrado por Cepeda en su breve nota sobre Cortázar (agosto de
1951), por Germán Vargas en su texto de presentación de Todos estábamos a la espera (1954) y nueva-
mente por Germán Vargas en su crónica sobre el grupo (1955). En estos dos últimos casos el escritor
uruguayo era recordado junto al nombre de Cortázar.
137 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «El túnel», en El Heraldo, Barranquilla, 26 de mayo de
1950, p. 3. Vinyes había sido el primero del grupo en leer El túnel, y sus apuntes secretos de lectura
muestran su escepticismo ante la novela de Sábato (cfr. Selección de textos, op. cit., T. II, p. 360).
138 Pedro Gómez Valderrama, «El túnel», en El Tiempo, Bogotá, 27 de julio de 1952, 2da. Sec-
ción, p. 4.
Una visión de América
Reaccionando ante una afirmación del muy leído crítico peruano Luis Alberto
Sánchez («Seguimos siendo imitadores»), Alfonso Fuenmayor escribió en 1950:
Sería bueno recordar que el americano es uno de los pocos tipos humanos que tie-
nen derecho, y no un derecho cualquiera, sino un derecho que pudiéramos llamar
biológico, para aceptar ciertas influencias que en ningún caso le son ajenas. El ameri-
cano es, un poco, muchas cosas. Si examinamos la historia, las sucesivas emigracio-
nes que han llegado hasta esta parte del Atlántico, se comprendería, de una vez por
todas, que nuestra aberración sería pensar y sentir exclusivamente como lo hicieron
Guautémoc o Atahualpa. Si aceptamos la luz eléctrica, tenemos que aceptar a Wi-
lliam Faulkner. Si el whisky nos dice algo, también nos dice algo James Joyce.139
La tradición local, una vez más, ayudaba a que así se pensara en el grupo, al
mismo tiempo que las inquietudes políticas y los juicios estéticos. Por ello existía
ese rechazo a las posturas del nacionalismo, fuera «literario» o no. América no
era, para los del grupo, el terruño entrañable de los cuentistas caldenses y era mu-
cho más que el mundo grandioso evocado por la narrativa del telurismo.
De esta última nacía, sin embargo, la imagen de América que entonces predo-
minaba en Colombia. Si se creía que lo colombiano estaba en el mundo apacible
de los cuentos pueblerinos («terrígenas») – ingenua macheza, arcaísmo, orden pa-
triarcal, ruana y machete, tiple y aguardiente –, ello no impedía que se pensara
que la realidad americana estaba en las grandes novelas de la Sierra, la Selva y la
Pampa. Con La vorágine, Rivera, al hablar de un territorio que, sin embargo, era
colombiano, había introducido en la narrativa nacional una realidad más bien
exótica, que se aceptaba – ¿cómo habría sido posible rechazarla? –, pero que no
dejaba de inquietar. Sólo que, de todas maneras, constituía el lazo con el resto del
continente Sur, el vínculo con Güiraldes, Gallegos, Alegría y los novelistas ecuato-
rianos. Esa era la América que se aceptaba y acataba, y no la de Borges, Onetti140
o Felisberto, que poquísimos conocían y casi nadie concebía o presentía.
El grupo de Barranquilla rechazaba esa visión. Según una tendencia frecuente
entonces, pero escasamente representada en Colombia, quería que la literatura se
liberara del peso de la geografía y mirara hacia el hombre.141 Antes de que, en
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
107
139 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Americanos universales», en El Heraldo, Barranquilla, 12
de abril de 1950, p. 3.
140 Sobre Onetti existe un apunte manuscrito (de 1943 o 1944), muy escéptico, de Ramon Vin-
yes. Cfr. Selección de textos, op. cit., T. II, p. 357.
141 En El Espectador (14 de noviembre de 1948, p. 4) el joven escritor Gustavo Wills Ricaurte
publicó una nota significativamente titulada «Cuentos de tierra y cuentos de hombre». Era una répli-
ca a «Los cuentos de Dow», nota furibunda que acababa de publicar el nacionalista y terrígena Anto-
nio Cardona Jaramillo en El Tiempo (2 de noviembre de 1948, p. 5). Cardona agredía a Dow, violen-
tamente pero con argumentos deleznables (por ejemplo, condenando el que un personaje de cuento
no llevara nombre), en ocasión de la salida de su libro Doce cuentos. El nacionalista y terrígena y su-
puesto gran cuentista defendía su territorio contra un intruso que intentaba proponer una renovación
1950, García Márquez expresara sus reticencias ante la candidatura de Rómulo
Gallegos al premio Nobel,142 y hablara de «esa cosa que se llama La vorágine»,143
sus amigos ya habían manifestado su convicción de que debían superarse los tiem-
pos del nativismo. El entusiasmo de Germán Vargas ante Biografía del Caribe era
por el humor que alentaba en ese libro, por la extravagancia y el cosmopolitismo
del mundo evocado, y decía Vargas, en su ya citada ‘Nota Intrascendente’ del 7 de
febrero de 1948, al evocar el descenso estético de los escritos posteriores de Arci-
niegas:
... el personaje central de la obra de Arciniegas es la América nuestra, extraña mez-
cla de blanco y negro e indio, toda esta mulatería que se fue formando cuando los
españoles comenzaron el «descubrimiento» de América.
Hablar de «mulatería», aceptar y exaltar el mestizaje caribeño, era entonces
una audacia que iba más lejos incluso que el propio libro comentado. Existía, por
consiguiente, en el grupo un concepto novedoso de la identidad continental, que
sus miembros no explotaron entonces por pensar que la época imponía huir de
toda forma de localismo, sin exceptuar el aspecto humano. García Márquez – fle-
xibilidad de creador frente a quienes eran solamente analistas – supo llegar hasta
el fondo de lo que era entonces una intuición certera.
Pero todos estaban de acuerdo en que una época había terminado. Lo demues-
tran los primeros cuentos de Cepeda Samudio, tan experimentales, y los de Gar-
cía Márquez. Alfonso Fuenmayor, que tenía algunos reparos frente a La vorági-
ne,144 mientras que Germán Vargas consideraba en sus «Fichas sin revisar» que
esa novela era «la mejor que (hubiera) escrito novelista alguno en Colombia», ex-
presó el punto de vista colectivo sobre el telurismo. Por ejemplo:
Las novelas de Gallegos son ante todo documentos y también un vasto fresco socio-
lógico. Quizá flaquee en ellas la pericia psicológica, el escritor descriptivo, y haga
excesivas concesiones a lo folletinesco, pero en esas tupidas y febriles páginas so-
bresale una honrada mentalidad que fraterniza con sus coterráneos.145
JACQUES GILARD
108
del género. A grandes rasgos, la réplica de Wills Ricaurte a Cardona seguía la misma línea que el gru-
po de Barranquilla en los conceptos sobre el género cuento. Pero, como en casi todas las entregas de
las columnas que, con título propio o sin él, publicó en esos años en El Espectador, su alegato era de-
masiado didáctico; en cierto modo, se expresaba en la misma forma que lo hacían quienes bloquea-
ban la vida literaria que él, en principio y como los de Barranquilla pero sin su visión ni su contun-
dencia, pretendía renovar. A la postre, Wills no contribuyó a ningún cambio y, ya antes de iniciarse
los años cincuenta, sus propios relatos – bien interesantes en los primeros tiempos – pronto se volvie-
ron tan rutinarios como la cuasi totalidad de los que entonces se publicaban en Colombia.
142 Gabriel García Márquez (Septimus), ‘La Jirafa’, «Otra vez el Premio Nobel», en El Heraldo,
Barranquilla, 8 de abril de 1950, p. 3.
143 Gabriel García Márquez (Septimus), ‘La Jirafa’, «¿Problemas de la novela?», en El Heraldo,
Barranquilla, 24 de abril de 1950, p. 3.
144 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Cuatro años a bordo de mí mismo», en El Heraldo, Ba-
rranquilla, 28 de enero de 1948, p. 3.
145 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «El presidente Gallegos», en El Heraldo, Barranquilla, 16
de febrero de 1948, p. 3.
Y a propósito de Mariano Picón-Salas:
... ha querido interpretar el americanismo sobre bases de rigor científico, sustrayén-
dolo del pérfido y seductor ambiente en que lo habían sumido espíritus arrebatados
de metáforas, de tropicalismo exuberante.146
A esas convicciones habían llegado también por vías que no eran sólo las exclu-
sivamente literarias que hemos mencionado hasta ahora. El grupo, que se esforzaba
por vivir plenamente «la hora del mundo», insertaba dentro de los problemas del
mundo los que padecía su país. En su concepto de América encontramos, es ver-
dad, unos elementos heredados de 1789 y presentes en las tradicionales posturas
del liberalismo, que ellos acataban a la vez por convicciones propias y por colabo-
rar en órganos de la prensa liberal: todos eran partidarios del progreso y de la de-
mocracia y hostiles a todas las formas, tradicionales también en América Latina, de
dictadura y militarismo. Pero se situaban más allá de las actitudes del liberalismo
oficial y nada tenían en común con un editorialista reaccionario como «Calibán».
En realidad, se sentían más cercanos al Partido Comunista, entonces dividido,
que al Partido Liberal. Se comprueba una y otra vez en las notas que expresan la
forma desilusionada como vivieron la posguerra. La frecuencia con que atacaron
al Generalísimo Franco en sus columnas, de 1946 a 1950, es un elemento revela-
dor. Con ello, al parecer, no hacían sino seguir la línea oficial del liberalismo, pero
no juzgaban solamente a Franco como un dictador militar más, sino que veían en
la permanencia de su poder la prolongación odiosa de los tiempos del totalitaris-
mo nazi-fascista. Añoraban la época de unanimidad que había sido la lucha contra
las potencias del Eje. Fieles a las exaltaciones generadas por la guerra civil españo-
la y el conflicto mundial, no concebían que pudiera haber una diferencia entre so-
cialismo y democracia. Era para ellos una realidad, la única realidad posible, la
ilusión pacifista generada por la propaganda de los años de guerra y, en coinciden-
cia con Eduardo Zalamea Borda (cuya columna de El Espectador era para ellos de
diaria lectura), no admitían que se dejara subsistir la mancha del régimen fran-
quista en nombre de otra división del mundo que encontraban monstruosa.147 El
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
109
146 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Mariano Picón-Salas», en El Heraldo, Barranquilla, 20 de
mayo de 1948, p. 3.
147 Bastantes notas sin firma aparecidas en la página editorial de El Mundo de Barranquilla – de
agosto a noviembre de 1946 (única colección conservada, en la sede de El Heraldo) –, no solamente
de marcada tonalidad antisfascista y pacifista sino también muy críticas hacia Estados Unidos, deben
poder atribuirse a Germán Vargas, quien era el jefe de redacción y por lo tanto al menos daba su visto
bueno al contenido de esas notas, en las que, de todas formas, se reconoce su estilo (sobre el franquis-
mo, «Amira de la Rosa», en El Mundo, Barranquilla, 7 de agosto de 1946, p. 4). Notas de Alfonso
Fuenmayor en El Heraldo: «León Felipe» (12 de julio de 1946), «Hacia América» (19 de julio de
1946). Notas de Álvaro Cepeda Samudio en El Nacional: «Tú lo mataste, Franco» (5 de noviembre
de 1947), «España y el Plan Marshall» (28 o 29 de enero de 1948), « El arte bajo Franco» (14 de fe-
brero de 1948), «El congreso cinematográfico» (29 de junio de 1948), el segmento «Rita Hayworth y
la moral madrileña» en «La batalla del tango» (entrega de ‘En el margen de la ruta’ conservada en un
recorte sin fecha, archivo de Cepeda Samudio).
aún casi adolescente Cepeda Samudio fue el más vehemente en la denuncia del
franquismo, pero Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas también se refirieron al
problema. Y pasó más o menos lo mismo en cuanto a la guerra fría: más atrevido
Cepeda, más circunspectos sus dos amigos, todos abogaron por un entendimiento
internacional y sugirieron o afirmaron que el belicismo estaba de parte de Estados
Unidos.148
Así era como, aún en 1948, podía escribir Alfonso Fuenmayor que los rusos
eran «un pueblo que, a pesar de ser distinto de los demás, tiene nuestras mismas
ambiciones de paz y de felicidad».149 Y unas semanas después, en un ambiente
más tenso, cuando se iba a reunir en Bogotá la Novena Conferencia Interamerica-
na, que entronizaría el credo anticomunista y se vería interrumpida por el «bogo-
tazo» (que el general Marshall atribuyó en seguida a un complot comunista):
Lejos de fomentar el distanciamiento entre la Unión Soviética y Estados Unidos, la
Conferencia Panamericana, si acaso ese problema está dentro de la esfera de sus
preocupaciones, debe propender por un acercamiento entre ambos gobiernos. No
debemos olvidar que los comunistas, por otra parte, han sido los eficaces aliados
con los que el mundo derrotó al nazi-fascismo en la última hecatombe.150
Mientras tanto, la burguesía liberal se amoldaba, naturalmente y sin demora, a
la «doctrina Truman» (excelente señal del hecho es la rápida evolución de Arci-
niegas). En 1948, el gran hombre para Cepeda era Henry A. Wallace, líder del efí-
mero Partido Progresista norteamericano.
A ello se añadía la conciencia de que el mundo había entrado irremediable-
mente en un nueva etapa con la explosión de la bomba de Hiroshima. El país no
le prestaba mucha atención a esa realidad nueva y tremebunda: la explosión de la
bomba no había merecido más despliegue en la prensa que otros hechos de la
guerra mundial, y los grandes titulares, en agosto de 1945, se referían al cambio de
presidente, con la renuncia de López Pumarejo y la posesión del «designado» Lle-
ras Camargo. El intelectual que más preocupación demostró tener por la amenaza
de destrucción nuclear fue Eduardo Zalamea Borda, quien había sido el primero
JACQUES GILARD
110
148 Notas anónimas atribuibles a Germán Vargas en El Mundo («Declaraciones de Caldwell», 10
de agosto de 1946; «¿Otra guerra?», 5 de septiembre de 1946). Notas de Álvaro Cepeda Samudio en
El Nacional: «Jugando a los gringos» (7 de enero de 1948), «Mr. Henry A. Wallace» (enero de 1948,
recorte sin fechar, archivo de Cepeda Samudio), « Stalingrado» (4 de febrero de 1948), «El Plan Wa-
llace» (26 de febrero de 1948), «El discurso de Carlos Lozano» (23 de abril de 1948), «’Una’ carta de
‘unos’ universitarios» (5 de mayo de 1948), «Nuestra juventud y la nueva Venezuela» (hacia el 19 de
mayo de 1948, recorte sin fechar, archivo de Cepeda Samudio), «Una pregunta a la juventud» (recor-
te sin fechar, del año 1948, archivo de Cepeda). Notas de Germán Vargas en El Nacional (30 de mar-
zo de 1948, 1 de junio de 1948). Notas de Alfonso Fuenmayor en El Heraldo: «Una carta» (9 de julio
de 1946), «Neruda y Chile» (5 de febrero de 1948), «La Rusia de Steinbeck» (5 de febrero de 1948),
«Una declaración oportuna» (31 de marzo de 1948).
149 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «La Rusia de Steinbeck», en El Heraldo, Barranquilla, 5
de febrero de 1948, p. 3.
150 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Una declaración oportuna», en El Heraldo, Barranquilla,
31 de marzo de 1948, p. 3.
en hablar de su existencia, un mes antes de Hiroshima,151 y siguió hablando insis-
tentemente, en los meses y años posteriores, del peligro que pesaba sobre la espe-
cie humana. En el grupo de Barranquilla, Cepeda Samudio fue el que más clara-
mente expresó la conciencia de vivir tiempos angustiosos por la existencia de la
bomba: lo atestiguan notas en El Nacional de Barranquilla,152 así como sus tanteos
formales de escritor preocupado por penetrar y expresar la realidad más allá de
sus apariencias inmediatas. En 1953, los efímeros experimentos del cine en relieve
le inspiraron este comentario:
Este afán de apartarse del elemento irreal, que lleva implícito la cinematografía, y
de proyectar lo más realmente la discutible realidad que nos rodea, es tal vez el re-
sultado de la inminencia de la total destrucción que representan para el hombre de
hoy las armas atómicas.153
Sus compañeros del grupo, sin expresarlo con tanta claridad ni vehemencia
(Germán Vargas había sido más mordazmente político en las notas sin firma de El
Mundo, en 1946), tuvieron conciencia del cambio que había significado en la his-
toria de la humanidad la explosión de Hiroshima, y esa conciencia permea todas
sus actitudes, incluso cuando sólo hablaban de literatura e ironizaban sobre los
anacronismos colombianos.154 En sus «Jirafas», de 1950 a 1952, García Márquez
rondó el tema atómico al referirse con alguna insistencia al motivo de un «regreso
al primitivismo», aún presente en sus notas de la columna ‘Día a día’, de El Espec-
tador de Bogotá, en 1954; igualmente remitían a la idea de una humanidad devuel-
ta a los orígenes sus elogios de la antropofagia, recurrentes en ‘La Jirafa’ y que
también tuvieron sus últimos ecos en ‘Día a día’.
El grupo, que pretendía ir contra la corriente de la guerra fría, estaba condena-
do por la época a encontrarse rápidamente en un callejón sin salida. Pero ésa no
era solamente una postura inocua de intelectuales, ya que la realidad mundial in-
volucraba a Colombia y a Latinoamérica, un hecho que ellos veían con más clari-
dad que muchos otros. Significativamente, el estallido más espectacular de la «vio-
lencia» colombiana, la reacción popular ante el asesinato del líder liberal Jorge
Eliécer Gaitán (9 de abril de 1948), se situó en los días en que estaba reunida en
Bogotá la Novena Conferencia Interamericana (IXCIA), en la que el anticomunis-
mo llegó a ser norma política en todo el Continente. El grupo, que había protesta-
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
111
151 Eduardo Zalamea Borda (Ulises), ‘La ciudad y el mundo’, «¡Ya existe la bomba atómica!», en
El Espectador, Bogotá, 11 de julio de 1944, p. 4.
152 Álvaro Cepeda Samudio, «El hombre pesimista», en El Nacional, Barranquilla (30 de octubre
de 1947), «Vigencia de un cuento» (12 de noviembre de 1947). También tocaban el tema atómico las
notas, ya mencionadas, en que Cepeda expresaba sus convicciones pacifistas.
153 Álvaro Cepeda Samudio, ‘Séptimo Círculo’, «La tercera dimensión», en El Nacional, Barran-
quilla (recorte sin fecha, conservado en el archivo de Cepeda; corresponde al último trimestre de
1953).
154 En la primera entrega de su columna ‘Aire del día’, Fuenmayor habló de la cuestión nuclear
con indudable vibración emocional, poniendo además en tela de juicio, de manera solapada, el beli-
cismo estadounidense: «Otra vez Bikini» (El Heraldo, Barranquilla, 8 de julio de 1946, p. 3).
do ante ciertas señales inequívocas de esa tendencia en otros países del Sur,155
también se dedicó a ironizar y a protestar contra la imposición.156 Con efectos
igualmente nulos, desde luego, ya que entre las secuelas del 9 de abril se impuso
por un tiempo la censura, antes de que se agravara la «violencia» oficial y el go-
bierno conservador, en noviembre de 1949, se convirtiera abiertamente en dicta-
dura para perpetuarse en el poder. La «violencia», que los miembros del grupo, al
igual que los demás liberales, condenaban – hasta donde podían – en sus colum-
nas de prensa,157 arrasaba con todo.
Bajo una forma muy propia marcada por su pasado «bipartidista», Colombia
aclimataba en su territorio la guerra fría, y los barranquilleros – favorecidos ade-
más por la tolerancia tradicional de su ciudad y la paz que en ella siguió reinando
– pudieron verlo más claramente que muchos de sus compatriotas. Su postura de
intelectuales de izquierda, abocados a la impotencia y a la irrisión (allí nació en-
tonces y se configuró ese tipo especial de humor que los colombianos, retomando
una expresión venezolana, llamaron «mamadera de gallo»), les permitió al menos
no perder de vista que el drama que vivía su país no era un hecho estrictamente
nacional, sino que formaba parte de un proceso mundial y se vinculaba con los
envites del último conflicto planetario, iniciado en España el 18 de julio de 1936.
También entre los miembros del grupo de Barranquilla empezaban a cobrar vida
la conciencia de pertenecer a lo que aún no se llamaba el Tercer Mundo y los con-
ceptos de la no alineación.
No se han estudiado las consecuencias que tuvieron en la vida intelectual del
país la dictadura falangista y la «violencia»; está claro que las tuvo que haber, ne-
gativas y probablemente hasta siniestras, en la enseñanza por ejemplo, y se ha vis-
to solamente una parte, páginas arriba, en lo relativo al aggiornamento del control
«santista». Tampoco es posible decir qué hubiera sido, en condiciones de paz, la
trayectoria del grupo después de 1950. El contraste era enorme, en todo caso, en-
tre las esperanzas de 1944 y los bloqueos de principios de los cincuenta: una des-
ilusión histórica marca el proceso del grupo. Sin embargo, se ve que sus miembros
no confiaban demasiado en la posibilidad de cambiar las actitudes del país en ma-
teria de ideología y de arte por medio de un alegato sistemático, de periodistas o
JACQUES GILARD
112
155 Muy especialmente Cepeda Samudio a propósito de la persecución contra Pablo Neruda (‘En
el margen de la ruta’, «Jugando a los gringos», en El Nacional, Barranquilla, hacia el 7 de enero de
1948). Alfonso Fuenmayor escribió notas en el mismo sentido (en particular «Neruda y Chile», 5 de
febrero de 1948), así como Germán Vargas (entregas de su ‘Nota Intrascendente’ de los días 6 de fe-
brero, 23 de marzo, 30 de marzo, 1 de junio de 1948).
156 Notas de Álvaro Cepeda Samudio: «Ante el caos de la doctrina Monroe» (9 de marzo de
1948), «Las conferencias panamericanas» (29 de marzo de 1948), «El discurso de Carlos Lozano» (23
de abril de 1948). Notas de Alfonso Fuenmayor: «Sangre tica» (18 de marzo de 1948), «Otros tiem-
pos» (6 de abril de 1948), «La nueva política» (20 de mayo de 1948), «El candidato republicano» (26
de junio de 1948).
157 En particular Germán Vargas en El Nacional (‘Nota Intrascendente’ de los días 27 de enero,
17 de febrero y 25 de junio de 1948). También Alfonso Fuenmayor: «El homenaje de Sogamoso» (13
de septiembre de 1949), «Un alcalde ideal» (28 de septiembre de 1949), «La vacilación» (29 de octu-
bre de 1949), «Crítica» (5 de noviembre de 1949).
ensayistas, pues desdeñaron las tribunas bogotanas, y que más bien prefirieron de-
legar esa tarea en sus artistas – Obregón, Cepeda Samudio, García Márquez – y en
las obras que éstos habían de producir en adelante. Las obras recibieron un im-
pulso del ideario cuyas huellas subsisten hoy en las colecciones de la prensa ba-
rranquillera aunque, superada la época inicial, llegaron esas obras mucho más le-
jos, al haber roto sus ataduras y dejado de definirse con relación a lo provinciano y
anacrónico del país de entonces. Es decir que, sobre todo en el caso de García
Márquez si de literatura se trata, el proyecto del grupo se cumplió, si no mejor de
lo que entonces hubiera podido soñarse, al menos sí a cabalidad y de manera in-
sospechada (lo cual refuerza, sin confirmarla del todo, la hipótesis de que la «vio-
lencia» no torció realmente, en lo esencial, el proceso del grupo). Una equivoca-
ción había sido, en cuestiones literarias, su desconfianza hacia las posibilidades
que aún entrañaban las realidades de la tierra y su creencia algo exclusiva en las
temáticas de la ciudad, si bien era meritorio el haber comprendido que Latinoa-
mérica se estaba urbanizando irreversiblemente (mientras que eran muchos los
que no lo veían o, viéndolo, no lo admitían). En literatura, sus conceptos genera-
ban o esperaban a un Cortázar, pero no a un Rulfo. Curiosamente, con el tiempo,
el mismo Cepeda Samudio, el más urbano de todos ellos (pensaban ellos «univer-
sal» por «urbano»), volvió a la temática de la tierra – pero no a un universo cam-
pesino – al escribir un cuento como «Hay que buscar a Regina» y una novela co-
mo La casa grande, pero claro está que con presupuestos modernos. Lo mismo
puede decirse para una parte de la obra de García Márquez – la que culmina con
Cien años de soledad y, en cierto modo, también pertenece a sus amigos de juven-
tud –. Tanto Cepeda como el futuro Premio Nobel – quizás ya en el momento en
que escribían sus cuentos iniciales, de ambiente urbano marcado o agresivo según
los casos – ya habían entendido que se podía escribir sobre un mundo rural si se
asumía la existencia y el cada vez mayor predominio del mundo urbano y de todo
lo que implicaban: escribir sobre algo que era ya, en cierto modo, pasado, pero
desde una visión contemporánea: con la vivencia de la urbe, con los aportes de
Marx y Freud, con el ejemplo de literaturas más avanzadas.158 Sin embargo, salvo
esa preferencia por una demasiado excluyente línea urbana, es obvio que el gru-
po, en 1950, tenía estipulados los presupuestos ideológicos y estéticos del boom y
resulta como un hecho de justicia para los amigos barranquilleros el que un éxito
comercial fuera de lo común haya hecho de Cien años de soledad, obra de un au-
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
113
158 Predominaba aún en Colombia el rechazo a toda novedad, incluso en quienes sabían de la
evolución contemporánea de la narrativa en otros idiomas. El temor al esfuerzo que debía emprender-
se o la convicción de no poder con el reto inspiraba argumentos elusivos. Jesús Zárate Moreno, muy
presente entonces en la prensa de Bogotá, afirmaba que no se podía acelerar el discurrir de la literatu-
ra hispanoamericana ni aclimatar el ejemplo de Faulkner – ello en un momento en el que García Már-
quez acababa de redactar La hojarasca y estaría, a lo sumo, revisando su manuscrito –. Añadía Zárate
Moreno: «En ningún caso es propicio el estado cultural del Continente para la novela que pretenda
hacer ficción sobre la navegación estratosférica antes de que hayamos aprendido a describir al hombre
que monta en burro» (Jesús Zárate Moreno, «Nuevas perspectivas de la novela hispanoamericana», en
El Tiempo, Bogotá, 8 de abril de 1951, 2da. Sección, p. 3). Curiosamente y para la anécdota, puede se-
ñalarse que, en la misma página, Jaime Tello reseñaba El reino de este mundo, de Carpentier.
tor que perteneció al grupo, el título más caracterizado de ese fenómeno continen-
tal. El boom, de todas formas, no podía estallar en Barranquilla en 1950, sino unos
años más tarde y en varios lugares a la vez, pero a ello contribuyó el grupo por ha-
ber ambicionado, en la Colombia de los años cuarenta y cincuenta, «ponerse a to-
no con la hora del mundo».
La creación como trinchera
Su obvia y decisiva presencia, casi su monopolio (al menos a nivel generacio-
nal), en la faceta colombiana de lo que fue el proceso que había de desembocar en
el boom de la narrativa hispanoamericana bastaría para justificar el que se llevaran
a cabo muchos estudios sobre el grupo de Barranquilla. Sin embargo, su impor-
tancia en este aspecto literario que, aunque pertenece al pasado, mantiene todo su
interés no es el único que merece seguir hoy en día llamando poderosamente la
atención. Hay también una ejemplaridad del grupo en lo concerniente a sus pos-
turas entre éticas e ideológicas, un campo en el que se ubica de una manera singu-
lar, todavía muy actual ésta y es probable que duradera más allá de lo que por
ahora se pueda prever. El frondoso, pantanoso y casi asfixiante entorno, genera-
dor de un anecdotario que no se deja eludir, puede ocultar lo importante y hacerlo
caer en el olvido – finge haberlo olvidado ya la historia oficial, manipulada por los
herederos de Arciniegas y Gaitán Durán, orquestando con su habitual eficacia el
olvido colectivo –, pero el caso es que las posturas del grupo rebasan ampliamente
las limitaciones y los pintoresquismos de la vida intelectual en la república criolla.
En un país en el que la inteligencia no ha logrado romper con el cursus honorum y
la búsqueda de pingües o mediocres prebendas, esas posturas siguen válidas, reta-
doras y hasta acusadoras en todas sus interrogantes y afirmaciones sobre la condi-
ción y los deberes del intelectual y del artista.
Como muchas veces a propósito del grupo de Barranquilla, se puede empezar
con el ejemplo de Ramon Vinyes. Este se enfrentó desde joven, en su Cataluña,
con las tramposidades del poder intelectual. Del juego salió más perdedor que ga-
nador, pero convencido de que sólo importaba la obra y resuelto a abstraerse del
juego, aunque no de la lucha. El mismo problema lo encontró en su versión criolla
al actuar en la cultura colombiana. Nuevamente abogó por la obra, por la verdad
de la obra, combativo en los tiempos de su vanguardista Voces, y más prudente – a
la par que algo desengañado – en los años 1940. Pero sabía lo que sabía, y siguió
convencido de que el creador no tenía derecho a trampear con su propia verdad.
En 1946, viajó a Colombia como embajador de Franco el dramaturgo Eduardo
Marquina, a quien Vinyes conociera en su juventud barcelonesa. El «sabio cata-
lán» comentó esa embajada en la primera entrega de su columna ‘Ventana’, que
aparecía en el número inaugural de El Mundo de Barranquilla.159 No se refirió a
JACQUES GILARD
114
159 Ramon Vinyes, ‘Ventana’, «El Excmo. señor Eduardo Marquina», en El Mundo, Barranquilla,
7 de agosto de 1946, p. 4.
la situación política de España, mencionando apenas al Generalísimo, sino que
condensó la trayectoria de Marquina y reflexionó sobre los escritores que pasan su
vida haciendo concesiones para descollar a nivel social o, peor aún como en el ca-
so de Marquina, a nivel político en un régimen hediondo. La reflexión giraba en
torno al verbo prostituido y a la derrota estética y humana que entraña. Unos días
antes, cuando Marquina emprendía su viaje, Alfonso Fuenmayor lo había presen-
tado como el escritor que «le ha puesto toda suerte de trampas a la gloria y para
conseguirla se ha servido de todos los medios».160 Al unísono con el viejo maes-
tro, el joven periodista repudiaba al escritor que hace concesiones. También abo-
gaba resueltamente Alfonso Fuenmayor por la autonomía de la obra y por la inde-
pendencia del artista, por la dignidad de ambos. El planteamiento se situaba a un
nivel mucho más alto que el chiste o la sorna sobre los tropiezos de la «lagartería»
– o convendría mejor decir que el chiste y la sorna, que habían de florecer más
adelante en las notas del grupo, no serían más que la ilustración, siempre idéntica
y siempre renovada, de un exigente principio ético –.
Si bien no le fue posible al grupo dejar de divertirse con la farsa cotidiana o se-
manal de la «lagartería» y el clientelismo, con una risa que más de una vez se tiñó
de ira, no perdió de vista el fondo de las cosas. Los retos de la época – lucha contra
el fascismo, peligro atómico, guerra fría, «violencia» – no se lo hubieran permitido,
aunque tantos otros, menos lúcidos, se complacían en la ilusión de la insularidad
criolla, mientras unos pocos (o los pocos que, habiendo cometido la confusión, han
dejado sin embargo alguna huella) confundían el arte y la propaganda. Tampoco se
lo permitieron los que, con igual conciencia de los retos del momento, optaron por
entrar en el juego del clientelismo y el conformismo y emprendieron un ascenso ha-
cia las cumbres del poder intelectual – donde siempre los dominarían y manipularí-
an, de todas formas, los dueños del juego político y dispensadores de prebendas.
Para los del grupo fue una preocupación permanente la cuestión de la responsabili-
dad del artista y del intelectual. Aunque fueron por bastante tiempo filocomunis-
tas,161 nunca cedieron a la facilidad de concebir sólo un compromiso primario en
el pensamiento y en el arte. Su militancia se situó a otro nivel.162 Para ellos, nunca
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
115
160 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Hacia América», en El Heraldo, Barranquilla, 19 de julio
de 1946, p. 3.
161 Fueron filocomunistas, primero, como podían serlo los fieles seguidores del ya maltrecho sue-
ño de los frentes populares, es decir que lo fueron en la medida que condenaban al anticomunismo
que se estaba imponiendo. Su simpatía por la idea del socialismo es, por otra parte, evidente. Tal vez
hubo matices o contradicciones en cuanto al socialismo de la Unión Soviética. Cepeda Samudio se re-
firió tres veces a Checoeslovaquia en las semanas que siguieron al «golpe de Praga», sin mencionar si-
quiera ni condenar la toma de poder (11 de marzo, 1 de abril y 19 de junio de 1948). Pero también
criticaba a Stalin y su sistema en la medida que practicaban una censura férrea (notas «La ‘muerte’ de
Stalin», hacia el 10 de enero de 1948, y «De igual a igual», del 3O de enero de 1948). Y es que todas
las formas de censura, vinieran de donde vinieran, le parecían condenables – lo mismo que a sus ami-
gos del grupo –. Cepeda trató ese tema con notas tales como «El veto a Mickey» (8 de noviembre de
1947) y luego, en 1948 y en entregas de ‘En el margen de la ruta’: «El futuro de Hollywood» (12 de
enero de 1948), «Walt Disney y Bolívar» (16 de febrero de 1948), «El problema de siempre» (17 de
febrero de 1948).
dejó de privar la exigencia de la calidad estética, de una sinceridad del creador, de
una negativa a hacer concesiones, sin la cual no había obra de arte ni la obra podía
tener un sentido – en última instancia, una suerte de «utilidad» ajena a lo social y
sin embargo primordial para el ser humano. A ese nivel también, como a propósito
de los cazadores de fama del modelo Marquina, la dignidad era el criterio absoluto.
Así era como podía referirse Germán Vargas a Eduardo Zalamea Borda en térmi-
nos que también abarcaban la dimensión ética, evocando
... las admirables dotes de grande escritor que hacen de Eduardo Zalamea Borda un
verdadero maestro de la prosa en nuestro país, un maestro no sólo en lo formal de
su obra de literato y de periodista, sino – y esto es quizás mucho más importante –
un auténtico maestro de la dignidad, de la honestidad espiritual.163
Como se ve con esta nueva referencia a Zalamea Borda, figura ineludible – si
bien hoy sospechosamente olvidada en Colombia –, los de Barranquilla no estaban
solos en el panorama y podían reconocer el papel de otros en el mismo quehacer.
Es llamativa, por ejemplo, la coincidencia que se puede observar entre una nota de
Alfonso Fuenmayor, escrita en 1948, y una declaración de Álvaro Mutis en 1954,
con seis años entre una y otra, ambas a propósito del difunto poeta nacional Gui-
llermo Valencia – aún en el cenit del parnaso colombiano a pesar de la «Bardola-
tría» de Carranza –. Había deplorado Alfonso Fuenmayor que hubiera «tanta hoja-
rasca literaria» en torno a la obra de Valencia y formulado el voto de que aparecie-
ra «el ensayo que acus(ara) no tanto arrebato como penetración crítica».164 Por su
parte, en la entrevista que le hizo García Márquez, declaró Mutis: «Lo que interesa
no es establecer nuevos conceptos definitivos, sino que tengamos una posición de-
finida. Y esa posición debe ser la de revisar seriamente los mitos nacionales».165
A pesar de profesar otras ideas políticas (pero éstas no pesaban para nada en el
debate, ni pesan hoy, porque sería equivocado tomarlas al pie de la letra), coinci-
día Mutis con los del grupo en su concepción del compromiso del artista. Y se si-
tuaba igualmente en la línea que Jorge Zalamea venía trazando con insistencia
desde mucho antes (desde los años treinta), aunque con una intensidad renovada
y ahora cargada de sombrío dramatismo después de Auschwitz e Hiroshima y en
las condiciones de la posguerra y de la «violencia». La denuncia de las humillacio-
JACQUES GILARD
116
162 Lo expresó abruptamente García Márquez años después, en 1967, al dialogar con Mario Var-
gas Llosa en Lima: «... el principal deber político de un escritor es escribir bien». Gabriel García
Márquez, Mario Vargas Llosa, La novela en América Latina. Diálogo, Lima, Carlos Milla Batres Edi-
ciones/ UNII, s. f. (1967), p. 41.
163 Germán Vargas, ‘Nota Intrascendente’, en El Nacional, Barranquilla, 12 de febrero de 1948,
p. 4.164 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Valencia», en El Heraldo, Barranquilla, 9 de julio de
1948, p. 3
165 Gabriel García Márquez (Septimus), «Los elementos del desastre», en Dominical de El Especta-
dor, Bogotá, 21 de marzo de 1954, p. 8. Para esa entrevista rica en elementos polémicos, usó García Már-
quez su seudónimo de El Heraldo de Barranquilla. El Dominical la publicó con una nota previa donde
especificaba que el contenido era de la exclusiva responsabilidad del entrevistador y del entrevistado.
nes infligidas al género humano y la exigencia de un compromiso del intelectual
por la libertad y la dignidad del hombre eran el lema que sustentaba Zalamea con
lucidez, pero también con agónica pasión, en su quincenario Crítica, fundado en
octubre de 1948. Sus llamados a la intelectualidad colombiana recibieron escasos
ecos y lo aisló gravemente la hostilidad del «santismo», hasta que tuvo que renun-
ciar en 1951 y terminó exiliándose. Zalamea también creía en la autonomía de la
obra de arte y en la necesaria libertad del artista. Denunciaba la literatura engagée,
que era para él «una literatura de compromiso, de partido», prefiriendo traducir
el término francés por «hipotecada»,166 por lo que la revista podía en efecto defi-
nirse en el subtítulo como «sin compromisos», en el sentido de «sin componen-
das». Compromiso auténtico y a un alto nivel, lo había. Así era como Álvaro Mu-
tis se encontraba en la misma tónica cuando, a los pocos días del incendio de los
periódicos liberales por los conservadores (septiembre de 1952) y en un momento
en el que el «compromiso» se convertía en el tema de un conformismo recupera-
dor inspirado y manejado por el «santismo», declaró en una entrevista radial:
La misión de los intelectuales en la hora actual y en todas las horas debe ser la de
trabajar para la creación de valores estéticos permanentes y la conservación justa y
verdadera de los creados en el pasado.167
Año y medio después, en la entrevista que le hizo García Márquez, reiteró que
«la única función que debe tener la obra de arte es crear valores estéticos perma-
nentes». La misma idea había de subyacer a una afirmación de García Márquez en
su panfleto de 1959 sobre la novela de la «violencia»:
La aparición de esa gran novela es inevitable en una segunda vuelta de ganadores.
Aunque ciertos impacientes consideren que entonces será demasiado tarde para que
sirva de algo el contenido político que tendrá sin remedio en cualquier tiempo.168
Y también se encuentra, más adelante, en 1967, al presentar García Márquez
la reedición argentina de la novela de Cepeda Samudio, La casa grande,
ejemplo magnífico de cómo un escritor puede sortear honradamente la inmensa
cantidad de basura retórica y demagógica que se interpone entre la indignación y la
nostalgia.169
La fórmula de «valores permanentes» la había empleado Jorge Zalamea unos
meses antes que Mutis, al referirse a lo que, junto al compromiso político, tenía de
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
117
166 Jorge Zalamea, «Consideraciones sobre la literatura contemporánea», en Crítica, Bogotá, Año
I, núm. 14, 21 de mayo de 1949, p. 7.
167 Del radioperiódico ‘Noticias Culturales’, transcrito bajo el título de «El engendro del pleito
de generaciones», en El Espectador, Bogotá, 18 de septiembre de 1952, p. 4.
168 Gabriel García Márquez, «Dos o tres cosas sobre ‘la novela de la violencia’», La Calle, Bogo-
tá, Año II, núm. 103, 9 de octubre de 1959, pp. 12-13.
169 Contracarátula de la edición por Ed. Jorge Alvarez, Buenos Aires, 1967.
autoexigencia estética el libro, en la carta con que remitía desde Buenos Aires a
Arciniegas un ejemplar de El gran Burundún-Burundá ha muerto.170 Y sale aquí a
flote, inevitablemente, la frase de Cien años de soledad que nos sirve de epígrafe,
evocación de la voluntad que tenía el «grupo» (también aquí está la palabra) de
«hacer algo perdurable» – García Márquez tenía buena memoria y sabía qué pala-
bras emplear. No puede ser más convincente la evidencia de una continuidad. En
todos estos ejemplos, empezando con la nota de Vinyes en agosto de 1946, vibra-
ba un total rechazo a la «literatura hipotecada» y al arte hipotecado.
La estética no era una coartada, ni era la máscara del escapismo. Los de Ba-
rranquilla sabían lo que implicaba la lucha emprendida por Zalamea al fundar Crí-
tica, y tuvieron presente el significado de su acción mientras duró ésta. Al apare-
cer el quincenario, lo saludó Alfonso Fuenmayor recordando que había faltado
durante varios años un órgano de prensa que orientara ideológicamente la acción
del liberalismo, el cual cayó en un sistema de rivalidades personales; tal era, decía,
uno de los motivos de la victoria conservadora en la elección presidencial de
1946.171 Y luego se refería a la oposición entre la «abolida torre de marfil» y el
«ardiente torbellino del mundo»:
Zalamea no ha separado sus actividades literarias de la política (...). Política y litera-
tura o arte fueron términos que durante mucho tiempo estuvieron oponiéndose de
manera más arbitraria que real. Zalamea nunca se aisló en la abolida torre de marfil
de la cual aún muchos colombianos no han descendido, incorporándose por estas
circunstancias más al frío departamento de arqueología que al ardiente torbellino
del mundo.
El semanario (sic) de Zalamea (...) no se limita, sin embargo, sólo a cuestiones in-
trínsecamente políticas. Es una publicación que refleja la vida contemporánea en
sus complejas manifestaciones. Y la refleja de la manera más noble.172
Un año después, con el golpe conservador inminente y cuando Zalamea había
sufrido dos semanas de cárcel – por haber publicado «La metamorfosis de Su Ex-
celencia» en un momento en el que no había aún censura –,173 Alfonso Fuenma-
yor dedicó a la acción de Crítica otra nota de ‘Aire del día’, insistiendo precisa-
mente en lo que era la gran aspiración de Zalamea:
Ahora que tantas cosas buenas conseguidas con dolor empiezan a descomponerse
JACQUES GILARD
118
170 Jorge Zalamea (Juan Gustavo Cobo Borda, ed.), Literatura, política y arte, Bogotá, Colcultu-
ra, 1978, pp. 371-372.
171 Zalamea, al fundar Crítica, se refería a los principios del liberalismo, precisando que los prin-
cipios importaban más que el partido, el cual no pasaba de ser el instrumento de esos principios: ins-
trumento falible (¡y cómo lo pensaba Zalamea!) y principios ineludibles. El de Alfonso Fuenmayor, y
de sus amigos, era también un liberalismo crítico – claramente impregnado entonces de nostalgia del
«lopismo» y de convicciones marxistas.
172 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Crítica», en El Heraldo, Barranquilla, 27 de octubre de
1948, p. 3.
173 Jorge Zalamea, «La metamorfosis de Su Excelencia», en Crítica, Bogotá, Año I, núm. 23, 1 de
octubre de 1949, pp. 6-7 y 23.
bajo un régimen que ha entronizado el crimen y la impunidad, Zalamea es un ejem-
plo de lucha que personifica lo mejor del liberalismo y que señala el puesto irrenun-
ciable que en estos momentos le corresponde a la inteligencia colombiana que él re-
presenta de manera tan cabal.174
Para entonces, ya había tenido lugar el «Congreso de Intelectuales Nuevos»
organizado por Jaime Posada, coordinador del suplemento literario de El Tiempo.
Ese congreso del que se vio arriba la faceta «social» satirizada por Alfonso Fuen-
mayor, quien habló de «congreso artístico», también tenía finalidades muy serias,
aunque estuvieran desfasadas, a la vez grotesca y trágicamente, con relación al en-
tonces acelerado proceso de la «violencia». Se trataba para el «santismo» de pre-
parar un regreso a la república criolla, de actualizar su control sobre la intelectua-
lidad, de dejar arrinconadas figuras desgastadas como Arciniegas y López de Me-
sa (de ahí el acento en la supuesta «novedad» – y muy relativa juventud – de los
participantes), de digerir algunos aspectos del proyecto «lopista», quitándole así
el piso a quienes lo promovían aún, y de acabar de aislar a Zalamea que era quien
mantenía ese proyecto con más vigor y convicción. Para completar esa labor, fue
Jorge Gaitán Durán quien se encargó de aplastar a Zalamea en las páginas de El
Tiempo.175
En su reacción, si bien no perdía la oportunidad de ironizar sobre el «congreso
artístico» – otra vez lo circunstancial nunca fácil de eludir en el contexto de la vi-
da intelectual colombiana, incluso en contextos angustiosos –, Alfonso Fuenma-
yor fue a lo esencial, que era una vez más el repudio al artista que hace concesio-
nes, y un alegato en pro de la autonomía de la obra. Una de las «proposiciones»
del Congreso (artículo 50 de las conclusiones) afirmaba, única alusión al arte en
todo el documento: “El Arte en sus varias manifestaciones es patrimonio de la co-
munidad y medio de expresión de sus sentimientos éticos y estéticos”.176 Observó
Alfonso Fuenmayor:
Quizá esto sea así, inevitablemente así. Pero no es todo. En el arte hay jerarquía y
ésta se la da la categoría que tenga la expresión de aquellos sentimientos estéticos y
éticos, ya que por el solo hecho de que esa interpretación exista y sea más o menos
fiel no puede considerarse una obra de arte.177
Expresó luego el credo del grupo, con una meridiana claridad, comparable só-
lo a la de algunas frases de sus notas sobre Alejandro Obregón
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
119
174 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Crítica», en El Heraldo, Barranquilla, 5 de noviembre de
1949, p. 3.
175 Jorge Gaitán Durán, «¿Gente que piensa?», en El Tiempo, Bogotá, 11 de septiembre de
1949, 2da. Sección, p. 4. Y «Una nueva conciencia ética», en El Tiempo, Bogotá, 25 de septiembre de
1949, 2da. Sección, p. 4.
176 Anónimo, «El Congreso de Intelectuales Nuevos. Conclusiones», en El Tiempo, Bogotá, 4 de
septiembre de 1949, 2da. Sección, p. 3.
177 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, «Congreso artístico», en El Heraldo, Barranquilla, 26 de
septiembre de 1949, p. 3.
La creación artística o intelectual es un acto estrictamente individual. Como pro-
ducto individual, aunque los estímulos sean objetivos, no puede someterse a discu-
siones colectivas y a decisiones igualmente colectivas.
Recuperaba un tono más plácido y risueño, el habitual de sus notas, para re-
cordar que una reunión de intelectuales puede presentar los amables rasgos de
una «tertulia» pero de ninguna manera una «característica sindical». Era un dardo
lanzado al afán del «santismo» de actualizar su control sobre la vida intelectual y
artística, y lo era sobre todo con respecto a Gaitán Durán («elinteligente poeta»,
al que también le cobraba Alfonso Fuenmayor con esta pulla la agresión de la vís-
pera contra Zalamea), redordando y refutando tácitamente su alegato en pro de
un «colectivismo» en el arte – subyacente a la «proposición» citada líneas arriba –.
En sus «Meditaciones sobre el arte colombiano», de 1947,178 Gaitán Durán
había opuesto «individualismo» y «colectivismo». Con la pose y el tono mesiáni-
cos que nunca le disgustó cultivar, el poeta y entonces futuro fundador de Mito
anunciaba para el arte «un retorno hacia el colectivismo, hacia la mística, hacia lo
infinito y religioso». Estimaba que, por el momento, el arte colombiano sufría de
«las oscuras fuerzas retardatarias del individualismo» y anunciaba una renovación
que vendría necesariamente por medio de una «revolución colectivista». Al plan-
tear exigencias de rigor ético y estético, Gaitán Durán parecía reunirse, o se reu-
nía, con quienes condenaban los facilismos del medio intelectual y artístico colom-
biano (Zalamea, Zalamea Borda, de Greiff, Téllez, el grupo de Barranquilla antes
y después de la integración de García Márquez), pero también estipulaba la ins-
tauración de un marco autoritario – lo que Alfonso Fuenmayor traduciría humo-
rísticamente en 1949 por «característica sindical» –, que era un presupuesto que
no podían aceptar los más conscientes entre los más lúcidos,179 y ahí se situaba
una frontera infranqueable. Gaitán Durán quería romper con la mediocridad y
fue algo que en general consiguió más tarde en los sumarios de Mito, pero no deja
de ser cierto que con lo que no rompía era con el afán de mantener una forma de
control sobre la inteligencia y el arte, idea también presente en la «proposición»
núm. 50 del congreso de 1949 – de ahí la acerba reacción de Alfonso Fuenmayor
–. Este sabía que el desmedido anhelo (con mucho de autosatisfecho prometeís-
mo) con que parecía justificarse en el pensamiento de Gaitán Durán el concepto
de «colectivismo» nunca llegaría muy lejos: solamente hasta los logros de una re-
vista literaria que no cambiaría nada en la sociedad. Y sabía sobre todo que ese
anhelo no pasaría de representar una continuidad y una ósmosis perfectas con el
JACQUES GILARD
120
178 Jorge Gaitán Durán, «Meditaciones sobre el arte colombiano», enSábado, Bogotá, núm. 193,
22 de marzo de 1947, pp. 6 y 14. Aunque el título se refería al arte en general, la reflexión versaba so-
bre pintura.
179 La mejor refutación de los conceptos de Gaitán Durán, argumentos «individualistas», debe
ser lo que escribió Jorge Zalamea sobre el tema del «testimonio» del artista. En «Consideraciones so-
bre la literatura contemporánea», op. cit., decía Zalamea que «el escritor debe ser el testimonio de sí
mismo y el espejo del universo» y que «el medidor de su grandeza no puede ser otro que la libertad y
la sinceridad con que se confiesa...».
viejo control de siempre: «los mismos con las mismas», según la fórmula popular
de uso común en Colombia (eso fue Mito).
En el grupo de Barranquilla todos, desde el anciano Vinyes hasta el último en
aparecer, García Márquez, habían optado por lo que a Gaitán Durán le habría
aparecido como un incontrolable y por lo tanto condenable «individualismo». Es-
te se encontraba implícito en el repudio a cualquier tipo de concesión, «sindical»
como hubiera dicho Alfonso Fuenmayor o de otra naturaleza menos decente,
clientelar. Pero, para mayor claridad, también se expresó con una cierta insisten-
cia en fechas bastante tempranas para que no hubiera dudas – aunque en la vida
intelectual colombiana nunca basta la claridad para despejar confusiones o menti-
ras –. Desde un principio, Obregón expresó una postura resueltamente «indivi-
dualista» que, de haber sido entonces célebre el pintor, podía haber causado un
debate o una polémica. Se estaba en los meses de exaltado optimismo que media-
ron entre la rendición de Alemania y la del Japón. Entrevistado por el poeta Artu-
ro Camacho Ramírez, cuyas preguntas llevaban la marca del estado de ánimo en-
tonces reinante, Obregón se atrevía a formular una profesión de fe «individualis-
ta», coincidente con lo que era ya el tema del «testimonio» en la reflexión de Jor-
ge Zalamea.180 Según el pintor, «lo importante es la realización de la verdad ínti-
ma y del sentir del autor»; e insistía en que el «sentimiento del autor (...) se hace
colectivo, nada más».181 No menos significativo fue el contenido de la ya citada
reseña crítica que escribió Obregón en 1948 sobre la exposición de Enique Grau
– cuando ya había tenido tiempo de sobra para debatir con Gaitán Durán y leer
ensayos de éste sobre pintura colombiana –. Reiteraba Obregón el concepto ex-
presado tres años antes en su entrevista con Camacho Ramírez: «Siempre hemos
creído que la razón de ser básica de un artista es la de mostrar fielmente lo que es
él, con todas las repercusiones que siente al ser parte de una comunidad». En el
mismo sentido iba una reflexión de Alfonso Fuenmayor en su nota sobre la expo-
sición inaugurada a finales de abril de 1948, con una formulación que tal vez sea
la más «individualista» de todas, y ello en el contexto dramático del «bogotazo» y
después de la urgente realización del óleo «Masacre - 10 de abril». Afirmaba
Fuenmayor que Obregón había «emprendido con fe diversos derroteros estéticos
en la cruel y a veces decepcionante faena de encontrarse a sí mismo».182
Pero nadie en el grupo de Barranquilla se olvidaba del compromiso del intelec-
tual y del artista. Lo atestiguarían las notas escritas por Alfonso Fuenmayor sobre
Crítica en 1948 y 1949. Curiosamente, el propio Ramon Vinyes se situó, a su ma-
nera, a la altura del momento que vivía Colombia. Se sentía roto por diez años de
exilio y aspiraba a volver a Cataluña, aunque fuera como un «rojo» derrotado, es-
taba cada vez más incómodo en Colombia ante el ascenso y los desmanes del fa-
El grupo de Barranquilla. «Hacer algo perdurable»
121
180 Cfr. Jorge Zalamea, Nueve artistas colombianos, Bogotá, Litografía Colombia, 1941, 29 p.
181 Arturo Camacho Ramírez, «Alejandro Obregón, pintor colombiano», en Sábado, Bogotá,
Año III, núm. 103, 30 de junio de 1945, p. 5.
182 Alfonso Fuenmayor, ‘Aire del día’, “El pintor Alejandro Obregón”, El Heraldo, Barranquilla,
30 de abril de 1948, p. 3.
langismo criollo y sin embargo rompió con lo que había sido una terca discreción
a lo largo de esos años en los que publicara muy poco en Bogotá, limitándose casi
exclusivamente a entregar por cortos periodos (salvo en 1940) sus columnas a la
prensa barranquillera. En enero de 1949, al parecer con ocasión de lo que fue su
último viaje a la capital, colaboró en el núm. 6 del quincenario de Jorge Zalamea.
Su cuento «Un interviú», del libro A la boca dels núvols (premiado en Bogotá en
1945 y editado en México en 1946), salió traducido bajo el título de «Reportaje
sensacional» en Crítica.183 Tal vez motivada en lo fundamental por el gran aprecio
que Vinyes les tenía a la persona y a la obra de Zalamea, esa participación en una
revista que olía a azufre también cobraba en el contexto184 un significado casi po-
lítico. La elección misma del texto (¿propuesto por Vinyes o escogido por Zala-
mea?) también expresaba algo muy fuerte en enero de 1949, dada la situación co-
lombiana, y en toda la posguerra, dado el enfrentamiento larvado de los dos gran-
des bloques: el relato era un cuestionamiento de todas las formas de propaganda,
siendo ésta y sus estragos en la época una de las preocupaciones mayores de Zala-
mea.185 De alguna manera, Vinyes (de quien se anunciaba además una colabora-
ción asidua que no se concretó) reconocía públicamente la validez de la lucha que
Zalamea acababa de emprender al fundar Crítica y se comprometía.
Ante los retos de una época terrible y exigente, el grupo de Barranquilla había
escogido la creación como trinchera. Así, y solamente así, pasando por encima de
todas las trampas que a todos los intelectuales y artistas colombianos les tenían
tendidas el poder intelectual y sus amos del poder político en la república criolla,
podía «hacer algo perdurable». Y lo hizo: lo hicieron los que en su seno eran los
creadores.
JACQUES GILARD
122
183 Ramon Vinyes (sin nombre del traductor), «Reportaje sensacional», en Crítica, Bogotá, Año I,
núm. 6, 28 de enero de 1949, p. 11.
184 La actuación de Zalamea en el «bogotazo» (sus arengas radiofónicas) le había valido un en-
carcelamiento de varios meses; estaba entonces a la espera de ser juzgado (lo que ocurrió algún tiem-
po después, concluyendo con una absolución). Y Crítica se había creado con intenciones abiertamen-
te combativas.
185 Preocupación que captó y expresó a su vez, comentando a Zalamea, Cepeda Samudio:’En el
margen de la ruta’, «Irresponsabilidad de prensa», en El Nacional, Barranquilla, 7 de febrero de 1948.
En un cuaderno escolar francés que nos parece ser uno de los que usó en los
primeros meses de su exilio, en 1939, escribió Ramon Vinyes estas consideracio-
nes que lo mismo podían ser de su propia cosecha que proceder de algún artículo
leído en una revista literaria:
Buena parte de los nuevos escritores norteamericanos no describen nunca la actitud
ni las orientaciones de sus personajes. Se abstienen de indicar los resortes que de-
terminan sus actos. Hasta evitan hacerlos pensar. “He aquí lo que hace este hom-
bre. Y escuchen lo que dice. El resto no corre por cuenta de ustedes ni por cuenta
mía.” Así parecen decir Hemingway, Dashiell Hammet, Erskine Caldwell, James
Cain, John Steinbeck. El escritor reproduce contornos sencillos, repite palabras ba-
nales y vulgares. A pesar de ello, los personajes viven con maravillosa integridad:
movimientos del corazón y reflejos del alma. Quién lo diría con esta indigencia y es-
te descuido bárbaros. Medios pobres, tonos brutales.2
No era más que un aspecto entre los muchos que, en materia de arte y literatu-
ra, suscitaban interés en el “sabio catalán”. Lo que le da una dimensión premoni-
toria es que el mismo Vinyes cultivó el género del cuento una vez que el exilio po-
lítico le impuso vivir de nuevo en Colombia, y los amigos que se reunieron en tor-
no a su palabra, los que con él formaron el grupo de Barranquilla, dieron al cuen-
to un puesto central en su quehacer creativo y laboraron bajo el signo de los escri-
tores norteamericanos.
Sólo se recordará aquí que los cuentos de Vinyes, unas veces con sus luminosas
intuiciones y otras con la ejemplaridad de sus defectos,3marcaron para sus amigos
123
JACQUES GILARD
Université de Toulouse - Le Mirail
El grupo de Barranquilla y el cuento1
1Más que ampliarlo, este trabajo continúa nuestro estudio titulado «El “Grupo de Barranquilla” y
la renovación del cuento colombiano», Ibérica. Les Cahiers, París, La Sorbonne, n° 1, 1983, pp. 55-72.
2Traducción nuestra del catalán. Ramon Vinyes (Jacques Gilard, recop., sel. y pról.), Selección de
textos, Bogotá, Colcultura, 1982, Vol. II, pp. 216-217.
3Hemos estudiado los cuentos de Vinyes en nuestro libro Entre los Andes y el Caribe. La obra
americana de Ramon Vinyes, Medellín, Universidad de Antioquia, 1989, 407 p. (Col. Celeste, n° 10).
Hay versión al castellano (por María Fornaguera) de seis cuentos de A la boca dels núvols en Ramon
Vinyes, Selección de textos (Jacques Gilard, recop., sel. y pról.), Selección de textos, Bogotá, Colcultu-
un derrotero decisivo. Estaban esos cuentos, aunque no se supiera a nivel público,
en total contradicción con la cuentística “nacionalista”, y su casi exclusiva tonali-
dad “terrígena”, que entonces predominaba en Colombia. En lo que figuraba en el
suplemento literario de El Tiempo y en publicaciones satélites, imponía sus normas
la mediocridad “terrígena”.4A partir de 1947-1948, hubo algunas excepciones con
autores jóvenes, al menos tentativas – de aciertos más bien efímeros – por renovar
la práctica del género, con publicaciones en la prensa y en revistas, y también con
volúmenes de cuentos: Arturo Laguado, Gustavo Wills Ricaurte, Alberto Dow.
Más constancia y efectividad mostró el culto y maduro polígrafo Hernando Téllez
– que tradujo un relato de Erskine Caldwell en 1943 y al mismo tiempo se inició
como cuentista –. Fue el de Téllez un proceso desigual, vacilante, incluso contra-
dictorio, pero también terco y voluntarioso, que desembocó en 1950 en el volumen
Cenizas para el viento y otras historias. Aunque adolece de desniveles, el libro con-
tiene cuentos dignos de figurar en antologías continentales, y de ineludible men-
ción en la historia del cuento colombiano. Como libro de cuentos, fue superado
por la aparición, en 1954, del Todos estábamos a la espera de Cepeda Samudio y,
más adelante, por la de Los funerales de la Mamá Grande, de García Márquez.
Lo que viene a continuación es un buceo en un proceso colectivo, hecho de los
procesos personales de los tres cuentistas adscritos al grupo de Barranquilla, en-
cauzados los tres – sin que lo supieran – por el lejano apunte francés de Ramon
Vinyes.5
JACQUES GILARD
124
ra, 1982, Vol. I, pp. 545-620. Son esos cuentos: “El asesinato de Jacobé Wharton”, “El chico de Ba-
gá”, “La mulata Penélope”, “Casó muy bien en América”, “El profesor negro y la filosofía del yo”,
“El albino”. Del libro póstumo Entre sambas y bananas, en versión al castellano de Montserrat Ordó-
ñez, la más reciente edición es la de Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2003 (Col. Cara y Cruz). La
más reciente edición en catalán de los cuentos completos es: Ramon Vinyes (pról. de Jaume Huch i
Camprubí), Tots els contes, Barcelona, Columna Edicions, 2000, 266 p.
4Sería interminable un recuento de las manifestaciones del nacionalismo literario en la Colombia
de los años 1940. En forma algo arbitraria, destacaremos una nota de prensa de Antonio Brugés Car-
mona, dedicada a un libro de cuentos de Antonio Cardona Jaramillo que fue, con Adel López Gó-
mez, el más connotado autor “terrígena” (Antonio Brugés Carmona, “Cordillera”, El Tiempo, Bogo-
tá, 27 de febrero de 1945, p. 5). La supuesta obligación de tratar temas “nacionales”, fundados en
“los jugos raciales de nuestra tierra”, como escribía Brugés Carmona, convertía en monstruosidad lo
que se saliera del cauce ruralista. El comentarista hablaba de “recursos inverosímiles de la imagina-
ción (...) trucos de la libre invención (...) ayuda de las visiones de los estupefacientes (...) literatura pa-
ra colegialas bobaliconas”. Estas fórmulas ilustran fielmente la prepotencia de los representantes del
“terrigenismo”, así como la pobreza de sus argumentos.
5Se dejan fuera del estudio el cuento “Divertimento”, de Julio Mario Santodomingo, y el libro
Enero 25, de Eduardo Arango Piñeres. “Divertimento” fue publicado por Alfonso Fuenmayor en
1949 y nuevamente, por el mismo, en 1950. Aunque su autor no participaba del medio intelectual co-
lombiano o barranquillero, el cuento ilustraba brillantemente lo que podían ser las indagaciones for-
males en una literatura colombiana que tratara de romper con la provincia. Enero 25, de Arango Pi-
ñeres, suscitó en una fecha tardía (1955) el interés de Cepeda Samudio y Germán Vargas, que contri-
buyeron a que lo editara la Librería Mundo de Barranquilla. El interés se justificaba en la medida en
que un fugaz francotirador de la escritura concretaba en sus cuentos las grandes interrogantes con
que habían bregado exitosamente los cuentistas del grupo. Pero si, como se dirá insistentemente más
adelante, Cepeda había formulado teoremas de la narrativa, Arango Piñeres – carente de temas pro-
pios – proponía ejercicios de aplicación. Su libro no podía ser más que una pieza de historia de la lite-
José Félix Fuenmayor: ¿cuentos reescritos?
Al hablar de José Félix Fuenmayor cuentista, cuando se abordan los cuentos
que salieron en Crónica y forman lo principal de La muerte en la calle,6se plantea
la duda de saber qué fueron exactamente esos textos. En varios casos, sólo subsis-
te el sumario anunciado en El Heraldo, que permite saber que tal cuento salió en
tal número de Crónica pero no si hubo cambios entre el texto aparecido en el se-
manario del grupo y la versión definitiva, recogida en el volumen. Como hemos
podido advertirlos en algunos casos (sobre todo “En la hamaca” y “Un viejo cuen-
to de escopeta”), hay que tener en cuenta esos desajustes. No se trata de estudiar a
fondo la obra del “viejo”, por lo que sólo se prestará atención a algunos aspectos
(en especial a la superación del folklore), en vez de efectuar cotejos para todos los
casos en que sería posible. Apuntamos la existencia del problema – que, por otra
parte, no se resolvería sino con el hallazgo de ciertos números de Crónica – para
mostrar que un estudio de José Félix Fuenmayor cuentista presenta una ambigüe-
dad de fechas. Se conoce al escritor de 1944 y 1945 por disponer de los dos rela-
tos que entonces publicó, se conoce al escritor que quedó fijado en la edición de
La muerte en la calle preparada en sus últimos años, pero no se sabe todo a propó-
sito del escritor de los años 1946-1950, cuya imagen se perdió en parte al desapa-
recer tantos números de Crónica. Interesaría más, para este trabajo, conocer al Jo-
sé Félix Fuenmayor de entonces, es decir al escritor en plena producción, vincula-
do con los debates del grupo.
Volveremos sobre los problemas que revelan “En la hamaca” y “Un viejo cuen-
to de escopeta”, y daremos aquí un ejemplo sacado de “Ultimo canto de Juan”, tal
como apareció publicado en El Heraldo en 1944. Se toma un pasaje situado hacia
el final del cuento, que incluye estrofas suprimidas de la versión definitiva:
Juan volvió la cabeza sobre la almohada. Los párpados comenzaron a caérsele. Pero
aún había luz en sus ojos, media luz por entre las rendijas de los párpados.
– Haga el favor de acercarse, don Miguel, y perdone. Coja el final:
Ya voy a acabar mi canto,
tengo un llamado que oír.
La tierra pide mi polvo,
el mismo polvo que fui.
Polvo del Eclesiastés,
en la Biblia lo leí
y mientras cruzaba el mundo
por todas partes lo vi.
El grupo de Barranquilla y el cuento
125
ratura, pero el interés que suscitó en Cepeda y Vargas – lo mismo que el justo aprecio que había me-
recido el cuento de Santodomingo – le hacía eco a la coherencia que pusieron los cuentistas del grupo
de Barranquilla en su labor de renovación del cuento colombiano.
6José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, Medellín, Ed. Papel Sobrante, 1966, 152 p. Nos
referiremos las más veces a esta primera edición del libro de Fuenmayor, salvo en los casos en que la
publicación inaugural, en la prensa, de alguno de los cuentos que lo componen presenta variantes con
relación al texto que figura en el libro.
Pero de mi alma y mi cuerpo
algo va a sobrevivir.
Yo no sé cómo se llame,
nombre no puedo decir.
Pero lo que de mí quede,
lo que no acabe de mí,
siempre estará en Barranquilla,
nunca se saldrá de aquí.
La voz de Juan se hundía. Sus últimas palabras apenas tocaron el aire. Después,
abrió los ojos dos veces todavía, con vago resplandor en el silencio. Ya había obscu-
recido; y unas sombras llegaban del comienzo de la noche, y otras empezaban a na-
cer de la frente de Juan. Miguel lo vio estirarse un momento, aflojarse de pronto y
quedar inmóvil. Salió a buscar a Pabla.7
Un cotejo con el texto definitivo (edición Papel Sobrante, Medellín), muestra
un cambio de gran tamaño. En realidad, casi cada párrafo presenta diferencias,
pero poco se puede sacar del cotejo, al menos en el caso de este cuento. Al pare-
cer, le quiso dar Fuenmayor un ritmo más marcado, abreviar la larga escena, cuyo
intrínseco estatismo podía cansar al lector. En los otros dos casos mencionados, es
posible desarrollar una reflexión más amplia, aunque no aporte certidumbres.
El “viejo”: un relojero en su taller
Por su edad, puede decirse que en la época grande del grupo José Félix Fuen-
mayor había dado un salto considerable, más o menos desde Maupassant hasta
Hemingway y Caldwell, sin haberse extraviado nunca en lo más folklórico de
Daudet,8aunque en sus cuentos no se relieva la labor de construcción estructural.
Dan primero la impresión de una fluidez propia de otros tiempos. En Cepeda Sa-
mudio, cada cuento es el planteamiento y la solución de un teorema de la narrati-
va; con el tardío, marginal y fugaz Arango Piñeres, se está frente a una serie de
simples ejercicios escolares. Fuenmayor, en cambio, se sentía apremiado por el
tiempo: él mismo envejecía y su mundo barranquillero cambiaba a gran velocidad.
Tenía que darse prisa por expresar ese mundo. En sus cuentos, hay problemas
concretos que el “viejo” había resuelto con base en el mismo saber que trasciende
de los cuentos de Cepeda. En sus lecturas, en los debates del grupo y en la sole-
dad del escritorio, había descubierto, analizado y asimilado el mismo sistema de
JACQUES GILARD
126
7José Félix Fuenmayor, “Ultimo canto de Juan”, en El Heraldo, Barranquilla, 23 de diciembre
de 1944, 2da Sección, s.p.
8A Julio Núñez Madachi debemos el conocer un relato de José Félix Fuenmayor, publicado por
éste bajo el seudónimo de Ciro Mota en El Comercio de Barranquilla, 19 de abril de 1909: “De mi
diario”. Era la historia de una adolescente embarazada por un seductor adulto; el relato, hecho en
primera persona (el narrador es el funcionario que recibe la denuncia hecha por la familia), estaba lle-
no de sugerencias y elipsis. Tal vez no fuera del todo un cuento, pero era ya mucho más que una es-
tampa. Se siente en el texto la huella de lecturas hechas en grandes cuentistas del siglo XIX.
leyes que Cepeda, poniéndolas finalmente al servicio de su mundo, aplicándolas a
un anecdotario propio forjado en otros tiempos. En ello era en efecto el “clásico”
que dijo García Márquez en 1950.9Como había hecho Vinyes, Fuenmayor se si-
tuaba en la modernidad con su ya vieja experiencia humana y literaria, sin olvidar-
se de su familiar trato con los clásicos. En él no podía haber entusiasmo por la no-
vedad. Era una sensibilidad de otra época que sabía aprovechar lo más válido de
los últimos años. En ello sabía ser un contemporáneo, capaz de ver el poblado (la
Barranquilla de sus años mozos) con una mirada de la postguerra.
Los experimentos de Vinyes habían trazado un marco en el que se situaban los
cuentos de Fuenmayor, como los de sus jóvenes amigos, y también él lo integró a
su manera, superándolo. Había visto que en el cuento y la novela todo descansa
en la palabra de un narrador de capacidades limitadas, de lo que sacó sus propias
normas, sin preocuparse por darles la preeminencia sobre lo anecdótico. Hubo en
sus cuentos una experimentación sobre la función narradora, bastante perceptible
cuando usa del procedimiento del personaje-narrador, y más sutilmente concreta-
da cuando parece acudir al narrador anónimo y supuestamente omnisciente: de-
muestra saber que se ha esfumado la vieja ilusión de una omniciencia y que un
buen relato no existe sin amplias zonas oscuras. En elementos así es donde se ve
que Fuenmayor, con su edad y su escepticismo, fue plenamente un escritor del
grupo – más avanzado que Hernando Téllez –, sin dejar de ser, como Vinyes, un
“abuelo sabio”. Mejor que el amigo catalán, aprovechó la lección de los narrado-
res norteamericanos, tal vez porque no fue él quien dio los primeros pasos hacia
una moderna cuentística colombiana. Vinyes había advertido tempranamente cier-
tas posibilidades, pero fue José Félix Fuenmayor quien, con más tiempo y pers-
pectiva, mejor aprovechó el ejemplo. De él expresó certeramente García Márquez
en 1950, al referirse a su arte de cuentista y al provecho que Fuenmayor sacaba de
sus lecturas de los norteamericanos:
Constantemente está discutiendo consigo mismo, enredándose, abriendo trochas,
hasta cuando se le queda entre dos dedos una raíz, un balance que no admite ya
más depuración.10
Cuadra bien esa imagen de la “raíz” con lo que fueron las reflexiones de Fuen-
mayor. Y se ejemplifica en la forma como superó, pareciendo acatarla, la mal lla-
mada narración omnisciente: también preservó los misterios de su universo.
Desde luego, podrían encontrarse huellas inequívocas de sus lecturas en algu-
nos de sus cuentos. El soliloquio del mendigo agonizante, en “La muerte en la ca-
lle”, tiene mucho de Faulkner; de éste también pueden proceder el soliloquio del
El grupo de Barranquilla y el cuento
127
9Gabriel García Márquez, ‘La Jirafa’, “José Félix Fuenmayor, cuentista”, en El Heraldo, Barran-
quilla, 27 de mayo de 1950, p. 3. Al referirnos a textos de García Márquez, remitiremos a la primera
publicación en la prensa. Los textos figuran en los tres primeros tomos de la Obra periodística de Gar-
cía Márquez (recopilación nuestra), cuya primera edición fue la de la editorial. Bruguera, Barcelona,
1981-1982-1983.
10 Ibid.
anónimo campesino de “Con el doctor afuera” o los monólogos gesticulantes del
protagonista de “Utria se destapa” – aunque también se ve con estos ejemplos que
Fuenmayor usó el modelo con prudencia –. Ambos cuentos se sitúan además en la
línea inaugurada por Joyce y seguida por los norteamericanos en lo relativo a fluir
de la conciencia, con una cierta indiferencia por el uso de guiones o comillas. La
flagelación del mudo en “La piedra de Milesio” parece remitir a un episodio pare-
cido de Las praderas del cielo de Steinbeck (algo le debe al Tularecito de Steinbeck
el Milesio de Fuenmayor). Pero siempre se impone la certeza de que el trabajo del
barranquillero fue sutil, dejando sobresalir pocos elementos identificables: de “de-
puración” hablaba García Márquez y son más términos por el estilo (filtración,
decantación, destilación) los que vienen a la mente si se piensa en la presencia, a la
vez clara e inasible, de Hemingway y Caldwell en los relatos de Fuenmayor.
La reflexión del “viejo” sobre cómo manejar los elementos estructurales es una
realidad, pero sus frutos son de una gran discreción. La sencillez del universo evo-
cado, una ciudad que aún era un poblado, la elementalidad de los núcleos anec-
dóticos, los datos temporales y espaciales (tal vez con la excepción del tardío
“Con el doctor afuera”), podrían dar la impresión de que Fuenmayor no rompía
con una literatura decimonónica y practicaba el mismo género que los escritores
terrígenas del interior. Hay que ir hasta el hombre para encontrar claras señales de
ruptura: el estatuto del personaje es el mismo que se había alcanzado en la mejor
narrativa contemporánea; así lo insinúa, a grandes rasgos, un cotejo de “En la ha-
maca” y “Emma Zunz”, de Borges: Matea se mueve en un nivel comparable de
misterio sicológico y afectivo. Pero más vale ir al manejo de la instancia narradora,
donde se aprecia la exigente labor del “viejo”. Es más aparente en los relatos de
escaso misterio, aunque en un caso se trate de brujas – pero es que de su existen-
cia no duda el narrador, y son brujas modestas, caseras –.
Son cuentos en los que el personaje-narrador aparece en el título con su nom-
bre, pintándose luego de cuerpo entero en su misma forma de contar. Son “Las
brujas del viejo Críspulo”11 y “Relato de don Miguel”.12 Tanto Críspulo como
don Miguel son “hombres-relatos”, para usar con otra perspectiva una fórmula de
Todorov. En el primer caso, es un narrador de estirpe popular, inmerso en el mun-
do de la oralidad, con una herencia cultural y una sucesión de voces que él reco-
gió y ordenó antes de transmitirlas a su vez. Críspulo se funda en lo que le contó
JACQUES GILARD
128
11 Es probable que este cuento saliera en Crónica con otro título y bajo un seudónimo que Fuen-
mayor usó muchas veces. En el sumario de Crónica n° 15, anunciado por El Heraldo el 5 de agosto de
1950, figuraba lo siguiente: “Algo más sobre brujería. La historia de dos brujas barranquilleras, por
A. Gómez Jarab”. Podía aparecer como respuesta a un artículo publicado tres semanas antes en el se-
manario (Carlos Angulo V., “Dos historias de brujería en las leyendas del departamento del Atlánti-
co”, n° 12, 15 de julio de 1950).
12 Ambos textos hacen pensar en el artificio del «Macario» de Rulfo, con un personaje-locutor
nombrado en el título y no en el relato mismo; pero no hay en Fuenmayor dos compartimientos es-
tancos como los que hay en Rulfo – uno de los problemas estructurales que le propone al lector el
cuento del mexicano –. El contenido en un caso (las brujas) y, en el otro, tanto la definición del texto
que sigue (relato) como la designación del productor (don Miguel) establecen una continuidad de tí-
tulo y texto: Fuenmayor no llegaba hasta la intransigente fragmentación rulfiana.
la señora Encarnación, la cual se fundaba en su vivencia y en lo que a ella le contó
“su” bruja; y luego se funda en lo que le contó la señora Indalecia, la cual se fun-
daba en su propia vivencia, en lo que le contó “su” bruja y en el testimonio del
muchacho Tobías. Queda a la vista la construcción, de gran sencillez, con yuxta-
posiciones e inserciones de voces, seis en total. También don Miguel pone de ma-
nifiesto la construcción de su relato (presente éste hasta en el título del cuento, co-
mo si fuera el personaje principal), pero no por una ingenuidad de iliterato, sino
por su “arte” de conversador de mesa de café, dotado de alguna cultura, de un
cierto don de gente y de una experiencia de parlanchín veterano. Sabe atraer la
atención de su auditorio (“narratario” materializado en el texto) sobre cada nuevo
tramo de la historia con señales inequívocas – aquí surge la función “fática” del
lenguaje –. Combina su propio testimonio con lo que supo de otras fuentes: inter-
vienen voces múltiples que él sabe unificar. Tiene una soltura de la que carecía el
viejo Críspulo, pero también se delata como personaje y como narrador en los
brotes de un ego más bien abultado.
Es dicente el cotejo entre ambos cuentos, pero también sirve la contraprueba
con “Por la puerta secreta”, de universo y anécdota cercanos a los de “Relato de
don Miguel”. En “Por la puerta secreta” se trata de otro chiste de mal gusto y de
trágicas consecuencias, en la Barranquilla burguesa de la Bella Epoca. Aquí hay
un narrador anónimo, que no se complace en ser el narrador pero se descubre
bastante para tener una personalidad. Sabe mucho, tal vez porque fue testigo de
algunos episodios, pero más seguramente porque hizo averiguaciones y ató cabos.
La organización del material anecdótico es previa al acto de narrar. Es en este ras-
go donde mejor se observa la labor de reconstitución; las costuras resultan visi-
bles, entre segmento y segmento de la historia, en algunos brotes de la función
“fática”: sin tratar de brillar, el narrador pone a la vista su propio papel al atraer la
atención sobre saltos temporales que tiene que efectuar. Su mismo afán de poner-
se al servicio de la anécdota termina revelando ese papel.
Estos tres ejemplos muestran que Fuenmayor era consciente de las exigencias
de una narrativa contemporánea, que él se había quedado con una “raíz” sacada
de sus lecturas: al escribir cuentos, asumía las implicaciones de la certeza que te-
nía de estar usando lenguaje. Pero, al contrario de Cepeda Samudio, no hizo del
andamiaje el motor de la anécdota. Los tres relatos que se acaban de examinar son
ejemplos extremos, probablemente debido a la sencillez del universo evocado.
Marcados con grandes zonas de sombra, los otros concentran la atención del lec-
tor en la anécdota y, si bien parecen a primera vista situarse en la línea de una na-
rración omnisciente, revelan un trabajo aún más riguroso sobre la instancia narra-
dora. Cautivado por el “qué pasa”, el lector no se hace la pregunta de “cómo está
hecho” sino al finalizar y tener que reiniciar la lectura. La aparente inmediatez de
los relatos oculta las múltiples variaciones a que se dedicó Fuenmayor.
Hay en La muerte en la calle unos cuentos que, aun siendo de narrador anóni-
mo, tampoco se sitúan en una drástica omniciencia – que el “viejo” ya había repu-
diado –, y sólo presentan matices con respecto a la fórmula usada en “Por la puer-
ta secreta”. Si el narrador puede penetrar los pensamientos de uno o varios perso-
El grupo de Barranquilla y el cuento
129
najes, nunca llega hasta el fondo, y hay incluso momentos en los que nada sabe y
retrocede a un nivel behaviorista.13 En esas grietas de la narración instala Fuen-
mayor un misterio, logrando así sus mejores cuentos. Del hecho de seguir habien-
do un personaje-narrador, pese a la impresión primera, da un buen ejemplo “En la
hamaca”:
Cinco años hacía vino aquí Temístocles a tomar posesión de una buena casita que le
dejó en herencia un tío materno; y se quedó. En las cercanías del Mercado Público
estableció un negocio de componer calzado. Y desde entonces comenzó – tal vez si-
guió – una vida regular, metódica, que no alteró jamás.14
El deíctico indica que el narrador es barranquillero y que narra en Barranqui-
lla. Su ignorancia de lo que era la vida de Temístocles en el pueblo fija límites de
espacio y tiempo. Hay otros asomos de una personalidad en el discurso del narra-
dor (su reflexión sobre los fantasmas nocturnos); no se hace tan presente en su re-
lato como don Miguel en el suyo; tampoco se delata, como hace el narrador de
“Por la puerta secreta”, en el montaje de la historia, pero sí está con su vivencia
local y su especial mirada sobre el ser humano y el mundo circundante. Cuando
hace falta, respeta el misterio de lo que pasa en la mente de Matea y nada dice de
cómo surge su voluntad de matar a Temístocles.
Algo parecido pasa en “La piedra de Milesio”, si bien ningún deíctico inscribe
un localismo tan marcado en el discurso del narrador; éste sabe mucho, penetra a
veces la mente del mudo Milesio, penetra una vez la del curandero, pero no da la
clave de lo esencial; no se sabe cuál es el motivo verdadero de las flagelaciones
ideadas por el siniestro Porradás, ni cómo se le ocurrió al subnormal Milesio ven-
garse de su torturador y montar su irrisoria pero eficiente emboscada.
A la perfección de ambos cuentos concurren muchos elementos, pero está cla-
ro que hacía falta un largo trabajo de depuración para que no hubiera exceso por
el lado de una fácil omniciencia; sólo al preservar la necesaria dosis de misterio
podía evitarse el tremendismo. En el punto de vista tenía que residir la solución, y
JACQUES GILARD
130
13 Entrevistado por Juan Gustavo Cobo Borda, García Márquez se refirió a ese problema: “El
mejor cuento de Hemingway es “La corta y feliz vida de Francis Macomber”, y es quizás uno de los
mejores cuentos del mundo, pero es un cuento que tiene un error imperdonable en un principiante.
Hemingway nos dice qué piensa Macomber, qué piensa Wilson, qué piensa la mujer, qué piensa el le-
ón, qué piensa el búfalo, y al final nos hace una trampa: dice que no sabe si la mujer lo mató delibera-
damente o por accidente. La literatura es un tablero de ajedrez en que uno le explica al lector, desde
el comienzo, cómo va a mover las fichas. Una vez que empieza el juego, no se pueden cambiar las re-
glas que uno mismo impuso.” (Juan Gustavo Cobo Borda, “Comadreo literario de cuatro horas con
Gabriel García Márquez”, en Gaceta, Bogotá, n° 35, 1981, p. 17, col. 2). En realidad, semejante
“trampa” es frecuente en materia de narrativa. Lo demuestran algunos cuentos de José Félix Fuen-
mayor (especialmente “En la hamaca”). Y no es difícil encontrar un ejemplo en uno de los mejores
relatos de García Márquez: “Un día de estos”. Al principio, se sabe que el dentista piensa que va a
llover, pero no, hacia el final, lo que piensa o siente al sacarle la muela al alcalde y decirle: “Aquí nos
paga veinte muertos, teniente”.
14 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 35.
usó Fuenmayor todo lo que había aprendido en sus lecturas: una aparente omni-
ciencia, que permitía jugar con zonas de luz y zonas de sombra – a la manera co-
mo, en “La piedra de Milesio”, el anémico farol de la esquina pone una manchita
de luz en medio de las tinieblas nocturnas –. Los que podían haberlo inspirado
son bastantes (Hemingway, Caldwell, Steinbeck, Faulkner y también Borges), pe-
ro el universo y las anécdotas son tan personales y la alquimia literaria tan bien
dominada que sólo se puede decir que esos cuentos ya se sitúan dentro del nacien-
te boom hispanoamericano.
La variación en torno a cómo manejar la instancia narradora asumió otras mo-
dalidades. “Utria se destapa” procede de un narrador anónimo, más impercepti-
ble, pero también presenta rasgos que proceden de una minuciosa selección. El
narrador sabe lo que pasa en la mente del rústico Utria enfrentado con la ciudad
y fascinado por lo que piensa ser su clave: el vocabulario que oye en boca de los
burgueses; no lo entiende pero pretende usarlo, deformándolo de manera absur-
da. Se combina en el cuento el discurso del narrador con lo que piensa y dice
Utria, reproduciendo unas veces sus conversaciones, otras veces sus soliloquios
en voz alta, otras sus pensamientos, bajo modalidades variadas (discurso directo
introducido con guión, o sin señales tipográficas, estilo indirecto libre). No se co-
noce de los otros personajes más que sus palabras o sus actitudes y acciones. To-
do se queda en el nivel de Utria, nítido cuando se trata de cosas del campo, con-
fuso y grotesco cuando intenta el campesino adueñarse del mundo urbano. El
conflicto de culturas así se hace obvio, y cómico, pero nunca se nombra como tal.
Ese problema de sociedad, capital en la temática del autor, corre siempre por de-
bajo de la superficie, merced a una pericia de cada instante, tan sutil que sólo
desde lejos le recuerda al lector los modelos que debía tener presentes Fuenma-
yor: Hemingway, los escritores “toscos” como Cain, y tal vez principalmente
Steinbeck.
Con “Un viejo cuento de escopeta” ensaya Fuenmayor otra modalidad de
construcción. También deja el relato a cargo de un narrador anónimo que podría
parecer omnisciente pero que, vistas las cosas desde cerca, no lo es, y que también
interviene a veces en su relato con, aquí, didáctica finalidad (sobre esto se volverá,
al tratar de la actitud del escritor hacia el folklore). Pero también acude a un pro-
cedimiento específico al otorgarle a un personaje un papel decisivo para la cons-
trucción de la anécdota: la silenciosa Petrona es quien da al final la posible solu-
ción del enigma. No solamente “sabe”, como todos, que el diablo carga las esco-
petas que se disparan solas, sino que reconstituye desde el principio la cadena de
los hechos e identifica al diablo en el forastero que vino a dar aviso del drama, re-
conociendo en él al individuo que, muchos años atrás, hiciera con Martín el inter-
cambio de escopeta con carga de yucas. Esta interpretación de Petrona sustenta al
cuento – uno de los mejores de La muerte en la calle –. En este caso, sabiendo que
es explotación de una leyenda del carnaval barranquillero sacada de la memoria
colectiva, se ve que Fuenmayor buscó la mejor manera de hacer un cuento moder-
no con algo que se prestaba para desvíos folklorizantes.
Queda la modalidad del soliloquio, con dos ejemplos: “La muerte en la calle”
El grupo de Barranquilla y el cuento
131
y “Con el doctor afuera”.15 Hay diferencias entre ambos cuentos: en el primero,
habla un vagabundo y mendigo, ser marginal preocupado exclusivamente por su
suerte; en el segundo, es un campesino sólida y apaciblemente anclado en su me-
dio y capaz de afecto y generosidad. Pero los dos se ven enfrentados cada uno en
su medio con la modernidad, aunque en etapas distintas del proceso histórico. El
mendigo y el campesino expresan su visión del mundo al recordar peripecias de
su vida. En el desfase entre el discurso y lo que se intuye que fue la historia debe
surgir un cuestionamiento del discurso. En el caso del mendigo de “La muerte en
la calle” aparecen sus insuficiencias mentales, sus bloqueos ideológicos (su re-
nuencia al trabajo manual), su nunca superado complejo de Edipo, todo lo cual lo
impidió lograr espacio y papel propios en la sociedad urbana – mientras que él
cree que actuó como mandaba Dios y recibió del cielo toda clase de bondades –.
En el campesino de “Con el doctor afuera”, la grieta radica en la forma como disi-
mula el alcoholismo del doctor, hasta que tiene que desistir porque demasiado le
apremia la anécdota; mientras tanto se va formando la imagen de su mundo y su
ética, dando anticipadamente la clave de su piadosa omisión y también explicando
por qué, al final, tiene que verse marginado por la irrupción de la mentalidad ca-
pitalista en la sociedad rural. “Con el doctor afuera” presenta un mayor virtuosis-
mo (en el manejo del tiempo, especialmente), pero se adivina que “La muerte en
la calle” fue una lucha con una materia más rebelde, en la que le tocó a Fuenma-
yor, sin tradición previa, caminar por un terreno áspero para demostrar la realidad
del movimiento.
En total, los cuentos de Fuenmayor, los que tienen que ser posteriores a 1945,
son un muestrario de críticas a la narración heredada del siglo XIX. Indican que
su autor experimentó sobre la instancia narradora, a pesar de que la primera im-
presión parece insinuar en general lo contrario, dada la aparente “naturalidad” de
esos relatos. Fuenmayor poseía un anecdotario que le permitía dar un retrato y
una historia, poéticos ambos, de su ciudad nativa, pero de índole muy variable se-
gún los casos – a lo que se añadieron, al final de su vida, las vivencias de su finca
de Galapa –. Cada anécdota era un caso específico y es notable que la instancia
narradora se adapte a cada caso; ningún esquema se repite exactamente y los ma-
tices son de gran interés. No se puede decir que el libro tenga altibajos estéticos
demasiado marcados (al contrario del libro de Hernando Téllez). Ese resultado
sólo se podía lograr merced a una revisión a la vez amplia y rigurosa de lo que
aportaba la mejor literatura contemporánea. Y se miden el trabajo y la lucidez que
suponía la elaboración de cada cuento, para que se consiguiera finalmente una co-
lección homogénea, con un universo personal adecuadamente abarcado, configu-
rado por la indagación técnica. El libro que Fuenmayor tardó años en cerrar y que
no salió sino póstumamente es el resultado de un trabajo, en vez de la sucesiva
materialización de un proceso. Fue un trabajo secreto que prácticamente esperó
JACQUES GILARD
132
15 Dejamos a un lado “Qué es la vida”, breve estampa segregada de “Con el doctor afuera”, de la
que no sabemos si cobró forma definitiva antes o después del cuento. “Con el doctor afuera” nos pa-
rece ser el último verdadero cuento de Fuenmayor.
hasta su conclusión (en lo esencial, las publicaciones de Crónica) para que fuera
revelada la obra que de él nació. Lo disimuló Fuenmayor, borrando las pistas an-
tes de entregar un fino objeto de artesanía. Cepeda Samudio era el arquitecto y
constructor que trabaja a la vista de todos, el “experimentador público” de que
habló Barthes. En cambio, el “viejo” fue como el relojero encerrado en su taller.
José Félix Fuenmayor entre la ciudad y el campo
Cabe en un reducido territorio geográfico el mundo abarcado por Fuenmayor.
Hasta 1950 – la fecha que importa aquí – se trata de Barranquilla exclusivamente.
Después, retirado el escritor en su finca de Galapa, se extiende a la zona rural del
departamento del Atlántico, pero no se puede decir que haya ruptura. Si la ciudad
nativa era su territorio natural, Fuenmayor habitaba en el tiempo, más que en un
lugar. Su vivencia básica no fue geográfica, sino histórica: fue un proceso que, a
pesar del anclaje espacial, hizo toda la diferencia con los escritores terrígenas del
interior andino. Bajo otro ángulo, Fuenmayor no creía en la leyenda oficial de Ba-
rranquilla, y veía el proceso de la ciudad como un río revuelto donde cabía de to-
do y donde él, como escritor, podía pescar un inquietante anecdotario. Basta, para
comprobarlo, un cotejo con la florida y criollista visión que de la ciudad daba en
los años 40 la escritora local más conocida en Colombia, Amira de la Rosa.16
Fuenmayor fue un escritor de la transición, abarcando desde los tiempos del
poblado arenoso hasta el apogeo del centro portuario e industrial. Fue testigo de
un hecho capital en los últimos ciento treinta o ciento cuarenta años: la urbaniza-
ción del continente. Su cariño por la Barranquilla de su niñez y juventud no le im-
pidió mirar los hechos con lucidez: al escribir “Ultimo canto de Juan”, en 1944, le
había dicho adiós a la leyenda. Pudo quedarse en el poblado caribeño de antaño,
produciendo una literatura de tierruca, teñida de un soporífero chovinismo que le
habría valido grandes éxitos, aunque en competencia con Amira de la Rosa. Prefi-
rió atender las exigencias de la verdad y asumir la carga de esa difícil transición.
Sabía que el mundo de su niñez no era un absoluto, una edad de oro corrompida
por la intrusión del cambio histórico, y fue sólo un momento, un pasajero estado
de cosas nacido de tiempos anteriores y que todo se transformaba y seguiría trans-
formándose más allá de lo que él podía imaginar.
No se planteaba para él la disyuntiva entre campo y ciudad, que marcaba posi-
ciones drásticas en la intelectualidad colombiana, y de la que no se salvaban del
todo sus jóvenes amigos del grupo. Una revisión rápida podría hacer creer que pa-
ra él la ciudad es el Mal, mientras que el Bien se asienta en el mundo rural, pero
las cosas se complican con la tercera faceta, que es el puerto,17 detrás del cual está
El grupo de Barranquilla y el cuento
133
16 A ello nos hemos referido en nuestro trabajo “Ser escritora en Colombia; cuatro casos en la
Costa Atlántica”, del libro colectivo (Claire Pailler, ed.) Femmes des Amériques, Toulouse, Université
de Toulouse - Le Mirail, 1986, pp. 212-213.
17 Ese aspecto del puerto y su vida de estafadores y estafados le sirvió de eje a Fuenmayor para
su novela Cosme (1928).
el ancho mundo. Para el “viejo” ningún componente de esta triple realidad está
exento de la presencia del Mal.
Se empezará por los elementos que parecen indicar que a Fuenmayor lo intere-
saba la confrontación de dos mundos que habrían sido campo y ciudad. Lo más
evidente es el motivo del hombre rural de repente sumergido en el mundo urbano,
que se da en “Utria se destapa” y “Un viejo cuento de escopata”. Algo por el estilo
podría verse en “Con el doctor afuera”, aparente inversión del esquema, pues las
cosas se ven desde el campo y con mirada de campesino, sólo que lo urbano
irrumpe en forma arrolladora al final, cuando la viuda del doctor decide cambiar
las normas de explotación de la finca. Pero una vez descontados estos tres relatos,
el esquema deja de funcionar. Sigue habiendo una confrontación, a la que subyace
un cierto maniqueísmo, pero éste no es sólo geocultural. En “La piedra de Mile-
sio” se desarrolla un rasgo que, sin llamar la atención, figuraba ya en “Utria se des-
tapa”: Utria se dejaba atrapar por el engranaje de la irrisión urbana (“perrateo”
costeño) al querer hablar a la muchedumbre de la plaza de San Nicolás. La plaza
era la ciudad, pero también el lugar de encuentro entre el campesino del hinter-
land y la fauna del puerto, viajeros y “vaporinos”. El puerto se hace más presente
en “La piedra de Milesio”, con el inquietante curandero-torturador, quien por ahí
tiene que haber llegado y por ahí se va después de la venganza de Milesio. En am-
bos casos, el puerto es la vía que sigue el Mal para entrar en la ciudad, implícita o
explícitamente según el caso. No hay, en cambio, enfrentamiento claro en cuentos
como “En la hamaca” y “Las brujas del viejo Críspulo”, que transcurren en las ca-
pas populares de la vieja Barranquilla, aún cercana a sus raíces bucólicas; tampoco
lo hay en “Relato de don Miguel” y “Por la puerta secreta”, para los que escogió
Fuenmayor el estamento burgués de lo que era la ciudad comercial en la Bella
Epoca. Ni lo concreta “La muerte en la calle”, pues está claro que el cuento mues-
tra que la marginalidad es secreción espontánea del proceso urbano.
De modo que no hay propiamente una oposición entre campo y ciudad, sino
una especie de continuum que los abarca, no como territorios separados por una
frontera sino como dos polos identificables de una larga evolución que viene de
un borroso mundo arcaico y va hacia algo que no se sabe qué será. El tema de la
soledad – también en Fuenmayor, como en Cepeda Samudio y en García Márquez
– aflora con insistencia, y se encuentra bajo formas diversas, a veces solapadas. Es
la soledad del mendigo (al dejar la vida, éste viene a encontrarse “en la soledad y
el silencio”);18 la soledad variable del aldeano trasplantado a la ciudad: aburri-
miento de Martín sumido en un ocio al que no estaba acostumbrado (“Un viejo
cuento de escopeta”); afán de integrarse, en el caso de Utria, el cual quedará des-
trozado el día que haya terminado de convertirse en el hazmerreír de los pícaros
reunidos frente al atrio de San Nicolás (“Utria se destapa”); la soledad afectiva de
Matea (“En la hamaca”); la soledad del ser incompleto que es Milesio, idiota o lo-
co al que la comunidad, mientras se moderniza, acepta cada vez menos (“La pie-
dra de Milesio”); la soledad de las brujas (“Las brujas del viejo Críspulo”); la del
JACQUES GILARD
134
18 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 64.
artista en una sociedad en trance de aburguesamiento (“Por la puerta secreta”) y
del joven bondadoso en su medio de ociosos (“Relato de don Miguel”). Y tam-
bién la soledad del doctor, que vino al campo con sus tormentos ocultos y no en-
contró la paz pues siguió alcoholizándose hasta enfermar y morir; y la soledad ter-
minará siendo la suerte del campesino-narrador, o de los suyos si él se muere
pronto, en el mundo rural donde irrumpe un capitalismo sin alma (“Con el doctor
afuera”). La soledad sí parece ser el estigma de la vida urbana; hasta donde se
puede ver, no la conocían antes Utria ni el narrador de “Con al doctor afuera”, y
Martín no conocía la anorexia (“Un viejo cuento de escopeta”). Hay en el escritor
de la ciudad que es, a pesar de todos los matices, José Félix Fuenmayor (al menos
lo es del proceso barranquillero), una nostalgia por un estado de inocencia o cor-
dialidad que hubiera tenido su sede en la sociedad campesina. Es, tal vez, más
bien una idealización de algo que no conoció y que en sus cuentos denota haber
tenido alguna vez un cierto estado de pureza. Idealización trunca, que tampoco
quiere el escritor hacer absoluta: subyace a lo que capta, que es ya momento del
proceso. Sigue predominando la conciencia de que hay un proceso histórico pre-
vio. Nunca concreta Fuenmayor la imagen ni el concepto de una perdida edad de
oro. De su añoranza por el poblado de su niñez y juventud no saca una filosofía
regresiva sino una obra que se nutre del pasado pero que, a la vez que nace, vive
inmersa en su tiempo.
De hecho, el Mal también está en el campo. De allí Martín trae la escopeta dia-
bólica que dará muerte a uno de los actores de la danza de carnaval; allí cerró el
trato con el demonio que le cambió el arma por una carga de yucas. El que suscita
la desgracia en “Por la puerta secreta”, hiriendo y tal vez matando al flautista Pá-
jaro, es un ganadero, gordo, saludable, jovial a primera vista, pero también inflado
de prepotencia por la riqueza y el poder, y marcado por una tenebrosa obsesión
sexual. Tal vez sea del pueblo – el dato preciso no aparece – de donde trae Temís-
tocles el vicio de la bebida que lo incita a martirizar a Matea y llevará a ésta hasta
matarlo (“En la hamaca”). También del campo viene el Mal, tanto como del puer-
to o de la ciudad misma. Lucro y fraude19 se concretan en el título de “Por la
puerta secreta”: por esta puerta “se comunicaban la botica y la cantina (...): aque-
lla puertecita era utilizada para el paso, un tanto clandestino, de la química de la
botica al ron y los jarabes de la cantina”.20 En “Relato de don Miguel”, el Mal en-
carna en el ocioso Pedro, “el individuo”. A la postre, resultan más simpáticas las
pobres brujas de la vieja Barranquilla, tan inofensivas con su manía de robar ver-
duras en los huertos.
De lo que más hablan los cuentos de José Félix Fuenmayor es de un proceso
de urbanización, dándole las más veces una dimensión ética que señala una impor-
tante línea de fuerza en su producción. La clave de todo ello, tal vez la dé el últi-
mo cuento verdadero que escribió, “Con el doctor afuera”. El proceso todo se ci-
ñe al auge del sistema y la mentalidad capitalistas. Los cuentos no van más allá de
El grupo de Barranquilla y el cuento
135
19 La leyenda de Barranquilla podría condensarse en los términos de “lucro y honradez”.
20 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 128.
una intuición, pero insinúan que también bajo este ángulo era Fuenmayor un
hombre de su tiempo cuando los escribió. No le habría sido posible escribirlos si
no hubiera tomado conciencia de todo lo que implicaban los dramas de los años
30, la guerra y la postguerra. Reaccionó con su experiencia y sensibilidad de se-
sentón, pero no tuvo menos visión que los jóvenes que lo rodeaban. Para él, como
para el narrador de “Con el doctor afuera”, el tiempo era más amable si lo dedica-
ba a hurgar en el talego de su memoria. Pero con su escepticismo de hombre y es-
critor ya muy corrido, le dio a su producción todo el significado histórico que es-
taba a su alcance.
Fuenmayor y el folklore: ¿una superación incompleta?
Fuenmayor huía de lo superficial. En su nota citada ya varias veces, observaba
García Márquez que el “viejo” se quedaba exclusivamente con “características
(...) de valor universal” del hombre colombiano – aunque hubiera sido mejor ha-
blar del hombre costeño y no usar el ambiguo y centralista adjetivo “nacional” –.
El “viejo” sabía evitar lo pintoresco, quedándose con esencias. Tal vez no había
notado que no hay camellos en el Corán, pero escribía como si lo hubiera adverti-
do. La descripción es en él excepcional, pasando por la mirada de un personaje, y
no se da sino cuando se impone como una necesidad porque algo del espectáculo
le importa a ese personaje. Por ejemplo, cuando Utria descubre desde el atrio de
San Nicolás el bullicio de la plaza, que representa para él la fabulosa promesa de
un público ante el cual hacer alarde de su “adorno” verbal. O cuando la tía de Mi-
lesio mira el círculo de luz que el farol de la esquina dibuja en la calle solitaria,
porque la mujer está temiendo ver llegar al “doctor” que pretende curar al mu-
chacho con azotes. La focalización funciona siempre con acierto, quedándose en
el grado cero si los personajes no se fijan en algo que, de tanto ser visto y conocido
por ellos, no merece ser mencionado. Por ejemplo, en la conversación entre Sabas
y Martín, de “Un viejo cuento de escopeta”: “Se detuvo Sabas. No se paró de
frente a Martín sino de lado, mirando hacia el fin de la calle. Las dos cabezas – Sa-
bas de pie y Martín sentado – se nivelaban”.21
Otro escritor habría explicado que las aceras de Barranquilla (los “sardineles”)
se elevan a veces notablemente respecto al nivel de la calle, porque se quiere evitar
que los cubra el agua cuando sobrevienen los aguaceros del “invierno” costeño y
se forman en ciertas vías los temibles “arroyos”. Nada de eso dice Fuenmayor, de-
jando que el lector visualice la escena, y evita caer tanto en la descripción como en
la explicación. Así, sólo con elementos imprescindibles, logra dar una visión de
Barranquilla, hecha de breves pinceladas que deben extraerse del texto y terminan
formando un cuadro poderosamente evocador. Algo parecido pasa en el cuento
de ambiente rural que es “Con el doctor afuera”. El campesino narrador no nece-
sita hablar de lo que él hace habitualmente, por ser cosas en las que no repara: no
JACQUES GILARD
136
21 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 86.
relata un ordeño o una faena en el monte. Las alusiones que hace a su mundo fi-
guran en sus diálogos con el doctor o en los monólogos que le sirven de borrador
para lo que le quisiera decir: explicaciones, imágenes, anécdotas que surgen al ca-
lor del debate (supuesto o real) y de las preguntas u objeciones del doctor. Hay
una manera de ser, y no un cuadro de la vida campesina.
Al parecer, no hubo folklore en la producción de Fuenmayor, a pesar de que la
tradición oral le suministró una parte de sus anécdotas. Era, vista bajo otro ángulo,
la acción de la historia lo que predominaba; no se trataba de un folklore congelado
en una visión desde arriba, sino de un folklore en movimiento, impulsado por las
corrientes del devenir histórico. No una esencia eterna (como quisiera cierto con-
cepto populista de la cultura y el arte, más teológico que dialéctico, y que en Colom-
bia privaba entonces tanto entre los reaccionarios escritores “terrígenas” como entre
folkloristas marcados por el estalinismo), sino un producto de la historia. Y hasta
fue el folklore materia de cuento, como pasó con “Un viejo cuento de escopeta”.
Es a propósito de este cuento como surgen una salvedad y una duda en cuanto
a la actitud del “viejo” hacia el folklore: la pregunta de si siempre supo tratarlo sin
caer él mismo en el folklorismo. Hay que recordar que Fuenmayor modificó “Ul-
timo canto de Juan” entre 1944 y 1966, probablemente hacia el final de su vida,
cuando preparó la edición del libro. Ya se ha dicho que es probable que efectuara
cambios para darle al cuento más concisión y vivacidad. Y debió modificar tam-
bién los textos publicados en Crónica en 1950. Por conocer los números 5 y 8, nos
consta que así pasó con “Un viejo cuento de escopeta” y “En la hamaca”.22 De
encontrarse algún día otros números de Crónica donde aparecieron los demás
cuentos, sería posible hacer cotejos exhaustivos, pero ya se pueden observar algu-
nos hechos, si bien, por demostrar una seria vacilación, no permiten sacar una
conclusión unívoca. Puede afirmarse lo siguiente: hubo en Fuenmayor una con-
ciencia del peligro de folklorismo, pero resolvió el problema – tardíamente, es
cierto – en forma contradictoria.
Antes de pasar a la duda que plantea “Un viejo cuento de escopeta”, se verá el
caso de “En la hamaca”, que se absuelve pronto. Tomemos primero, del pasaje
que importa, la versión definitiva, la que figuró en el volumen de La muerte en la
calle. Dice así: “ Acordaron ir a la cumbiamba y allá fueron. Miraron un rato. Lue-
go llegaron a un claro de la multitud donde parada y sola vieron a una muchacha
que llevaba los cabellos sueltos y constelados de jazmines”.23 Véase luego lo que
era este episodio en la primera versión, aparecida en el n° 8 de Crónica:
Acordaron ir a la cumbiamba y allá llegaron.
La tambora grande lanzaba el chisme con voz grave. “Esta como que está soplá; és-
ta como que está soplá.”
Preguntaba la tamborita en un registro agudo: “¿De quién, de quién?”
El grupo de Barranquilla y el cuento
137
22 También conocemos la primera versión del cuento “La muerte en la calle”, aparecida en el nú-
mero inaugural de Crónica. Fuenmayor le aportó solamente unas pocas e ínfimas modificaciones
cuando preparó la edición del libro. No nos parece que sean cambios significativos.
23 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 48.
Contestaba la caña de millo, chillando para que todos oyeran: “De Juan Firilo, de
Juan Firilo”.
Las maracas y las guacharacas entraban de lleno en la murmuración con escandalo-
so vocerío.
En medio del grupo de músicos una guadua en tierra alzaba en su remate aéreo la
enseña roja. Al rededor volteaba la “rueda”; y en la rueda giraban las parejas de
bailadores. El hombre estiraba y encogía los brazos como regidos por instantáneos
resortes, en ademanes de rechazo o de llamamiento, todo estremecido, irguiéndose
y agachándose.
La mujer lo seguía con pies deslizantes, clavada en el cuello inmóvil la enflorada ca-
beza, alto en la mano levantada el mazo de velas encendidas y sacudida por un tem-
blor que le nacía en las caderas y le moría en los pechos.
Temístocles y sus compañeros miraron un rato. Luego llegaron a un claro de la
multitud donde parada y sola estaba una muchacha que llevaba los cabellos sueltos
y constelados de jazmines.24
De varias maneras podía justificarse este cuadro en la versión inicial. Tal como
lo dice el narrador, el baile fue lo que Temístocles y sus compañeros miraron un ra-
to. Si bien esta cumbiamba no tiene nada de nuevo para ellos, es normal y hasta ne-
cesario que miren: vienen en busca de algo, que les ha de deparar el azar, y ese algo
tiene que estar oculto entre el acostumbrado espectáculo; además, se va pasando de
la visión de un rito social al núcleo de una ascendente sensualidad, preludio inelu-
dible para la aventura que Temístocles inicia luego sin rodeos con la muchacha de
los jazmines.25 Sobrevino a posteriori una autocrítica en el autor; tuvo que pensar
que el cuadro de la cumbiamba era una concesión a los tópicos rezagados del cos-
tumbrismo. Perdiendo de vista la calidad estética y el indudable encanto del pasaje,
en vez de rehacerlo en forma selectiva, prefirió borrarlo del todo, solución que era
la menos adecuada pero que, en efecto, desde un severo punto de vista antifolklóri-
co, resultaba acorde con la línea general tanto de las indagaciones del propio Fuen-
mayor como de los conceptos del grupo. La última etapa del trabajo (correspon-
diente al final de la vida del autor y a la preparación del libro) fue como la conti-
nuación, excesivamente rígida, de lo planteado en la segunda mitad de los años 40.
Curiosamente, fue lo inverso con “Un viejo cuento de escopeta”, donde el fol-
klore no es sólo fuente de la historia, sino su materia. Emblema de la identidad
barranquillera, el carnaval tenía que ser un tema entrañable para el “viejo”. Lo no-
table del cuento, y ello en cualquiera de las dos versiones que conocemos, es que
el folklore aparece no como algo intangible, a la vez hecho cultural y valor acatado
por la comunidad, sino como un producto del tiempo, expuesto a los estragos de
éste. El viejo Sabas lamenta la pereza y cobardía de los jóvenes ante las incomodi-
dades que deben pasar los participantes de su Danza de Diablos; para él es una
JACQUES GILARD
138
24 José Félix Fuenmayor, “En la hamaca”, en Crónica, Barranquilla, n° 8, 17 de junio de 1950, p. 13.
25 Cuando José Félix Fuenmayor escribió su cuento, era un tema corriente entre los cultores de
las tradiciones costeñas quejarse de que la cumbia se fuera resintiendo de influjos cubanos; en ese
contexto la evocación podía tener el valor de una pieza de nostálgica arqueología, por restituir con
palabras algo de lo que fuera la práctica de la cumbia en la vieja Barranquilla.
decadencia, pero está claro que el narrador no comparte la opinión del anciano,
“el heroico Sabas”, y reconoce en la evolución un efecto del proceso urbano. Con
lo que se ve que, en efecto, Fuenmayor no creía en verdades inmutables, separán-
dose así radicalmente de toda la corriente costumbrista. Nada de ello, sin embar-
go, impidió que el “viejo” volviera a trabajar en “Un viejo cuento de escopeta” pa-
ra hacer lo contrario de lo hecho con el cuadro de cumbiamba de “En la hamaca”,
introduciendo una visión folklorizante donde no la había, y adulterando – a nues-
tro parecer – la versión inicial (la de Crónica) de un cuento cercano a la perfec-
ción. La versión definitiva, recogida en el volumen de La muerte en la calle, pre-
senta dos lunares que son la señal de un poco explicable retroceso.
El primero se sitúa hacia el principio del texto. Se subrayará en ambas versio-
nes el elemento problemático. Empezamos con lo que fue la versión inicial:
El garabato dio una picada. La burra torcía un poco el cuello, echándole su reojo;
trató de sacudir las orejas; y arrancando con unos pocos pasos apresurados o que
intentaban serlo, enseguida los sentó en una lenta marcha; en ese moroso paso de
burro que crea en sus pacientes jinetes la indolencia y, quizás, la ensoñación.26
La versión definitiva es:
El garabato dio una picada. La burra sacudió las orejas, torció el cuello tratando de
dar un reojo al garabato, y arrancó, en el comienzo un poco apresurada pero sen-
tando luego su marcha en ese inalterable y moroso paso de burro que crea en nues-
tros campesinos la pachorra y quizás la ensoñación.27
Lo que quizás sea negativo y en todo caso está en contradicción con la línea an-
tifolklórica de Fuenmayor y del grupo, es la intervención casi directa del narrador
(el “yo” implícito en “nuestros”) y sobre todo la intrusión de un sentimiento de per-
tenencia a una tierra y una cultura; de pronto habla el narrador, ya no como un tes-
tigo sino como el representante de una provincia; inesperadamente, escribe Fuen-
mayor a la manera de un Daudet, a cuyo nivel siempre había evitado situarse, fol-
klorizando una escena que la primera versión había referido sin el menor desnivel.
El otro cambio resulta igual de innecesario y contraproducente. Es el final del
carnaval, momentos antes de que se dispare la escopeta diabólica. También aquí
se subrayará el elemento problemático. La primera versión era la siguiente:
Y como la (Danza, J.G.) de los Pájaros, donde iba la escopeta de Martín y que la
tarde del último de los tres grandes días presentaba su función en la sala de la casa
de la Niña Filomenita. Y esto fue lo que allí sucedió:
Los pájaros, bastante maltrechos ya en postrimerías, etc.28
El grupo de Barranquilla y el cuento
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26 José Félix Fuenmayor, “Un viejo cuento de escopeta”, en Crónica, Barranquilla, n° 5, 27 de
mayo de 1950, p. 5.
27 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 78.
28 José Félix Fuenmayor, “Un viejo cuento de escopeta”, en Crónica, Barranquilla, n° 5, 27 de
mayo de 1950, p. 12.
Y la versión definitiva:
Y como la (Danza, J.G.) de los Pájaros – con la escopeta de Martín. Y tratándose de
ésta será necesario – con perdón – detallar un poco.
Era el último de los tres días por la tarde, en la sala de la casa de la Niña Filomeni-
ta. Los pájaros, bastante maltrechos en aquellas postrimerías, etc.29
Este cambio es más drástico aún. En la primera versión, el narrador quedaba
en su papel de transmisor, reactivando la atención de su auditorio supuesto (de su
“narratario”) y atrayéndola sobre el clímax de la historia – manifestación de la lla-
mada función “fática” del lenguaje, ya advertida en “Relato de don Miguel” y
“Por la puerte secreta” –. En cambio, la versión definitiva, además de acentuar ar-
bitrariamente este aspecto (“con perdón”), sitúa al narrador en otro nivel, el de un
autóctono, conocedor del folklore, que sienta cátedra para que resulte más com-
prensible el accidente. Superflua precaución: bastaba la primera versión, con la
ventaja de que el lector podía atar cabos (el posterior pasaje del drama se lo per-
mitía, a precio de un espontáneo e insensible esfuerzo).
Se entrevé el escrúpulo tardío del autor. El problema era el mismo que con la
cumbiamba de “En la hamaca”. Era la escena de la Danza de los Pájaros otra
muestra de folklore. Pero, en el caso de “Un viejo cuento...”, el nudo dramático se
sitúa precisamente en este pasaje. Con “En la hamaca”, no hay pérdida muy nota-
ble en cuanto a vector de la anécdota si se suprime – como en efecto se hizo – el
cuadro de la cumbiamba. Es imposible proceder de la misma manera en el caso de
“Un viejo cuento...” Sabiéndolo y sintiendo molestia ante el ineludible escollo, re-
hizo Fuenmayor el pasaje e introdujo la disculpa, que a su vez obligó a acentuar el
trazo, cruzando una frontera que evitó en la primera versión. La conciencia aguda
del problema lo llevó a un cambio desafortunado, folklorizando algo que funcio-
naba sin más ingrediente. No pasaba así con el primer ejemplo (“nuestros campe-
sinos”), y no hay duda de que, si bien el traspié no era tan grave, se explicaba me-
nos que el cambio del segundo caso. En total, tratándose de “Un viejo cuento de
escopeta”, era preferible la versión de 1950.
De las contradictorias decisiones que Fuenmayor tomó al revisar sus cuentos
hacia el final de su vida, no se puede deducir gran cosa, salvo la certeza de que
fueron entonces más borrosos e inseguros sus criterios. Se había perdido el orien-
tador impulso del entusiasmo y de los debates del grupo. Pero, tomando las cosas
en sentido contrario, también se ve que el escritor de 1950 era dueño de convic-
ciones y conceptos claros y rigurosos. Podía pintar un hermoso cuadro, que era
“de costumbres”, sin caer lo más mínimo en las trampas del costumbrismo, y po-
día mantenerse a salvo de éste en todos sus cuentos, incluso en alguno que – como
lo demuestran los cambios tardíos – quedaba expuesto a tales peligros.
Él, que venía de otros tiempos y otra sensibilidad, había sido capaz de romper
con ésta. Y en el afán de ruptura, se encontraba laborando hombro con hombro a
JACQUES GILARD
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29 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 87.
la par de jóvenes que habían llegado a una toma de conciencia parecida, en las
condiciones de la posguerra que eran para ellos el obvio e inmediato mundo. Y
también él entrevió rutas nuevas, y éstas habían de ser características de la litera-
tura hispanoamericana que entonces iba en ascenso. Es otro aspecto, el último por
desarrollar aquí, que debe destacarse en la producción de José Félix Fuenmayor.
Fuenmayor en el camino hacia el realismo mágico
En lo que fue su personal conquista de la contemporaneidad en literatura, José
Félix Fuenmayor tuvo que abrirse paso entre los tupidos equívocos que pesaban
entonces sobre la literatura hispanoamericana, y especialmente sobre la colombia-
na. Bajo una aparente fidelidad a la tradición decimonónica, palpitaba algo que
pertenecía al pleno siglo XX. Con un ángulo específico, puede decirse lo mismo
sobre unos cuantos relatos en los que se advierte una presencia de lo sobrenatural.
Una primera impresión podría ser la de que esos relatos repiten esquemas presen-
tes en escritores como Poe, Mérimée, Barbey d’Aurevilly: serían relatos fantásti-
cos.30 Y es cierto que se siente en ellos como una cercanía de lo fantástico, pero es
sólo una cercanía. Fuenmayor hizo otra cosa, tal vez teniendo en cuenta los apor-
tes del psicoanálisis (del que demostró tener nociones), tal vez recordando las in-
dagaciones de los surrealistas. En todo caso, es forzoso admitir que, por ese lado,
se dio cuenta – como Vinyes (o ¿después de Vinyes?) – de ciertas potencialidades
de la cultura hispanoamericana, mereciendo ser citado entre los precursores del
realismo mágico,31 del que su producción da un ejemplo embrionario. Y una vez
más, tuvo que trabajar esencialmente con base en reflexiones personales, pues co-
nocía a los autores que se acaban de citar y optó por no escribir una literatura que
hubiera sido sólo fantástica. Tal vez no supiera deslindar la modalidad hacia que
tendía, pero se ve que quiso apartarse de las normas que fijan los caracteres de lo
fantástico. Basta para ello un vistazo al cuento que más se prestaría para una con-
fusión, “Un viejo cuento de escopeta”. Fuenmayor no se preocupó por hacer que
el lector vacilara entre una explicación natural y otra sobrenatural del hecho evo-
cado;32 no trató de insinuar la posibilidad de que un ser humano hubiera cargado
el arma homicida; como sus personajes, el narrador acepta lo que, culturalmente,
El grupo de Barranquilla y el cuento
141
30 También hay que recordar que, en el grupo de Barranquilla, habían leído tempranamente a
Borges y a Bioy Casares, como consta en apuntes de lectura de Vinyes y en alguna que otra alusión de
Germán Vargas, el cual también mencionaba a Silvina Ocampo.
31 Se dejará aquí a un lado el debate sobre si son o no son una misma cosa el realismo mágico y
lo real maravilloso.
32 Todorov establece que la condición fundamental de lo fantástico es una vacilación del lector
entre una explicación natural y una explicación sobrenatural de los hechos evocados. Otros dos ele-
mentos son la vacilación del personaje (que no le parece imprescindible a Todorov), y el rechazo del
lector a toda interpretación poética o alegórica. Volveremos sobre la cuestión al estudiar los primeros
cuentos de García Márquez. Ver Tzvetan Todorov, Introduction à la littérature fantastique, Paris, Le
Seuil, 1976, Col. Points, n° 73, p. 37-38.
es para ellos una evidencia: “Nada había que averiguar, si todos lo sabían: aquello
era obra del diablo, que carga las escopetas”.33
Como ya se ha observado, el Mal está presente en los cuentos de La muerte en
la calle. Algunas veces es bajo una forma eminentemente social – aunque podría
decirse que con el básico ingrediente de una falta de caridad, que por tanto no
rompe el lazo con la trascendencia –, y en la mayoría de los casos con los rasgos
que le suele atribuir la religiosidad popular. De ahí la insistente presencia del de-
monio y de las brujas. Lo que hizo Fuenmayor fue algo ya intuido y ensayado por
Ramon Vinyes, lo que desarrollaron con máxima fortuna escritores como Carpen-
tier, Rulfo y García Márquez: explotar la veta de la superstición. Y Fuenmayor lo
hizo, mejor que Vinyes, asumiendo el pensamiento y la filosofía de sus personajes.
A nivel formal, mantuvo una forma de prudencia que también le permitió obtener
efectos fuertes; esa prudencia era el fruto de una reflexión de tipo técnico, que ya
se ha visto: dejó las claves en el fuero interno de sus personajes, y no quiso que la
voz narradora supiera y dijera demasiado, de modo que no se delata la clave final
de ninguna historia. Casi siempre hay un juego con lo sobrenatural, en la frontera
que lo separa de lo natural, sólo que el ángulo es distinto al que se usa en la litera-
tura fantástica: los personajes tienen un pie a cada lado de la frontera y nada dice
que estén en lo cierto o que se equivoquen. Son vivencias coherentes e indiscuti-
bles y no hace falta tratar de caer a un lado u otro de la raya.
El mendigo de “La muerte en la calle” no duda de que Dios lo esté guiando
por medio de invisibles riendas, y en su discurso figura, tan real como sus proble-
mas diarios, el reencuentro con su madre en el umbral del más allá. El viejo Crís-
pulo no duda de la realidad de sus brujas, realidad no menos heredada que los re-
latos que le sirven de vector. Para el campesino de “Con el doctor afuera”, los sue-
ños que ve flotar en noches de luna llena son tan reales como las dos culebras que
vio pelear al pie de un barranco.
Hay relatos más complejos en los que Fuenmayor tuvo que mostrar más virtuo-
sismo (otra señal de que tenía una idea bastante clara de lo que buscaba). Cuando,
en vez de ser soliloquio, el cuento combina una instancia narradora anónima con
los aportes de tal o cual personaje. Así pasa con “En la hamaca”, un relato en el
que ya se advierte la posible presencia del diablo. En este caso, el narrador anóni-
mo no se inclina mayormente hacia la creencia popular ni refrenda lo que dicen
ciertos personajes. Cuando en su adolescencia quedó Matea embarazada y se negó
a decir de quién, la acusaron de ser bruja y haberse acostado con el diablo. Pero
ella sabe que no, y el narrador lo sabe y lo dice:
... desconfiaba de aquel hombre (Temístocles, J. G.) porque se dirigía a ella de un
modo distinto al de la burla y el menosprecio. Aun el otro de un día, de un instante,
se avergonzó después de haberla usado sin afecto, incidentalmente. Recordaba:
cuando ya no pudo ocultar que estaba encinta la torturaron con preguntas despia-
dadas; y tal la trataban los hombres que ninguno pudo ser sospechado; y ella sabía
JACQUES GILARD
142
33 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 89.
que nadie le hubiera creído y se obstinó en callar; y le enrostraron un “tendrá que
ser el Diablo, maldita bruja”.34
Hacia el final, poco antes de que mate a Temístocles, cuando compra la aguja
de enfardelar que usará para coser al hombre en su hamaca, dos mujeres del ba-
rrio recuerdan la acusación de diez años antes. La muerte que Matea le inflige a
Temístocles es tan cruel que una de las posibles explicaciones, inexpresa pero sub-
yacente, es que se la podría haber sugerido el diablo. Pero con ello asoma otra
modalidad de la cuentística de Fuenmayor, que se verá más adelante, y conviene
agotar la temática del diablo y la superstición.
El caso ejemplar es “Un viejo cuento de escopeta”. Los testigos del percance
no dudan de que el diablo haya intervenido ni tratan de averiguar nada. La ancia-
na Petrona, mujer sentada que se pasa el tiempo mirando la pared de su patio, es
el personaje clarividente. Atando cabos, ha llegado a la conclusión de que la esco-
peta adquirida hace años en un “cambalache” desigual y prestada por Martín para
la Danza de los Pájaros, no es nada menos que la escopeta del diablo:
Y según su inspiración explicó que el Diablo hizo la primera escopeta y la dejó de
muestra a los hombres, porque sabía que son perversos y la multiplicarían de su
mano; que el Diablo no carga cualquier escopeta sino la suya, la que él hizo, la de
origen satánico; y nadie puede reconocerla porque va cambiando de forma y aspec-
to: – Ninguna fuerza humana lograría impedir que continúe rodando por el mundo
mientras Dios lo permita.35
Petrona reconoce en el hombre que trajo la noticia de la desgracia al mismo
que años atrás hiciera el canje con Martín, y parece confirmarlo lo que éste ve
cuando mira al desconocido que se aleja en el anochecer. No se sabrá más, pues el
narrador no ve ni dice más que los personajes, dejando que asome una duda pare-
cida a 1a que suscita la narrativa fantástica, pero que no llega a ser tal porque na-
die piensa en una explicación racional. Además, todo el cuento se ha organizado
según otra dicotomía, que es la del Bien y del Mal, de Dios y el demonio. Pese a
ser bondadoso e ingenuo, Matín gusta demasiado de la vida en sociedad, es de al-
guna manera un maniático de los negocios y no tiene la suficiente indiferencia a la
tentación: es una víctima potencial del diablo. Petrona, en cambio, retraída, silen-
ciosa, contemplativa, se sitúa del lado de Dios y desentraña el misterio hasta dar la
explicación, reproducida por el narrador y refrendada por el consenso de los testi-
gos en las últimas líneas.
Como se empezaba a ver con “En la hamaca”, la conciencia de los personajes
es la incógnita de los cuentos más logrados de La muerte en la calle. Así pasa con
Petrona, de quien no se sabe cómo hace para descifrar a su manera el enigma de
la escopeta homicida. Y con Matea, de “En la hamaca”, cuyos pensamientos se
ocultan a partir de la segunda página del cuento. La venganza de Matea infunde
El grupo de Barranquilla y el cuento
143
34 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 32.
35 José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 90.
horror, pero no se sabe cómo llegó ella hasta el extremo de coser al hombre en su
hamaca y rociarlo con agua hirviendo. Todo es posible: que el desamparo, la sole-
dad y la humillación hayan sido tales que no hubo más salida que el homicidio pa-
ra terminar con ellos. O el diablo inspiró a Matea, cuya mirada infundió pavor al
zapatero: “Y él vio por primera vez los ojos de Matea que se le presentaron como
charcos de aguas espectrales, muertas, y con un vapor frío que les brotaba desde
muy adentro. “36
El agotamiento que ella demuestra sentir después del crimen es plenamente
humano, pero entonces, como en casi todo el cuento, sólo se ve su comportamien-
to y nada se sabe de lo que piensa.
En “La piedra de Milesio”, el falso curandero que pretende sanar a Milesio
con sus “cuerizas en cruz” puede ser un mediocre sádico – además de estafador –,
tal como lo insinúan una risita que se le escapa en un momento y algunos comen-
tarios que le hace a la tía del mudo durante una sesión de azotes. Podría ser tam-
bién una encarnación especial del diablo, aunque pone de su lado a Dios en casi
cada discurso y en algunas poses. Dios es, en todo caso, una presencia en todo el
cuento y al final ilumina al curandero cuando lo acaba de dejar tuerto la piedreci-
ta vengativa de Milesio; el hombre admite que un objeto tan diminuto no podía
hacerle daño más que si lo guiaba la voluntad divina, y la instancia narradora asu-
me la interpretación del personaje.
En Fuenmayor, la voz narradora no cuestiona las creencias; éstas se aceptan
como un elemento de la realidad que viven los personajes. En éstos es donde ra-
dica todo, y ellos también encierran una alta dosis de irracionalidad y misterio,
que se proyecta sobre el entorno. Ciertos elementos yacen en la conciencia y
otros, los que se vinculan con lo cultural, se concretan en el ambiente. El mundo
se parece a lo que la creencia dice que es. De ahí no pasan los cuentos de Fuen-
mayor; no se llega hasta el extremo garciamarquino o rulfiano de que lo irracio-
na1 y lo sobrenatural sean datos de la realidad objetiva. La obra de Fuenmayor es
una aproximación a1 realismo mágico: ruptura con lo fantástico y aceptación in-
cipiente de todo lo que acarrea la vox populi. En un marco humano y formal que
podría dar la impresión de ser el del costumbrismo, palpita el misterio: en unos
seres ordinarios bulle algo (impulso perverso, aliento divino, desamparo afectivo)
que no está al alcance de la inteligencia. No se intenta ahondar y el lector queda
frente a lo desconocido. Es como un breve paso por los linderos de un territorio
que otros, más jóvenes, iban a conquistar. Fuenmayor vislumbraba un campo por
el que había de transitar, durante algunos decenios, la narrativa del Caribe hispa-
noparlante.
Cuenta Alfonso Fuanmayor que, después de leer por primera vez La muerte en
la calle, dijo el escritor y político dominicano Juan Bosch: “Ahora sé de dónde
proviene García Márquez”.37 Tomada al pie de la letra, la afirmación sería injusta
JACQUES GILARD
144
36 José Félix Puenmayor, La muerte en la calle, op. cit., p. 40.
37 Alfonso Fuenmayor, “Prólogo” de: José Félix Fuenmayor, Cosme, Bogotá, Carlos Valencia
Editores, 1979, p. 14.
para ambos escritores: el “viejo” era algo más que un antecesor, y García Márquez
no tiene raíces tan escuetas. Pero sí hay una parte de verdad. Dentro del discurrir
de la literatura colombiana, vista desde fuera o vista desde dentro, faltaba algo en-
tre Rivera y García Márquez. Desde dentro, se sabe de Eduardo Zalamea Borda y
de Jorge Zalamea, de la retórica piedracielista y de la poesía de León de Greiff y
de la inteligencia de Hernando Téllez, pero sigue faltando el eslabón mientras no
se sepa de José Félix Fuenmayor. Con él se está ante la puerta entornada del por-
tento. Lo curioso es que el escritor veterano y el futuro maestro trabajaron parale-
lamente; pero el primero, que se formó en un ambiente asfixiado por el positivis-
mo y recibió de lleno el liberador mensaje de Darío, era anterior a su compañero
de tertulias. Es notable que en el mismo año 1950 aparezcan un cuento de Fuen-
mayor en el que el narrador habla de los fantasmas como de una posible realidad
nocturna (“En la hamaca”) y un cuento de García Márquez donde el narrador es
un fantasma (“Alguien desordena estas rosas”). Mientras seguía inédito La muerte
en la calle, faltaba un eslabón. Una vez publicado el libro, José Félix Fuenmayor
viene a ser como el eslabón recuperado. Decíamos, a propósito de su temática,
que era escritor de la transición (urbana), pero también se puede decir que es es-
critor de transición, creador de caminos, inventor de lo posible. Algo tenía que
aprovechar García Márquez de su producción. La mejor prueba de ello es la nota,
varias veces citada aquí, que le dedicó en 1950, nota ineludible que demuestra que
el futuro premio Nobel había captado toda la dimensión del viejo maestro.
Hay en esto último un aspecto, tal vez modesto pero que conviene recordar
antes de pasar al estudio de los primeros cuentos de García Márquez. Este encon-
traba en los relatos de Fuenmayor un ingrediente que sus jóvenes amigos del gru-
po no tendían a subrayar pero que representaba para él un aliciente y una seguri-
dad: era la presencia del poblado, pues poblado era la Barranquilla vieja de las
nostalgias y de la producción de Fuenmayor. Era un factor de comprensión, en el
que se les reunía también Vinyes con su propia experiencia de la aldea. Y las in-
tuiciones del maestro catalán también eran para García Márquez una buena intro-
ducción a las indagaciones del realismo mágico.
¿Universalismo de García Márquez?
Si se toman los primeros cuentos de García Márquez,38 no como el principio
de una gran obra individual, sino como muestras de los tanteos de una nueva na-
rrativa colombiana, no se plantea realmente el problema de cómo situarlo dentro
del panorama de esos años 1940. De inmediato se le ubica en el bando del univer-
El grupo de Barranquilla y el cuento
145
38 Para los escritos de García Márquez, como ya se dijo en una nota anterior, las referencias re-
mitirán a la publicación en la prensa de sus cuentos y artículos. Hay tres casos en los que se ha perdi-
do la primera publicación, hecha en Crónica de Barranquilla (“La mujer que llegaba a las seis”, “La
noche de los alcaravanes”, “Alguien desordena estas rosas”); la referencia será la segunda publicación
en la prensa (respectivamente Dominical de El Espectador, Crítica y de nuevo Dominical).
salismo.39 Pero es una simplificación, porque él mismo, para su propia obra, no for-
mulaba de esta manera sus ambiciones, ni se preguntaba si convenía optar por el
universalismo o por el terrigenismo. Tenía un proyecto, cuyo diseño puede intuirse
más o menos, en el que el aún innominado mundo de Macondo debía ocupar ya un
espacio amplio, pero para el que faltaban aún muchas coordenadas. Proyecto a la
vez claro y nebuloso: el joven de veinte años carecía de una visión exacta de la lite-
ratura contemporánea, en la que tenía que haber para él unas soluciones que desco-
nocía y necesitaba; por otra parte, tampoco disponía del imprescindible dominio de
la técnica, a la vez por desconocer modalidades literarias decisivas y por no tener
aún la suficiente práctica. Es notable que sus primeros cuentos se ubiquen en un
ambiente urbano y hasta en el escueto marco de una habitación o una casa, mien-
tras que, tan pronto como debutó en el periodismo, se inició – prudentemente, es
cierto, pero se inició de todas formas – en la evocación de la humanidad costeña;40
ésta tenía que ser ya una preocupación, como expresión del “nocturno cataclismo”
del “hombre de América”, de “nuestro hombre autóctono” al que había que liberar
de la “falsa bisutería” del “baratillo folklórico”.41 Pero aún faltaba tiempo antes de
que lo que asomaba en la producción periodística lograra pasar exitosamente al ám-
bito literario. Las modalidades que García Márquez podía sacar de sus lecturas de
entonces distaban mucho de adaptarse al mundo que llevaba adentro.
La primera etapa de su producción puede delimitarse con relativa facilidad. Una
especie de coherencia interna, formal (el narrador no sabe más que el personaje) y
anecdótica (urbe, cuarto de dormir, casa, muerte, noche, amanecer), señala los cin-
co cuentos iniciales, desde “La tercera resignación” hasta “Diálogo del espejo”42
JACQUES GILARD
146
39 Tal como hay que entenderlo en el contexto colombiano de la época, el concepto de universa-
lismo había cobrado realidad en la polémica de 1941 sobre nacionalismo literario. El que no era na-
cionalista, se veía adscrito a la entonces minoritaria y sospechosa condición de universalista.
40 Ver dos entregas sucesivas de la columna ‘Punto y aparte’ (sobre una mujer negra y un indio),
en El Universal de Cartagena, días 16 y 17 de junio de 1948. Son textos a los que García Márquez
concedía bastante importancia como para retomarlos más tarde en Barranquilla (entregas de ‘La Jira-
fa’ en El Heraldo, los días 15, 16, 17, 19 y 20 de febrero de 1951) y Bogotá (bajo el seudónimo de Lo-
renzo Magdalena, “Relatos de un viajero imaginario”, Magazín Dominical de El Espectador, 8 de junio
de 1952, p. 16).
41 Esta serie de citas mínimas procede de la columna ‘Punto y aparte’ (entrega del 29 de junio de
1948, El Universal de Cartagena, p. 4). La grandilocuencia es, evidentemente, una parodia abultada
del discurso americanista de la época, en el que no creía García Márquez de ninguna manera, al igual
que sus futuros amigos del grupo de Barranquilla. Precisamente por ser una broma, esta nota de
mentiras (nunca existió el poeta al que pretendía saludar) delataba el tenor secreto de algunas preo-
cupaciones del García Márquez del momento, más amplias y más orientadas de lo que se podría adi-
vinar si solamente se prestara atención a los tres cuentos entonces publicados.
42 Como se han perpetuado a través de los años graves equivocaciones sobre las fechas de publi-
cación de los cuentos de García Márquez, y como a veces se han añadido otras, daremos – como ya
hicimos en las cronologías de su Obra periodística – las referencias principales. Los cinco cuentos ini-
ciales, de que nos ocupamos aquí, salieron en el suplemento de El Espectador de Bogotá. En la página
‘Fin de semana’ los tres primeros: “La tercera resignación” (13 de septiembre de 1947), “Eva está
dentro de su gato” (25 de octubre de 1947),”Tubal-Caín forja una estrella” (17 de enero de 1948). En
Dominical el cuarto y el quinto: “La otra costilla de la muerte” (25 de julio de 1948, pp. 6 y 12), “Diá-
logo del espejo” (23 de enero de 1949, p. 11).
como un ciclo específico. Otro ángulo también permite marcar el final del ciclo: en-
tre el quinto cuento y el sexto (“Amargura para tres sonámbulos”) se produjo el en-
cuentro con Faulkner, y en grado menor con otros escritores entre los que se desta-
ca Virginia Woolf.43
Sobresale de esos cinco cuentos el rechazo a la narrativa terrigenista. Desde tal
punto de vista, son como una serie de manifiestos: contra la omniciencia de la ins-
tancia narradora, contra la anécdota rimbombante, contra el ruralismo, contra el
costumbrismo. Es una negación de la cuentística que pretendía ser, con abultada
arrogancia, toda la cuentística “nacional”. Así es como, con más seguridad, se
puede afirmar que García Márquez había optado por situarse dentro del universa-
lismo pero, no menos que seguro, el argumento es superficial.
Sus relatos tenían un núcleo anecdótico descomunal, pues situaban al persona-
je en una zona fronteriza entre el mundo físico y el más allá, prestándole más aten-
ción, en un voluntario estatismo,44 a una situación que a una historia. Con ello,
además, se eliminaban todos (en algunos casos, casi todos) los elementos biográfi-
cos y culturales que podían ser una rémora en la evocación del ser humano. Y, co-
mo se acaba de insinuar, García Márquez asumía de entrada una de las conquistas
de la narrativa moderna en el aspecto formal: rompía con la tendencia a lo omnis-
ciente. La instancia narradora de esos relatos se sitúa “con el personaje”,45 sabien-
do lo que éste piensa y siente, pero no más. Primera señal de modernidad en el es-
critor joven y aislado, que pasó inadvertida, o casi, entonces.
Ese rechazo a lo omnisciente también lo separaba, en buena parte, de la litera-
tura universalista o psicologista que entonces intentaba abrirse un camino en Co-
lombia, pero que dio pocos resultados notables, estancándose en historias de clase
media, con relatos torpemente introspectivos. Esos cuentos difícilmente se aparta-
ban de la anécdota llamativa – a veces sólo chistosa – y se quedaban en el mismo
ámbito que la cuentística con que pretendían romper. De allí salieron los muchos
cuentos considerados como universalistas que florecieron en los suplementos lite-
El grupo de Barranquilla y el cuento
147
43 Fue en mayo de 1949 cuando García Márquez hizo lecturas significativas de grandes autores
anglosajones contemporáneos, merced a un préstamo de sus amigos de Barranquilla (ver nuestro pró-
logo de Gabriel García Márquez, Obra periodística. I. Textos costeños, Barcelona, Bruguera, 1981, pp.
15-16). El texto que permite saber del hecho es “El viaje de Ramiro de la Espriella” (El Universal,
Cartagena, 28 de julio de 1949, p. 4), donde García Márquez se refiere por primera vez a Faulkner y
Virginia Woolf.
44 En el primer volumen de sus memorias, García Márquez se refiere al “drama estático” como
modelo recurrente de sus primeros cuentos. Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, Madrid,
Mondadori, 2002, p. 454.
45 Retomando y precisando conceptos de Jean Pouillon (Temps et roman, París, Gallimard,
1946), Todorov establece tres categorías de visión en el relato de ficción. Cuando la instancia narra-
dora sabe más que el personaje, es visión “por detrás”; cuando sabe lo mismo, es visión “con” (con el
personaje); cuando sabe menos, es visión “desde fuera”. Ver Tzvetan Todorov, “Les catégories du ré-
cit littéraire”, en el volumen colectivo (reproducido del n° 8 de la revista Communications) L’analyse
structurale du récit, París, Le Seuil, 1981, pp. 147-148 (Col. Points, n° 129). De acuerdo a estas cate-
gorías, se ve que el gran paso adelante que en Colombia dan los cuentistas renovadores, especialmen-
te los del grupo de Barranquilla, es la negativa a usar la visión “por detrás”. Y se ve que también es
uno de los elementos claves, en lo formal, del fenómeno del boom.
rarios colombianos de 1950 y años posteriores, ocupando el espacio que dejaban
libre los cada vez más silenciosos terrigenistas. Dentro de ese panorama, el joven
García Márquez podía quedar al lado de Wills Ricaurte y Laguado – más exacta-
mente, de lo mejor de ellos –, pero la cercanía no significa gran cosa. Hay en sus
cuentos iniciales algunos rasgos que remiten a características de la clase media
(“Diálogo del espejo” es el caso más claro) o a una pertenencia social (la aristocra-
cia en “Eva está dentro de su gato”, más algunos elementos sueltos en otros cuen-
tos), pero son rasgos de escasa proyección, y que aparecen más bien como inmer-
sos en algo más importante, la temática propia del autor, que ya pugnaba por so-
bresalir. Es significativa la terquedad con que el autor sitúa a sus personajes en el
limbo de la muerte consciente o en los confines del más allá, jugando con obsesio-
nes de la humanidad. Tal insistencia podía no llamar la atención entonces: el autor
quedaría catalogado, en opinión de bastantes lectores, entre quienes “pervertían”
a la literatura con un excesivo afán de novedad y usaban del supuesto facilismo de
lo mórbido, lo patológico, lo monstruoso. Ya era García Márquez excepcional, in-
cluso con esos cuentos que hoy, comparados con sus obras maestras, parecen tan
modestos. Si se le puede ubicar entre los narradores universalistas de esos años
(1947-48-49), dado su rechazo al terrigenismo, con ello no se dice gran cosa sobre
su particularidad en ese periodo. Iba mucho más lejos que los más audaces de sus
compañeros de generación, al menos los del interior del país – pero allí estaba en-
tonces todo lo que importaba, o así se creía –.
De entrada se situaba en un cuestionamiento de los habituales parámetros de la
“coherencia” y la “verosimilitud”, rompiendo con lo ramplonamente sicológico y
más que todo con las normas de tiempo y espacio: en su caso, aunque de momento
creyera lo contrario, importaba menos la cronología que una forma novedosa de
temporalidad.46 Hay una situación a la vez inmóvil y precaria, que es como un nú-
cleo temporal apto para proyectarse hacia atrás y hacia adelante, dotada con ele-
mentos propios de la sucesividad que a la vez tienen y no tienen importancia. El
tiempo no funciona como una medida rigurosa aunque el narrador de esos cuentos
iniciales trate de hacerlo funcionar como tal.47 Llama la atención esta forma pecu-
liar de precisión-imprecisión que introduce a una apariencia de lo fantástico.
Es precisamente lo que permite una aproximación a los primeros cuentos gar-
ciamarquinos: en ellos se encuentra la utilería de lo fantástico, pero no pertenecen
plenamente a la literatura fantástica. En ésta, como ya se recordaba a propósito de
José Félix Fuenmayor, es fundamental la duda del lector, que debe perdurar hasta
JACQUES GILARD
148
46 Asoman aquí unos conceptos que se volverán a usar más adelante. Son los que formuló Sartre
en los años 30 al comentar a Faulkner. Es por tanto una señal interesante de cómo García Márquez
rondaba tempranamente, con finas intuiciones, ciertos planteamientos formales adecuados a su aún
imprecisa temática.
47 Es un problema que se presenta bajo una faceta específica en los cuentos iniciales. Pero tam-
bién tiene manifestaciones, algo distintas, en obras posteriores. Se puede comprobar a propósito de
La hojarasca, en la que los monólogos del coronel se esfuerzan por dejar establecida una cronología
rigurosa del pasado de Macondo, que a la postre resulta superflua dentro de la economía general de
la novela.
después del punto final. No se puede decir que esta duda sea clave en los prime-
ros cuentos.
En “La tercera resignación” asoma a veces la duda, dando el narrador a enten-
der (con la perspectiva del personaje) que ese cadáver consciente tras dieciocho
años de “muerte viva” podría no ser en realidad más que un hombre dormido y
atormentado por una pesadilla; pero al final predomina la solución de la “muerte
viva”, y está claro que el narrador la prefiere y la da como verdadera. Con “Tubal-
Caín forja una estrella” podría tratarse del delirante soliloquio de un drogado, o
del relato desarticulado de un suicida, antes y después de su muerte. También aso-
ma la duda y también queda como arrinconada. De hecho, la verdadera duda, lo
que podría ser el elemento fantástico, radica en la vacilación del narrador sobre
los tiempos verbales. En los cuatro primeros cuentos interviene de vez en cuando,
entre largos pasajes en pasado, un empleo del futuro, y ello bajo formas no muy
variadas (lo más frecuente es el uso de la hipótesis: “tal vez”, “acaso”); no se sabe
cuál es la verdadera perspectiva temporal respecto de los hechos, pero ello impo-
ne más bien la impresión de algo irreal e irracional que la certeza de estar ante una
historia propiamente fantástica; en el quinto cuento, “Diálogo del espejo”, el ele-
mento que podría ser fantástico y no llega a serlo del todo es la escena que vive el
protagonista frente al espejo mientras se afeita. El elemento de duda que se desliza
en la cuestión temporal no es suficiente. Hay en estos cuentos, heredado del siglo
XIX, un empleo de la habitual, a veces espectacular, utilería de la literatura fantás-
tica pero nada más: el muerto vivo y consciente (“La tercera resignación”, “Eva
está dentro de su gato”, “Tubal-Caín forja una estrella”), la droga (“Tubal-
Caín...”), el doble (“Tubal-Caín”, “La otra costilla de la muerte”, “Diálogo del es-
pejo”), la multiplicidad de ciertos personajes (el padre en “Tubal-Caín...”), el es-
pejo (“Diálogo del espejo”), la confusión sobre el espacio y el tiempo (“Tubal-Ca-
ín...”), el ataúd (“La tercera resignación”, “La otra costilla...”). Son elementos des-
quiciados y desquiciadores propios de la psicosis, que explotó toda una línea de la
literatura fantástica del XIX. Los usó García Márquez, en forma muy consciente,
aunque quizás no fue más que por no poder aún acudir a motivos menos gastados
y más ceñidos a sus temas, pero de todas formas los superó, valiéndose de ellos
para lo que le interesaba y sin dejarse encerrar en una perspectiva que tenía que
parecerle trunca: no debía verla como anacrónica, ya que su sentido de la cosa li-
teraria era bastante agudo como para hacerle ver que aún había espacio para lo
fantástico (pronto lo demostraría Cortázar), pero él mismo, clara o confusamente,
aspiraba a otra cosa. Para él, se trataba de reconquistar un terreno propio de la li-
teratura toda, y no solamente de usar una modalidad específica.
Aunque él no pudiera entonces formular las cosas con absoluta claridad (pero
tal vez sí podía), intentaba resolver a su manera una problemática que subyacía a
la literatura fantástica. No le interesaba la duda entre explicación natural y expli-
cación sobrenatural, porque no pensaba que se justificara esa duda, al menos en
literatura: el mundo físico y el otro mundo tenían que convivir, no los debía sepa-
rar ninguna frontera, y convenía, al menos para el escritor y tal vez también para
el hombre de todos los días (pero este aspecto no nos interesa aquí), asumir la cre-
El grupo de Barranquilla y el cuento
149
encia en una vida post mortem, la presencia de los fantasmas como elemento de la
realidad. Lo sobrenatural tenía que intervenir en el mundo natural y mezclarse
con él: todo podía objetivarlo la narración literaria. De entrada se inclinaba Gar-
cía Márquez hacia el lado de lo maravilloso. Era la conquista o reconquista que te-
nía efectuada antes de escribir y publicar su primer cuento conocido.
La engañosa impresión de que sus primeros cuentos cultivan lo fantástico pro-
cede del uso que hace de un material convencional en esa corriente y es probable
que también, en gran parte, de la ausencia de todo elemento del mundo rural que,
por costumbre, se tiende a considerar como garantía de realidad: al optar por lo
urbano y hasta por algo (un cuerpo, un ataúd, la calle, una casa, una alcoba) que,
a fuerza de neutralidad, resulta universal, García Márquez parece usar soluciones
conocidas. Como subsisten unos cuantos elementos de duda, se refuerza la impre-
sión de que son historias fantásticas, pero se privilegia lo maravilloso. Los cuentos
presentan a este respecto la suficiente nitidez. Basta con mirar la anécdota, dejan-
do de lado la incertidumbre del aspecto temporal que generan las frases en futuro
hipotético. García Márquez cultiva entonces un falso suspenso en el que tal vez se
fije mucho la lectura, pero que no afecta a lo esencial de la historia, a lo que ya es-
tá jugado. Por ejemplo, en “Eva está dentro de su gato”, puede subsistir una duda
sobre si la joven, una vez convertida en gato (pero ¿logra apoderarse del cuerpo
del gato?), tendrá la suficiente fuerza moral para comerse un ratón; pero esta du-
da no es nada al lado de lo que ya ha pasado: se cumplió un “tránsito” hacia el
mundo de los “espíritus puros”; al final, tampoco hay duda sobre la vertiginosa
fuga del tiempo: han transcurrido tres mil años mientras la protagonista creía que
pasaban unos minutos.
Más claras se hacen las cosas hacia el final de la primera etapa del cuentista. En
“La otra costilla de la muerte”, cuento en el que se niega que haya fronteras entre
los dos mundos y operan leyes físicas insólitas, la instancia narradora admite que
hay una banal vida diaria pero subraya que es una mutilación de la realidad total: el
universo de la vigilia es “el mundo equivocado y absurdo de los animales raciona-
les”.48 “Diálogo del espejo” habla de una convivencia de ambos mundos, la cual,
merced a lo que observa el protagonista en su espejo, es aceptada casi alegremente,
quedando así superada la pesadilla. Cuando el hombre se afeita, advierte que la
imagen sangra mientras que él no tiene el menor corte, y vuelve al mundo ordinario
con optimismo y apetito, llevándose la tranquila certeza de que muchas cosas son
posibles. La reconciliacion ocurre bajo el signo del mito (tras buscarlo en vano en
su memoria, el personaje logra recordar el nombre de Pandora). Así reafirma Gar-
cía Márquez, en forma desacomplejada, los fueros de la literatura: yendo más allá
de lo fantástico e instalando sus ficciones en el campo de lo maravilloso.
Con esos cinco cuentos iniciales – cuentos nocturnos que, con “Diálogo del es-
pejo”, desembocan en la luminosidad mañanera – sólo parecía cultivar la modali-
dad que en el arte del XIX se opusiera al positivismo. Tampoco se debe olvidar
que, en el marco de las letras colombianas, reaccionaba contra el inconsistente re-
JACQUES GILARD
150
48 Gabriel García Márquez, “La otra costilla de la muerte”, op. cit.
alismo que entonces sofocaba a la cuentística del país, pero era esta reacción un
ínfimo aspecto dentro de la renovación que aportaba García Márquez. Lo que ha-
cía era reivindicar para la literatura todo el territorio que ésta había dejado de
abarcar: lo objetivo y lo imaginario, lo natural y lo sobrenatural, lo que es y lo que
podría ser, lo posible y lo imposible. Decía por medio de esos cuentos, y a su aún
insegura manera, que la literatura puede aventurarse por todas las dimensiones
del universo. En el umbral de los 70, entrevistado por Plinio Apuleyo Mendoza,
dijo con más claridad, apoyado en toda la obra ya concretada, que “el compromi-
so de un escritor con agallas no es solamente con la realidad política y social, sino
con toda la realidad de este mundo y del otro sin preferir ni menospreciar ninguno
de sus aspectos”.49 Un cuento como “Eva está dentro de su gato” demuestra que
el planteamiento existía en una fecha tan temprana como 1947, afianzándose y
profundizándose luego con bastante rapidez. De tamañas ambición y audacia era
capaz ese escritor que, cuando salió su quinto cuento, “Diálogo del aspejo”, aún
no había cumplido los veintidós años. Muy lejos estaba del doméstico debate en-
tre universalismo y terrigenismo.
Los primeros cuentos: un saldo de lecturas previas
Se da por descontado el que García Márquez, cuando publicó su primer cuen-
to, tenía un sólido conocimiento de los clásicos, pero éstos no aparecen claramen-
te en sus primeros relatos. Están implícitos en su elección de lo maravilloso. Pero
lo más llamativo es la presencia de unos pocos nombres, que tuvieron que marcar-
lo notablemente.
Insistente parece ser la presencia de Edgar Poe, y además de éste, de algunos
escritores que, como él y mediante el uso de lo fantástico, cuestionaron el positi-
vismo decimonónico. A Poe no lo mencionó García Márquez antes de octubre de
1949,50 pero es difícil pensar que no llevara desde antes la marca de su lectura. Un
cuento como “William Wilson”, es posible reconocerlo, al menos como recuerdo
no tan borroso, en “Tubal-Caín forja una estrella”, con la manifestación de un do-
ble que persigue al protagonista hasta llevarlo a la desesperación y al suicidio;
también sobresale este cuento de Poe, con su último episodio (Wilson cree verse
en un espejo al encontrarse ante la figura ensangrentada de su doble), en “Diálogo
del espejo”. “EI caso de Mister Valdemar” deja una huella: primero con la idea de
la “catalepsia magnética” que le sirvió a García Márquez para cuajar su obsesión
propia del cadáver consciente, así como el temor al entierro en vida y a la putre-
facción previa a la muerte clínica; temas recurrentes, tal vez no muy relievados pe-
ro visibles en “La tercera resignación” y “La otra costilla de la muerte”. Las aten-
El grupo de Barranquilla y el cuento
151
49 Así se expresaba García Márquez en una entrevista con Plinio Apuleyo Mendoza, publicada
en Libre, París, n° 3, 1972, (p. 11). Bajo una forma algo condensada vuelve a figurar esta afirmación
en El olor de la guayaba, Barcelona, Bruguera, 1982, pp. 82-83.
50 Gabriel García Márquez, “Vida y novela de Poe”, en El Universal de Cartagena, 7 de octubre
de 1949, p. 4.
ciones que la madre prodiga al hijo, en “La tercera resignación”, recuerdan las de
los enfermeros hacia Valdemar en sus meses de catalepsia. La persistencia de esos
motivos en la obra de García Márquez muestra que Poe debió contribuir a que se
fijaran tempranamente algunas obsesiones personales, las cuales no asumieron en-
tonces, aunque fuera por ese mismo aporte del escritor norteamericano, una for-
ma personal. Un episodio de otro cuento de Poe (“Ligeia”) tal vez dejó su im-
pronta en “Eva está dentro de su gato” (la soledad del protagonista en un caserón
antiguo). Desde luego, también se puede pensar en la vertiente fantástica de Mau-
passant, a quien García Márquez tenía que conocer por haberse formado en una
Colombia donde aún era fuerte el influjo francés: el motivo de un doble hostil,
manifiesto en “Tubal-Caín forja una estrella”, podría haberse nutrido de una lec-
tura de “Le Horla”. Igualmente surge la posibilidad de una lectura previa de
Hoffmann (también presente en algún cuento de Ramon Vinyes), cuyo relato
“Historia del reflejo perdido” parece asomar entre las lucubraciones del protago-
nista de “La otra costilla de la muerte”.
Pero se ve que la reflexión se interna en el terreno de la hipótesis, cada vez más
inseguro. Si bien parece que Poe no podía estar fuera de la experiencia de García
Márquez lector, al menos queda claro que éste usaba abundantemente motivos y
tópicos de la literatura fantástica, que le suministraba el ejemplo más acabado y
más visible, el más agresivo también, de un rechazo al indigente concepto de co-
herencia y verosimilitud que ya corroía por dentro a la cuentística joven de Co-
lombia. Tal vez no fueran muchas ni muy minuciosas sus lecturas de los grandes
nombres de la literatura fantástica, tal vez se fundara principalmente en epígonos
y hasta en subproductos de difusión masiva (¿en películas, simplemente?), pero se
había percatado de lo que allí se reivindicaba, y lo usaba de una manera tal vez al-
go mecánica e ingenua, pero también certera: García Márquez se valía de la utile-
ría, por conocerla bien o por haber advertido su potencial riqueza, pero era para
desviarse hacia una zona más amplia de lo imaginario.
Dentro de la misma línea, y pasando a un escritor contemporáneo, se impone,
si no una hipótesis, al menos una reflexión sobre la cercanía de Graham Greene.
Una vez más se trata de la rama de lo fantástico.51 Nuevamente puede haber sim-
ples coincidencias, por acudir Greene a los procedimientos de un género, pero
son coincidencias llamativas – y nada influidas por lo que se sabe que García Már-
JACQUES GILARD
152
51 En realidad, se habla poco de Greene como uno de los autores que han marcado a García
Márquez (no lo mencionaba Mario Vargas Llosa en su Historia de un deicidio). Figura Greene de pa-
so en las conversaciones de Plinio Apuleyo Mendoza y García Márquez (El olor de la guayaba, op.
cit., p. 68-69) como portador de “enseñanzas de carácter puramente técnico” – lo mismo que He-
mingway –. Normalmente, en lo que se piensa es en el aspecto que evocaba García Márquez en su ya
mencionada entrevista con el mismo P. A. Mendoza (Libre, n° 3, p. 9): “A Graham Greene le tengo
que agradecer – y en efecto se lo he agradecido – el haberme enseñado a descifrar el trópico”. Sin em-
bargo, es éste un hecho algo tardío, correspondiente a la segunda mitad de los años 50. Se va a ver
que tal vez hubo otros puntos de contacto, anteriores, entre el escritor colombiano y el inglés. En sus
memorias, García Márquez menciona a Greene entre las lecturas que hizo en Bogotá, siendo estu-
diante de derecho, en 1946, 1947 y principios de 1948 (Gabriel García Márquez, Vivir para contarla,
op. cit., p. 294).
quez dijo del escritor inglés mucho más tarde –. En un cuento como “The Second
Death”52 figura el tema del miedo a ser enterrado vivo, más nítido que en Poe, te-
ma muy recurrente en la obra de García Márquez, y presente ya en “La tercera re-
signación”. “A Little Place off Edgware Road”, con el motivo del cadáver que va
por la calle entre los vivos, podría dar pie para un cuento garciamarquino – aun-
que en este caso preciso sabemos que el cuento de Greene salió en la prensa co-
lombiana, traducido especialmente al parecer, cuando García Márquez ya había
publicado tres textos –.53 “Proof positive” relata la historia de un hombre que, por
estar convencido de la fuerza del espíritu y por querer convencer de ella a los de-
más, mantiene las funciones orgánicas e intelectuales hasta una semana después de
su muerte física y sólo entonces sufre un acelerado proceso de descomposición: se
piensa en “La tercera resignación” y en “La otra costilla de la muerte”, donde apa-
rece esa obsesión, aunque presente cada uno de estos cuentos matices propios. El
fantasmagórico “Under the Garden”, donde se da una asimilación de mujer bella y
gato, podría haber dejado su huella en “Eva está dentro de su gato”. Otro cuento
de Greene, finalmente, suscita un parecido algo llamativo: en “The End of the
Party”, el tema de los gemelos presenta motivos que figuran también en “La otra
costilla de la muerte”. De hecho, en todos los casos citados, es difícil pasar de una
impresión; tal vez se trate sólo de esquemas recurrentes, que no necesariamente
tendría García Márquez que haber sacado de una lectura directa de Graham Gre-
ene. Pero esos insistentes encuentros pueden demostrar que el joven colombiano
captaba posibilidades de la sensibilidad y el arte de su tiempo, bastante como para
codearse sin saberlo con uno de los grandes narradores contemporáneos.
Una de las explicaciones podría ser – se sigue en el terreno de la hipótesis – un
conocimiento, no forzosamente muy serio, del psicoanálisis, una forma de ciencia
de la que poco se hablaba entonces en Colombia. Es llamativo el que García Már-
quez cultivara sistemáticamente en sus cinco primeros cuentos elementos de lo
fantástico vinculados con la psicosis. Sin que se pueda ser muy afirmativo a este
propósito, hay una cierta insistencia en relacionar la situación del muerto cons-
ciente con un entorno líquido, y ello al lado de recurrentes alusiones al mundo in-
trauterino, que si no siempre asoman, no dejan de advertirse. Lo más claro apare-
ce, y tal vez no sea casual, en el clímax de las últimas líneas de “La tercera resig-
nación”:
Tal vez – ¡quién sabe! – la inminencia del momento le haga salir de ese letargo.
Cuando se sienta nadando en su propio sudor, en un agua viscosa, espesa, como es-
tuvo nadando antes de nacer en el útero de su madre. Tal vez entonces esté vivo.54
El grupo de Barranquilla y el cuento
153
52 Los cuentos de Greene que vamos a citar fueron consultados en: Graham Greene, Collected
Stories, Londres, The Bodley Head and William Heinemann, 1972.
53 “A Little Place off Edgware Road” apareció traducido, bajo al título de “Casi vacío”, en la pági-
na ‘Fin de Semana’ de El Espectador el 24 de enero de 1948. El traductor era Armando Guzmán. “Tu-
bal-Caín forja una estrella” se había publicado una semana antes. El cuento de Greene salía en lo que
era la última entrega de ‘Fin de semana’, ya que al concluir la semana siguiente se inició el Dominical.
54 Gabriel García Márquez, “La tercera resignación”, op. cit.
Algo parecido – agua de lluvia en vez de líquido amniótico – figura en “Eva es-
tá dentro de su gato” y “La otra costilla de la muerte”, con “el niño” y el gemelo
muerto respectivamente, ambos flotando en agua bajo la tierra de sus tumbas.
El motivo, en psicoanálisis, se relaciona con el tema universal (y muy garcia-
marquino) del miedo a ser enterrado vivo, y la formulación que figura en las líneas
citadas parece indicar una aguda conciencia del hecho: según Freud, ese miedo es
la expresión de una nostalgia por la vida en el vientre materno.55 Por mucho
atractivo que tenga la traducción del motivo literario en términos de psicoanálisis,
tal vez fuera empobrecer a la creación artística el afirmar que las cosas correspon-
den unas a otras, de término a término, con mecánico rigor. En el ejemplo citado,
el lazo aparece de manera espectacular, pero puede ser errónea una interpretación
estricta. Es una posibilidad entre otras, igualmente válidas, condicionadas por la
red múltiple de relaciones que se establecen dentro de cada texto. Lo importante
es que, más que una prueba, debe de haber aquí una señal: García Márquez podía
haber leído a Freud, o tal vez, sin haberlo leído, disponía indirectamente de algu-
nos elementos de psicoanálisis, cuya riqueza supo ver (a diferencia de otros jóve-
nes intelectuales de entonces), pero que no impidieron que tratara de desarrollar
libremente su propia temática – la cual estaba ya más allá del cultivo de trucos
freudianos –. Aquí también se está, por tanto, ante el caso de conocimientos con-
temporáneos aprovechados de paso, sin complejos, y puestos al servicio de una
búsqueda personal. De no ser así, haría falta hablar de intuiciones y nuevamente
se impondría la idea de una intensa y arcana relación con grandes corrientes del
pensamiento y la sensibilidad de la época. Esto último nada tendría de raro: bas-
tante le había llegado a García Márquez del surrealismo a través de uno de sus
modelos estilísticos, Ramón Gómez de la Serna.
Lo más seguro, lo obvio, es la presencia de Kafka, cuya lectura previa se mani-
fiesta clara e insistentemente en los primeros cuentos de García Márquez. La han
advertido muchos críticos y no hacía falta que él mismo lo admitiera56 para que
esa lectura fuera una certidumbre. “La metamorfosis” es una presencia abruma-
dora en esos textos del debut. El hecho importa por varias razones; era un autor
reciente cuyo prestigio iba en ascenso; el influjo es indudable, al contrario de
otros casos, y sobre todo es un texto que identifica de entrada una característica
fundamental del escritor García Márquez. En efecto, con Kafka y a pesar de pare-
cer él también continuarla, se rompe con la línea y los esquemas de la literatura
fantástica. La primera frase de “La metamorfosis” ubica al lector más allá de lo
fantástico, en un ámbito donde no hay lugar para la duda y lo imposible es un he-
cho cumplido. Con la metamorfosis de Gregorio Samsa, la literatura de Kafka se
instala en lo maravilloso. Era un gran deshielo, quedando rota la frontera entre lo
racional y lo irracional, entre lo natural y lo sobrenatural. En la brecha, por donde
irrumpía el portento, se afincó desde el principio García Márquez, no sin alguna
timidez en ciertos casos – timidez heredada de la literatura fantástica –, pero afin-
JACQUES GILARD
154
55 Sigmund Freud, Essais de psychanalyse appliquée, París, Gallimard, 1933, pp. 198-199.
56 Por ejemplo, para citar el texto más difundido, en El olor de la guayaba, op. cit., p. 70.
cándose allí de todas formas, con plena claridad en un cuento como “Eva está
dentro de su gato”, donde se habla sin complejos de un “tránsito” al mundo de
los “espíritus puros”. García Márquez ocupó de buenas a primeras el campo res-
catado por Kafka para la literatura, considerándolo como su campo propio. Ele-
mento clave que, en la primera etapa, rara vez aprovechó con soltura, pues lo de-
bía limitar la inexperiencia, así como la utilería fantástica y el mismo aparejo kaf-
kiano: no era el ropaje que mejor le convenía a su temática, pero ésta ya alentaba
por debajo. Los cambios venideros dependían de nuevas lecturas y del aprendiza-
je de una manera que fuera realmente propia.
Otro gran nombre de la literatura contemporánea cuya presencia resulta noto-
ria en la primera etapa – aunque tal vez no en todos los cuentos, y en particular no
en los primerísimos – es el de Joyce. No es entonces un hecho decisivo como en el
caso de Kafka; además de algo superficial, es imperfecto, pero no por ello deja de
importar. El debutante García Márquez vio procedimientos y posibilidades en el
Ulises, a partir de los cuales intentó desarrollar un juego formal. Este no resulta
muy natural ni siempre muy justificado, pero al menos permite advertir que Gar-
cía Márquez había tenido visión, más que la cuasi totalidad de sus compañeros de
generación, y que pronto trató de ir más lejos que todos ellos. No se podría afir-
mar rotundamente que Joyce ya está en “La tercera resignación”, en “Eva está
dentro de su gato” y en “Tubal-Caín forja una estrella”. Parece que hay en esos
cuentos un esfuerzo por restituir algo de un fluir de la conciencia, que puede te-
ner raigambre joyceana; hay, en todo caso, la intención de llevar al lector a partici-
par en la elaboración de la historia, con una exigencia que deja atrás la pericia de
muchos relatos fantásticos del XIX (la cronología rota de “Tubal-Caín forja una
estrella”). Son presunciones. En cambio, sí hay certidumbre a partir de “La otra
costilla de la muerte”, con el monólogo interior terciando en el relato anónimo,
con cambio de persona y tiempo verbales. El hecho se vuelve más notorio aún en
“Diálogo del espejo”, donde hay, además, un guiño hacia el segundo capítulo de
Ulises (el protagonista tendrá el mismo desayuno de Leopold Bloom, riñones fri-
tos). La forma como esos procedimientos se concretan en la historia narrada pue-
de resultar algo artificial, pero hay una soltura en su empleo – más notable aún si
se piensa en la cuentística colombiana del momento –. Se entiende que los miem-
bros del grupo de Barranquilla advirtieran la existencia de García Márquez a par-
tir de la publicación de “La otra costilla de la muerte”; es probable que la adver-
tieron antes,57 pero se hacía obvio, con el juego formal de ese cuento, que allí ha-
bía un autor joven que empezaba a saber de literatura y ambicionaba situarse en la
corriente de lo mejor del siglo XX.58
El grupo de Barranquilla y el cuento
155
57 No habían podido ignorar la nota elogiosa con que Eduardo Zalamea Borda, a quien leían dia-
riamente, saludara la publicación de “Eva está dentro de su gato” (“La ciudad y el mundo”, El Espec-
tador, Bogotá, 28 de octubre de 1947, p. 4).
58 Hay en los cuadernos de Ramon Vinyes un apunte sobre “La otra costilla de la muerte”, titula-
do “Un buen cuentista colombiano”. Ver Ramón Vinyes, Selección de textos, Vol. II, op. cit., p. 322.
Germán Vargas creía recordar que García Márquez hizo contacto con él a raíz de un comentario que
había escrito sobre el cuento; no hemos podido ubicar esa nota de prensa, pero creemos que sí existió.
Con esos cuentos de la primera tanda, entre septiembre del 47 y enero del 49,
se trataba de un universo aún sin integrar, con retales de temas propios, visiones
ajenas, formas prestadas y la cuantiosa herencia de un pasado algo polvoriento.
Pero el resultado ya se destacaba de su entorno por muchos rasgos – empezando
por su evidente ambición – y por la clarividente comprensión del aporte kafkiano.
La temática propia quedaba como enredada en unos modelos formales que no le
convenían pero luchaba por expresarse y resultaban ya asombrosas su coherencia
y su juvenil autonomía.
Una temática tempranamente garciamarguina
Aunque no se conoce aún a sí misma con claridad, la temática demuestra vigor
desde el principio, aunque requiere del lector un esfuerzo por desentrañarla e
identificarla. Hay, en los cinco cuentos inaugurales, un García Márquez sin Ma-
condo; hay unos asomos de Buendías sin un nombre que los reúna y vincule, y
apenas con embriones de una historia propia; hay un patriarca que se señala más
en una necesidad que en una presencia.
En un momento en el que el escritor vacila ante el umbral, también al lector le
resulta difícil señalar un motivo en torno al cual ver cómo se articula esta temática
que aún corre por cauces prestados. El motivo más insistente es el del muerto,
aunque el muerto no siempre es el protagonista. Lo es en “La tercera resigna-
ción”, pero no en “Eva está dentro de su gato” o “La otra costilla de la muerte”.
Tampoco es el muerto en cualquier momento o en la escueta y precaria situación
del cuento; puede proyectarse hacia una etapa futura, inminente o lejana. El moti-
vo más insistente y que más coherencia da a ese universo, es el muerto en la tierra
de su tumba. Es la etapa que imagina el muerto consciente, con el ataúd aún en la
casa, de “La tercera resignación”; es la situación de “el niño” en “Eva está dentro
de su gato”; es lo que empieza a padecer el gemelo muerto de “La otra costilla de
la muerte”. Apuntemos de paso que será la situación de los restos del fantasma-
narrador de “Alguien desordena estas rosas”, quien habla del “túmulo en cuyo
fondo reposa (su) cuerpo de niño, ahora confundido, desmenuzado entre caraco-
les y raíces”.59 Esta cita, correspondiente a una etapa levemente posterior de la
obra, da la cifra de lo que más interesa aquí.
Predomina en este motivo el horror de soledad y olvido: el muerto está con la
tierra, con la arcilla, con el agua y la vida subterráneas, amenazado de deshacerse
incluso como esqueleto y perder su última identidad. Siempre dotado de concien-
cia, anhela subsistir en el recuerdo de los suyos. Véase “La tercera resignación”
Su cuerpo, atraído ahora con mayor fuerza por el imperativo de la tierra, quedaría
ladeado en un fondo húmedo, arcilloso y blando (...). Un día – sin embargo – senti-
JACQUES GILARD
156
59 Gabriel García Márquez, “Alguien desordena estas rosas”, Magazín Dominical de El Especta-
dor, Bogotá, 1 de junio de 1952, p. 16. El cuento había salido inicialmente en Crónica, Barranquilla,
n° 32, 2 de diciembre de 1950.
rá que se derrumba su armadura sólida; y cuando trate de citar, de repasar cada
uno de sus miembros, no los encontrará. Sentirá que no tiene forma exacta, defini-
da, y sabrá resignadamente que ha perdido su perfecta anatomía de veinticinco
años y que se ha convertido en un puñado de polvo sin formas, sin definición geo-
métrica. En el polvillo bíblico de la muerte. Acaso sienta entonces una ligera nostal-
gia; nostalgia de no ser un cadáver formal, anatómico, sino un cadáver imaginario,
abstracto, armado únicamente en el recuerdo borroso de sus parientes.60
“El niño” es quien padece esta situación en “Eva está dentro de su gato”; en él
piensa la joven convertida en “espíritu puro”:
Invariablemente se acordaba del “niño”. Allá lo imaginaba, sonámbulo, debajo de
la hierba, en el patio, junto al naranjo, con un puñado de tierra mojada dentro de la
boca. Le parecía verlo en su fondo arcilloso, cavando hacia arriba con las uñas, con
los dientes, huyéndole al frío que le mordía la espalda; buscando la salida al patio
por ese pequeño túnel donde lo habían metido con los caracoles. En el invierno lo
oía llorar con su llanto chiquito, sucio de barro, traspasado por la lluvia. Lo imagi-
naba completo. Tal como lo habían dejado cinco años atrás, en aquel hueco lleno
de agua. No podía pensar que se hubiera descompuesto. Al contrario, debía ser be-
llísimo navegando en esa agua espesa como en un viaje sin salida. O lo veía vivo, pe-
ro asustado, miedoso de sentirse solo, enterrado en un patio tan sombrío.61
Y hacia el final del cuento, cuando han pasado tres mil años desde el “tránsi-
to” de Eva62 al mundo de los “espíritus puros”, ella comprueba el resultado final
del proceso:
Recordó el naranjo del patio. Lo buscó y trató de encontrar otra vez a “el niño” en
su hueco de agua. Pero no estaba el naranjo en su sitio, y el “niño” no era ya sino
un puño de arsénico bajo una pesada plataforma de concreto. Ahora sí dormía defi-
nitivamente.63
En “La otra costilla de la muerte”, el gemelo sobreviviente piensa en el muerto
de la siguiente manera:
Humedad. “Allá” hay mucha humedad. Pensó con cierto disgusto en las noches de
invierno en que la lluvia traspasará la hierba, y la humedad irá a dormir sobre el cos-
El grupo de Barranquilla y el cuento
157
60 Gabriel García Márquez, “La tercera resignación”, op. cit.
61 Gabriel García Márquez, “Eva está dentro de su gato”, op. cit.
62 Se supone que el nombre que figura en el título del cuento es el que lleva la protagonista, pero
pasa aquí lo que en el “Macario” de Rulfo: no se fundamenta el vínculo que el lector establece en for-
ma espontánea (y parece que la joven nunca está dentro de su gato). Es otra sutileza y otro problema
estructural de este cuento de García Márquez. Hay una sutileza más: la protagonista es final de raza,
pero lleva el nombre de la primera mujer. “Tubal-Caín forja una estrella” es caso semejante: además
de que se repite la ausencia de relación clara entre el nombre mencionado en el título y el protagonis-
ta, éste es otro final de raza mientras que el nombre fue, según la Biblia, del primero de los herreros.
63 Id.
tado de su hermano, a circularle por el cuerpo como una corriente concreta (...).
Quería que la arcilla de los cementerios fuera seca, siempre seca, porque lo inquie-
taba pensar que pasados quince días, cuando la humedad empiece a correrle por el
tuétano, ya no habrá otro hombre igual, exactamente igual a él debajo de la tierra.64
En “Diálogo del espejo”, el sobreviviente
debió pensar – de no habitarlo otro estado de alma – en la espesa preocupación de
la muerte, en su miedo redondo, en el pedazo de barro – arcilla de sí mismo – que
tendría su hermano debajo de la lengua.65
EI muerto enfrentado con el tiempo, la disgregación y el olvido se articula con
el tema de las familias. En “La tercera resignación”: la presencia obstinada de la
madre, una alusión al padre, la mención de los parientes y su “recuerdo borroso”.
En “Eva está dentro de su gato”: la evocación rencorosa del aristocrático legado
familiar, belleza exquisita que es una enfermedad y una maldición con las que
quiere romper la protagonista. También figura la maldición familiar en “Tubal-Ca-
ín forja una estrella”, con una alusión a la “perpendicular de cuatrocientos años”
que es la historia del linaje del suicida. La enfermedad vuelve a aparecer en “La
otra costilla de la muerte” como una herencia que se remonta a la noche de los
tiempos bíblicos:
Podía ser que él estuviera con la sangre de Isaac y Rebeca, que fuera su otro herma-
no el que nació trabado en su calcañal y que vino dando tumbos de generación en
generación, noche a noche, de beso en beso, de amor en amor, descendiendo por ar-
terias y testículos hasta llegar, como en un viaje nocturno, a la matriz de su madre re-
ciente. El misterioso itinerario ancestral se le presentaba ahora doloroso y verdade-
ro, ahora que había sido roto el equilibrio y la ecuación resuelta definitivamente.66
Existe una conciencia de las familias, sostenida por la interrelación de los vivos
y los muertos, que perdura por muchos años, hasta que la estirpe se acaba y los
muertos se duermen para siempre, como lo sugiere “Eva está dentro de su gato” a
propósito de “el niño”. Este aspecto se sintetiza en una “jirafa” de 1950, “La pe-
sadilla”, que retoma la situación de “La tercera resignación” y, según un procedi-
miento aprendido en Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf, prolonga vertiginosamen-
te el aspecto temporal al enfocar al muerto consciente después del entierro (siem-
pre usando la “visión con”, vigente en todos los cuentos inaugurales):
Tuvo entonces la noción de su tiempo: afuera, cuando él pensó que acababan de
dejarlo en su hueco de tierra, sus hermanas crecieron, se multiplicaron y fueron a
JACQUES GILARD
158
64 Gabriel García Márquez, “La otra costilla de la muerte”, op. cit.
65 Gabriel García Márquez, “Diálogo del espejo”, op. cit. La imagen de la tierra en la boca, presen-
te en “Eva está dentro de su gato” y “Diálogo del espejo”, debe haberla sacado García Márquez del últi-
mo verso (“Con un montón de tierra entre la boca”) de “Psicopatía”, poema de José Asunción Silva.
66 Gabriel García Márquez, “La otra costilla de la muerte”, op. cit.
ocupar un hueco vecino. Cuando él sintió que echaron el último golpe de tierra y lo
dejaron solo, los nietos de sus hermanos crecieron, se multiplicaron. Y crecieron y
se multiplicaron los biznietos y cinco y seis y siete generaciones más. Y cuando él
sintió, en la sombra, que uno de sus huesos crujió, ya los descendientes de sus her-
manas habían dejado de ser hombres y la simiente que un día les dio origen había
dejado de estar sobre la tierra. Entonces alguien introdujo un objeto metálico en la
tierra, abrió una brecha profunda y él sintió, de nuevo, la luz, el aire, la claridad, y
sintió su propio polvo milenario recorriendo el espacio, yendo y viniendo, hasta el
fondo de los pulmones de los hombres y las mujeres de una ciudad antigua.67
Tal vez convenga reproducir la frase de Mrs Dalloway de donde procede el sal-
to operado por García Márquez en “La pesadilla” con relación a lo que fuera la
intuición de “La tercera resignación”. Dice así:
Pero no había duda de que dentro (del coche) se sentaba algo grande: grandeza que
pasaba, escondida, al alcance de las manos vulgares que por primera y última vez se
encontraban tan cerca de la majestad de Inglaterra, el perdurable símbolo del Esta-
do que los acuciosos arqueólogos habían de identificar en las excavaciones de las
ruinas del tiempo, cuando Londres no fuera más que un camino cubierto de hier-
bas, y cuando las gentes que andaban por sus calles en aquella mañana de miércoles
fueran apenas un montón de huesos con algunos anillos matrimoniales, revueltos
con su propio polvo y con las emplomaduras de innumerables dientes cariados.68
Es innegable la deuda de García Márquez hacia Virginia Woolf, tal como él
mismo la hizo constar en sus conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza. Pero
había una posibilidad implícita en el cuento inaugural, y ese agigantamiento de la
perspectiva temporal figuraba en “Eva está dentro de su gato”: tres mil años
transcurrían en el mundo de los vivos mientras el “espíritu puro” pensaba que ha-
bían pasado unos pocos minutos, actuando entonces – también – como un ar-
queólogo al hurgar entre las ruinas de la casa y en la tumba de “el niño”, encon-
trando un tal vez premonitorio “puño de arsénico” así como los arqueólogos wo-
olfianos habían de encontrar emplomaduras. Es posible que, como lo afirma Gar-
cía Márquez en El olor de la guayaba, llegara a ser, después de esa lectura, “un au-
tor distinto”,69 pero está claro que ya disponía de todas las obsesiones propias pa-
El grupo de Barranquilla y el cuento
159
67 Gabriel García Márquez, ‘La Jirafa’, “La pesadilla”, en El Heraldo, Barranquilla, 16 de junio
de 1950, p. 3.
68 Tomamos esta cita de una versión al castellano de Mrs. Dalloway en El olor de la guayaba, op.
cit., p. 67-68. Ya figuraba en la entrevista de García Márquez por P. A. Mendoza, publicada en Libre,
n° 3.
69 “Yo sería un autor distinto del que soy si a los veinte años no hubiese leído esta frase de La se-
ñora Dalloway”. En realidad, fue a los veintidós años, en 1949, cuando García Márquez descubrió a
Virginia Woolf merced a sus amigos del grupo de Barranquilla. No podía ser cuando vendía enciclo-
pedias, como luego le hace decir Plinio Apuleyo Mendoza, pues el episodio comercial se sitúa en
1953, es decir después de publicarse “La pesadilla”, que demuestra bien a las claras que García Már-
quez ya había leído a Virginia Woolf en 1950. El gran texto que conoció en su época de viajero co-
mercial fue El viejo y el mar, leído en la edición de Life en lengua española.
ra, él también, plasmar semejante visión: ésta quedó “precipitada” al encontrar esa
frase de Virginia Woolf. García Márquez lo tenía todo para crear la influencia que
posteriormente reivindicó. Pasó lo mismo que con Faulkner en la misma etapa y
parece poco justificada la diferencia que establece entre ambos escritores.70
El texto algo tardío que es “La pesadilla” pone de manifiesto y decanta lo que
es el tema de las familias en los primeros cuentos de García Márquez: la familia es
un universo afectivo, amenazado y finalmente destruido por el paso del tiempo, y
del que a la larga no subsisten ni recuerdos. Los personajes que aparecen en esos
cuentos iniciales son por tanto anuncios de los Buendía.71 Y tiene que haber, para
que sea posible el relato, alguien que presencie y refiera los hechos: puede ser un
muerto consciente, un “espíritu puro” o un sobreviviente. Es el imprescindible
testigo de la ruina de las familias (no necesariamente un narrador), otro anticipo
lejano del Buendía lector de Cien años de soledad – caso del fantasma-narrador de
“Alguien desordena estas rosas” –.
La otra faceta de ese universo es el bloqueo ideológico. Donde predominan la
nostalgia y la desconfianza hacia un tiempo percibido como destructor, no puede
haber dinamismo histórico. Aunque en forma borrosa, el tema figura desde el
principio. Ya hay algo de ello en “La tercera resignación”: “Se sintió bello, envuel-
to en su mortaja; mortalmente bello.”72 De la misma manera, el personaje de “Tu-
bal-Caín forja una estrella” se siente “bello bajo el cielo de la cocaína”. En “La
tercera resignación”, el deseo de que perdure la belleza se ve reforzado con alusio-
nes a la anatomía que se diluirá en la sepultura, temor que también aparece, bajo
formas variables, en los otros cuentos y que, un poco más tarde, es hecho cumpli-
do en “Alguien desordena estas rosas”. Hay en los personajes de García Márquez
un rechazo al ciclo vital; no admiten que tengan que transformarse los cuerpos pa-
ra que el mundo se renueve. El protagonista de “La tercera resignación” lo teme:
“Era duro pensar en el momento en que el martillo golpeara los clavos sobre la
madera verde y crujiera el ataúd bajo la esperanza de volver a ser árbol”.73 Y le
disgusta la perspectiva de tener que participar en el ciclo:
Sabrá entonces que va a subir por los vasos capilares de un manzano y a despertar-
se mordido por el hambre de un niño en una mañana otoñal. Sabrá entonces – y
JACQUES GILARD
160
70 “Para mí una influencia real e importante es la de un autor cuya lectura le afecta a uno en pro-
fundidad hasta el punto de modificar ciertas nociones que uno tenga del mundo y de la vida”, dijo
García Márquez al pensar en Virginia Woolf (El olor de la guayaba, op. cit., p. 69). En cambio, “mi
problema no fue imitar a Faulkner, sino destruirlo. Su influencia me tenía jodido” (id., p. 67).
71 La obra de García Márquez es un inmenso discurso en torno a la muerte. Hasta Cien años de
soledad predomina el ángulo de la familia arrasada por la fuga del tiempo. El ingrediente de la preo-
cupación por el tiempo histórico, que se trenzaba con el de la familia (los relatos de “el pueblo”, en-
tre los que se destaca El coronel no tiene quien le escriba), sale a flote poderosamente por última vez
en El otoño del patriarca. Apartir de Crónica de una muerte anunciada se inicia un himno a la vida; es
la faceta del individuo, hombre común o héroe, enfrentado con la inminencia o la seguridad de la
muerte, y abocado a vivir intensamente cada uno de los instantes que le queden. Con las obras de los
años posteriores, en esa lucha del ser contra el tiempo, el amor cobra cada vez mayor importancia.
72 Gabriel García Márquez, “La tercera resignación”, op. cit.
73 Id.
eso sí lo entristecía – que ha perdido su unidad: que ya no es – siquiera – un muerto
ordinario, un cadáver común.74
El tema se precisa y enriquece en “Eva está dentro de su gato”. A la joven, en-
ferma con su herencia, le parece que, si comiera una naranja, la acidez de la fruta
acabaría con sus tormentos. Ha sido hasta ahora incapaz de comer naranjas por-
que siente que equivale a comer al “niño” enterrado bajo el naranjo del patio:
tampoco acepta ella el ciclo vital. Desesperada, se resuelve a comer una naranja, y
es cuando se produce el “tránsito”; ella intenta superar su bloqueo pero no tiene
la suficiente fuerza para ello y se evade hacia el mundo de los “espíritus puros”.
Es doble la imposibilidad: ni continúa ni se libera. Así es como interviene lo so-
brenatural (la mera locura podría ser otra salida, como en “Tubal-Caín forja una
estrella”). En “Eva está dentro de su gato” se manifiesta temprana y tímidamente
uno de los temas básicos de la obra de García Márquez: el mismo mal aquejará a
los Buendía. La gran excepción se dará con El coronel no tiene quien le escriba: el
protagonista es capaz de una toma de conciencia histórica (tardía pero real), acep-
tando y a la postre ensalzando la realidad excremencial que simboliza al ciclo vi-
tal, ingresando así el coronel al tiempo redentor de la Historia.
Más ampliamente, y más allá de las familias (siempre, bajo una forma u otra,
un anticipo de los Buendía), es el género humano el que padece esta situación de
bloqueo. Ante la máquina del tiempo que destruye y no renueva, hace falta una
purificación de las conciencias, que algo o alguien intervenga para que las ganas
de comerse la naranja salvadora no causen la muerte o algo que se le parece. “El
tiempo, oh el tiempo...,” suspira Eva, “recordando a la muerte”.75 Para que fun-
cione el tiempo, hace falta que intervenga un redentor. Este no aparece por ahora
más que como un vacío. Muy pronto se manifestará, en la etapa siguiente de la
obra, con los textos de 1950, redentor verdadero o falso profeta, anticipo del pa-
triarca76 – con lo que, a pesar de su obscuridad, se ve la relativa coherencia de la
temática del joven García Márquez –.
Tal vez sea lo menos notable, en estos cuentos iniciales, el tema de la casa, que
tanta importancia tendría en la obra posterior como elemento estructurante del
universo de los Buendía. En la mayoría de los cinco cuentos, aunque siempre hay
una que otra alusión a la casa, poco se siente su presencia viva o su personalidad.
El grupo de Barranquilla y el cuento
161
74 Id.
75 Gabriel García Márquez, «Eva está dentro de su gato”, op. cit.
76 En especial el protagonista del cuento “De cómo Natanael hace una visita” (aparecido en Cró-
nica, n° 2, 6 de mayo de 1950, pp. 5 y 12), sobre el que se volverá más adelante. También se pueden
mencionar, dentro de la misma línea, varias “jirafas”: “El huésped”, del 19 de mayo de 1950; “Para
un primer capítulo”, del 8 de noviembre de 1950; “Octavo relato del viajero imaginario”, del 26 de
febrero de 1951. El vacío y el estancamiento de la sociedad pueblerina son un llamado a la aparición
del profeta. Ver las siguientes “jirafas”: “Nus el del escarbadientes”, del 28 de julio de 1950; “La ver-
dadera historia de Nus”, del 6 de septiembre de 1950; “La horma de sus zapatos”, del 28 de septiem-
bre de 1950; “El chaleco de fantasía”, del 28 de noviembre de 1950; “El que atiende su tienda”, del 3
de marzo de 1951. El tema del apocalipsis, como efecto de la atonía del tiempo, aparece en “Ny”, del
17 de noviembre de 1950.
Predomina la impresión de tratarse de apartamentos urbanos, sobre todo en “La
otra costilla de la muerte” y “Diálogo del espejo”. Donde más claramente aparece
– y no es casual la coincidencia – es donde también se habla con más insistencia y
claridad de la familia (y de aristocracia): en “Eva está dentro de su gato”. En esta
casa, con la galería de retratos de los antepasados se concretan una vida colectiva,
una herencia, una conciencia marcadas por la sucesión de generaciones; y la ruina
queda al final del camino. La aristocrática mansión (santafereña, por varios aspec-
tos), aunque es el único caso claro en esta primera época, marca con fuerza la tem-
prana presencia del tema de la casa. La gran obra por venir ya asomaba con rasgos
muy propios entre estos cuentos de corte aparentemente fantástico, aún insegu-
ros, pero ya bien distintos a los relatos que solían publicar entonces suplementos y
revistas de Colombia.
La línea faulkneriana
Con “Amargura para tres sonámbulos”77 se inicia la segunda etapa. El cambio
no puede pasar inadvertido: tal como lo señalara Mario Vargas Llosa en García Már-
quez. Historia de un deicidio, en sus lecturas de Faulkner ha encontrado García Már-
quez la forma de contar que buscaba. Es un molde más holgado que el de los auto-
res fantásticos del XIX y el de Kafka; así podrán desplegarse sus temas. Es el prove-
cho capital que saca de su encuentro con los miembros del grupo de Barranquilla.
“Amargura para tres sonámbulos” tiene rasgos de una experimentación novedo-
sa. La ruptura no es completa: en esta historia sombría de una mujer o muchacha
que renuncia progresivamente a llevar una vida humana, negándose a caminar y
luego a sonreír, antes de otras posibles negativas, perdura el esquema de “La meta-
morfosis”: como dice la instancia narradora, la mujer está en “su tránsito hacia la
bestia”.78 Pero también se anuncian los textos posteriores: esta evolución autística
irá cumpliéndose en forma variable con la niña paralítica de “La casa de los Buen-
día”79 y la subnormal atendida por el sirviente negro de “Nabo, el negro que hizo
esperar a los ángeles” – y entonces se estará ya en un ámbito plenamente faulkneria-
no, con la más que probable reminiscencia del Benjamín de El sonido y la furia –.
Con “Amargura para tres sonámbulos” García Márquez ha encontrado un tono
y una forma, merced a los cuales salen a flote con más soltura ciertas obsesiones
personales que también empiezan a articularse de manera coherente: ya se está en el
medio tropical (la alusión al “vaho de los insectos”), la casa y su patio se convierten
en un marco seguro, asoman ingredientes de la sociedad costeña – y garciamarqui-
na – con la alusión a lo que en la Costa llaman a veces las “sucursales del hogar”:
JACQUES GILARD
162
77 Gabriel García Márquez, “Amargura para tres sonámbulos”, en Dominical de El Espectador,
Bogotá, 13 de noviembre de 1949, p. 13.
78 Id.
79 Gabriel García Márquez, “La casa de los Buendía, apuntes para una novela”, en Crónica, Ba-
rranquilla, n° 6, 3 de junio de 1950, p. 9.
Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros, sintiendo el tem-
plado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora respeta-
ble de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hom-
bre puntual.80
Se ve que Faulkner significó una liberación para García Márquez al darle a co-
nocer una modalidad distinta de narración. Obviamente, lo ayudó para concebir la
triple instancia narradora de “Amargura... “, triple pero unificada en una combina-
ción de tres voces (con sólo la casi directa presencia de un “yo” en singular: “te-
niéndola ya entre mis brazos”), que remite al narrador colectivo de “Una rosa para
Emilia”,81 pero que también debía corresponder a un esquema, latente y poderoso,
en el mismo García Márquez, quien lo volvió a usar, no sin modificarlo, poco des-
pués en “La noche de los alcaravanes” y nuevamente, con otros matices, en La ho-
jarasca, mucho antes de desarrollarlo en forma múltiple y centelleante con El otoño
del patriarca. A partir de “Amargura....”, los relatos de García Márquez se vuelven
más complejos, presentando más perspectivas y resonancias, sin dejar de ser discur-
sos alrededor de un cadáver y de la muerte – o de una metáfora de ambas cosas,
como puede ser la ausencia de algo (la pérdida de la vista en “La noche de los alca-
ravanes”, por ejemplo) –. Las cosas, entonces, se “precipitan” y el escritor rompe
con sus modelos iniciales, que operaban como interferencias o rémoras, y empieza
a recorrer su propio universo, de lo que son manifestaciones inequívocas textos co-
mo “La casa de los Buendía”, ya citado, “La hija del coronel”, “El hijo del coro-
nel”, “El regreso de Meme”,82 y cuentos como el ya citado “Alguien desordena es-
tas rosas” y “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”,83 a los que conviene
añadir unas cuantas “jirafas” aparecidas en El Heraldo de Barranquilla.84
En Faulkner encontraba García Márquez el relato sinuoso, cercano al conjuro,
nutrido de subjetividades, que le permitía evadirse de la tiranía del tiempo crono-
lógico y asumir otra forma de temporalidad. El camino había de ser difícil, pero
ese encuentro con una temporalidad distinta era un hecho capital, que recuerda
que un escritor reconoce sus influjos en vez de recibirlos. Ya en los cinco primeros
cuentos, más que buscarlo, García Márquez expresaba espontáneamente un trata-
El grupo de Barranquilla y el cuento
163
80 Gabriel García Márquez, “Amargura para tres sonámbulos”, op. cit.
81 Este emblemático cuento de Faulkner había tenido al menos una salida en la prensa colombia-
na: El Tiempo, Bogotá, 10 de marzo de 1946, 2da Sección, p. 3 (sin indicación de traductor). Acom-
pañaba al cuento un ensayo de M. E. Coindreau, traductor francés de Faulkner, en una versión de
Hernando Téllez (“Perfil de William Faulkner”).
82 Son también “apuntes para una novela” los dos primeros textos, aparecidos en la p. 3a de El
Heraldo con la firma de García Márquez (en vez de su seudónimo de Septimus) y fuera de la columna
de ‘La Jirafa’: “La hija del coronel” (13 de junio de 1950) y “El hijo del coronel” (23 de junio). Es
“Apunte de una novela”, siendo el cambio de preposición una señal de que había avanzado GGM en
la redacción de La hojarasca, el texto titulado “El regreso de Meme”, también firmado por el autor y
aparecido en lugar de ‘La Jirafa’, siempre en la p. 3a de El Heraldo (22 de noviembre de 1950).
83 Gabriel García Márquez, “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”, en Dominical de El
Espectador, Bogotá, 18 de marzo de 1951, p. 17.
84 En particular, “Apuntes” (9 de enero de 1951), “Otros apuntes” (10 de enero de 1951) y la se-
gunda “jirafa” en llevar el título de “Apuntes” (29 de enero de 1951).
miento propio del tiempo en la narrativa. Reaccionaba contra la reducción de lo
cronológico a lo lógico, y subvertía la representación del tiempo por medio de un
instante nuclear desde el cual se abarcaban pasado, presente y futuro, mutilando
el recuento de los procesos si hacía falta. Iba camino de la idea de una novela que
hubiera sido un relato sincrónico y total. Él mismo pintaba un mundo sin porve-
nir, como Faulkner (y, por cierto, como Vinyes en sus cuentos). De modo que los
cuentos y novelas del escritor norteamericano, descubiertos en mayo de 1949, le
dieron a ver, concretadas, las difíciles intuiciones con que bregaba desde su pri-
mer relato. Observaba García Márquez en Faulkner algo que también había intri-
gado a Sartre en el decenio anterior, al leer Sartoris y El sonido y la furia. Había es-
crito Sartre: “Las historias surgen y desaparecen, pasan de una boca a otra, se
arrastran entre los actos de cada día. No son completamente tiempo pasado; más
bien un superpresente.”85 Esta frase de Sartre, además, si se deja ya a un lado la
cuestión del tiempo, pone de presente otro aspecto de lo que García Márquez en-
contró en Faulkner – y esta vez de manera más sorprendente para él –. Era algo
nuevo, aunque el joven escritor colombiano había sabido eludir los facilismos de la
omniciencia, aplicando además algunas veces el procedimiento joyceano del monó-
logo interior: el uso de la subjetividad de los personajes en la constitución de una
historia. Le enseñaba Faulkner un arte de narrar fundado en las incertidumbres y
variaciones del punto de vista, tomando como regla la de entregar un mundo sola-
mente a través de prismas individuales; se daban a la vez una pluralidad de pers-
pectivas y la ceguera parcial de cada una de ellas, sin que un narrador dominante
las ordenara desde afuera o desde arriba. Era lo que García Márquez intentaba po-
ner en práctica, aún con timidez, al escribir “Amargura...”, y que logró formular
con más eficacia, al cabo de un poco más de un año, en “Nabo, el negro que hizo
esperar a los ángeles”. Fue en todo caso lo que hizo en La hojarasca, tal vez con ex-
cesiva prudencia formal al usar de un metódico cuadriculado, pero está claro que
la novela inaugural se fundó en observaciones generales parecidas a las que se han
venido haciendo en estas líneas. Era de todas maneras un gran paso dentro de la
narrativa colombiana el que daba García Márquez, con visión de largo alcance, in-
cluso teniendo en cuenta la timidez o la rigidez con que fue escrita La hojarasca.
García Márquez ante otros modelo
Con ese encuentro, no se cerró el periodo juvenil ni se estancó la obra en una
práctica unidimensional. García Márquez no renunció del todo a la experimenta-
ción, pues aún le quedaba bastante por comprobar. Mientras germinaba La hoja-
rasca, continuó con indagaciones marcadas por los debates del grupo de Barran-
quilla sobre cuestiones técnicas de la narración. Entonces, García Márquez sigue
siendo él mismo, con sus inquietudes de creador y su voracidad de lector. Y es al
mismo tiempo, más que en cualquier otra etapa, un miembro activo del grupo.
JACQUES GILARD
164
85 Traducimos de J. P. Sartre, Situations I, París, Gallimard, Col. Idées, n° 340, p. 13.
También piensa en Virginia Woolf, a quien leyó en las mismas semanas que a
Faulkner, pero que deja pocas huellas entonces, salvo la adopción del seudónimo
de Septimus, sacado de Mrs. Dalloway, para firmar la columna de ‘La Jirafa’ en EI
Heraldo, y la redacción de alguna que otra entrega de esa columna, debiendo des-
tacarse nuevamente “La pesadilla”: la vertiginosa perspectiva temporal que esta “ji-
rafa” le añade a la situación de “La tercera resignación”. Más tarde vendrán otros
elementos: un nuevo aprovechamiento de Mrs. Dalloway en el periodismo,86 una
reminiscencia afortunada del Orlando en Cien años de soledad. Se ha convertido en
un lugar común el decir que Virginia Woolf logró triunfar ahí donde Joyce había
fracasado con su Ulises pero al menos sirve para reconocer que fue la calidad esté-
tica lo que García Márquez más advirtió en la novelista inglesa. Sin embargo, no
son de desdeñar los puntos de contacto que se han mencionado brevemente.
El otro escritor cuya huella se advierte entonces, y, en su caso, con mayor clari-
dad y más obviamente relacionado con las preocupaciones del grupo de Barranqui-
lla, es Hemingway. Pero su presencia se manifiesta prácticamente en un solo cuen-
to, con asomos en otros cuentos de la misma etapa; no todos llevan una marca in-
confundible y hasta se puede decir que también son experimentaciones personales
de García Márquez, cuyo aspecto técnico las relaciona con los debates del grupo.
“De cómo Natanael hace una visita”87 es cronológicamente el primero de estos
cuentos, situándose por completo y en forma obvia fuera de la línea faulkneriana.
¿Tiene que ver con algunas de las lecturas de García Márquez en el decisivo año
1949? Es difícil o imposible decirlo. Nada permite saber, siquiera, si la redacción
es anterior o posterior al descubrimiento de Faulkner. Tampoco se puede saber de
cuándo es precisamente el cuento; sale en la segunda entrega del semanario Cróni-
ca, es decir en una fecha bastante temprana, y tal vez sea posible suponer que ya lo
tenía escrito García Márquez al instalarse en Barranquilla, trayéndolo como pro-
ducto de los últimos meses pasados en Cartagena. Ello sería señal de una labor ex-
perimental, refinada y exigente, desarrollada desde la etapa vital anterior – aun-
que siempre con posterioridad al primer encuentro con el grupo –. Pero, repeti-
mos, es una hipótesis.
Pasando a la cuestión de las lecturas, sería exagerado ver un eco del modelo
hemingwayano en la manera como todo corre por debajo de la superficie en “De
cómo Natanael...”; hasta se podría decir que lo que en Hemingway más se parece
a las opciones de este cuento garciamarquino, es El viejo y el mar (con sus soterra-
dos motivos crísticos) que aún estaba por escribir; tal vez se acordara García Már-
quez del novelista Hemingway (el de También se levanta el sol) más que del cuen-
tista, pero no se puede afirmar. Podría pensarse en Caldwell, también más el nove-
lista que el cuentista (se nos ocurre una novela como El bastardo pero es poco
probable que García Márquez conociera ese libro de juventud), y también por la
forma como todo lo que tiene la anécdota de trascendental va sumergido bajo he-
El grupo de Barranquilla y el cuento
165
86 El artículo “Un sábado en Londres”, aparecido en El Nacional de Caracas (6 de enero de
1958, p. 3).
87 Gabriel García Márquez, “De cómo Natanael hace una visita”, op. cit.
chos en apariencia nimios. Hay, cuando más, parecidos que de nuevo hacen pen-
sar preferentemente en grandes intuiciones de García Márquez, cercanas éstas a
los logros de ciertas importantes obras contemporáneas.
“De cómo Natanael...” aparece en todo caso como la continuación diurna o
vesperal de “Diálogo del espejo”: su protagonista es un modesto burócrata que,
en una ciudad cualquiera, vive una existencia opaca e ingenua, yendo y viniendo
entre el apartamento y la oficina. (El nombre de Natanael, que le atribuye García
Márquez y que se vuelve a encontrar en unas cuantas “jirafas” de 1950, parece
provenir de Los alimentos terrenales de Gide). Al pasar por una calle, ve Natanael
en una sala a una mujer sentada; tras un episodio de charla con un limpiabotas, en
el que toma la medida de la incomprensión ajena, va a visitar a la mujer, propo-
niéndole casarse con ella; se instaura un diálogo de sordos hasta que la mujer pier-
de paciencia, queriéndolo expulsar y amenazándolo con llamar a Clotilde si él no
se va; Natanael le dice que sí, que efectivamente llame a Clotilde porque ésta qui-
zás quiera escucharlo y lo acepte.
La anécdota resulta más que escueta, y de enigmática interpretación debido a
su aparente banalidad. A primera vista, no pasa nada que merezca llamar la aten-
ción: el cuento estaba en las antípodas de la narrativa breve que entonces predo-
minaba en Colombia, y hace pensar, mutatis mutandis, en los rasgos que hacen de
“La siesta del martes”, escrito casi diez años después, uno de los grandes cuentos
de la literatura hispanoamericana. Hay, sin embargo, elementos que insinúan una
trascendencia: además del nombre del protagonista (don de Dios) y del de la enig-
mática Clotilde (que le viene de la santa que cristianizó a los bárbaros francos en
la alta Edad Media), el hecho de que Natanael sea señalado al principio con una
cruz por los cuatro vientos encontrados de una bocacalle, su misma insistencia pa-
ra ser aceptado, para dar algo que no nombra y que la mujer rechaza. Natanael
lleva en sí una dimensión que los demás (el limpiabotas, la mujer) no ven, una in-
genuidad absoluta que es también una fe y una relación sui generis con el mundo.
Es o puede ser el redentor que faltaba en los primeros cuentos y que encontramos
en otros textos garciamarquinos: en esa etapa, hay que pensar en diversas “jira-
fas”, pero especialmente en “El huésped”.
Aquí conviene abrir un breve paréntesis para señalar mejor de qué manera
“De cómo Natanael...”, tan atípico a primera vista, se inserta dentro del desenvol-
vimiento de una temática personal. En “El huésped”, dos mujeres que viven solas
en una casa aislada reciben la visita de un extraño que podría ser un redentor; la
situación reproduce con notoria fidelidad la llegada de Cristo a la casa de Marta y
María en Betania,88 pues esta “jirafa” de García Márquez también acude a la dis-
tinción entre una mujer activa y otra contemplativa. Pasará lo mismo en el cuento
“Un hombre viene bajo la lluvia”,89 salvo que esta vez el visitante largamente es-
JACQUES GILARD
166
88 Evangelio de Lucas, X, 36-42.
89 Gabriel García Márquez, “Un hombre viene bajo la lluvia”, Dominical de El Espectador, Bogo-
tá, 9 de mayo de 1954, pp. 16 y 31. En una conversación que tuvimos con él en Barcelona (enero de
1978), García Márquez consideraba, sin ser del todo afirmativo, que “Un hombre viene bajo la llu-
via” es un cuento de la época de Crónica y que la publicación en Dominical no debía ser la primera.
perado por la mujer contemplativa parece ser un hombre ordinario, siendo el des-
amparo de la mujer el que le presta una dimensión de redentor que él en realidad
no debe tener, y que no pretende poseer. Así es como el recién llegado se ve con-
vertido ipso facto e involuntariamente en un falso profeta. Tanto en “El huésped”
como en “Un hombre viene bajo la lluvia”, se está nuevamente ante la temática
garciamarquina de la muerte de las familias (y también ante ilustraciones de la lí-
nea faulkneriana). El visitante de ambos textos es una continuación del Natanael
de “De cómo Natanael...”, y es también, en todos estos casos, un anticipo del pa-
triarca de El otoño del patriarca: el lastimoso anciano de la novela se vio converti-
do en dictador por la expectativa del pueblo; éste cuenta con la aparición de un
redentor capaz de poner en marcha la averiada maquinaria del tiempo y de con-
vertir a éste en Historia, tiempo redentor.90
Bajo una apariencia insignificante palpita en “De cómo Natanael...” algo des-
comunal que es también un elemento clave de la temática del autor. Es precisa-
mente lo que, más allá del tema, debe llamar la atención: se trata de un gran cuen-
to, por insinuar tanto sin decirlo nunca expresamente, logro formal que revela con
qué intensidad lo trabajó Garcia Márquez y qué claridad hubo en sus plantea-
mientos de escritura. Hay una labor muy sutil y bien dominada en el manejo de la
instancia narradora. El narrador anónimo refiere escuetamente las escuetas accio-
nes y los escuetos diálogos de sus personajes y hasta sabe en general lo que pien-
san, explicando sus reacciones como lo habría hecho el narrador omnisciente de
la novela decimonónica. Apenas deja flotar una duda sobre lo que es el exacto
pensamiento de Natanael (pero también se trata de un recurso que usó mucho
Balzac y que no desconocieron los novelistas hispanoamericanos del XIX):
Tal vez pensaba ahora que la mujer era absurda, indiferente. Tal vez pensaba que
las respuestas del limpiabotas debían parecer interesantes a una mujer de inteligen-
cia normal. Pero ésta – la que lo había esperado durante tanto tiempo – se preocu-
paba más por la limpieza de sus alfombras que por el modo de pensar de los lim-
piabotas. Era una mujer sin sentido común, pensó.91
Sin embargo, con esta cuasi omniciencia, nada se dice sobre la trascendencia
del actuar de Natanael. No sale a flote el concepto de redención. El texto es, en
apariencia, terso y transparente; las fuerzas que en él actúan quedan más allá de
los personajes, y merced a la ingenuidad atribuida a Natanael, pasa casi sin adver-
tirse esta historia de redención ofrecida, recayendo en el lector el esfuerzo de des-
entrañar el inmenso significado de la anécdota. Se da en este cuento la modalidad
de una omniciencia trunca, cuyos mejores ejemplos, en la literatura contemporá-
nea, pertenecían a Hemingway.
El grupo de Barranquilla y el cuento
167
90 Hemos tratado de la relación entre “El huésped” y “Un hombre viene bajo la lluvia” en nues-
tro artículo “García Márquez o el deterioro de los mitos”, Gaceta, Bogotá, Colcultura, n° 8, 1976, pp.
5-10.
91 Gabriel García Márquez, “De cómo Natanael hace una visita”, op. cit.
También fuera de la línea faulkneriana, e igualmente experimental, aparece
“Ojos de perro azul”,92 que es el cuento posterior en la serie de las publicaciones
de García Márquez. Presenta un interesante trabajo sobre la instancia narradora,
aunque lo más visible es su faceta de relato onírico, también objeto de un trabajo
riguroso. García Márquez arma la anécdota con notable maestría: un hombre y
una mujer se reúnen cada noche en un sueño común, pero él nunca recuerda sus
sueños al despertar y ella lo busca en vano de día, pronunciando en voz alta y es-
cribiendo en las paredes el santo y seña que da su título al cuento; el hombre es
el narrador. Se piensa en un posible eco de lecturas borgianas, pero la anécdota
es muy propia de García Márquez; en ese año de 1950 él desarrolló algunas en-
tregas de ‘La Jirafa’ con técnica parecida, usando algo de esas anécdotas mucho
más tarde en Cien años de soledad. El cuento se sitúa en una literatura de lo oní-
rico, de la misma manera que los cuentos iniciales se vinculaban con la utilería
externa de la literatura fantástica. Y, por cierto, aún asoma ésta en “Ojos de pe-
rro azul” con el motivo del espejo, que figura de nuevo y da lugar a juegos pare-
cidos a los de “Diálogo del espejo”.93 Pero predomina el aspecto de indagación
personal, por encima de los rasgos de géneros específicos que el autor cultivaría
de paso.
Hay una ruptura con la lógica, una voluntad de colocarse en otro universo, que
es nuevamente una manera de querer ocupar en toda su extensión el territorio de
la literatura. La intención era plantear una situación absurda: el cuento flota en el
vacío, ya que el narrador, el personaje masculino, no recuerda nada de sus sueños
cuando se encuentra en estado de vigilia, y sólo puede estar contando desde un
sueño distinto a los demás – si es que tiene otros sueños –. Hay un trabajo virtuo-
sista sobre la instancia narradora, con el narrador que refiere lo que tal vez pre-
senció en otro sueño y completa la historia con lo que le contó la mujer presente
en ese otro sueño; pero es ella, si existe, la única que dispone de todos los elemen-
tos empíricos que constituyen la historia. Historia imposible, narración imposible,
y sin embargo se concreta el relato. Interviene aquí, por primera vez en García
Márquez, el diálogo como cimiento de la anécdota (no es el diálogo de sordos de
“De cómo Natanael...”), un hecho que se relaciona, sin lugar a dudas, con las inte-
rrogantes del grupo de Barranquilla y se acerca, ahora sí con mayor probabilidad,
al ejemplo de Hemingway, el decisivo ejemplo de “Los asesinos”.
Más allá de este aspecto que, para el autor y sus compañeros del grupo, no de-
bía pasar de ser una simple cuestión técnica, se nota igualmente una primera ten-
tativa, bien lograda, por ir elaborando un universo que supere la dimensión de la
pesadilla por un lado y la dimensión sociológica por el otro. En “Ojos de perro
azul” es donde García Márquez concede una importancia nueva a la forja de in-
JACQUES GILARD
168
92 Gabriel García Márquez, “Ojos de perro azul”, Dominical de El Espectador, Bogotá, 18 de ju-
nio de 1950, p. 16.
93 Por ejemplo, con la mención de una “ida y vuelta de luz matemática”. Muy tangencial y mo-
mentáneamente, y con otras finalidades, García Márquez se sitúa así en una tónica, teñida de saber
científico, que Cepeda Samudio cultivaba en sus propios cuentos.
sospechadas y poéticas leyes de la física.94 Será uno de los rasgos característicos de
grandes obras posteriores. Por ejemplo en este pasaje del cuento:
Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela, oí otra vez su voz
igual, invariable: “No abras esta puerta – dijo. El corredor está lleno de sueños difí-
ciles.” Y yo le dije: “¿Cómo lo sabes?” Y ella me dijo: “Porque hace un momento
estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí que estaba dormida sobre el cora-
zón”. Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y te-
nue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez.
Yo di la vuelta, moviendo todavía la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije:
“Creo que no bay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del campo.” Y ella,
un poco lejana ya, me dijo: “Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afue-
ra está una mujer soñando con el campo”.95
Así hace su aparición en las ficciones de García Márquez una subversiva mane-
ra de ver funcionar el mundo físico; había asomado previamente en su periodismo
y se manifiesta ahora en un cuento, con la idea de los sueños comunicantes.
No es “Ojos de perro azul” un caso tan aislado como “De cómo Natanael...”
dentro de la obra de García Márquez. Viene rodeado por una pequeña escuadra de
“jirafas” y vuelve a surgir con alguna regularidad bajo formas variadas (por ejemplo,
el despertar de los personajes en El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora)
hasta Cien años de soledad; es más que un tema lo que en “Ojos de perro azul” tra-
baja García Márquez. El cuento debió llamar más la atención de sus amigos, dados
sus evidentes puntos de contacto con las reflexiones del grupo sobre procedimien-
tos de escritura. Era más discreta la maestría técnica en “De cómo Natanael...”, que
parece no haber suscitado ecos. La relación con el grupo se reconoce bajo “Ojos de
perro azul”: si bien el escritor elabora obsesiones personales en un juego formal vir-
tuosista, ese mismo juego tiene que ver con lo que preocupaba a sus amigos. Al cabo
de casi seis meses pasados en Barranquilla, García Márquez publicaba un cuento
ahora sí claramente marcado por los debates en que él mismo participaba.
Es con “La mujer que llegaba a las seis”96 como brilla la evidencia de una ex-
perimentación programada, así como de una integración del creador al grupo.
Unos dos años después, al reeditar el cuento, afirmó García Márquez en “Auto-
crítica” que lo había escrito por responder un reto de Alfonso Fuenmayor: se tra-
taba de escribir un cuento policial. También dijo entonces que había fracasado,
por culpa de su “viejo romanticismo”, y que el resultado no era el cuento policial
El grupo de Barranquilla y el cuento
169
94 Son rasgos que se volverán a encontrar en otros textos de García Márquez, incluso en La hoja-
rasca (por ejemplo, al final, cuando el niño relata la apertura de la puerta). Nuevamente hay una cier-
ta cercanía con los experimentos de Cepeda Samudio en sus propios cuentos iniciales.
95 Gabriel García Márquez, “Ojos de perro azul”, op. cit.
96 “La mujer que llegaba a las seis” salió primero en Crónica, Barranquilla, n° 9, 24 de junio de
1950. Se reeditó en Dominical de El Espectador, Bogotá, 30 de marzo de 1952, p. 15. Lo acompañaba
entonces el texto “Autocrítica”, carta dirigida a Gonzalo González, que se menciona a continuación.
Suponemos que no hubo cambio entre la versión aparecida en Crónica y la de Dominical. La primera
versión, “que era privada” (le dice GGM a González), no puede ser la divulgada por Crónica, si exis-
tió realmente una versión “privada”.
propuesto. Tal vez fuera así, al menos si se piensa en la modalidad más convencio-
nal del género, pero el cuento de García Márquez siempre tiene, a pesar de todo,
algo de relato policial; el ángulo es peculiar pues se pone énfasis en la elaboración
de una coartada: la prostituta que afirma haber matado a su último cliente le pide
al dueño o dependiente de un bar que mienta a la policía sobre la hora en que ella
llegó a ese bar. El diálogo tiende por tanto a armar una historia verosímil, distinta
a lo que debió de ocurrir en realidad – si es que pasó algo que no fuera la rutina
del amor venal –. Aquí se advierte el parecido con “Ojos de perro azul”: todo se
funda en lo que dice la mujer y puede ser falsa la historia que ella presenta como
verdadera, siendo lo único seguro la hora en que llegó al bar.
Podría decirse que es lo de menos el vínculo, obvio, con “Los asesinos”, de He-
mingway, pero también hay que reconocerle al vínculo toda su importancia: se está
de lleno en los debates del grupo de Barranquilla, relacionados aquí con un texto
que fue capital para sus miembros desde que lo tradujera Alfonso Fuenmayor,97 y
no hace falta subrayar el significado de esta participación creativa de García Már-
quez en la reflexión común. Por primera vez, se tiene un dato inequívoco de la
presencia de Hemingway en un texto del futuro Nobel colombiano. Pero, dicho
esto, también importa valorar el trabajo técnico: la habilidad del autor tiene igual o
mayor importancia que el propio y escueto hecho histórico de una momentánea
aunque prometedora filiación hemingwayana. El hecho histórico muy poco sería
de no apuntalarlo esa habilidad. La cual, por cierto, no impide que el cuento sea
solamente de mediano valor estético dentro de la producción de juventud.
Como en “Los asesinos”, todo se funda en el diálogo, y más precisamente en lo
que dice la mujer. Se trata, al menos en los límites temporales del cuento, de un
crimen sin cadáver (como en el “Casi vacío” de Greene), confesado pero sin com-
probar. Con sus palabras, la mujer arma una historia, que se supone ha de ser su
coartada, la cual le servirá para negar la historia que ahora le está contando ella
misma al hombre del bar. Al contársela, lo atrapa en sus redes para obligarlo anti-
cipadamente a corroborar la coartada, imponiéndole de momento una serie de su-
posiciones orientadas. También este cuento se presenta como una crítica a la anéc-
dota, postura muy acorde a las mejores indagaciones de la época, remitiendo de
paso a lo que había iniciado Vinyes en algunos de sus cuentos de la primera mitad
de los años 40 (“Reportaje sensacional”,98 “El asesinato de Jacobé Wharton”).
JACQUES GILARD
170
97 Ernest Hemingway (Alfonso Fuenmayor trad.), “Los asesinos” Revista de América, Bogotá,
Vol. IV, n° 10, octubre de 1945, pp. 144-152. Tan importante seguía siendo el cuento de Hemingway
en el juicio colectivo del grupo que Alfonso Fuenmayor lo reeditó en 1949 (Estampa, Bogotá) y 1950
(Crónica, Barranquilla). Por su fecha, la reedición en Crónica (bajo el título de “Los matones”) revela
cómo interactuaban la programación del semanario y los debates literarios del grupo, y algo más que
los debates pues de allí nació un cuento. El cuento de Hemingway salió en el n° 4, del 20 de mayo de
1950, en sugerente cercanía con la publicación de “La mujer que llegaba a las seis”. Es más, el 17 de
junio, en el n° 7, se editó “Emma Zunz”, de Borges, que quizás aparece en filigrana en el cuento de
García Márquez: una mujer, una relación sexual, un homicidio, la elaboración de una coartada...
98 El título original era “Un interviú” y el cuento formaba parte de A la boca dels núvols. El título
en castellano es el de la traducción que Jorge Zalamea publicó en Crítica, Bogotá, n° 6, 21 de enero
de 1949, p. 11.
Más generalmente, “La mujer que llegaba a las seis” se ubica dentro de la línea
de experimentaciones sobre la función narradora, preocupación básica del grupo,
que García Márquez venía practicando desde sus primeros cuentos sin tener al
principio nociones tan claras como las de sus amigos. Está alcanzando con “La
mujer que llegaba a las seis” un grado notable de eficacia y es, como en los casos
anteriores, un trabajo sobre una modalidad peculiar, sin que haya exacta repeti-
ción de un esquema ya practicado. Aquí, el narrador anónimo no penetra en el
fuero interno de los dos personajes, valiéndose únicamente de lo que sale a la su-
perficie: diálogos y actitudes; estas últimas son captadas e interpretadas mediante
el procedimiento de la modalización (“como”, “como si”,”parecer”),99 sin que ha-
ya una afirmación rotunda por parte del narrador. Hay una sola alusión, desde
fuera, al “submundo” de la mujer,100 del que nada se dice. De la misma manera,
aunque sea algo más fácil de observar, no se dice que el hombre del bar esté ena-
morado de la prostituta, pero el sentimiento también asoma en el hablar y el ac-
tuar del hombre (es una posibilidad más en esta historia: tal vez la mujer cuente
una mentira para sentirse amada). Es el método hemingwayano, aprovechado en
un hábil exercice de style, que da la prueba de los progresos de García Márquez en
las prácticas narrativas, aunque no se trate más que de un experimento dentro de
una vía que preferirá descartar provisionalmente. Pronto se impondrá el modelo
faulkneriano, pero con “La mujer que llegaba a las seis” se marca una dirección
que nuevamente se esbozará en 1952 con la “jirafa” titulada “Algo que se parece a
un milagro”,101 concretándose a partir de 1954 en el reportaje y encarnándose, re-
forzada por los aportes de Camus y del cine neorrealista italiano, en los relatos de
“el pueblo”: El coronel no tiene quien le escriba, la mayoría de los cuentos de Los
funerales de la Mamá Grande, La mala hora.
La poderosa fantasmagoría de “La noche de los alcaravanes”102 no tiene al pa-
recer un vínculo claro con la temática de la obra anterior o posterior de García
Márquez; o sea, ni con sus rasgos para-fantásticos de los primeros cuentos, ni con
su elaboración genuina que se dio a partir del encuentro con Faulkner. Ya se ha
sugerido que el vínculo que a toda costa se tiende a buscar podría ser, a lo sumo,
el hecho de girar el cuento en torno a una ausencia (la pérdida de la vista), pero
tal vez sea una relación arbitraria. Los atípicos rasgos del contenido deben poder-
El grupo de Barranquilla y el cuento
171
99 El procedimiento se usa en una forma demasiado reiterativa. Se ve claramente cuál era la in-
tención (y cuál era el modelo), pero es uno de los factores que hacen que este cuento diste de ser un
logro estético
100 No se puede decir que la alusión resulte muy afortunada: la sugerencia es de perfecta y, por lo
tanto, excesiva claridad, y es ante todo un subterfugio en el que el léxico hace las veces de la sugeren-
cia. Es una intención que se manifiesta pero no se cumple poéticamente por no pasar de la cruda for-
mulación de un sustantivo.
101 Gabriel García Márquez, ‘La Jirafa’, “Algo que se parece a un milagro”, en El Heraldo, Ba-
rranquilla, 15 de marzo de 1952, p. 3. Esta “jirafa” es interesante por múltiples motivos; en particular
por anunciar la literatura comprometida que García Márquez había de producir a partir de 1955.
102 La primera salida de “La noche de los alcaravanes” fue en Crónica, Barranquilla, n° 14, 29 de
julio de 1950. El cuento fue reeditado en el quincenario de Jorge Zalamea, Crítica (Bogotá, Año III,
n° 54, 18 de enero de 1951, p. 9).
se explicar con la anécdota que le oímos referir a Alfonso Fuenmayor: en una pa-
rranda de 1950, en el prostíbulo barranquillero de la negra Eufemia, García Már-
quez fue presa de un acceso de angustia y suplicó a sus amigos que le velaran el
sueño alcohólico porque temía que unos alcaravanes le sacaran los ojos.103 De ahí
puede proceder efectivamente la curiosa anécdota del cuento: la errancia de tres
personajes que unos alcaravanes han cegado a picotazos. Pero, fuera del extraño
núcleo anecdótico, el cuento participa plenamente de las preocupaciones formales
del grupo y de las indagaciones técnicas que entonces, dentro del marco colectivo,
iba desarrollando a su vez García Márquez. El casual punto de partida de la fic-
ción dio en efecto un relato de muy alto interés, por sus propuestas formales, y na-
da tiene de casual – en cambio – la importancia que le concedieron los amigos del
autor, en particular Cepeda Samudio, quien vio en “La noche de los alcaravanes”
el primer verdadero ejemplo de un cuento moderno en el contexto de la literatura
colombiana.104
Llama en primer lugar la atención el hecho de tratarse nuevamente de una voz
narradora triple, la de los tres hombres cegados por los alcaravanes, con lo que se
repite el esquema de “Amargura para tres sonámbulos”, con algunas diferencias, y
se vuelve a anunciar el que, también con algunas diferencias, iba a organizar a La
hojarasca. En “La noche de los alcaravanes”, al contrario de lo que pasaba una vez
en “Amargura... “, la primera persona se expresa siempre por medio del plural, un
“nosotros” que puede ser “nosotros tres” o “nosotros dos” cuando uno de los
personajes se aparta a tientas del grupo; nunca se da una disociación del “nos-
otros” en “yo y ellos”. Esta forma realmente plural de la instancia narradora re-
percute además a nivel del personaje, cuyo estatuto convencional se ve seriamente
cuestionado: los tres protagonistas se conocen y nada tienen que precisar a propó-
sito de cada uno de ellos, por lo que nada se dice sobre el particular: los persona-
jes existen y actúan. Para los demás, para los que ellos encuentran en su errancia
ciega, son solamente una entidad trina, señalada por el hecho de ser “los hombres
a quienes los alcaravanes les sacaron los ojos”. Su misma realidad e identidad, ori-
ginada en su desgracia, se ve cuestionada por la gente que conoce su historia a tra-
vés de los periódicos: no siempre la cree, por sospechar que la prensa inventó un
suceso truculento para aumentar sus ventas (sería otra irónica modalidad de críti-
ca a la anécdota). Y se advierte una incertidumbre más en el elemento personaje:
como los protagonistas han quedado ciegos, los que les hablan son sólo voces de
parcial e insegura identificación.
Lo mismo se puede decir con respecto a los otros elementos constitutivos del
relato, el espacio y el tiempo. En cuanto al primero), la pérdida de la vista hace
que una serie básica de referencias quede anulada, subsistiendo el sonido, los olo-
JACQUES GILARD
172
103 Es distinta la versión que da García Márquez en sus memorias. Cfr Vivir para contarla, op.
cit., p. 446.
104 Alvaro Cepeda Samudio, “El cuento y un cuentista”, en El Heraldo, Barranquilla, 11 de abril
de 1955, p. 3. Cfr. Alvaro Cepeda Samudio (recopilación y prólogo de Jacques Gilard), En el margen
de la ruta, Bogotá, Oveja Negra, 1985, pp. 493-495.
res, la temperatura y el tacto, no siempre fáciles de interpretar (al menos se entien-
de, atando cabos, que la historia empieza en un prostíbulo). En cuanto al tiempo
(perturbado desde el principio por la “hora atrasada”, ver más adelante), desapa-
recidos los puntos de referencia que son la mirada al reloj y la sucesión de luz
diurna y oscuridad nocturna, se vuelve difícil de medir: la historia puede abarcar
unas cuarenta y ocho o setenta y dos horas, amplio margen de duda. Así queda
constituido un universo distinto, parecido al nuestro pero no idéntico, con unas
relaciones internas notablemente distorsionadas. Ello parte de una modificación
inicial (la repentina pérdida de la vista) que, pese a ser excepcional, forma parte
de lo posible. Con esa relación inhabitual del personaje y su entorno queda intro-
ducida una modalidad de realismo mágico, cercana a la que se practicara en las ar-
tes plásticas de los años 20, y – al menos provisionalmente – distinta a la que ter-
minaría privando en la literatura hispanoamericana.105 Era, en todo caso, una pos-
tura literaria bien excepcional dentro de la joven literatura colombiana, más allá
del simple hecho de tratarse de narrativa de ambiente urbano. En el universo de
“La noche de los alcaravanes” juegan muy eficazmente la realidad y la irrealidad,
un juego que, según Cepeda Samudio – cuyo entusiasmo por este cuento se en-
tiende fácilmente –, era la base de un verdadero cuento moderno. “La noche de
los alcaravanes” era el más experimental de los cuentos escritos por García Már-
quez desde 1947 y bien podría ser el más logrado a nivel estético – lo era en opi-
nión de Cepeda, juicio corroborado por el hecho de que Jorge Zalamea, unos me-
ses después de su aparición en Crónica, lo reprodujera en Crítica con una nota in-
troductiva no menos acertada que elogiosa –.
Una vez reconocida esta dimensión experimental del cuento es cuando asoman
los puntos de contacto con el resto de la obra, que tan inasibles parecen en un pri-
mer tiempo. No bastaría, tal vez, el hecho de haber tres personajes narradores para
establecer un vínculo evidente y satisfactorio con La hojarasca (en la novela tenía
que pensar ya intensamente García Márquez cuando escribió el cuento). Pero sí
nos sirve la anterior alusión al realismo mágico: las imperfectas percepciones de los
tres ciegos y el hecho de colaborar ellos en su adaptación al entorno se repiten con
los necesarios cambios en la novela: en La hojarasca, el coronel, su hija y su nieto
son en cierto modo parcial y faulknerianamente ciegos y la combinación de sus
tres visiones incompletas también termina dando una imagen distorsionada del en-
torno. De ahí puede pensarse en la otra faceta, la hispanoamericana o más específi-
El grupo de Barranquilla y el cuento
173
105 Es propiamente de tipo mágicorrealista la estética de “La noche de los alcaravanes”, como lo
había de ser la de La hojarasca. A propósito de la novela y de su ubicación en la historia del arte, es de
un gran acierto la valoración que, en su columna ‘La ciudad y el mundo’ (El Espectador, Bogotá, 4 de
junio de 1955, p. 4), de ella hace Eduardo Zalamea Borda, remitiendo expresamente al realismo má-
gico de las artes plásticas de los años 1920. Esa magistral reseña no ha llamado la atención en la bi-
bliografía relativa a La hojarasca. Es evidente que la alucinación de “La noche de los alcaravanes” se
sitúa del lado de esa estética. Y lo es también que la precoz opción de García Márquez por lo maravi-
lloso lo había de llevar, tarde o temprano, a cruzar una frontera, hacia lo que Carpentier ya había lla-
mado “lo real maravilloso” – aunque, a propósito de su obra, el afán crítico por situarla (y situar cada
libro) nos parece insustancial, sobre todo con lo que viene a ser la obra tras seis decenios de escritura,
lo mismo que nos parece redundante el terco debate sobre ambas posturas.
camente la garciamarquina, del realismo mágico. Ya se dijo que una triple ceguera
repentina, con todo y ser excepcional, forma parte de lo posible. En cambio, perte-
nece a otro ámbito la causa de esa ceguera, la agresión perpetrada por los alcarava-
nes. Tras lo que podía ser un truco para experimentar y para cultivar una modali-
dad estética interesante, surge ahora un elemento de índole más sociológica, la di-
mensión cultural, que irá desempeñando un papel creciente en la obra de García
Márquez: será su universo propio, caracterizado por leyes lógicas y físicas distintas,
situado en el terreno de lo maravilloso. Con “La noche de los alcaravanes”, se está
en un umbral, empezando ese universo a delinear una identidad propia.
El punto de partida de la historia radica en la creencia popular costeña, a la
que García Márquez se referirá luego más de una vez, de que las aves llamadas al-
caravanes cantan la hora con una puntualidad de reloj. En el cuento, el rumor pú-
blico pretende que uno de los hombres quiso imitar el canto de los alcaravanes
pero “lo malo fue que dio una hora atrasada”106 – según explica una mujer –, por
lo que las aves se vengaron cegándolos a los tres. De modo que la fantasmagoría
no era del todo arbitraria y ya tenía algo de la dimensión cultural que buscaba
García Márquez en su caminar hacia su peculiar captación del mundo: se objetiva-
ba una superstición popular. No era más que a través del discurso de una mujer
del pueblo, pero el caso es que no la contradicen los tres ciegos. Muy pocos en
Colombia habían advertido las posibilidades literarias que encerraban las creen-
cias de la gente de abajo: Antonio Brugés Carmona un poco, alrededor de
1940;107 Vinyes, tal vez más que cualquier otro, con su conocimiento del arte y la
literatura del siglo XX; y José Félix Fuenmayor, a su manera, nutrida de lecturas
pero también de muy costeñas vivencias.
Con “La noche de los alcaravanes” se acababa la breve e intensa etapa de ex-
perimentaciones de García Márquez. Ya había recorrido lo que por un tiempo ha-
bía sido como un feudo exclusivo de sus amigos del grupo, y había aprendido a
practicar en ese campo. No todo lo había ensayado sobre el manejo de la voz na-
rradora, pero sabía lo suficiente. Así lo demostraron muy pronto “Alguien desor-
dena estas rosas”, “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”‘ y La hojarasca.
Los aportes de Hemingway no le servían entonces, y rompía con el norteamerica-
no al cometer una despiadada crítica de Al otro lado del río y entre los árboles.108
JACQUES GILARD
174
106 Gabriel García Márquez, “La noche de los alcaravanes”, op. cit.
107 Debe mencionarse un premonitorio relato publicado por Brugés Carmona en 1940: “Vida y
muerte de Pedro Nolasco Padilla (El Tiempo, Bogotá, 3 de noviembre de 1940, 2da Sección, p. 2). La
forma no siempre está al nivel de la calidad del buceo en la superstición popular pero había allí gran-
des intuiciones. El medio intelectual no podía entonces devolverle a Brugés ecos ni aportarle orienta-
ciones que lo ayudaran a perseverar en esa vía.
108 Gabriel García Márquez, ‘La Jirafa’, “Al otro lado del río y entre los árboles”, en El Heraldo,
Barranquilla, 21 de junio de 1950, p. 3. Aunque se admita generalmente que Hemingway es mejor
cuentista que novelista (punto de vista que GGM reiteró en varias ocasiones a lo largo de los años), y
aunque no sea ésta, a todas luces, la mejor novela del norteamericano, no deja de extrañar la acidez
del comentario que entonces escribió García Márquez. Y podrían surgir más reflexiones al compro-
bar cuánta cercanía (el tema de la vejez) existe entre Al otro lado del río... y las novelas escritas por
García Márquez a partir de El amor en los tiempos del cólera.
La cuestión era, en adelante, enfrentarse con su mundo propio y, para emprender
la aventura, le bastaba con la vuelta que acababa de darle a una serie de proble-
mas técnicos. Desde el principio sabía cuál era el territorio propio de la literatura.
De modo que acometió la tarea de escribir una novela. No la que verdaderamente
llevaba adentro, que era La casa,109 porque intuía que una saga extensa quedaba
aún fuera de su alcance. Fue un corte sincrónico, operado dentro de la saga, lo
que quiso labrar para inaugurarse como novelista: eso fue La hojarasca, captación
de un momento que permitía reconcentrar todo un largo fluir temporal, cuyo re-
cuento exhaustivo se dejaba para un libro posterior. Con los años y una variada
experiencia, La casa se fue convirtiendo en Cien años de soledad.
El último cuento previo a, o redactado a la vez que, la elaboración de La hoja-
rasca, fue “Alguien desordena estas rosas”,110 con el que se ve que ya se acabó la
etapa experimental: se regresa a la manera faulkneriana. Ahí se marcaba una espe-
cie de separación con respecto al grupo de Barranquilla. La redacción sistemática
de una novela aislaba a García Márquez, material y tal vez afectivamente, pero so-
bre todo él renunciaba al mariposeo del tanteo técnico – aunque también es cierto
que se encerraba por un tiempo en una modalidad narrativa conocida merced a
sus amigos y por tanto compartida con ellos –. Por otra parte, rompía con la temá-
tica urbana, predilecta del grupo, en provecho de un concepto propio, aparente-
mente retardatario, de lo universal.
El regreso a lo faulkneriano
“Alguien desordena estas rosas” tiene una posición céntrica en este periodo de
la evolución. Remite a la situación evocada en “Eva está dentro de su gato”, aun-
que esta afirmación parecería alejarnos del cuento tal como es a primera vista pero
puede no ser sino una ilustración más de cuánto pueden diferir historia y discur-
so. Tomando la historia con perspectiva amplia, puede decirse que, en una familia
El grupo de Barranquilla y el cuento
175
109 Sobre este proyecto de novela, que se hubiera titulado La casa, el primer dato público sumi-
nistrado por GGM es el que figura en la ya citada carta de 1952 a Gonzalo González, “Auto-crítica”.
Sin embargo, García Márquez les había hablado del proyecto a sus amigos del grupo tiempo antes: en
una carta del 30 de septiembre de 1950, le decía Germán Vargas a Ramon Vinyes: “Gabito abandonó
La casa y parece estar metido en otra novela”. Esa otra novela era, evidentemente, La hojarasca. El te-
ma de la casa corría por buena parte de la producción de GGM en esa época, tratárase de literatura o
de periodismo. Piénsese en “Eva está dentro de su gato”, “Amargura para tres sonámbulos”, “El
huésped”, “La casa de los Buendía”, “Un hombre viene bajo la lluvia”, “Alguien desordena estas ro-
sas”, “Apuntes”, “Otros apuntes”, etc. Y más tarde había de desembocar en Cien años de soledad.
110 En realidad, también debería poderse hablar de “Un hombre viene bajo la lluvia”. La hipótesis
de que el cuento salió en Crónica parece verosímil, pero por no tener comprobación documental y por
ignorar la fecha en que se produjo esa publicación (si se produjo), se deja algo marginado este cuento.
Un poco más adelante se expresarán reparos sobre la calidad literaria de “Nabo, el negro....”, oponien-
do brevemente su rigidez estructural a la fluidez de “Alguien desordena estas rosas”. “Un hombre vie-
ne... “ puede parecer estéticamente inferior a “Alguien desordena...”, pero una comparación con “Na-
bo, el negro... “ también resultaría desfavorable a éste. “Un hombre viene bajo la lluvia” es mejor como
cuento, aunque tal vez adolezca también de un ritmo lento, más de novela que de cuento.
que tal vez no era la suya, murió un niño; con él jugaba habitualmente una mucha-
cha mayor que él, niña aún o ya adolescente. Hasta aquí es la situación común en-
tre ambos cuentos. La particularidad de “Alguien desordena estas rosas” consiste
en que el punto de vista es el del niño muerto. Quedó abandonada por varios
años la casa, en la que quedó el fantasma del niño.111 Regresa la muchacha de an-
tes, sola y ya en vías de convertirse en solterona. Tal es el punto de partida del
cuento: ella vive bajo los ojos del fantasma, quien es testigo de su soledad, de su
rutina y de sus pensamientos.
En cuanto a relaciones con el resto de la obra, aquí está muy presente el tema
de la casa y también se trata de un anticipo más claro de Cien años de soledad, ya
que el muerto cumple cabalmente el papel de testigo de una ruina familiar.112 “Al-
guien desordena....” permite captar mejor la coherencia que subyacía a los prime-
ros tanteos de García Márquez, con una alusión que el muerto hace a su propio
cuerpo (ya se citó anteriormente: “mi cuerpo de niño, ahora confundido, desme-
nuzado entre caracoles y raíces”). Lo más espectacular y novedoso de este cuento
es seguramente el hecho de ser el narrador un muerto que se expresa en primera
persona del singular – procedimiento que volverá a figurar en El otoño del patriar-
ca –. Para ello, puede García Márquez prescindir de lo ya aprendido sobre el ma-
nejo de la función narradora: el fantasma se mueve como le viene en gana por to-
da la casa, lo ve todo y adivina los pensamientos. Se regresa a una omniciencia113
que sería banal si no terciara la audacia de un relato hecho desde la muerte. Así
queda objetivada la existencia del mundo metafísico entremezclado con el físico.
Resulta más clara que nunca la opción de García Márquez por lo maravilloso con
esa presencia de lo sobrenatural en medio de lo cotidiano – como en las creencias
populares de la Costa Atlántica –. Así es como en el cuento puede “salir” un
muerto y compartir a su manera la existencia diaria de los vivos. Se va precisando
la modalidad garciamarquina del realismo mágico, con un juego a la vez sutil y
alegre entre las posibilidades de lo sobrenatural y las limitaciones de la realidad
trivial: el fantasma, ser inmaterial, es capaz de llevar objetos concretos como las
rosas, pero prefiere no llegar hasta su propia tumba mientras llueve o mientras el
sol no ha secado el barro del camino que lleva al cementerio, pues también siente
y a veces actúa como un mortal común y corriente. Se volverá a encontrar una
mezcla parecida, del portento con lo trivial, en Cien años de soledad: Remedios la
bella llevándose las sábanas al cielo, para disgusto de Fernanda.
JACQUES GILARD
176
111 La primera “Jirafa” titulada “Apuntes” (El Heraldo, Barranquilla, 9 de enero de 1951, p. 3),
empieza con esta frase: “Cuando abandonaron la casa se quedó un niño olvidado en el ropero.” Aun-
que varíe la anécdota, son obvias la recurrencia y la obsesión.
112 Ya se ha mencionado este tema, que también vuelve a salir a flote en la “jirafa” titulada
“Apuntes”, del 9 de enero de 1951. El personaje femenino de “Alguien desordena estas rosas” quizás
le deba algo a la Miss Burden de Luz de agosto, de Faulkner.
113 No es tan fácil prescindir de las comodidades de la omniciencia y García Márquez supo a ve-
ces usar recursos que le permitían recuperar esas ventajas. En El coronel no tiene quien le escriba, el
médico asume el papel de personaje crítico y aporta datos y tiene de las cosas y las gentes una visión
cercana a la omniciencia. En Del amor y otros demonios es una vez más un médico, Abrenuncio, el
que más se acerca a una conciencia que lo abarca y penetra todo.
Lo más notable del cuento tal vez sea su construcción misma: es aquí donde se
comprueba por primera vez tan claramente la manera como García Márquez aco-
ge el modelo faulkneriano, con su especial temporalidad.114 Salta a la vista el pe-
culiar tono de conjuro, pero privan sin embargo los meandros del soliloquio del
fantasma. Aunque la historia referida en desordenadas y caprichosas alusiones
llega a tener una cronología bastante coherente (cosa que no siempre se da en
Faulkner), predomina la impresión de un instante ajeno al tiempo computable, el
“superpresente” de que hablaba Sartre a propósito de Sartoris y El sonido y la fu-
ria; instante desde el cual cobran insegura existencia un pasado y un posible futu-
ro. Un núcleo le confiere a la anécdota una realidad, desquiciada y como de aluci-
nación, y nos sitúa en la temporalidad especial que García Márquez había intuido
en sus primeros cuentos y de la que Faulkner le daba un ejemplo cabal. Con “Al-
guien desordena....” acaban de colocarse en sus sitios respectivos las piezas prin-
cipales de la temática macondiana (la casa, la familia, el testigo, el tiempo), salvo
el pueblo, que sí figura en ciertas “jirafas” y en La hojarasca.115 Al encontrarse
consigo mismo, podía García Márquez prescindir, no de sus audacias clarividen-
tes, pero sí de todo el virtuosismo técnico que había adquirido en la etapa experi-
mental de los meses anteriores: el usar de un fantasma narrador le permitía prac-
ticar una modalidad sui generis de la narración omnisciente. La experimentación
no había sido inútil, desde luego. Volver a la sencillez después de trabajar la com-
plejidad era lo contrario del facilismo o de la ingenuidad, rasgos más que frecuen-
tes en la cuentística colombiana del momento. Todo lo adquirido sería aprove-
chado en obras posteriores, pero lo importante era, de momento, el que García
Márquez hubiera podido fundir su convicción sobre la literatura (nada le debe
ser vetado) y el mundo que quería expresar, a la vez trivial y sobrenatural, en el
que los fantasmas van por las casas pero también le tienen recelo al barro de los
caminos.
Cuando unas semanas después salió en el suplemento de El Espectador (señal
de la ruptura con Crónica) el cuento “Nabo, el negro que hizo esperar a los ánge-
El grupo de Barranquilla y el cuento
177
114 Lo mismo se podría decir a propósito de “Un hombre viene bajo la lluvia”.
115 No se tratará en este estudio el importante problema que sale aquí a flote: con el pueblo se
vincula la cuestión del tiempo histórico. En cierto número de «jirafas» de 1950 y 1951 se ve que Gar-
cía Márquez tenía la tentación de acudir a las fechas de los calendarios para ubicar sus anécdotas e
historias de familias. Esa tentación se concreta en La hojarasca. Así dotaba García Márquez sus rela-
tos de una supuesta coherencia, pero ésta resultaba contraproducente y las fechas (aunque no hubiera
contradicciones, pero las hay en La hojarasca) podían convertirse en una rémora. Entre las “jirafas”
con fecha(s), pueden señalarse: “Para un primer capítulo” (4 de noviembre de 1950),”Apuntes” (9 de
enero de 1951), “Otros apuntes” (10 de enero de 1951), la entrega nuevamente titulada “Apuntes”
(29 de enero de 1951), “Kaiser” (26 de junio de 1951). Había más flexibilidad (con alusiones, por
ejemplo, a la guerra civil o simplemente a principios de siglo) en un texto programático como “La ca-
sa de los Buendía” (3 de junio de 1950) o en “jirafas” como “El chaleco de fantasía” (28 de noviem-
bre de 1950) y “Octavo relato de un viajero imaginario” (26 de febrero de 1951). Y más flexibilidad
aún, y mayores potencialidades en materia de temporalidad, en una “jirafa” temprana como era “El
muro” (6 de mayo de 1950), en la que García Márquez ya intuía la forma como manejaría el elemento
tiempo en Cien años de soledad. Se deja a un lado esta temática de gran riqueza, pero convenía seña-
larla porque no le faltaron a García Márquez interrogantes a este propósito en 1950 y 1951.
les”,116 un lector atento podía tener la impresión de encontrarse ante un mundo
familiar, siempre tan faulkneriano – e incluso más faulkneriano, hasta tal punto
que esta vez lo era demasiado –. Quizás por efecto de lo aprendido en la redac-
ción de La hojarasca, la técnica de “Nabo...” resulta más “avanzada” que la de
“Alguien desordena...”. Con su nitidez geométrica, ausente de los cuentos ante-
riores y sí bien presente en la novela, la narración combina en forma alternada
dos puntos de vista: el colectivo de los amos del negro Nabo (“nosotros”, “los de
la casa”)117 y el de un narrador anónimo, bastante cercano a la omniciencia para
presenciar y referir los diálogos del palafrenero negro en estado de coma y el
fantasma o alma del músico muerto, y al mismo tiempo bastante limitado para
no conocer el pasado tan bien como los de la casa. De esa relativamente compleja
trenza de dos subjetividades desiguales fluye una temporalidad peculiar, con el
desajuste entre el desgaste de los años y la catalepsia en que queda sumido Nabo.
Es una fragmentación que, como ámbito narrativo, a veces hace pensar más en
el género novela que en el cuento. En medio de tanto virtuosismo, se tiene la
impresión de una manera algo rígida, como si faltara la autenticidad subyacente
a la fluidez de “Alguien desordena...”. El rigor aprendido en el minucioso armado
de La hojarasca pesaba sobre “Nabo...” y mermaba en parte las vibraciones de
su anécdota y la calidez de su universo, por tener éstas que amoldarse a la exigüi-
dad del género cuento. No era la primera vez, ni sería la última, que el paso por
los terrenos de la novela quitaba por un tiempo a un escritor su agilidad de cuen-
tista.
Pero era ya evidente que García Márquez podía tener todas las ambiciones. En
el caso de “Nabo...”, regreso momentáneo a la temática de La casa (quizá con la fi-
nalidad de limpiarse el autor del hastío momentáneo generado por la redacción de
La hojarasca), debía faltar la voluntad de ceñirse más y mejor al universo propio.
En la historia del fantasma que llevaba rosas a su tumba había una sencillez y una
carga de verdad cultural que no se percibe tanto en “Nabo...”. Este es un cuento
que podría situarse en cualquier país tropical; que, en particular, podría ser pura-
mente dixie – como un pastiche de Faulkner –, y que no remite a un trasfondo vi-
tal latino ni mulato, ni marcado por el catolicismo; carece de calidez criolla. So-
bresale de “Nabo....” una maestría técnica que ya no hacía falta demostrar.
Era que lo esencial ya estaba hecho. “Nabo...” salía a la luz pública en un mo-
mento en el que García Márquez, de nuevo instalado en Cartagena, tenía que ha-
ber concluido la redacción de La hojarasca. La parte decisiva del itinerario se ha-
JACQUES GILARD
178
116 Se usa aquí el título que hoy figura en el volumen Ojos de perro azul, y en ediciones completas
de los cuentos de GGM. Es probable que este título se haya venido perpetuando desde la edición pi-
rata hecha en 1972 por una editorial uruguaya, volumen que llevaba el título general de El negro que
hizo esperar a los ángeles. Estaba en lo cierto Mario Vargas Llosa cuando, en su García Márquez. His-
toria de un deicidio, se refería a este cuento bajo el simple título de “Nabo”. La redacción del Domini-
cal de El Espectador solía atribuir subtítulos a los cuentos allí editados. Así parece ser en este caso: el
título, tipográficamente bien identificado, es “Nabo”. Nos plegamos al uso que se ha impuesto hasta
en los volúmenes autorizados por el autor.
117 Es otra probable reminiscencia de la voz colectiva de “Una rosa para Emilia”.
bía cumplido: la experimentación formal, si aún quedaba mucho por recorrer y
practicar, ya había tocado bastantes puntos útiles de la panoplia técnica del narra-
dor moderno y habían sido encontradas las llaves de Macondo.
García Márquez y Barranquilla
También fue en Barranquilla (allá regresó a principios de 1952, tras un año pa-
sado en Cartagena) donde García Márquez continuó su exploración del universo
macondiano con un buceo en la sociedad y la cultura costeñas. Aún tenía que ex-
plorar las leyendas de la aldea, más allá de los límites de la casa, que seguía siendo
el eje de la gran novela con que soñaba. La aldea faltaba en sus cuentos: aparecía
en sus “jirafas” de 1950 y 1951 y salía a flote – en forma mediata – en La hojarasca.
La serie sobre La Sierpe, escrita entonces pero publicada sólo en parte,118 fue otra
etapa capital en esa aproximación.119 También se hizo bajo el influjo de Faulkner:
el episodio del “muerto alegre” tiene una deuda con el viaje tragicómico que ha-
cen los Bundren para enterrar a Addie, en Mientras agonizo – persistencia, bajo
otro ángulo, del libro subyacente a La hojarasca –. Pero La Sierpe era también el
mundo de quienes han podido “pisarle los terrenos a la leyenda”; era la acepta-
ción desacomplejada de la superstición y permitía un ingreso personalísimo al
campo de lo real maravilloso americano. Tomaba forma el mundo de la Mamá
Grande, hacia el que García Márquez tendía desde antes y que aportó ingredien-
tes capitales de Cien años de soledad, alrededor del inicial núcleo de la casa de los
Buendía (también se entrevé un tenue anuncio de Del amor y otros demonios).
Para que ello fuera posible debía ser una necesidad el pasar por libros como El
coronel no tiene quien le escriba y La mala hora. El compromiso con la historia
contemporánea, anunciado en marzo de 1952 por la “jirafa” titulada “Algo que se
parece a un milagro”, se concretaba en obras de ficción con fechas bien maneja-
das y, de alguna manera, así desmitificadas;120 ello permitiría romper al fin con el
apego a las cifras y asumir plenamente las intuiciones de 1950 (la “jirafa” titulada
“El muro”) y la lección de las crónicas sobre La Sierpe. El cuento “Los funerales
de la Mamá Grande”, surgido en 1959 como una amarga carcajada ante la Colom-
bia del Frente Nacional, sería el estribo en el proceso que había de llevar a Cien
años de soledad, la novela escrita con base en una temporalidad propia, libre de
escorias y modelos.
El grupo de Barranquilla y el cuento
179
118 La serie debía salir primero en la revista Lámpara, Bogotá, dirigida por Alvaro Mutis. Sólo
apareció una primera entrega: Gabriel García Márquez, “Un país en la Costa Atlántica I. La Sierpe”,
en Lámpara, Bogotá, Vol. I, n° 5, septiembre-diciembre de 1952, pp. 15-18 (con ilustraciones de
Grau). En 1954 se publicó la serie completa en Dominical de El Espectador, dividida en cuatro entre-
gas (“La marquesita de la Sierpe”, 7 de marzo de 1954, p. 11; “La herencia sobrenatural de la mar-
quesita”, 21 de marzo, pp. 17 y 27; “La extraña idolatría de la Sierpe”, 28 de marzo, pp. 17 y 30; “El
muerto alegre”, 4 de abril, p. 10).
119 Remitimos a las entregas, ya mencionadas, de ‘Punto y aparte’, en El Universal de Cartagena,
de los días 16 y 17 de junio de 1948.
120 Nuevamente surge aquí la cuestión del tiempo histórico en las ficciones de García Márquez.
García Márquez siguió una línea infinitamente personal, en busca de una ex-
presión más ceñida a sus propias obsesiones. Es importantísima la deuda que tie-
ne con sus amigos del grupo de Barranquilla porque éstos le permitieron plasmar
con suma rapidez lo que él venía indagando e intuyendo, cuando pudo ser cues-
tión de muchos años.121 Tenía una conciencia tan aguda de lo que rechazaba, y
una intuición tan atormentada de lo que iba buscando, que lo habría encontrado
solo tarde o temprano, más bien tarde probablemente (y, de ser así, la producción
posterior a El otoño del patriarca no sería lo que ha venido siendo). Al influjo del
grupo, a la nitidez de sus interrogantes sobre técnicas narrativas, a sus lecturas
predilectas, se debe el salto grande que dio García Márquez en pocos meses de
1949 y que se corroboró en la fecunda convivencia de 1950. Al grupo pertenecen
“Ojos de perro azul”, “La mujer que llegaba a las seis” y “La noche de los alcara-
vanes”, con su metódico trabajo en torno al punto de vista. Tampoco se debe olvi-
dar que, descartado provisionalmente, lo aprendido en la redacción de “La mujer
que llegaba a las seis” volvió a surgir en El coronel no tiene quien le escriba; la te-
mática era propia y también lo era el rigor de la escritura, pero algo tenía que ver
aún esa sabiduría con los debates de 1950. Era un eco que aún vibraba.
Fue eminentemente personal todo el resto: la voluntad de apresar esa temática
y de darle forma, el hundimiento definitivo en el universo propio a partir de me-
diados de 1950, en algo que fue como una ruptura con algunos de los criterios
acatados por el grupo. Quedaba todo lo aprendido en tan poco tiempo. De ello
lleva la marca la producción de los años 50, hasta “Los funerales de la Mamá
Grande” que abre un momento distinto, pero la verdadera participación de Gar-
cía Márquez como escritor del grupo fue de corta duración (unos meses) y dio lu-
gar a pocos textos. Estos alcanzaron una calidad excepcional en el panorama co-
lombiano de los años 40 y 50, fueron etapas notables en el desenvolvimiento de la
obra individual, son elementos insoslayables pero – salvo grandes logros como el
poco valorado “De cómo Natanael... “ y “La noche de los alcaravanes”– presen-
tan hoy, en su mayoría, un interés modesto al lado de los grandes títulos.
JACQUES GILARD
180
121 Este trabajo le concede una atención mínima a lo que era el trasfondo, la cuentística colom-
biana del momento y más ampliamente los suplementos culturales y la vida literaria. Por ello conviene
subrayar que, cuando sus amigos de Barranquilla le hicieron leer a Faulkner y otros autores, pero a
Faulkner principalmente, García Márquez estaba cercano a la asfixia y no podía sino dar vueltas en
redondo. No bastaban el magisterio de un Eduardo Zalamea Borda, que disponía de poco espacio (su
columna diaria de El Espectador, la ya desaparecida página ‘Fin de Semana’) ni la prédica, sobre todo
ideológica y sólo en parte literaria, de un Jorge Zalamea en su recién fundada Crítica, ni las sutiles no-
tas y episódicas audacias de Hernando Téllez (demasiado involucrado éste en los juegos del poder in-
telectual). El predominio social de El Tiempo hacía que su rutinario suplemento fuera la norma, poco
menos que letal, del pensamiento y la creación. En un medio donde las novedades capitales sólo aso-
maban en forma fragmentaria, intermitente y, en total, incoherente, un joven tan inquieto como era
García Márquez carecía de asideros. Las lecturas que se identifican en los cinco primeros cuentos no
le permitían dar un paso más. Así se toma la medida de lo decisivas que fueron las lecturas que le su-
ministraron los barranquilleros en mayo de 1949.
Cepeda Samudio, el experimentador
Mientras que García Márquez ha venido desenvolviendo a través de seis dece-
nios un proceso creativo largo y complejo, Cepeda Samudio dejó una obra nota-
blemente más escueta que, por consiguiente, requiere análisis menos extensos y,
tal vez, menos matizados. Todos estábamos a la espera122 y La casa grande, los tex-
tos que germinaron en tiempos del grupo, constituyen un conjunto cerrado, en
cierto modo, y no son tantas las perspectivas que de ellos parten – si bien sobran
las oportunidades para hipótesis y especulaciones, y no menos evidentes que su
densidad misma son las múltiples resonancias de esos textos, así como la unidad
que a pesar de todo permanecerá como un reto para el comentario –.
No es posible acercarse a la producción juvenil de Cepeda Samudio de la mis-
ma manera que a la de García Márquez, porque en Cepeda la experimentación
formal tuvo más importancia, a primera vista, que cualquier otro aspecto. Sólo a
primera vista, en realidad, porque también a él se podría aplicar esta frase de Ro-
land Barthes que se ha convertido ya en un lugar común: «El escritor es un expe-
rimentador público: varía lo que reinicia; obstinado e infiel, no conoce más que
un arte: el del tema y de la variación.»123 De momento, se insistirá en el aspecto
formal, porque en ello sí fue Cepeda el más público de los experimentadores,
mientras que supo (¿quiso?) mantenerse más secreto a nivel de los temas. Es en la
agresividad de su preocupación por renovar las formas donde adquiere de entrada
una personalidad inconfundible en la literatura colombiana, y por ahí es por don-
de conviene aproximarse a él.
Como ya se dijo a propósito de García Márquez y es más válido aún tratándose
de Cepeda, hay que empezar afirmando que cada uno de los cuentos de éste apa-
rece como un manifiesto. Manifiesto contra la narrativa predominante en la Co-
lombia de los años 40 y contra los presupuestos ideológicos y estéticos que preten-
dían justificarla. La diferencia era que, al publicar su primer cuento, Cepeda co-
nocía mucho mejor la literatura contemporánea, y desde hacía más tiempo. Dispo-
nía de los modelos decisivos y el debate en el seno del grupo ya había decantado
los problemas técnicos de la narrativa. Ello le permitía saber no sólo lo que recha-
zaba, sino también hacia dónde tendía. El hecho se hace obvio si se tiene en cuen-
ta la variedad de las propuestas formales en Todos estábamos a la espera, y se com-
prueba mejor aún al conocer las fechas en que algunos cuentos salieron en la
prensa. Sobresale la impresión de una experimentación programada.
El grupo de Barranquilla y el cuento
181
122 Alvaro Cepeda Samudio, Todos estábamos a la espera. El libro ha tenido cuatro ediciones. Pri-
mera (con presentación de Germán Vargas en la solapa, e ilustraciones de Cecilia Porras): Barranquilla,
Ediciones Librería Mundo, 1954, 73 p. Segunda (con introducción de Jacques Gilard e ilustraciones de
Cecilia Porras): Bogotá, Plaza & Janés de Colombia-Ltda, 1980, 132 p. (Col. Rotativa). Tercera (con
presentación de Alfonso Fuenmayor e ilustraciones de Cecilia Porras): Bogotá, El Áncora Editores,
1993, 137 p. Cuarta (edición crítica por Jacques Gilard): Madrid, Cooperación Editorial, 1985, 181 p.
(Col. Clásicos Populares, n° 13). A esta última edición, mencionada como ed. crítica, remitirán las citas.
123 Traducimos directamente del prefacio de Roland Barthes, Essais critiques, Paris, Le Seuil,
1981, p. 10 (Col. Points, n° 127).
Ya se ha dicho que una diferencia entre los cuentos de Hernando Téllez y los
de José Félix Fuenmayor es que el primero, si tuvo conciencia de lo que buscaba,
fue progresando en forma lineal y paulatina, con tanteos, tropiezos, retrocesos y
nuevos tanteos mejor logrados, mientras que el segundo dio forma a su anecdota-
rio después de reflexionar sobre cuestiones técnicas; de ahí que Cenizas para el
viento y otras historias diera la imagen de un proceso inseguro, mientras que La
muerte en la calle aparecía como resultado de una alquimia previa. Los cuentos de
Cepeda son otro caso. Al contrario de lo que dejaría suponer su fama de persona-
lidad exuberante, el cuentista procedió fríamente, según un proyecto establecido
desde antes de empezar a escribir. Había visto tempranamente los problemas for-
males con que tendría que enfrentarse, los que señalaban o dejaban entrever sus
lecturas de obras contemporáneas. Así los fue abordando uno tras otro, partiendo
de un planteamiento distinto para cada cuento. Cepeda no se repitió, a pesar de
las apariencias: «Nuevo intimismo» no pasa de tener parecidos con «Intimismo»,
hasta el punto de que, si el más antiguo quedó fuera de Todos estábamos a la espe-
ra y el más reciente se integró, ambos habrían podido convivir sin problemas: el
autor se centraba en otros procedimientos de escritura. Cada cuento es producto
de un reto específico. Al término del proceso, Cepeda había ido llenando los com-
partimentos de un casillero que él mismo concibió algunos años antes. Sería mejor
conocer en qué orden exacto fueron redactados los cuentos pero con conocimien-
tos parciales sobre la cronología de su producción basta para confirmar la impre-
sión que deja la lectura de Todos estábamos a la espera.
Hubo en Cepeda una conquista inicial, planteada y lograda desde antes de pu-
blicar lo que puede considerarse su primer verdadero texto de ficción, «Proyecto
para la biografía una mujer sin tiempo».124 Este texto lo evidencia, pero era ya un
hecho cumplido, al parecer y hasta donde se puede juzgar con base en un texto
trunco, cuando Cepeda publicó en una revista estudiantil de 1945 el cuasirrelato
«Alucinaciones»,125 pese a ser éste un texto sumamente ingenuo. «Alucinaciones»
ya respetaba el principio, novedoso en el contexto colombiano, de que el narrador
no debe saber más que el personaje: Cepeda se ceñía tempranamente a la «narra-
ción con» – según la clasificación de Pouillon, adoptada por Todorov –. (Desde
luego, hay que recordar que también lo hizo, un poco después, el propio García
Márquez en su debut). Es decir que de entrada había reflexionado Cepeda en el
manejo de la instancia narradora. Allí se daba la ruptura con la narrativa conven-
cional del momento, pues se iniciaba Cepeda con un rechazo a una supuesta om-
niciencia del narrador: la historia no podía proceder de una conciencia casi divina
que detentara todas las claves y las fuera entregando al lector con soberana autori-
JACQUES GILARD
182
124 Alvaro Cepeda Samudio, «Proyecto para la biografía de una mujer sin tiempo», El Nacional,
Barranquilla, 15 de marzo de 1948, 4ta Sección, p. 2. El ejemplar conservado en la sede del diario ba-
rranquillero había perdido algunas páginas, de modo que el texto de Cepeda queda trunco. Ver ed.
crítica, pp. 131-143.
125 Alvaro Cepeda Samudio, «Alucinaciones», aparecido en una publicación estudiantil de 1945,
sin identificar, de la que se conserva un recorte incompleto. Cfr. Alvaro Cepeda Samudio, En el mar-
gen de la ruta, op. cit., pp. 13-15.
dad; tenía que surgir del discurso mismo, más que de una instancia narradora
siempre limitada en sus conocimientos. Lo cual acarreaba dos corolarios: por una
parte tenía que colaborar el lector y era otro cambio en la narrativa colombiana,
incluso con respecto a escritores jóvenes y más inquietos que la generalidad del
gremio; por otra parte, subvertía el aspecto rutinario, y totalitario,126 de lo anec-
dótico. La historia no era dada, sino que iba naciendo en una colaboración con el
lector y resultaba muy distinta a lo que se consideraba hasta entonces como histo-
ria apta para ser contada. Así se cuestionaba la instancia narradora única y se daba
un paso hacia la modalidad de la instancia organizadora – que Cepeda muy pron-
to puso en juego –, con lo que un cuento podía ser un «collage» de elementos en
vez de simple relación de hechos. Y todo podía convertirse en materia para narrar,
por ejemplo, en «Intimismo», el proceso físico de un fósforo que se enciende. Así
actuó Cepeda en una primera etapa, tratando de ir a lo más drástico para operar
mejor la ruptura que buscaba – para sí mismo y también, con un afán pedagógico
que nunca perdió de vista, para mostrar que era posible, en la misma Colombia,
inspirarse en, y tratar de superar a, autores extranjeros contemporáneos –.
Algo de ello ya asoma en el relato, hoy trunco (otro texto incompleto), con que
inauguró Cepeda su trayectoria «adulta», el ya citado «Proyecto para la biografía
de una mujer sin tiempo». A primera vista, y hasta donde se puede analizar el tex-
to, el aliento era más de novela corta que de cuento, y el relato parece correr por
cuenta de un narrador «extradiegético», por lo que no debía darse en «Proyec-
to...» la forma del «collage». La anécdota mantiene una cierta nitidez, al menos en
la parte bastante larga que se ha conservado. Pero se advierte la voluntad de ir
des-construyendo tanto la perspectiva como la anécdota al acudir a una fragmen-
tación en secciones numeradas que no se ciñen a la cronología, y al instaurar una
cierta confusión en la instancia narradora: al avanzar en la lectura se advierte que
la descripción de la alcoba en penumbras no la asume un narrador omnisciente,
sino uno, anónimo, que pasa por la conciencia y la percepción de una mujer in-
somne. El narrador anónimo adopta el punto de vista caótico o enfermizo del per-
sonaje estragado por una noche de excesos. No sabe más que el personaje y de-
pende de sus percepciones, pensamientos o reminiscencias en el progresivo arma-
do de la anécdota. Se verán más adelante motivos para pensar que este relato de
Cepeda no era tan audaz pero era ya un comienzo notable en el contexto colom-
biano, a lo que se sumaba la audacia de la situación evocada: amores ilegítimos,
una noche de excesos, la amante que se fuga al amanecer, su deambular por la ca-
lle, su llegada a un restaurante de mala muerte...
La voluntad de indagación formal, ya bastante marcada en «Proyecto...», pero
tal vez oculta por otros elementos, se hace casi agresiva en el relato posterior, esta
vez sí un cuento, y un «collage» en su organización: «Tap-Room», aparecido un
El grupo de Barranquilla y el cuento
183
126 En ese rechazo a la autoridad o al autoritarismo de la voz narradora, hay también un ingre-
diente ideológico, subyacente a la dimensión estética; de ese aspecto rayano en la cuestión política
que también fue importante para el joven Cepeda y sus amigos del grupo, no se tratará sino muy tan-
gencialmente en este trabajo.
año después.127 Aquí, lo anecdótico no podía opacar el rigor ni la audacia de la
experimentación, porque la historia era sumamente escueta – además de que, con
los pocos hechos referidos, la historia no tendría interés si la forma fuera distinta –
. La acción transcurre en un bar y se reduce al proceso de la embriaguez en que se
abisma un personaje solitario. Sustentado en un magistral juego sobre signos tipo-
gráficos, el cuento es un mosaico: astillas de las múltiples conversaciones del bar,
entrecruzándose en el ambiente con ruidos y música; diálogo de una ruptura amo-
rosa (que se supone pertenece al pasado y es la que lleva al protagonista a embria-
garse); proceso de la embriaguez que un narrador anónimo refiere escuetamente
en varias etapas bajo una forma metafórica que sólo al final puede interpretarse; y
en último lugar el diálogo de los empleados del bar que, al hablar unos con otros
mientras ponen orden y despachan al beodo en un taxi, terminan dando las últi-
mas claves del texto (dónde se está, qué ha pasado, qué podían significar las inter-
venciones del narrador anónimo). No hay narración unificada: el narrador anóni-
mo sólo da cuenta del creciente malestar del personaje; no introduce los diálogos
entrecortados de la clientela ni las palabras que intercambian los sirvientes al final;
son fragmentos yuxtapuestos (casi más sonidos que palabras, la mayoría) que, con
la última línea, el lector puede ordenar y comprender, constituyendo así una histo-
ria mínima, pero de intensa carga emocional. El aporte de las voces, especialmente
las de los empleados, remite al modelo de «Los asesinos», de Hemingway, donde
el diálogo era motor en la constitución de la anécdota, pero Cepeda había querido
situarse más allá del modelo, pues usaba la técnica del «collage» y tomaba bajo un
ángulo muy especial el elemento personaje. La apuesta era difícil y el cuentista
principiante había cumplido su intención a cabalidad. Además, era caso único en
Colombia, y Cepeda no debía conocer ningún ejemplo parecido en una literatura
de lengua española.
Con «Intimismo», publicado poco después,128 se daba otra aproximación a
una forma moderna de narrar. Esta vez, lo fragmentario funcionaba de manera
distinta, con base en un procedimiento tipográfico (el empleo de paréntesis para
enmarcar ciertos pasajes). La anécdota se reduce también a poca cosa: un hombre
y una mujer están juntos en una cama; el hombre enciende un cigarrillo y la mujer
le pide uno también. El relato inmediato, los párrafos que no van entre paréntesis,
refiere cómo se enciende el fósforo. Los párrafos enmarcados por paréntesis deta-
llan las sensaciones físicas del hombre hasta que, tras oír la voz de la mujer, «co-
menzó a pensar».129 Luz y pensamiento: es como el nacimiento del mundo, a par-
tir de lo más elemental. Hay dos canales de lectura y dos cadenas de hechos, que
pueden significar la intervención de dos narradores, o el enfoque doble de un solo
narrador que centraría alternadamente su atención en dos procesos simultáneos
JACQUES GILARD
184
127 Alvaro Cepeda Samudio, «Tap-Room», Estampa, Bogotá, 19 de marzo de 1949, p. 5. Ver ed.
crítica, pp. 125-130.
128 Alvaro Cepeda Samudio, «Intimismo», Sábado, Bogotá, 16 de abril de 1949, p. 23. Se reeditó
en Crónica, Barranquilla, n° 3, 13 de mayo de 1950, p. 5. Ver ed. crítica, pp. 145-148.
129 Ver ed. crítica, p. 148.
pero distintos. Ambas posibilidades hacen que se fije la atención en el funciona-
miento de la instancia narradora, relacionada con el manejo del elemento tempo-
ral. En éste precisamente es donde mejor se delata el narrador: «Y con el primer
sonido el hombre sintió. No pensó, esto comenzó mucho después, sintió, sólo sin-
tió.»130 En el resto del cuento, salvo la ya señalada alternancia (escritura sucesiva
para restituir hechos simultáneos, otro gran problema de la narrativa, con el que
se enfrentaba Cepeda lúcidamente), la narración se limita a seguir los hechos en
orden cronológico, la progresión ínfima del fuego a través de la materia, la recien-
te sensación de la existencia de los cuerpos; es decir una especie de grado cero de
la función narradora: una voz que trasmite sin intervenir, tratando, y lográndolo
hasta donde es posible, de sólo dar el recuento de algo que sucede. Aquí, Cepeda
no intentaba borrar al narrador extradiegético como lo había hecho en «Tap-Ro-
om» (concediéndole, entonces, sólo fragmentos y sometiéndolo a una instancia or-
ganizadora); simplemente lo reducía a un papel mínimo – sin claves casi, ni cono-
cimiento –. Era otro experimento sobre la instancia narradora – bien llevado, una
vez más –, otro problema de técnica narrativa que el autor joven resolvía y daba
como ejemplo a los escritores colombianos.
Al cabo de más de un año apareció el tercero de los cuentos que luego reunió
Cepeda en Todos estábamos a la espera. También es el primero conocido de los
que trajo de Estados Unidos: «Vamos a matar los gaticos».131 Es otra faceta de la
instancia narradora lo que aquí aborda Cepeda, poniendo nuevamente énfasis,
aunque de manera distinta a como lo hiciera en «Tap-Room», en el uso de los diá-
logos. Otra vez trata de borrar lo más posible la presencia del narrador, y el relato
se construye casi exclusivamente a través de lo que dicen los personajes, pues aquí
no son astillas de diálogos como había pasaso en «Tap-Room». El narrador está
presente en elementales intervenciones: «dijo Doris», «dijo Martha», «preguntó
Doris», «preguntó Martha» y un «gritó Martha». Lo demás son las réplicas del
diálogo. De lo que dicen los personajes se deduce dónde están y qué hacen: tres
niños (dos hembras y un varón) o tres niñas juegan en un patio, entran a una pieza
donde acaban de nacer cuatro gatitos, los matan y salen. La incertidumbre sobre
la identidad del tercer personaje es un punto de máxima importancia en el cuento
(experimenta Cepeda con el elemento personaje). Dos de los protagonistas que
hablan son niñas, Doris y Martha, pues el narrador identifica sus réplicas, pero no
pasa así para el tercero, que no tiene nombre, ni es identificado por un pronom-
El grupo de Barranquilla y el cuento
185
130 Ver ed. crítica, p. 145. Se volverá sobre este punto más adelante.
131 Alvaro Cepeda Samudio, «Vamos a matar los gaticos», Crónica, Barranquilla, n° 11, 8 de julio
de 1950, p. 5. Esta primera publicación del cuento presentaba elementos que no figuraron más en la
primera edición en volumen: dos filetes horizontales intercalados en el texto para señalar los cambios
de espacio y el dato final de lugar y fecha de redacción («Ann Arbor, 1950»). Todas las ediciones de
este cuento se han visto afectadas por una serie variable de omisiones y no pocas confusiones sobre
las réplicas: en Crónica primero, que suministra sin embargo una base sólida para saber cómo era el
texto original, y luego en los volúmenes de Ed. Librería Mundo (Barranquilla, 1954), de Plaza & Ja-
nés de Colombia (Bogotá, 1980) y de El Ancora (Bogotá, 1993). El autor de estas líneas piensa haber
rectificado esas erratas en su edición crítica del libro (ver pp. 81-85).
bre personal, «él» o «ella», y cuyo sexo tampoco es delatado por ningún adjetivo
en masculino o femenino. Es sólo una voz132 y es por medio de lo que dice como
se llega a saber algo de lo que siente – más que de lo que es –. La anécdota sobre-
sale de esta peculiar modalidad narrativa, teatral sólo a primera vista (a pesar de
todo interviene un narrador), que también es una reminiscencia y otra superación
del ejemplo de «Los asesinos». Así surge una breve historia, palpitante de cruel-
dad – niñez, ingenuidad, perversidad –, con un fuerte conflicto psicológico sutil-
mente tratado: se entiende que el personaje anónimo quiere evitar que le regalen a
la autoritaria Doris uno de los gaticos y que al mismo tiempo, ante los chantajes
de la niña, tiene que sacrificar a los tres restantes. Por ello, al final, dice tres veces
que llora «por nada»: es por cada uno de los tres gatos sacrificados. La carga emo-
cional del cuento – aparentemente rígido y frío – es otro aspecto de la hazaña lo-
grada por Cepeda con «Vamos a matar los gaticos».
El cuento siguiente, aparecido dos meses después, también debe ser uno de los
traídos de Estados Unidos. «El piano blanco»133 llama menos la atención hoy, por
resultar menos agresivamente experimental que los anteriores, o más bien por re-
mitir a una modalidad que ha llegado a ser familiar en la narrativa hispanoameri-
cana – en la línea de «Hombre de la esquina rosada», de Borges, continuado por
el «Puntero izquierdo» de Benedetti y el «Torito» de Cortázar –. Para entonces,
en Colombia, ya había publicado un relato sobre este modelo Gustavo Wills Ri-
caurte («Yo era un hombre sereno») y Hernando Téllez tenía que haber escrito
desde hacía algún tiempo (no consta una publicación anterior a la salida de su li-
bro de cuentos, que casi coincidió con la aparición del cuento de Cepeda) «Geno-
veva me espera siempre» y «Debajo de las estrellas». Es un relato asumido por un
personaje narrador que refiere sus propias vivencias. Teniendo más en cuenta el
contenido de «El piano blanco», conviene advertir, para cambiar algo la perspecti-
va y subrayar la novedad propuesta por Cepeda, que éste sacaba su cuento meses
antes de que el grupo descubriera el Bestiario de Cortázar – si bien es cierto que
ya conocía a Felisberto Hernández –. «El piano blanco» experimentaba nueva-
mente sobre la instancia narradora. Una observación lateral previa se referiría al
juego tipográfico del discurso colocado entre comillas – una sutileza que podría
pasar inadvertida pero que tiene su importancia (estos aspectos, muy cuidados en
la escritura cepediana, fueron bastante maltratados en las tres primeras ediciones
del libro) –. El planteamiento del escritor era que el personaje se expresara desde
su neurosis: ésta falsea su mirada sobre las cosas y las gentes (sobre él mismo), lo
cual requiere una lectura desmitificadora, la única apta para corregir o criticar el
relato y rescatar una historia más fidedigna. El pianista se miente a sí mismo sin
JACQUES GILARD
186
132 Lo más probable es que el personaje sea un niño, con curiosidades y diversiones masculinas: le
dijo a Martha que viniera sin pantalones y propone jugar a Tarzán, lo cual sería una manera de saciar la
curiosidad de infantil voyeur. Hay que recordar sin embargo que en el dibujo con que Cecilia Porras
ilustró este cuento para la edición de 1954, reproducido en las de 1980 y 1993, figuran tres niñas.
133 Alvaro Cepeda Samudio, «El piano blanco», Crónica, Barranquilla, n° 18, 26 de agosto de
1950, p. 5. Ver ed. crítica, pp. 109-113.
por ello dejar de delatarse: se enamoró del piano blanco y fingió amor por la due-
ña del instrumento, armando para sí mismo una trampa y concluyendo en el des-
pojo final y la derrota. El hecho de ser pianista el personaje narrador remite a Fe-
lisberto Hernández, y principalmente a cuentos como «El comedor obscuro» y, en
menor grado, «Nadie encendía las lámparas», mientras que el final («esta salita
parece un túnel»)134 remite a otra de las lecturas del grupo de Barranquilla en
esos años: El túnel, de Ernesto Sábato, cuyo conflicto central tiene su eco en el
cuento. Estas referencias bastante obvias no le quitan al cuento su autenticidad,
como tampoco se la quitaba el planteamiento de un problema formal preciso (po-
dría decirse de cada cuento de Cepeda), pues hay en «El piano blanco» un tema
muy propio del autor: el del artista enfrentado con la incomprensión del mun-
do135 – tan importante en su obra como el de los juegos infantiles –.
«Jumper Jigger»136 es el último de los cuentos de Todos estábamos a la espera
para los que se conoce la fecha de publicación. Es el tercero de los que trajo Ce-
peda de Estados Unidos, escritos o en ciernes, pero probablemente no el último:
si otros no salieron en Crónica, debió ser más bien porque para finales de noviem-
bre de 1950 el grupo, ante circunstancias adversas, cambiaba la orientación del se-
manario. Con «Jumper Jigger», continúa la indagación formal, siempre en torno a
la función narradora. En este caso, Cepeda ensaya la modalidad del narrador co-
lectivo, un «nosotros»que recuerda el modelo de «Una rosa para Emilia», de
Faulkner. También cabe evocar aquí el doble precedente sentado por el propio
García Márquez en el contexto colombiano («Amargura para tres sonámbulos» y
«La noche de los alcaravanes»), precedente que consta cuando menos en las fe-
chas de publicación ya que Cepeda había conocido y meditado el ejemplo faulk-
neriano con notable anterioridad. En «Jumper Jigger», uno de sus cuentos más
enigmáticos y logrados,137 Cepeda trabaja sobre la insegura identidad del grupo
narrador; se conocen los nombres de algunos parroquianos y del dueño del bar
norteamericano donde se sitúa la acción, pero no se sabe a quiénes abarca exacta-
mente el «nosotros» que refiere la historia: probablemente a «el mexicano» y al
dueño Harry, quizás al bobo y sucio Joe, seguramente no a Skip, pero seguramen-
te sí a uno o más personajes que nunca se menciona(n) expresamente pero que
tiene(n) que estar para que se justifique el empleo del «nosotros» en cada una de
las ocurrencias del pronombre. La identidad colectiva, aunque quedan borrosos
sus exactos contornos, es muy fuerte porque nunca aparece el pronombre «yo»: la
El grupo de Barranquilla y el cuento
187
134 Ver ed. crítica, p. 113.
135 Puede pensarse especialmente en «El hombre de los brazos largos», entrega de la columna
‘En el margen de la ruta’, aparecida en El Nacional de Barranquilla en una fecha imprecisa de 1948.
Cfr. Alvaro Cepeda Samudio, En el margen de la ruta, op. cit., pp. 348-349.
136 Alvaro Cepeda Samudio, «Jumper Jigger», Crónica, Barranquilla, n° 30, 17 de noviembre de
1950, p. 5. Ver ed. crítica, pp. 101-108.
137 Alfonso Fuenmayor, en 1973, evocaba así este cuento: «Lo que más me gusta de su obra es
«Jumper Jigger», de su primer libro, cuando Alvaro era poeta», in Alvaro Medina, Alfredo Gómez
Zurek & Margarita Abello, «Del Café Colombia al Bar La Cueva», Suplemento del Caribe, Barranqui-
lla, n° 12, 14 de octobre de 1973, p. 13.
primera persona del singular está, implícita, en el «nosotros», pero no se expresa
separadamente; se expresa una conciencia plural, y el uso de la voz puede pasar
de un individuo a otro en el impreciso grupo sin que se perciba el traspaso. Es po-
sible sospecharlo o interpretarlo así, con base en la apariencia incoherente o frag-
mentaria del relato (en especial con las inseguras rupturas temporales), pero tam-
bién podría ser errónea esta impresión. Allí radica lo principal del cuento, en
cuanto a forma, pero se añaden otros elementos. Intervienen distintas voces bajo
la voz colectiva, la cual, según los momentos, las incluye o les cede el paso. Es éste
otro aspecto del trabajo formal, la inserción variable de los diálogos. La estudiante
que ingresa en un impreciso momento a este mundo de hombres curtidos relata
su propia historia, y ésta figura en dos pasajes, sin ningún signo tipográfico ni in-
troductor verbal, por medio del estilo indirecto libre. Cuando no relata la joven
algo de su vida, figura su voz bajo otras modalidades: una vez en discurso indirec-
to («... había preguntado la hora...»)138 y dos veces en discurso directo, enmarca-
do entre comillas e inmerso en un mismo párrafo.139 Además, al contestar uno del
grupo la ya señalada pregunta de la joven, la réplica figura también en discurso di-
recto y entre comillas, otra vez sin separación tipográfica.140 También suenan
otras voces, y son otras formas de sonar las voces: la llegada de Skip («Y comenzó
a preguntar»),141 la nueva pregunta de la joven («... y la voz de la muchacha pre-
guntó la hora nuevamente»).142 Cepeda acudía a una escala variada de procedi-
mientos para insertar las voces secundarias en la voz dominante del grupo. A ello
se suma otro procedimiento más, tan insólito como el de la voz colectiva y más
que la variable inserción de voces: la manera como se introduce al personaje de
Joe en el episodio en que éste desliza una moneda en el tocadiscos, anunciando
tres veces – como si fuera el título de otros tantos párrafos que siguen – el nombre
del personaje antes de ir detallando sus actitudes y su actuación silenciosa; es una
segmentación visual del texto, con la que se destaca la grotesca figura al par que se
la segrega del grupo narrador.143 Esta labor minuciosa no impide que el cuento
resulte enigmático, con un enorme poder de sugerencia poética y de compasión
humana, precisamente en la manera de jugar con la duda sobre quiénes serán los
que constituyen el narrador colectivo de esta historia de soledades, de redención
posible y de amarga profanación.
A partir de «Jumper Jigger» carecemos de fechas de salida en la prensa, sea
JACQUES GILARD
188
138 Ver ed. crítica, p. 103.
139 Ver ed. crítica, pp. 107 y 108. En ambos casos, la joven menciona un cuento de Erskine Cald-
well, «Vuelta a Lavinia», que era uno de los predilectos de Cepeda.
140 Ver ed. crítica, p. 103. «...alguien le dijo: “las dos y diecisiete.”»
141 Ver ed. crítica, p. 107.
142 Ver ed. crítica, p. 108.
143 Además, para los párrafos centrados en la figura de Joe, se amplía el margen: otra señal del
cuidado que Cepeda concedía a los juegos tipográficos y del grado de creatividad que en ellos podía
alcanzar. En Crónica no lo permitía la estrechez de las cuatro columnas de la p. 5 del semanario, que
era de formato tabloide. Esta disposición figura en la edición Librería Mundo, obviamente por deci-
sión del autor, particularidad tipográfica significativa que se descuidó en las ediciones por Plaza & Ja-
nés (1980) y El Áncora (1993) y que restablecimos en la ed. crítica; ver pp. 104-106.
porque no publicó más cuentos Cepeda (salvo en el suplemento de El Colombiano
de Medellín, en 1954, pero era por estar saliendo el libro, y la datación carece por
tanto de significado), lo cual parece ser lo más verosímil, sea porque se nos habría
escapado alguna que otra publicación. Esta ausencia de datos impide conocer me-
jor, no el proceso – porque no hubo propiamente un proceso –, sino el orden pro-
bable en que Cepeda fue realizando el trabajo previamente planeado de donde sa-
lió el volumen de cuentos. No es una laguna muy importante, pero algún interés
habría tenido saber en qué orden agotó los retos que se había planteado. Intere-
sante pero de poca utilidad, dada la imprecisión, es lo que, en su carta del 18 de
junio de 1951, le dice Germán Vargas a Ramon Vinyes: «Alvaro ha escrito última-
mente tres o cuatro cuentos, aún no publicados, que me gustan muchísimo.» Indi-
ca que Cepeda había seguido trabajando después de publicar «Jumper Jigger» en
Crónica, prolongando el impulso de 1950 con un material traído, a medio madu-
rar probablemente, de Estados Unidos. Puede ser una pista, sobre todo porque se
tiende a vincular el hecho con el contenido – que así cobra una mayor importan-
cia en este momento del análisis –, con ciertos parecidos formales entre cuentos, o
con relaciones con cuentos ya editados. Así se forman parejas de cuentos y se es-
boza una posible cronología mínima, todo ello como hipótesis.
Por el parecido con «Jumper Jigger» se tiende a pensar que «Todos estábamos
a la espera» fue el primero en redactarse enre los últimos cuentos, y entonces se si-
tuaría la redacción a finales de 1950 o principios de 1951. El parecido es de am-
biente (mundo norteamericano, urbe, soledad, imprecisión alucinada) y tal vez de
anécdota: la espera colectiva en un bar, hasta que aparece una muchacha, recuer-
da algo de «Jumper Jigger» donde el tiempo estancado era roto por la irrupción
de la estudiante. Con este último aspecto, se pasa a lo que más importa aquí: el
parecido con «Jumper Jigger» es también formal. «Todos estábamos...» continúa
la indagación sobre una instancia narradora en primera persona del plural, sin ser
repetición de lo hecho en «Jumper Jigger»: el «nosotros», que es aún vector de
buena parte de la narración, pasa a ser un «yo» en ciertos momentos del relato; el
«yo» implícito en el uso del «nosotros» sale a primer plano. Más que una indivi-
dualización, es una singularización, porque no se desemboca en la constitución de
un personaje muy identificable: Cepeda sigue rechazando la vieja confusión entre
personaje literario y persona de carne y hueso, ateniéndose a la forja de un ser he-
cho de palabras. Ni sobre este « yo», ni sobre los personajes que le son más cerca-
nos, se llega a saber gran cosa: han viajado en autobuses Greyhound a través de
Estados Unidos, han conocido muchas estaciones de transporte por carretera, han
estado en diversas ciudades e innumerables bares, han compartido el anonimato
de la muchedumbre. Además de la aparición de la primera persona del singular,
«Todos estábamos...» presenta otra novedad, que se abre paso paulatinamente en
el empleo del «nosotros» y establece una jerarquía entre la multitud de la gran
ciudad. El montón de gente es designado por el pronombre pero éste va entonces
sin comillas que lo distingan: es tipográficaente neutral, tan anónimo como la gen-
te a que designa. En cambio, el grupo reducido de los que esperan a la enigmática
muchacha se aísla y distingue del resto por el uso de las comillas. Cuando el «nos-
El grupo de Barranquilla y el cuento
189
otros» va entre comillas, se trata de ese grupo al que pertenece el «yo» que se des-
taca en algún momento del texto – saliendo poco a poco el grupo de la indetermi-
nación de la muchedumbre urbana –.
Cuando la voz vieja conocida que anuncia las llegadas y las salidas anunció el nombre
que esperábamos, ya éramos nosotros. Y subimos a nuestro bus. Ahora estamos en
este bar todavía a la espera. Nos rodea gente, cada uno con su espera. Estamos estre-
chamente unidos en que todos sabemos que estamos a la espera pero no nos conoce-
mos, ni siquiera hablamos. Solamente «nosotros» hablamos de vez en cuando.144
El modo de inserción de los diálogos es algo más sencillo que en «Jumper Jig-
ger»: las réplicas de los personajes van en discurso directo, entre comillas y sin
blancos tipográficos (el ex combatiente, intruso que quiere unirse al grupo y cuen-
ta una matanza de prisioneros, la muchacha, el griego del bar, el protagonista
«yo»), o en discurso indirecto (la muchacha, el barrendero negro, el protagonista).
Lo más particular del cuento en materia formal y precisamente de juegos de tipo-
grafía (además de las comillas del nosotros-grupo) es la serie de pensamientos en-
trecruzados de los borrosos personajes que están a la espera: frases breves o de
mediana extensión, sólo introducidas y separadas con guiones.145 La serie forma
así un todo dentro del relato general, de que lo distinguen los guiones, y al mismo
tiempo no es más que una yuxtaposición de frases, a la vez coherente e incoheren-
te, lógica y poética. Como lo es el conjunto del cuento, en que se concretan las
múltiples frustraciones afectivas de la sociedad urbana, con encuentros que tam-
bién son desencuentros, con individuos que dejan de (o no consiguen) ser tales,
un mundo por donde van unos mientras que otros vienen y donde sin embargo se
intenta existir de alguna manera. Donde a todos les llega, en algún momento, su
turno de espera.
Aunque nada permite afirmar que el encantador «Hoy decidí vestirme de pa-
yaso» y «Un cuento para Saroyan» fueron escritos en el mismo periodo, es ésta la
impresión. La alusión (junio de 1951) de Germán Vargas a «tres o cuatro cuen-
tos» recién escritos, la aparente inexistencia de más cuentos de Cepeda, vuelven
bastante verosímil la impresión. El parecido temático puede ser más convincente,
sin llegar a serlo tampoco en forma definitiva. Cada uno a su manera, los dos
cuentos remiten al tema que asomaba en «El piano blanco»: el artista enfrentado
con su entorno. Ambos, además, se nutren en la experiencia neoyorquina que vi-
vió Cepeda en el invierno 1949-1950, dando «Hoy decidí...» una faceta onírica, y
«Un cuento...» una faceta que, para expresar las cosas imperfectamente, podría
llamarse testimonial. El último aspecto común es el formal: nuevamente se piensa
en «El piano blanco», pues Cepeda vuelve a trabajar, diversamente, sobre el relato
que descansa en un personaje narrador, sin que haya una disolución algo duradera
en un «nosotros».
JACQUES GILARD
190
144 Ver ed. crítica, p. 78.
145 Ver ed. crítica, p. 79.
En «Hoy decidí...», el personaje narrador es el soñador ingenuo, cuya vida
concreta se desconoce (y a lo mejor no la tiene, es otro ejemplo de cómo rompe
Cepeda con el esquema decimonónico del personaje), y que vive una especie de
feería tanto en el circo donde se entromete (a la manera de Chaplin en una pelícu-
la famosa) como en la calle – encontrando más ensueño y ternura en ésta que en
aquél –. Todo lo interpreta a su infantil manera y en el desajuste entre lo que vive
el personaje (y él relata al vivirlo) y lo que comprende se instala la fraterna carga
de poesía del cuento, lejos de la tenebrosa neurosis de «El piano blanco».
En «Un cuento para Saroyan», el personaje que relata sus propias andanzas
neoyorquinas es un trasunto del estudiante Cepeda. Alegre, optimista, desprendi-
do, vive su vida a su antojo, en un medio de gentes cuerdas pero dispuestas a
aceptar sus extravagancias. El cuento podría parecer algo repetitivo respecto a
«Hoy decidí...», pero opta por una dimensión más cotidiana y una forma, si se
quiere, más «realista». Es llamativo, a nivel formal, el uso del presente verbal; mu-
cho de ello asomaba ya en «Hoy decidí...»,146 pero Cepeda procede aquí de ma-
nera sistemática: el personaje refiere lo que hace en el momento mismo de los he-
chos y restituye inmediatamente los diálogos, mientras el pasado (antecedentes de
encuentros y conversaciones, relación con los demás personajes) se deduce par-
cialmente de lo que sucede y de lo que se dice –.147 Es un momento de vida que
va discurriendo, con la gracia que le confiere la caprichosa conducta del protago-
nista. Además de la alusión a Saroyan y del intento por restituir un ambiente a su
manera,148 tal vez sea este empleo del presente verbal el rasgo más llamativo del
cuento. Pero menos por el resultado aquí logrado (debe ser el menos interesante
de los cuentos del joven Cepeda) que por anunciar algo más importante: el efecto
de inmediatez que marcará muchos pasajes de La casa grande.
Tal como lo insinúa su título, «Nuevo intimismo» (difícil de ubicar en la cro-
nología de Cepeda, pero nutrido de la vivencia de Nueva York) podría aparecer
como un regreso a lo que propusiera «Intimismo» en 1949. El núcleo anecdótico
no cambia: un hombre y una mujer están juntos en una cama. Pero se amplía la
percepción del narrador anónimo; lo que cambia – de ahí el adjetivo en el título –
es que el narrador penetra el pensamiento del hombre, mientras éste presencia y
aguanta una crisis de desesperación de su amante, que quisiera y no consigue te-
El grupo de Barranquilla y el cuento
191
146 También en «El piano blanco», las cosas se cuentan desde el presente, el momento en que el
narrador expresa que se llevaron el instrumento bienamado; pero gran parte del cuento, hasta llegar a
ese momento, es una retrospección.
147 En «Proyecto para la biografía...», las retrospecciones que reconstituían el pasado eran de pe-
so pesado, largas y minuciosas. Se volverá sobre este aspecto más adelante.
148 Saroyan, por el que Cepeda sentía entonces gran admiración, era, según expresó Alfonso
Fuenmayor años más tarde, «un autor que él exageradamente endiosó» (Alvaro Medina, Alfredo Gó-
mez Zurek & Margarita Abello, op. cit., p. 13). No fue Cepeda el único. Los cuentos de Saroyan aún
mantenían vigencia en los años 50, suscitando interés, como de efectos retardados, en Colombia, don-
de algunos de esos cuentos aparecieron en suplementos literarios. Vinyes le había prestado bastante
atención en sus apuntes de lecturas de los años 40. El impacto de Saroyan tenía un fuerte ingrediente
coyuntural: era un autor de tipo «frente popular», marcado por el optimismo del New Deal. Como el
cineasta Frank Capra – otra admiración de Cepeda –, daba Saroyan ganas de pensar Qué bello es vivir.
ner un hijo. Cepeda optó por proceder asimétricamente: el narrador penetra el
fuero interno del hombre, y de la mujer sólo se captan sus actos y su discurso.
Mientras ella se desespera, el hombre escucha lo que dice ella – lo que se transcri-
be en medio del relato –, y reflexiona. Se añadía la dimensión afectiva – la parte
de anécdota, mucho más nutrida, que tiene «Nuevo intimismo» – a la modalidad
usada en «Intimismo», centrada en un proceso físico-químico y una serie de sen-
saciones que desembocaban en el pensamiento. Pero también, en esta nueva eta-
pa, evita Cepeda que la instancia narradora intervenga en la materia del relato: lo
limita a saber lo que piensa un personaje y lo que dice el otro. La historia se entre-
vé por medio de pensamientos y palabras, así como algo de la red social a que per-
tenece la pareja. Una vez más, se rehuyen los facilismos de lo anecdótico y las
trampas de la omniciencia (como para «Tap-Room», no habría materia para un
cuento si se usara una forma convencional), con un cultivo riguroso de la unidad
de tiempo y lugar. «Nuevo Intimismo» prolongaba la experimentación sobre la
instancia narradora, partiendo de un planteamiento ya explorado, pero ensancha-
do con la elección de reglas distintas y el manejo de mayor número de elementos.
En este último aspecto, además, se siente que Cepeda estaba listo para escribir
con más amplitud; ya se iba acercando al momento de escribir una novela – que
no hubiera sido La casa grande –.149
El último paso, en la época del Cepeda cuentista joven, fue – debió de ser –
«Hay que buscar a Regina». Sin tener pruebas materiales, parece posible pensar
que con este cuento se concluía la serie de textos que habían de constituir Todos
estábamos a la espera. Para tal hipótesis, debe ser una base sólida el hecho de tra-
tarse del único cuento de ambiente rural; de ello debió sorprenderse más de uno
entre los amigos de Cepeda. Era un regreso a las vivencias de la niñez en Ciénaga
y sus alrededores – de Ciénaga se acordó Cepeda en los meses finales de 1953, de-
dicándole una entrega de su columna de El Nacional, rebosante de nostalgia –.150
También puede verse «Hay que buscar a Regina», si no como un preludio a la re-
dacción de La casa grande, al menos sí como una aproximación a su universo. Sea
de la fecha lo que sea, el cuento es una experimentación más en torno a la instan-
cia narradora – una experimentación magistral y de alto resultado estético, tal vez
el mayor logro del libro –. Es una historia referida por un personaje narrador que
es testigo de unos pocos hechos y sobre todo oyente de relatos; él sintetiza y reor-
JACQUES GILARD
192
149 Aquí asoma un punto que no se tratará en el presente estudio: la posibilidad de que Cepeda
Samudio pensara, hacia 1951 o 1952, en escribir una novela de Nueva York, abandonando finalmente
este proyecto para volver, con el cuento «Hay que buscar a Regina», al mundo de Ciénaga, que ape-
nas había rozado en unos pocos escritos juveniles y artículos de prensa y que desplegaría a su sobria
manera en La casa grande. Sobre esta cuestión versó nuestro artículo «Cepeda Samudio: de Nueva
York a Ciénaga», en Huellas, Barranquilla, Universidad del Norte, n° 51-52-53, 1997, pp. 41-44.
150 Alvaro Cepeda Samudio, ‘Séptimo Círculo’, «Ciénaga», El Nacional, Barranquilla, en una fe-
cha imprecisa del último trimestre de 1953. Cfr. En el margen de la ruta, op. cit., pp. 485-486. Es lla-
mativo que el texto concluya con una alusión a «cuando los billetes sólo servían para envolver esper-
mas en las cumbiambas interminables» (p. 486), pues se está así en la plena temática de la Zona Bana-
nera, de su memoria e imaginario, y de su literatura aún en ciernes.
ganiza a su manera lo que otros contaron ante él, lo cual, a su vez, es en parte lo
que ellos habían oído referir antes: el relato de Juan García (que incluye lo que a
éste le contó Regina), lo que dice el viejo Hernández, lo que dice Venancio. Es
una pirámide de voces, que hace que el narrador de «Hay que buscar a Regina»
sea también un «hombre-relato» y recuerde al viejo Críspulo de José Félix Fuen-
mayor – aunque la organización formal, en el cuento de Cepeda resulta más flexi-
ble y compleja que en «Las brujas del viejo Críspulo», por acudir a una «proyec-
ción» múltiple a nivel del tiempo –. El narrador opone esa haz de voces al rumor
público, fundándose en sus observaciones de testigo presencial, aunque lo haya si-
do sólo en un breve momento: es nuevamente la crítica a la anécdota que Vinyes
había iniciado en el seno del grupo de Barranquilla y que habían retomado José
Félix Fuenmayor y García Márquez. Y como se está en el terreno de la vox populi,
Cepeda arma un discurso sinuoso y reiterativo, con «proyección» temporal com-
pleja, haciendo que el narrador se refiera tres veces a un momento sin mayor im-
portancia para la historia, aunque cargado de significado moral (el insulto de Ve-
nancio al viejo Hernández) – y ello usando toda la panoplia de las modalidades de
inserción del discurso –. Aprovechaba Cepeda, en este andamiaje de voces, la lec-
ción de muchos escritores, entre ellos algunos de los extranjeros que más admira-
ba el grupo; se piensa en Hemingway, se piensa en Caldwell (el de «Donde las
muchachas eran diferentes»),151 y tal vez se podría pensar en Borges. Lo más lla-
mativo era el inesperado retorno de Cepeda, un retorno vital, a algo que era muy
suyo pero que él nunca había tratado en sus textos de ficción, y el logro era tal
que bien podía señalar de paso Germán Vargas, al presentar el libro, que era «Hay
que buscar a Regina» «toda una lección para quienes se presum(ían) depositarios
exclusivos del mal llamado cuento terrígena».152 Se justificaría pero sería fácil no
fijarse más que en lo del cuento terrígena (entonces decaído y desprestigiado),
cuando lo importante era la lección. Con ello hay que cerrar este demasiado largo
recorrido por los cuentos, en busca de las pruebas de una minuciosa experimenta-
ción formal: también es «Hay que buscar a Regina» un cuento experimental, cen-
trado como todos los demás en torno a una modalidad de la instancia narradora,
aquí la más flexible pero también la más compleja de las configuraciones que en-
sayó Cepeda en esos aproximadamente cinco años. Era la última casilla, la de un
locutor reuniendo varias voces, sabio y a la vez ingenuo, natural y artificioso como
el de un cuentero de la cultura oral – el relato con todas las propiedades del len-
guaje y todas sus limitaciones –. Tras un enorme trabajo de limpieza, volvía Cepe-
da a lo que era su mundo original, pero también a lo que era la narrativa del mun-
do rural. Allí regresaba, tras haber echado por la borda toda la escoria del siglo
XIX (aún vigente para muchos), e instalaba a la narrativa colombiana, incluso la
de ambiente rural, en pleno siglo XX. El narrador de «Hay que buscar a Regina»,
El grupo de Barranquilla y el cuento
193
151 «Donde las muchachas eran diferentes», de Caldwell, había sido publicado por Germán Var-
gas, jefe de redacción, en la página cultural de El Mundo (Barranquilla, 16 de noviembre de 1946, p.
3). Lo reeditó Alfonso Fuenmayor en Crónica (Barranquilla, n° 8, 17 de junio de 1950, p. 7).
152 Texto en la solapa de la primera edición de Todos estábamos a la espera. Ver ed. crítica, p. 166.
el que puede decretar que «no es como dicen por ahí»,153 no es el tiránico y arbi-
trario demiurgo de la cuentística colombiana de entonces, sino simplemente un
hombre, un hombre-relato.
Más cuestionamientos en los cuentos de Cepeda
Cepeda Samudio tuvo conciencia de que podía participar en la aventura del ar-
te moderno, es decir continuar en forma autónoma indagaciones iniciadas o seña-
ladas por otros. Y ello a pesar de ser colombiano, pues eran aún muchos los que
pretendían que no era posible experimentar en Colombia, por ser prematuro en
las condiciones del país, o por ser ilegítimo.154 Para el joven que sabía ser contem-
poráneo del mundo, esos bloqueos eran un estímulo más. Allí había un reto ma-
yor ante la mediocridad del nacionalismo, pero también la posibilidad de ejercer
una forma de pedagogía para demostrar que todo era posible dondequiera, y tam-
bién en Colombia. Había que romper los grilletes de la timidez o de la vanidad,
mostrando que el concepto de lo «evidente» o de lo «natural» en narrativa no era
más que una herencia obsoleta, cuya aparente vigencia se debía al estancamiento
de las inteligencias «nacionales». Sería injusto reducir la producción de Cepeda a
una simple reacción contra la narrativa colombiana de su tiempo, pues él fue ante
todo un creador de formas, pero ello sí debió influir en la elección de las experi-
mentaciones a que se dedicó. Es llamativo que, siendo oriundo de una región de
vigorosa tradición oral, demostrara tanta desconfianza ante lo anecdótico en lite-
ratura. O más exactamente, si se recuerda «Hay que buscar a Regina», ante lo
anecdótico convencional, lo que entonces pasaba por ser «natural» y «evidente»,
rezago del XIX elevado a categoría de dogma. Contra la narración omnisciente,
donde todo era impuesto desde la historia hasta los seres que la vivían, era contra
lo que había que luchar primordialmente. La cuestión del punto de vista fue el eje
del trabajo de Cepeda.
Bien podía haber, previamente, consideraciones de tipo filosófico que también
debían llevar a cuestionar la narrativa colombiana del momento y sus formas. Era
en particular el caso del elemento que se acaba de rozar: el aspecto humano, es
decir el personaje literario. Los conocimientos nuevos acumulados desde finales
del XIX estaban al alcance de Cepeda y le demostraban que la narrativa de López
JACQUES GILARD
194
153 Ver ed. crítica, p. 86.
154 Entre las muchas notas de prensa y los muchos artículos (sería excesivo hablar de ensayos)
que sustentaban esa tesis, conviene señalar, de Jesús Zárate Moreno, «Nuevas perspectivas en la nove-
la hispanoamericana» (El Tiempo, Bogotá, 8 de abril de 1951, 2da Sección, p. 3), que se destaca me-
nos por la habilidad que por la mala fe de su argumentación. Tal vez no sobre señalar, por otra parte,
que Zárate publicó en la prensa al menos sesenta y un cuentos (cifra que nos consta, y es obvio que
tuvo que haber más) entre el 26 de marzo de 1944 y el 12 de abril de 1953: una cantidad que revela lo
que eran poderes y bloqueos en el medio intelectual bogotano, así como la imposibilidad de que hu-
biera autoexigencia y autocuestionamiento, incluso en un cuentista conocedor de literatura contem-
poránea pero resuelto a no responder los retos de ésta.
Gómez o Cardona Jaramillo se fundaba en una idea anticuada del hombre. Por
ahí también podía llegarse a cuestionar esa literatura, y es posible que ciertas refle-
xiones de Cepeda sobre este punto influyeran en su proceso. Sin embargo, la
cuestión de las formas privaba en su preocupación, y fue decisiva en el aspecto
formal la cuestión del punto de vista – del que, en la labor del escritor dependían
los demás aspectos del texto –. Lo cual no impide que la cuestión del personaje li-
terario, el cómo elaborarlo, interesó profundamente a Cepeda.
Si a éste le parecía inaceptable la anécdota impuesta (él la hacía surgir del texto
en vez de someterle a ella el texto), también le parecía inaceptable el personaje im-
puesto. Y se dedicó a subvertir el estatuto del personaje literario. Lo hizo mucho
más que los jóvenes escritores de su generación, más que Wills Ricaurte, por ejem-
plo. Bastante más que el pionero que había sido Téllez. No menos que José Félix
Fuenmayor o García Márquez, pero fue de la sistemática manera que lo caracteriza
y siempre lo pone aparte. En los preceptos de la narrativa que entonces predomi-
naba en Colombia, el personaje debía constituirse previamente a la anécdota, con
nombre, psicología, profesión, relaciones sociales, biografía; sólo después de esta-
blecido este documento de identidad (insuficiente para dotar al personaje de un
auténtico existir) podía contarse la historia; era «grave error en un cuentista», se-
gún Cardona Jaramillo, el no atribuirle nombre al personaje de un cuento.155
La cuentística hispanoamericana ya tenía una insuperable demostración de la
nulidad de esos preceptos: la irónica inversión de esquemas perpetrada por Bor-
ges en «La forma de la espada». Cepeda se dedicó a variaciones sobre sus propios
rechazos, quizás lejos de Borges pero con una conciencia no menos aguda del pro-
blema. En los cuentos aparecidos a partir de 1949, sólo los personajes que contri-
buyen fugazmente a que progrese la historia, pueden dar la impresión de remitir a
la norma vieja del tipo: el barrendero negro o el barman «griego» de «Todos está-
bamos a la espera». Es excepcional la forma como se introduce la figura de
Johnny Saxon, en «Un cuento para Saroyan»: «Antes de llegar a la librería tengo
todavía que pasar a ver a Johnny Saxon que tiene un bar en la 148. Mr. Saxon es el
mejor cocinero de arroz del mundo. Este es un dato muy importante.».156 Por una
vez, única vez podría decirse, Cepeda da una definición del personaje antes de
que éste aparezca, aunque sea en una forma nada convencional, por acudir el
cuento al punto de vista de un estudiante bohemio. La norma a que se ciñe Cepe-
da consiste en que el personaje, en vez de ser suministrado de entrada, vaya sur-
giendo del texto por medio de sus manifestaciones sucesivas: existencia, acciones,
palabras. Puede ser necesario llegar hasta la última línea para comprender qué es-
taba pasando y dónde había un personaje viviendo algo, una aventura mínima que
le confiere una existencia: una vez terminada la lectura de «Tap-Room» es cuando
El grupo de Barranquilla y el cuento
195
155 Antonio Cardona Jaramillo, «Los cuentos de Dow», El Tiempo, Bogotá, 2 de noviembre de
1948, p. 5.
156 Ver ed. crítica, p. 92. El apellido dice un nec plus ultra de hombre nórdico; es obvio el des-
ajuste con relación al talento para cocinar arroz, cuestión importante para un latinoamericano como
es el estudiante Al. La particularidad del procedimiento con respecto a la norma seguida por Cepeda
no resulta de un descuido ni de una arbitrariedad.
se sabe que había un hombre solitario que, en el ambiente ruidoso de un bar, be-
bía hasta la inconciencia, probablemente para olvidar una decepción amorosa. El
personaje anónimo de «Vamos a matar los gaticos», sobre el que siempre se podrá
debatir si es niño o niña, se dibuja a la vez imperfecta y suficientemente a partir de
las palabras y de los hechos que aquéllas infieren; no importa tanto saber su sexo
o su nombre, ya que cobra plena existencia en la densidad y la complejidad de sus
miedos. Podría continuarse así a propósito de cada uno de los cuentos, ya que, en
todos ellos, de las palabras van surgiendo personajes, sin presentar todos los ras-
gos con que solían constituirse convencionalmente los personajes literarios. Y esto
último también puede irse detallando, siempre de manera variable: en «Jumper
Jigger», de «el mexicano», sólo se sabe que vive atormentado por su vivencia del
desembarco de 1944 en Normandía; de la muchacha, se sabe su vestuario, un po-
co de su apariencia física y algo de su biografía; de Joe, solamente su apariencia fí-
sica y su actuar.157 En «Todos estábamos...», del ex combatiente sólo se llega a sa-
ber que «tenía el pelo negro, una pipa labrada y un saco grueso», y se oye lo que
cuenta de los crímenes que tuvo que cometer en la guerra. En «Hay que buscar a
Regina», que es el cuento del mundo rural y por tanto el que más podía acercarse
a lo convencional y presentaba más riesgos, tampoco cede Cepeda a los facilismos
que bien conocía: de los personajes se sabe bastante al finalizar el cuento, pero
tampoco se sabe todo – lo que podía considerarse como «todo» en la narrativa te-
rrígena –. Juan García tiene un comportamiento y una historia, pero faltan mu-
chos elementos; y faltan más aún en el caso de los viejos Hernández. Como los
destinatarios del relato también conocen a los protagonistas, el narrador sólo su-
braya los elementos que le resultan útiles en lo que tiene que relatar. El colmo po-
dría ser el protagonista de «Hoy decidí...», pero tampoco se puede olvidar que el
narrador de «Hay que buscar a Regina» no tiene nombre, ni edad, ni ocupación
conocida – algo que tal vez remita al personaje del «vivo» en la película de Cepe-
da, La langosta azul (1954-1955) –.
Los personajes de estos cuentos existen, sin características superfluas. Cepeda
había hecho trizas el catálogo de rasgos que usaba la narrativa colombiana de su
tiempo. Es precisamente el existir lo que más llama la atención, y evidentemente
se tiende a establecer el vínculo con el pensamiento filosófico de mayor actualidad
en los años 40. No hay duda de que, más allá o por encima de los conocimientos
freudianos que también tuvo Cepeda tempranamente, el existencialismo influyó
en él. En forma inmediata, pero también en forma mediata, aunque fuera por el
hecho de que los cuentos de Sartre presentaban unos rasgos que Cepeda también
conocía en su verdadera fuente: Faulkner principalmente, y otros norteamericanos
(era lo que, con palabras no muy diferentes, había observado Vinyes en 1939). En
la novela y el cuento estadounidenses ya había encontrado Cepeda un existencia-
lismo espontáneo, sin preocupación filosófica o ética, pero la lectura de Sartre (¿y
JACQUES GILARD
196
157 Este personaje da lugar a un extraño y magistral juego, inspirado tal vez en procedimientos
del cartoon. Joe cobra realidad, física y concretamente, por medio del alcohol, «naciendo (el cuerpo)
a medida que el líquido llenaba los vacíos» (ed. crítica, p. 106).
luego de Camus?) le permitió decantar observaciones ya hechas en anteriores lec-
turas. Bajo este ángulo también es de pensar que lo primero fue la preocupación
por la forma, teniendo las nociones del existencialismo un papel concurrente. Es
notable, por ejemplo, que se adviertan en «Proyecto para la biografía...», texto
publicado en marzo de 1948, rasgos que hablan de una forma de «náusea», más
allá de las circunstancias de la historia. Para entonces, como sus amigos del grupo,
conocía Cepeda La náusea y El muro. Pero también jugaban rudimentarias – rudi-
mentarias pero decisivas en Cepeda – nociones de física nuclear, traducidas en el
relato por una atención hacia lo diminuto. En un proceso muy característico de su
afán de perfeccionarlo todo, fue más lejos Cepeda al escribir «Intimismo». En
«Intimismo», con el relato de como se expande la chispa a través de la cabeza de
un fósforo, se entreteje el de como va un hombre tomando conciencia de la reali-
dad de su propio cuerpo: es el fundamento de un existir, el cual se va imponiendo
poco a poco por medio de sensaciones primarias que se ensanchan y organizan. Es
lo existencial en sus raíces, desembarazado de todo lastre anecdótico como de to-
da referencia libresca. Algo de ello volvería a figurar en «Nuevo intimismo» (el su-
dor), pero con otros rasgos. Cepeda empezaba así con una especie de tabula rasa,
partiendo desde la nada.158 En adelante, podía ir reconstruyendo, hasta desembo-
car en la cuasi banalidad de «Hay que buscar a Regina». Pero llegado allí, dispo-
nía de toda una panoplia de recursos por él redescubiertos y restituidos a una es-
pecie de pureza primigenia. Con ello se concretaba lo que fue en amplia escala el
trabajo del grupo (y más allá del grupo, de todo el boom): era posible volver a rea-
lidades de todos conocidas, pero tenía que ser con base en una lucidez nueva, re-
cién conquistada, y en una conciencia contemporánea para que hubiera dignidad
estética y humana.
En materia de organización temporal de sus relatos, Cepeda parece haber evi-
tado experimentaciones muy complejas, por ser el manejo del tiempo un canal por
donde se manifiesta la instancia narradora;159 así también se huía del autoritaris-
mo que solían usar los cuentistas colombianos y del fácil predominio de lo anec-
dótico. Era sin embargo el tiempo un elemento importante en las interrogantes de
Cepeda. No a la manera de García Márquez exactamente, pero había puntos de
contacto entre ambos. Es llamativo, por ejemplo, el reloj roto de «Jumper Jigger»
con el que parece haberse detenido el tiempo en el bar de Harry. La circularidad
es una preocupación que se manifiesta bajo múltiples imágenes en algunos de sus
cuentos, por ejemplo el mismo «Jumper Jigger» y, particularmente, «Todos está-
bamos...». En el ya citado texto periodístico sobre Ciénaga de finales de 1953, se
refiere Cepeda a un especial discurrir del tiempo:
Siempre que voy a Ciénaga tengo la sensación de que alguien se ha metido a jugar con
los relojes y ha detenido el tiempo en algún momento del mediodía. Pero tal vez es el
El grupo de Barranquilla y el cuento
197
158 Es significativo el final del primer párrafo de «Intimismo»: «Fue apenas el comienzo. De lo
que no se puede decir nada, porque no hay nada anterior». Ver ed. crítica, p. 145.
159 Así se observaba, páginas arriba, a propósito de una fugaz y hábil, pero no por ello menos re-
al, prolepsis en «Intimismo».
único sitio que conozco donde el tiempo, obedeciendo a los relojes, se mueve en círcu-
los y no hacia adelante como en todas partes... Y este mismo desprecio por el tiempo
que se mueve en línea recta le da a Ciénaga su personalidad de pueblo introvertido.160
Esas impresiones, que tenían que ver con un mundo íntimo, estaban reñidas
con la general actitud de Cepeda, hombre de su tiempo, angustiado por la historia
contemporánea, convencido de la necesidad de creer en el progreso. La casa gran-
de iba a ser la comprobación de la derrota final de una clase prepotente, fundada
en valores desgastados. Pero el escritor tampoco quería ser el vocero de una deter-
minada posición ideológica y le importaba en primer lugar escribir bien, condi-
ción indispensable ahí donde se trataba de expresar la verdad del ser– un deber
del que todos los miembros del grupo tenían una conciencia rigurosa, como la te-
nían entonces Jorge Zalamea y Alvaro Mutis –. Uno de los factores de tensión y de
calidad estética en los escritos de Cepeda iba a ser el conflicto entre nostalgia y
progresismo, sin solución lógica y sólo con salidas poéticas. La forma iba a ser lo
esencial, por encima de las ideas, y la exigencia formal impondría eludir todo alar-
de en el manejo del aspecto temporal.
Romper con la omnipotencia de la instancia narradora implicaba, en efecto, re-
nunciar en lo posible al juego de los saltos temporales para adelante o para atrás.
Como son reveladores estos cambios en la orientación del relato, Cepeda, tendien-
do hacia un grado cero de la función narradora, se esforzó por ceñirse a una crono-
logía que fuera lo más rigurosa y anodina posible, como transparente, al menos en
cierto número de cuentos. Debía de ser una tendencia en él bastante espontánea,
como señal de tempranas elecciones estéticas, al menos si se presta atención al ya
citado texto juvenil de «Alucinaciones». Y se ve que, posteriormente, en el umbral
de la verdadera etapa creativa, «Proyecto para la biografía...» debió dar lugar a una
fecunda autocrítica. El vector del relato era la conciencia del personaje femenino,
pero Cepeda encontraría en las retrospecciones, algo masivas y largas,161 de ese re-
lato un defecto que quiso superar: esa reconstitución del pasado, evocación de los
orígenes de un adulterio, debió parecerle a posteriori simplista. Es en todo caso lla-
mativo que los relatos siguientes, y entonces verdaderos cuentos, rompieran con es-
ta forma de representar el pasado, prescindiendo del facilismo de la retrospección.
En «Tap-Room», hay una situación (gente en un bar) y un hecho (un hombre em-
briagándose) cuyos antecedentes deben extraerse de la lectura, pues no son sumi-
nistrados como un encadenamiento, causal o cronológico. Incluso el proceso de la
creciente embriaguez se restituye en un forma enigmática que sólo al final se aclara.
La fragmentación había sido, en «Tap-Room», un procedimiento básico en la ten-
tativa por velar el elemento temporal. Bajo formas distintas, «Intimismo» y «Vamos
JACQUES GILARD
198
160 Cfr. Alvaro Cepeda Samudio, En el margen de la ruta, op. cit., p. 486.
161 El mismo juicio, sobre retrospecciones demasiado largas, podía formularse respecto a algunos
cuentos que fueron importantes en el panorama de Cepeda. Hay que pensar en «La grieta», de Jorge
Zalamea, punto de partida de la polémica del nacionalismo literario, en 1941; y en gran parte de los
textos de A la boca dels núvols, de Ramon Vinyes – que el joven Cepeda forzosamente leyó a finales
del 47 o en el transcurso del 48 –.
a matar los gaticos» también rompieron con las convenciones en materia de ele-
mentos temporales. La historia de los dos amantes de «Intimismo» solamente se
deduce del hecho de estar reunidos los dos en una misma cama: apenas si se puede
concluir que cada uno había tenido su vida, que se conocieron y se hicieron aman-
tes. Mientras tanto, discurre el relato sobre el proceso del fósforo prendiéndose y
sobre la toma de conciencia de un existir corporal, y trata de ceñirse escuetamente
a la cronología (la forma como no lo logra del todo se rozó líneas arriba y se tratará
más adelante). En «Vamos a matar los gaticos», sólo mediante el diálogo se sabe al-
go de la vida de los protagonistas; y precisamente por tratarse de un diálogo, la cro-
nología de los hechos del momento queda inscrita rigurosamente, sin posible des-
vío, en las mismas réplicas transcritas, limitándose el narrador a decir quién habla
en dos casos sobre tres. El esfuerzo de ruptura resulta particularmente nítido y has-
ta espectacular en estos tres cuentos iniciales – y más aún si se establece el contras-
te con «Proyecto para la biografía...» –.
No menos llamativa es la frecuencia con que Cepeda acude al presente, abolien-
do la distancia entre los hechos y su restitución por la palabra, yendo ésta a la par
de aquéllos. Caso perfecto es «Un cuento para Saroyan», regido por la inmediatez:
el estudiante da el reportaje de lo que hace mientras lo hace. Así, son los hechos y
no el narrador los que mandan en una cadena sin mezclas, quedando la función na-
rradora anulada en una prerrogativa que molestaba a Cepeda. Pero «Un cuento pa-
ra Saroyan» es un caso extremo por lo sistemático. En otros, el presente es sólo el
punto de llegada, concluyendo la historia en el mismo instante en que es narrada.
Así pasa en «Hoy decidí...» y «El piano blanco». Es notable el caso de «Hoy deci-
dí...» porque la mayor parte del relato se hace en presente. Sólo el primer tercio del
texto acude de vez en cuando a tiempos verbales del pasado, lo cual implica algu-
nos saltos cronológicos, para atrás, destinados a recuperar un hecho que, por ser si-
multáneo con otros, no podía ser referido en el momento de ocurrir:
Todos están serios pero a medida que se van acercando a las primeras silletas las
sonrisas comienzan a aparecer hasta que están completas en los rostros, como si
fueran un trozo más de pintura blanca y roja.
Desde que sonaron los primeros cascos sobre la pista, la muchacha ha comenzado a
sonreír, mientras salta de un caballo a otro. Los payasos se han metido entre los ca-
ballos y saltan imitándola con ademanes grotescos.162
En cambio, «El piano blanco» acude a una solución más clásica: la del círculo.
Presenta la particularidad de que un personaje relata su propia vida: el narrador
no dice que acaba de comprobar la desaparición del piano sino al final del solilo-
quio. Empieza con el pasado, uno bastante cercano porque se refiere a sus relacio-
nes con el piano y la dueña de éste, para volver hacia atrás en el tiempo, hasta su
propia niñez. Luego el relato se aproxima paulatinamente y en forma cronológica
al presente de la narración. Es decir que, en buen número de casos, la lucha de
Cepeda contra los clichés de la cuentística de su tiempo lo lleva a tratar el tiempo
El grupo de Barranquilla y el cuento
199
162 Ver ed. crítica, pp. 65-66.
en la forma más discreta posible, haciendo que el pasado sólo se deduzca del tex-
to, o que la instancia narradora quede sometida a la cronología de los hechos, sea
con el presente y la simultaneidad de hechos y relato, sea con un relato sucesivo
de hechos pasados que desembocan en el presente del acto de narrar.
Tal era, al menos, la intención de Cepeda, pues no siempre logró del todo que
el tiempo fluyera en forma «neutral». En general, por medio de los diálogos es co-
mo se conocen hechos anteriores, corriendo así la implícita restropección a cargo
de los personajes y no del narrador: así pasa en «Vamos a matar los gaticos» y más
adelante en «Nuevo intimismo». En otros casos, es un artificio de escritura lo que
permite diluir la presencia del narrador en la expresión del tiempo: la fragmenta-
ción en «Tap-Room», concurrente con los diálogos. O el juego de los paréntesis
en «Intimismo», merced al cual se logra hacer perder de vista el que, de todas for-
mas, una conciencia organiza lo que era tradicionalmente una intervención de la
instancia narradora: hay simultaneidad de dos series de hechos (el fósforo se pren-
de, el hombre siente), que la escritura sólo puede restituir en forma sucesiva (pero
es cierto que hay organización y no sólo narración).
Sin embargo, no se podía romper del todo con esquemas inherentes al lenguaje
mismo. Ni «Intimismo» ni «El piano blanco» se escapan de algunos de esos artifi-
cios que Cepeda intentaba superar y anular. El narrador de «El piano blanco», pe-
se a seguir la cadena de los hechos, tiene que iniciar la retrospección que lo lleva a
su punto de partida. Es casi al empezar el cuento, tras muy pocas líneas. Evoca
primero la parte mediana de su itinerario, la conflictiva relación con la mujer («Yo
estaba enamorado del piano blanco»),163 y luego tiene que volver a la infancia,
operando una ruptura, inevitable, que no se enmascara del todo con el empleo de
un adverbio de hipótesis:
Tal vez porque de niño me faltó todo, y en la casa de vecindad donde viví no había
siquiera un trozo de madera con que fabricar un juguete, fue por lo que adquirí la
costumbre de aferrarme a los pocos objetos que durante esos años caían por casua-
lidad en mis manos.164
Más notable aún, por tratarse de un cuento en el que cultivó Cepeda al máxi-
mo la «objetividad» en la narración, es el caso de «Intimismo». Ya se ha mencio-
nado ese momento («No pensó, esto comenzó mucho después, sintió, sólo sin-
tió») que delata al narrador, precisamente en esta alusión al tiempo: el anticipo
pone de manifiesto a una conciencia que sabe cosas más allá de lo inmediato y
puede predecir un hecho por venir. La dificultad era ineludible. El hecho no era
tan llamativo en «El piano banco», donde el narrador es también personaje. Lo es
más en «Intimismo». Pero era un problema del que Cepeda se sirvió con habili-
dad cada vez que fue necesario. Era en cuentos como «Jumper Jigger», «Todos es-
tábamos...», «Hay que buscar a Regina», en los que podía usar lo ya aprendido en
JACQUES GILARD
200
163 Ver ed. crítica, p. 109.
164 Ibid.
sus experimentos y volver, si hacía falta, a los esquemas de «Proyecto para la bio-
grafía...». Pero en todos los casos, se advierte una estrecha relación con el tipo de
instancia narradora adoptado, relación que Cepeda manejó con lucidez.
«Jumper Jigger» y «Todos estábamos...» tienen mucho de alucinación, con ras-
gos vinculados a una sociedad hiperurbanizada y estigmas de la guerra mundial.
En «Jumper Jigger», la cronología resulta tan insegura como el punto de vista. Así
como se ignora quiénes y cuántos configuran el «nosotros» que narra, el tiempo
no se puede medir (la presencia del reloj roto, con las agujas detenidas en la dos y
diecisiete de no se sabe qué madrugada o tarde)165 y los sucesivos momentos del
texto parecen ser imágenes mentales,166 o cuando menos hechos deformados y
aislados, segmentos de tiempo separados y arbitrariamente vueltos a reunir en el
calidoscopio de un discurso errático, más que la relación de una historia. El mis-
mo correr del tiempo, del pleno invierno al pleno verano en una sola escena, tam-
bién se sale de las normas convencionales. El tiempo estancado en el recinto del
bar de Harry recibe sólo dos aportes relacionados con otros tiempos: el histórico,
con el trauma que la guerra le ha dejado a «el mexicano», y el tiempo vital de la
adolescente que le cuenta algo de su vida al enigmático Skip. En «Jumper Jigger»,
el elemento temporal adquiere una complejidad peculiar y se convierte – como
pasa en la narrativa moderna del siglo XX – en una suerte de personaje, pero es
que ello depende de la modalidad escogida para la función narradora. Si bien se
hace evidente la pericia de Cepeda, no se puede decir que el tiempo sea aquí más
«importante» que en «Vamos a matar los gaticos» o «Un cuento para Saroyan».
Es una misma conciencia de artista moderno la que rige a la materia.
El proceso resulta menos inasible en «Todos estábamos...», como que el narra-
dor – pese a ser tan anónimo y pertenecer a un grupo borroso, perdido a su vez en
la multitud – llega a singularizarse y tener un asomo de historia. Y en ésta se dise-
ña un pasado, materializado en una retrospección. Es en ésta donde el «yo» emer-
ge del «nosotros», apareciendo el narrador en la ruptura temporal:
Era que habíamos comenzado a recordar. Y nos fuimos apartando poco a poco a
medida que los recuerdos se alejaban. Llegamos a una estación. Había buses platea-
dos y ventanillas numeradas en negro en el fondo del gran corredor. Allí habíamos
comenzado, sentados en unas butacas tibias por el calor de los cuerpos que llena-
ban la estación, con las revistas y los periódicos desordenados a nuestro lado. No
sabíamos si esperábamos o si nos esperaban. Allí habíamos comenzado. Pero antes
era yo. Yo solo viajando sobre las carreteras de ladrillos rojos.167
El grupo de Barranquilla y el cuento
201
165 Tanto en «Jumper Jigger» como en «Nuevo intimismo» figura la afirmación de que «el tiem-
po había dejado de ser medido». Ver ed. crítica, respectivamente p. 102 y p. 118.
166 Si la proyección temporal compleja de «Hay que buscar a Regina» se funda en tres mencio-
nes de un mismo momento (Venancio insultando al viejo Hernández), en «Jumper Jigger» se mencio-
na cinco veces el momento en que Skip pone al muñeco a bailar.
167 Ver ed. crítica, pp. 76-77. La construcción del tiempo da lugar, en «Todos estábamos...», a un
trabajo muy sutil, casi imperceptible: primero se habla de «una estación» (p. 76), luego de «esa esta-
ción» (p. 77) y más adelante de «esta estación» (p. 78), con lo que toma forma una cronología que sin
embargo nunca se estipula como tal.
Con un trasfondo distinto, la seguridad del hombre-relato en el marco de la
cultura oral, se vuelve a encontrar esa correlación de voz narradora con grieta tem-
poral en «Hay que buscar a Regina». Los anticipos y las retrospecciones se dan
cuando el narrador pasa a referirse a un informante distinto, y casi siempre cuando
nuevamente retoma la declaración de Juan García ante el policía. En los meandros
de «Hay que buscar a Regina» es donde mejor se ve que Cepeda había reflexiona-
do en el problema del tiempo en la narrativa: el caprichoso manejo de la cronolo-
gía por el locutor es todo un logro, precisamente porque había querido Cepeda
poner el énfasis en la función narradora. En vez de desempeñar un papel domi-
nante, el imprescindible pasado de toda situación o de todo hecho abarcable por
un relato quedaba sometido a otras exigencias que no fueran las arbitrarias conve-
niencias de una anécdota todopoderosa. Tenía que imperar el punto de vista. La
cuestión no era solamente trasmitir unos antecedentes y un hecho, sino el cómo
trasmitirlos. Pese a la modernidad de algunos aspectos, «Proyecto para la biogra-
fía...» tenía otros que remitían a una narrativa convencional. Hasta donde se puede
juzgar, tratándose de un texto trunco, aún era el relato de una aventura. Al final
del trayecto, «Hay que buscar a Regina» era la aventura de un relato. Tiempo de la
narrativa, conocido a fondo y subvertido, sometido en vez de tiránico.
Mucho menos es lo que se puede decir sobre cómo trabajó Cepeda el elemento
espacial. El motivo es evidente: quería acabar con la línea literaria hispanoameri-
cana que se nutría en lo geográfico, por lo que trató el espacio de la manera más
fría posible, tendiendo hacia una anulación del elemento ambiental. Eligió solu-
ciones que le permitían eludir las trampas de la descripción y los riesgos del pinto-
resquismo. Por ejemplo, situar la acción en recintos cerrados como el bar o la al-
coba, que tenían además la ventaja de poder ser marcos universales. Las descrip-
ciones que a veces intervienen, como en «Proyecto para la biografía...» o en «Nue-
vo intimismo», se fijan más en fenómenos físicos (imaginarios, además) que en los
objetos, según una modernidad que rompe con modelos heredados. Cuando hay
movimientos, el texto puede eludirlos al máximo, dando a suponer los cambios de
espacio sin mostrarlos realmente. Este es el caso en «Vamos a matar los gaticos»:
en lo que dicen las voces infantiles, se sabe que los niños están ante la puerta, que
la abren, que entran y cierran, que están en la pieza de los gatos; que nuevamente
abren la puerta, que salen y vuelven a cerrar. En el texto que más riesgos presenta-
ba, «Hay que buscar a Regina», figuran muy pocos espacios (el salón de billar, la
calle, la inspección de policía) y sin la menor descripción. Así lo permitía la moda-
lidad escogida para la narración: tanto el narrador como sus oyentes conocen los
lugares aludidos, poco marcados además, y por ello no hace falta acudir a ningún
elemento descriptivo. La misma forma en que el hombre de la Costa ve su entorno
diario, universaliza lo costeño al no registrar más que los elementos imprescindi-
bles para el relato.168
JACQUES GILARD
202
168 El dibujo con que Cecilia Porras ilustró «Hay que buscar a Regina», representa una casita tí-
pica del trópico americano, con su ventana cerrada por la tradicional claraboya de madera. La clara-
boya existe necesariamente en la historia: de no haberla, por la ventana se habría fugado la muchacha
Esta desconfianza de Cepeda hacia los elementos espaciales, originada en, y
nutrida por, los excesos del telurismo y del terrigenismo, desconfianza de raíz ide-
ológica, no se deja olvidar fácilmente. Fue una especie de limitación, tal vez, pero
dio lugar a magníficas páginas descriptivas, sólo que sui generis. Algunas, como en
ciertos textos iniciales, de periodismo o de ficción, dieron lugar a una manera
nueva de ver las cosas, escogiendo el nivel de lo ínfimo. Otras, sobre todo en La
casa grande, permitieron abordar las realidades geográficas de la Costa Atlántica
con la fría eficacia de una cámara – y fue un redescubrimiento del trópico, que
también se da en bastantes planos de La langosta azul –.
Pero ello no quita que Cepeda debió dejar perder así, por ese recelo a lo espa-
cial, oportunidades propias para escribir otras páginas de gran nivel – dada la pe-
netración de su mirada porque era alguien que sabía ver –. En «Un cuento para
Saroyan», las idas y venidas de Al por las calles de Nueva York – sin descripcio-
nes, pues se va de un ser humano a otro ser humano – eran una manera de abor-
dar el hecho urbano, que merecía desarrollarse en otros textos posteriores. De esa
manera daba, por cierto, «Hoy decidí...» una versión más onírica que también hu-
biera valido la pena profundizar en otras condiciones. Y está, siempre con una to-
nalidad de feería, el extraño episodio de «Todos estábamos...» en que el espacio
sufre un inesperado trastorno. Se piensa en un aprovechamiento de los trucos del
cartón animado (que tanto interesó a Cepeda en su juventud), y más aún en los re-
pentinos cambios de decorado que suelen intervenir en las películas musicales
norteamericanas. El efecto es cuanto mayor que los lugares por donde pasa el pro-
tagonista del cuento son de lo más común: bares y estaciones de autobuses. Pero
el trastorno emocional del primer encuentro con la enigmática muchacha que pa-
rece ser luego objeto de la espera se proyecta en el marco espacial con extraordi-
narios efectos:
Y de pronto me quedo solo con la muchacha y las paredes se van alejando en cua-
tro direcciones y estamos allí solos, la muchacha y yo, y el negro, con los botones
dorados de su chaqueta y su brillante escoba, se aleja empujado por la huida de las
paredes mientras la muchacha de las revistas desaparece detrás de las carátulas mul-
ticolores que le hacen muecas.169
Pero aunque pueda lamentarse que Cepeda no continuara en la vía de iguales
virtuosismos, tampoco se puede olvidar que la forma escueta en que trató habi-
tualmente el elemento espacial era una conquista que llevaba a cabo para la litera-
tura colombiana, y él mismo le sacó admirables frutos en su novela. Salta a la vista
el voluntarismo del trámite general así como de los procedimientos empleados:
había que romper con la norma de lo geográfico y Cepeda optó por negar el espa-
cio (sin suprimirlo: «Intimismo» tiene dos ámbitos, el fósforo y el cuerpo del hom-
El grupo de Barranquilla y el cuento
203
cualquier noche de hace tiempo, y sería otra historia, o no habría historia. El relato no necesita men-
cionar la claraboya. La cosa escrita prescinde de ese rasgo de materialidad y pintoresquismo inheren-
te a la evocación gráfica de la historia.
169 Ver ed. crítica, p. 77.
bre), por escoger recintos cerrados, o por acudir al espacio de Norteamérica, es-
pacio urbanizado por excelencia, pero así también era como podía volverse al es-
pacio geográfico propio, limpio ya de impurezas, o simplemente como podía res-
catarse el espacio para la narrativa. Se convertía nuevamente en sí mismo, elemen-
to constitutivo del relato, dejando de ser vector y coartada de una falsa autentici-
dad cultural.
¿Temas sacrificados?
La cuentística del joven Cepeda da, en total, la impresión de un proyecto dise-
ñado de una vez por todas, refrendado por las autocríticas que suscitó en 1948 la
revisión de «Proyecto para la biografía...». El planteamiento inicial fue claro y su
aplicación rigurosa, aunque las vivencias norteamericanas suministraran nuevas si-
tuaciones o anécdotas y contribuyeran a una profundización de los temas. Es ex-
cepcional, no solamente en el contexto colombiano, un esfuerzo parecido: ir resol-
viendo problemas formales planteados anticipadamente, irlos resolviendo por en-
cima de vivencias y demoras, aclarar leyes de la narrativa hasta quedarse con unas
cuantas certidumbres que se usarían luego, también por encima de vivencias y de-
moras, en la redacción de una novela.
Para la lectura de muchos contemporáneos, los cuentos de Cepeda tenían que
aparecer como demasiado experimentales, incomprensibles. Su concepto de la
anécdota y del ser humano estaban reñidos con el esquema entonces acatado. El
que los personajes llevaran a veces nombres anglosajones (o no tuvieran nombre)
o el marco de esas historias se situara en la ciudad o en el extranjero tenía que pa-
sar por una traición. La fragmentación, o la aparente teatralidad de los diálogos, o
la incertidumbre del punto de vista convertían esos cuentos en rompecabezas. En
total, para la mayoría de quienes los leían, o lo intentaban, debía ser Cepeda autor
de adivinanzas o cultor de lo deforme – para recordar la hostilidad, que privaba
en el suplemento de El Tiempo, hacia toda renovación –. Al hacer un cotejo con la
producción de López Gómez o Cardona Jaramillo, debía sobresalir una especie
de objetividad sin alma que se quedaba en la superficie de las cosas (sería lícito re-
conocer en Cepeda una intuición del objetalismo del nouveau roman), o sólo un
behaviorismo helado, o un existencialismo primario siempre desprovisto de calor
y profundidad. Frente a la narrativa contemporánea de su país, Cepeda carecía de
«humanidad».
Es cierto que ante la estructura variable pero siempre muy aparente de sus
cuentos surgen términos que remiten a las vanguardias de la modernidad del siglo
XX y a la desazón que suscitaron. Se piensa en un constructivismo tendiente a la
abstracción o en una arquitectura funcionalista que deja ver cómo se organiza y
desconoce el adorno de la fachada. En fin, términos que podrían ser sinónimos de
frialdad. Pero ello es en el presupuesto de que el trabajo de las formas es un traba-
jo sobre el vacío – idea que reunía en Colombia a todos los que se contentaban
con repetir fórmulas agotadas, negándose a pensar que pudiera haber otras.
JACQUES GILARD
204
Cepeda era un creador de formas desde cuando se diera cuenta de que venía
después de Joyce170 y de que, siendo uno de los sucesores, era también un conti-
nuador. Conciencia equivalía a obligación. Las formas que creó fueron sistemas
cerrados sobre sí mismos, regidos por una búsqueda de pureza. Sus cuentos, hay
que repetirlo, son verdaderos teoremas del arte de narrar. Independientemente de
la carga emocional que se reconoce en todos ellos, la frialdad de los cuentos de
Cepeda es la luminosa perfección de los teoremas. Para quien tenía otro concepto
del cuento, era imposible llegar bastante lejos en la lectura y el análisis, y se perdía
lo que, para el lector de hoy, es la evidencia de hasta qué punto trabajó Cepeda ca-
da cuento como un sistema único y un modelo definitivo. Fue tal su cuidado que
se podría decir que los cinceló, si este verbo no remitiera a una artesanía del ador-
no que era todo lo contrario del arte de Cepeda.
La vibración del contenido humano era otra cosa, y había que poder llegar hasta
allí. Fueron pocos los que en su tiempo lo hicieron, fuera de los amigos de Cepeda,
con Germán Vargas a la cabeza: en su presentación de los cuentos, tras aludir a los
que «podrían clasificarse como simples alardes de técnica», hablaba Germán Vargas
del «suave tono lírico, el aún esperanzado clima de soledad».171 Fue el caso de Her-
nando Téllez,172 entre quienes no conocían a Cepeda antes de la salida de su libro.
Y casi no hubo más. Sin embargo, las líneas preliminares con que Cepeda había
abierto la colección se referían a la soledad y exaltaban a los personajes de los cuen-
tos al decir modestamente que «las palabras son inferiores a ellos».173 También po-
drían haberlo tenido en cuenta los lectores de la primera edición del libro: el mismo
autor, como indiferente a su propia labor, señalaba la dimensión humana del libro.
Antes de abordar este aspecto, conviene prestar alguna atención a la produc-
ción periodística del joven Cepeda. Al releer muchas entregas de ‘En el margen de
la ruta’, se observa que estaban repletas de un sentimentalismo exacerbado. Y se
recuerda que Cepeda tuvo por un tiempo como modelos al norteamericano Ernie
Pyle en el periodismo, a Azorín y a Saroyan en literatura: autores que se distin-
guían por la atención que prestaban al hombre común y corriente, con una bene-
volencia que a veces lindaba con lo cursi. Lo mismo puede decirse del periodismo
de Cepeda, y sería larga la serie de citas que podría hacerse (remitimos al volumen
En el margen de la ruta, pass.). Tal vez pueda destacarse la serie de crónicas que le
inspiró a Cepeda el viaje oficial que hizo a San Andrés y Providencia el general
Rojas Pinilla: pese a las trampas que guardaba el aspecto político, no vaciló en
mostrar las cosas bajo el amable ángulo de la gente de abajo, que vivía con humil-
dad una vida diaria no siempre fácil; y vio al recién estrenado presidente golpista
como una imagen del padre benévolo – extraña manifestación, luminosa, de uno
El grupo de Barranquilla y el cuento
205
170 Pese a ser tardía, resulta significativa la mención que de Joyce hace Cepeda en la entrega de
su columna ‘Brújula de la cultura’ del 21 de septiembre de 1951 (en El Heraldo de Barranquilla, p. 3).
Cfr. Alvaro Cepeda Samudio, En el margen de la ruta, op. cit., p. 397.
171 Ver ed. crítica, p. 168.
172 Hernando Téllez, «Los cuentos de Alvaro Cepeda», El Tiempo, Bogotá, 19 de septiembre de
1954, 2da Sección, p. 1.
173 Ver ed. crítica, p. 62.
de sus temas profundos, y tenebrosos, de escritor –. Era la soledad del aislamiento
y del olvido, tratada con optimismo. Un mundo a lo Frank Capra, en cierto modo,
aunque trasladado al tiempo de la violencia colombiana y de la guerra fría.
Resultaría inexplicable la distancia que parece mediar entre el efusivo periodista
y el supuestamente frío cuentista. Es claro que Cepeda escritor no fue frío. Supo
sugerir, como poquísimos en Colombia, los sentimientos humanos. Y mejor que
muchos, precisamente merced a la perfección formal que a tantos lectores desalen-
tó antes de tiempo. Decimos simplemente en un primer tiempo que los sentimien-
tos, sin privilegiar lo trágico, porque no se pueden olvidar los cuentos de la alegría
de vivir que son «Hoy decidí...» y «Un cuento para Saroyan». Y también hay que
recordar que «Vamos a matar los gaticos» no se contenta con mostrar la inocencia
y la perversidad infantiles; también habla de callados enfrentamientos por la con-
quista de un poder en el seno del trío, el implacable poder de siempre: los chanta-
jes de Doris, el miedo del personaje anónimo, el horror del sacrificio de tres anima-
litos, muertos para que no se regale el último de la camada... Es una anécdota llena
de crueldad y ternura, con profundas vibraciones afectivas, y nuevamente sale a
flote la idea de compasión.
Es la compasión lo que vibra en bastantes cuentos, pero no se quiere dar de
ver en un tratamiento fácil de las anécdotas. Cepeda no olvida que la literatura es
primero que todo un andamiaje de palabras: si el periodista joven tuvo una ten-
dencia al sentimentalismo, éste quedó purgado en los cuentos y en La casa grande,
que sólo supieron de una secreta, pero no por ello menos intensa, presencia del
sentimiento. Por ello también es tan importante el trabajo sobre el punto de vista.
El músico de «El piano blanco» puede ser todo lo neurótico que se quiera, egoísta
a veces y cínico otras veces, pero es de todas formas un hombre que sufre – sólo
que no lo dice así y nadie lo dice en su lugar –. También sufren, cada uno a su ma-
nera, los personajes de «Jumper Jigger», como hombres corridos los adultos, co-
mo ser aún inseguro la muchacha. Es profunda la soledad de la espera en «Todos
estábamos...». Hay soledad también y un terrible desaliento en el beodo de «Tap-
Room» y en la mujer estéril de «Nuevo intimismo». Y tal vez sea el colmo la anéc-
dota de «Hay que buscar a Regina», donde todo corre bajo la superficie de una
historia que sin embargo se prestaba para todos los lugares comunes de la literatu-
ra de denuncia: un buen muchacho de pueblo acusándose de un crimen para tra-
tar de impedir que lo separen de su amor, un padre dispuesto a vender a su hija
como si fuera una res, una joven humillada. Con ello basta para ver, si aún hacía
falta, la fuerza emocional que puede incluir cada cuento de Cepeda. Y para confir-
marlo tal vez convenga recordar que el cuento menos anecdótico, «Intimismo»,
involucra al lector en la emoción máxima: la sensación de existir.
La confusa o nula percepción que de ello se tuvo por bastante tiempo entre los
críticos colombianos también se puede deber a que Cepeda nunca acudió a una
forma obvia de psicologismo; en sus relatos, la instancia narradora no suministraba
la menor explicación sobre lo que les pasaba a los personajes. Era un corolario de
sus planteamientos formales, pero era otro asidero que faltaba para el lector poco
acucioso, ya despistado por la más que visible geometría de la construcción. Fue
JACQUES GILARD
206
una línea constante de Cepeda, y la siguió aplicando en La casa grande. Basta con
fijarse en elementos secundarios de la novela y también se advierte que tirita el des-
amparo bajo un relato terso a primera vista, y bajo comportamientos sobrios. Tal
vez no sea una casualidad si los ejemplos que vienen a la mente son los de dos mu-
jeres, ambos sacados del capítulo «Jueves»: la prostituta y la mujer embarazada que
decidió acudir al aborto. En las dos es profunda la zozobra, y sin embargo nada de
ello dice la narración; a la lectura le incumbe desentrañar la sensación de soledad
según el método que, en este caso, Cepeda aprendió de Hemingway.174
Pasando de estas mujeres del segundo plano a la Regina que atiende de varias
maneras al amo feudal en el capítulo «El padre», se ve que no solamente da Cepe-
da, sin discursos superfluos, una imagen muy vívida de la mujer humillada, sino que
también penetra, con una escena tan escueta, hasta la médula de un sistema social
deforme y, ampliando, se llega a la evidencia – que no lo fue para muchos – de que
la novela también fue un libro de denuncia, sólo que sin la habitual verborrea de la
literatura de esa línea. Feudalismo, injusticia, alienación, imperialismo, son térmi-
nos que acuden a la mente, pero sólo por medio de la lectura, pues el narrador «ex-
tradiegético» de ciertos capítulos nunca explicita las claves en forma primaria. Todo
ello lo sintetizó García Márquez al definir La casa grande como «un ejemplo magní-
fico de cómo un escritor puede sortear honradamente la inmensa cantidad de basu-
ra retórica y demagógica que se interpone entre la indignación y la nostalgia».175
Con algunos cambios, según los casos específicos, podrían aplicarse estas consi-
deraciones a todos los cuentos juveniles de Cepeda Samudio, y no solamente a su
novela. Fueron textos sin «basura», porque nunca anduvieron por los caminos de la
facilidad ni toleraron la idea, la frase o la palabra de más – precisamente los aside-
ros que pedían los partidarios de una verosimilitud y una coherencia ilusorias, des-
orientados ante unos textos que eludían lo obvio y se ceñían a la emoción de lo
existencial.
Estas alusiones a La casa grande no sirven sólo para mostrar que el ensayar for-
mal de los cuentos desembocó en el riguroso armado de la novela. También mues-
tran que hay una continuidad de tipo temático – otro elemento algo difícil de cap-
tar, dada precisamente la sobriedad del autor –. Al insistir en el tratamiento de los
personajes femeninos, tercia la recurrente figura de Regina, que también volverá a
figurar tardíamente en Los cuentos de Juana. En el personaje de la variable y cons-
tante Regina se encarna una preocupación por la condición femenina, que alcanza
la categoría de tema al vincularse con otros personajes femeninos y otras situacio-
nes dispersos en algunos cuentos de Todos estábamos a la espera, pero también en
ciertos textos periodísticos como «La muchacha de las postales».176
Al contrario de las apariencias, Cepeda fue un escritor dotado de temas pode-
El grupo de Barranquilla y el cuento
207
174 El tema del aborto y la mención de Hemingway remiten a «Colinas como elefantes blancos»,
otro de los cuentos predilectos de Cepeda.
175 Presentación de La casa grande, por Gabriel García Márquez, en la contracarátula de la se-
gunda edición (Buenos Aires, Ed. Jorge Alvarez, 1967).
176 «La muchacha de las postales», El Nacional, Barranquilla, 18 de marzo de 1948. Cfr. Alvaro
Cepeda Samudio, En el margen de la ruta, op. cit., pp. 231-232.
rosos. El principal es seguramente el de la soledad, que puede haber quedado opa-
cado por la vecindad de Cien años de soledad, pero que sí corre en toda la obra y
que el propio Cepeda había identificado con nitidez en una fecha temprana. Así lo
demuestran las líneas introductorias de Todos estábamos a la espera, y es bueno
comprobar que el término de soledad se repetía insistentemente en el texto que
Daniel Samper encontró entre los papeles del escritor, que incluyó en su Antología
de Colcultura y que nos pareció conveniente hacer figurar en la primera reedición
de Todos estábamos a la espera, manteniéndose luego en las siguientes: «En la 148
hay un bar donde Sammy toca el contrabajo»,177 en que la soledad, de tanto ser
mencionada y reaparecer en el adjetivo «solo», se convertía en protagonista princi-
pal del relato. No podemos saber cuándo tomó Cepeda conciencia de lo que pesa-
ba ese tema en sus escritos; seguramente lo ayudaron las vivencias norteamerica-
nas, y en particular la estadía invernal en Nueva York «que es una ciudad sola»,
como decía en el breve proemio del libro de cuentos.178 – Pero el tema estaba pre-
sente desde antes. Tal vez ya en «Proyecto para la biografía...», situado en el marco
urbano por donde erraba el personaje femenino enfrentado con la incomprensión
ajena – se ve con bastante claridad, si bien el texto trunco no permite afirmar de-
masiado –. Donde ya no había duda era en «Tap-Room». «Intimismo» llegaba de-
masiado hasta las raíces mismas del ser humano para dar señales del tema, o las da-
ba todas, más allá de cualquier ilustración literaria anterior – incluso La náusea –.
«Vamos a matar los gaticos» y «El piano blanco» recalcaban la persistencia del te-
ma, al reunirse tras más de un año con «Tap-Room», y la confirmaba definitiva-
mente «Jumper Jigger». Era primero la soledad del hombre de la ciudad, y «Hay
que buscar a Regina» fue el ensanchamiento, probablemente tardío, del tema al
hombre del medio rural, con lo que ya podían surgir La casa grande y su imagen de
un orden social generador de soledad para el individuo y para la comunidad.
Como, en el recorrido por los cuentos de Todos estábamos a la espera, en busca
de manifestaciones del trabajo sobre la función narradora, se han rozado más de
una vez algunos de los temas que allí se esbozaban, no hará falta entrar demasiado
en detalles aquí. Bastará con una enumeración escueta de esos temas que se reú-
nen a veces y otras veces se individualizan, tocantes a todos los elementos estruc-
turales del relato, y todos ellos vinculados en forma más o menos obvia con el te-
ma mayor de la soledad: el artista enfrentado con su entorno, el universo infantil,
la condición de la mujer, el bar, la alcoba, el cuerpo, el tiempo estancado, la espe-
ra, la guerra... Enumeración más bien superflua, que sólo sirve para recordar que
Cepeda no fue un escritor encerrado en personalísimos e incomprensibles juegos
formales. Y que la impresión de arbitrario mosaico que dan sus textos con rela-
ción unos a otros y también en la organización interna de algunos de ellos, no im-
pidió que desarrollara una obra verdadera, es decir marcada por la continuidad de
temas muy propios e imágenes no menos propias.
JACQUES GILARD
208
177 «En la 148 hay un bar donde Sammy toca el contrabajo», en Alvaro Cepeda Samudio (sel. y
pról. por Daniel Samper), Antología, Bogotá, Colcultura, pp. 168-171. Ver ed. crítica, pp. 149-151.
178 Ver ed. crítica, p. 62.
Pero es cierto que aún hoy, al cabo de varios decenios, persiste la imagen de un
Cepeda arduo, cultor de un virtuosismo frío y oscuro (cuando se le recuerda, cosa
no tan segura en medio de una narrativa colombiana dominada por un afán de
tremendismo). No en cuanto al novelista, pero sí en cuanto al cuentista. En reali-
dad, él nunca sacrificó su temática, pero es como si lo hubiera hecho. La forma
como puso a la vista la fábrica de sus cuentos obstaculizó la percepción de esa po-
derosa temática. En cierto modo, su afán de demostrar que era posible en Colom-
bia acudir a normas universales y a procedimientos contemporáneos para conti-
nuar con plena autonomía la aventura del arte moderno, lo condenó a no ser reco-
nocido en su tiempo como cuentista colombiano y a quedar marginado de la his-
toria de un género en la que, sin embargo, le corresponde un puesto al lado de
García Márquez. Sus temas quedaron opacados, dentro de la perspectiva de la crí-
tica nacionalista, precisamente a causa de la emancipadora pedagogía que él quiso
practicar: tal vez se tolere «Hay que buscar a Regina», aunque por motivos que
dejan trunca la validez del cuento, pero no se comprende «Tap-Room» ni el vín-
culo que une a ambos cuentos. Al experimentador le resultó cara la audaz aventu-
ra formal. Lo cual no deja de resultar curioso porque no se puede decir que La ca-
sa grande haya quedado en el limbo, sobre todo desde mediados de los años 70:
pese a la dificultad de la forma, sí se comprendió y se comprende cada vez más (lo
atestiguan doce ediciones distintas, desafortunadamente muy desaliñadas casi to-
das ellas) que Cepeda había puesto su exigente y depurada escritura al servicio del
rescate de un trauma nacional. Así no ha pasado con los cuentos, que sin embargo
no merecen menor atención ni menor aprecio. Pese a todo lo que significan, no
han salido aún de la marginalidad en que los situara su publicación provinciana en
la Colombia del año 1954. Tratándose del cuentista, aún resulta contraproducente
para su justa valoración, provisionalmente pero quién sabe por cuánto tiempo, su
labor de creación de formas.
Universalismo de Cepeda Samudio
Con Cepeda Samudio pasa lo mismo que con García Márquez cuando se trata
de buscarle una ubicación dentro de la narrativa colombiana de los años 40 y 50.
Su radical rechazo a los cuentos terrígenas y al obsoleto concepto de lo humano
que ni siquiera lograba sustentarlos, lleva a situar a Cepeda dentro del universalis-
mo – tal como lo hacía Germán Vargas en 1954 al presentar los cuentos de Todos
estábamos a la espera –. Pero, viendo las cosas desde los albores del siglo XXI, es
también una ubicación cómoda que ya no quiere decir gran cosa pues Cepeda, de
la misma manera que García Márquez, tenía poco que ver con los cuentistas co-
lombianos entonces definidos o autodefinidos como universalistas. Sus propios
méritos estéticos eran infinitamente superiores y su originalidad lo colocaba en un
terreno demasiado sui generis. Ninguno o casi ninguno se le acercaba en cuanto a
maestría técnica y él queda como incomparable creador de formas.
Como García Márquez en un primer tiempo, eligió Cepeda para sus cuentos
El grupo de Barranquilla y el cuento
209
espacios neutrales y por tanto inmunes a toda contaminación localista: en su caso,
como se ha visto, la alcoba o el bar (más la calle en el inaugural «Proyecto para la
biografía...»). Al ser humano lo enfocaba también en rasgos tan elementales que
tampoco se salía de lo universal: era una voz, o un haz de sensaciones (y con la
desnudez en «Intimismo»), prescindiendo hasta donde era posible de los lastres
de lo biográfico. En «Tap-Room», solamente sale a flote la circunstancia de la de-
cepción amorosa; en «Intimismo» la sensación física va constituyendo un cuerpo y
una conciencia. El mundo también es una suma de ínfimas realidades físicas que
lo van conformando en sucesivas percepciones, no un mundo dado o impuesto,
con una coherencia previa (no menos arbitraria que previa), sino algo que nace, y
ello según las leyes de una física que no es la conocida: una naturaleza (una physis)
«otra» es una constante en los cuentos de Cepeda. La luz y el ruido no se mani-
fiestan de la manera que todos conocemos y aceptamos. Algo de ello se anunciaba
ya en un texto periodístico de 1947, «Esbozo de un cuadro para nuestro merca-
do»,179 en el que Cepeda relataba un día de actividades humanas, en Barranquilla,
a través de un combate mitológico entre el ruido y el silencio. En «Proyecto para
la biografía...», residuos de luz y materia se escapan paulatinamente de una alcoba
en la que unos horas antes brillaba una lámpara. En «Tap-Room», en medio del
bullicio del bar surge la canción de un disco que impone el silencio a los presen-
tes; al terminar la melodía y antes de que suene de nuevo el zumbido de las con-
versaciones, estalla la cabeza de la muñeca (el protagonista sucumbe a la embria-
guez), como si los ruidos hubieran ejercido una presión sobre esa cabeza y estalla-
ra ésta al anularse esa presión. En «Todos estábamos...» los que esperan a la miste-
riosa Madeleine se hacen «tapones de música» para no oír al ex combatiente. En
«En la 148 hay un bar...», Rita se queda con la melodía que canta Sammy y no de-
ja a los demás sino la letra del blues, pudiendo el muchacho (de nuevo un trasunto
del propio Cepeda) ver flotar las palabras en el aire en vez de oírlas. Cepeda
muestra un mundo en proceso de formación a veces, simplemente distinto al habi-
tual nuestro otras veces, limpio de todo prejuicio y de toda convención: una reali-
dad virgen, por descubrir, tal como lo imponía esa época en la que la física nucle-
ar – entronizada por el pavoroso invento de la bomba – subvertía todo lo que la
humanidad había creído saber de su entorno durante milenios. Estaba convencido
Cepeda de que nada podía ser como antes y de que la literatura tenía que asumir,
con esa nueva conciencia, una nueva manera de estar en el mundo. Era un regreso
a los orígenes, a una ineludible ingenuidad, condición sine qua non de honradez
en el arte. De esta línea tampoco se apartaría La casa grande.
Otra respuesta de Cepeda a su época, cuando se arriesgó en el terreno de lo
anecdótico, de que iba a necesitar algún día para escribir una novela y que al me-
nos tenía que rozar en el cuento, se encuentra en la elección resuelta de la temáti-
ca de lo urbano («Tap-Room», tan neoyorquino, se escribió antes de viajar Cepe-
da a Estados Unidos). Es una cultura urbana la que subyace a «Vamos a matar los
JACQUES GILARD
210
179 «Esbozo de un cuadro para nuestro mercado», El Nacional, Barranquilla, 4 de noviembre de
1947. Cfr. Alvaro Cepeda Samudio, En el margen de la ruta, op. cit., pp. 79-81.
gaticos», primera incursión verdadera a la anécdota, con los juegos de unos niños
muy de su tiempo que van descubriendo sus relaciones con un entorno que para
ellos resulta natural, pues así lo encontraron al llegar a la vida. La ciudad, y preci-
samente una Barranquilla innominada, le sirve de marco a «Proyecto para la bio-
grafía...». Es un entorno urbano el que se presupone con la ínfima anécdota de
«Tap-Room»; además, con la elección de ciertos nombres para los empleados del
bar (Bill, Joe, a los que se añade la letra de la canción en inglés) salta a la vista el
que Cepeda, en busca de universalidad y contemporaneidad, opta de entrada por
el colmo de la ciudad moderna: la urbe norteamericana. La experiencia de Esta-
dos Unidos, unos meses después, tenía que aportarle materia para su inspiración.
De ahí nació una serie de cuentos, algunos de ellos de alta calidad estética, que te-
nían que haber brotado con toda naturalidad pero que eran al mismo tiempo nue-
vos golpes, decisivos (aunque muy pocos se enteraran), propinados a los dogmas
del nacionalismo literario de Colombia. Cepeda se situaba de buenas a primeras,
no en la descripción de un ambiente urbano, sino en su poesía, yendo a lo más
medular de ese ambiente. Aquí tampoco se sabe cuáles son las normas que rigen
ese mundo; solamente descuellan unos pocos elementos que no llegan a organizar-
se en la forma coherente y verosímil requerida por los partidarios de una falaz sen-
cillez en la cuentística colombiana. Llamativo es el caso de «Todos estábamos...»:
no tiene explicación el engranaje de espera y soledad que rige la vida de los perso-
najes; la joven que era esperada por el narrador tendrá que esperar a su vez, por-
que tal vez haya una ley que impone una continuidad de la soledad, una fatalidad
de la frustración, con encuentros que pueden no ser más que desencuentros o, en
todo caso, no desembocan en nada duradero.
Se profundiza el mundo urbano de Cepeda con un rasgo que es nuevamente, y
bajo otro ángulo, un golpe a las normas del nacionalismo: desde el principio opta
Cepeda por ver una realidad humana marcadamente cosmopolita – otra herejía –.
En «Proyecto para la biografía...», Schneider es hijo de inmigrados judíos de Ba-
rranquilla. La comunicación moderna se desliza en todas partes: entre las conver-
saciones de «Tap-Room» suena insistentemente una alusión a Sartre, y el aparato
tocadiscos figura en el bar, como lo volvemos a encontrar en otros textos («Hoy
decidí...», «Todos estábamos...», «Jumper Jigger»). Los niños de «Vamos a matar
los gaticos» piensan un momento en jugar a Tarzán.180 La cultura de masas se des-
liza por todas partes; además de la tira cómica, se hacen presentes la televisión y el
deporte, con el interés de los personajes de «Todos estábamos...» por el boxeo, o
el de otros por el fútbol americano («Un cuento para Saroyan»). Era más o menos
inevitable que la guerra de 1939-1945, primera y horrorosa manifestación históri-
ca de una cultura universal, figurara en alguno de los cuentos – como pasa efecti-
El grupo de Barranquilla y el cuento
211
180 Tarzán no es, en este caso, personaje de novela sino héroe de tira cómica (en la versión, en-
tonces mundialmente difundida, de Burne Hogarth). Cepeda, que tal vez prefería el cartón animado a
las historietas, coincide aquí con García Márquez; éste expresó más de una vez en las «jirafas» de
1950 su pasión por la tira cómica, que también sale a flote con una alusión a «Terry y los piratas» en
un diálogo de «La noche de los alcaravanes».
vamente en «Jumper Jigger» y «Todos estábamos...» –. El cosmopolitismo en que
creía Cepeda, además de verlo como un hecho ineludible del mundo en que vivía,
es la esencia de «Un cuento para Saroyan». Es una mezcla que cobra unidad mer-
ced al alegre optimismo de un estudiante o a la poética ingenuidad del Pierrot de
«Hoy decidí...», a salvo de una improbable racionalización.
Si la ruptura con lo terrígena es evidente, más importa la ruptura con la creen-
cia de que el mundo puede ser conocido a cabalidad. Cepeda comprueba que
existe un desfase entre la percepción y el entorno. En el mundo contemporáneo
muchas cosas se le escapan al hombre. El conocimiento enciclopédico no es posi-
ble; los nuevos saberes revelan insondables zonas de sombra. Se está en el umbral
de una reconstrucción, y de esta suerte es la tarea que le incumbe a la literatura,
precisamente en el mundo urbano, el que mejor encarna este nuevo caos. Esta es
la ruptura que propone Cepeda, muy lejos del terrigenismo desde luego, y tam-
bién y sobre todo muy por encima del promedio de lo que pretendía pasar enton-
ces por el universalismo en las letras colombianas.
Un saber común, y cada escritor con sus obsesiones
De las respectivas labores de los tres cuentistas del grupo de Barranquilla se
desprende, por encima de los rasgos individuales, una terca impresión de unidad.
Basta con tomar una perspectiva algo más amplia para que aparezca el ineludible
cimiento: la coherencia y la constancia de la acción del grupo; a nivel general, pri-
mero, si se piensa en su despiadado cuestionamiento de la vida intelectual y litera-
ria de Colombia; a nivel específico, luego, si se piensa en lo que fue la perseverante,
poco menos que sistemática, “política” del grupo en materia de cuentística. Re-
montando hacia el silencioso big bang que fue el regreso de Vinyes a Barranquilla
en 1940, tenemos: los cuentos del catalán, de los que una colección fue premiada
en los juegos florales de Bogotá en 1945; la señal (finales de 1944) de que José Félix
Fuenmayor se había puesto a cultivar la narración breve;181 la traducción de “Los
asesinos” por Alfonso Fuenmayor, en 1945; cuentos extranjeros reproducidos en la
página cultural de El Mundo de Barranquilla por voluntad de su jefe de redacción
Germán Vargas, en 1946; algunas notas de Cepeda Samudio, en 1947; (entre pa-
réntesis: la aparición de los primeros cuentos del aún aislado García Márquez, en
1947); notas de Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas y Cepeda, en 1948; el primer
relato “adulto” de Cepeda, en 1948; la publicación de varios cuentos importantes,
extranjeros y colombianos (entre ellos, el de Santodomingo y uno de Cepeda), por
Alfonso Fuenmayor en Estampa de Bogotá en 1949; los dos cuentos de Cepeda, en
JACQUES GILARD
212
181 Conviene deslizar aquí un dato menor pero significativo. El mismo día y en las mismas pági-
nas en que su padre publicaba “Ultimo canto de Juan”, Alfonso Fuenmayor arriesgó un cuento inte-
resante (por su contenido y por algún aspecto de su técnica) aunque nada afortunado en cuanto a ca-
lidad estética (“Un vagabundo”, El Heraldo, Barranquilla, 23 de diciembre de 1944, 2da Sección,
s.p.). El protagonista, como lo sugiere el título, podría ser, parece ser, un antecedente del mendigo de
“La muerte en la calle”, de José Félix Fuenmayor.
1949; notas de Germán Vargas182 y Juan B. Fernández Reno witzky183 sobre el gé-
nero cuento, en 1949; algunas entregas de ‘La Jirafa’ de García Márquez sobre
cuentos y cuentistas, en 1950; la brillante floración de grandes cuentos en Crónica
de Barranquilla, en 1950 (cuentos de los autores del grupo, excelente selección de
cuentos “nacionales” y no menos excelente selección de cuentos extranjeros); las
notas de Cepeda sobre Bestiario y sobre el género cuento, en 1951; la publicación
del libro de cuentos de Cepeda, en 1954; la del libro de Arango Piñeres, en 1955.
El mismo estupendo balance literario (caso único en el contexto colombiano,
aunque se ignorara por completo entonces y aún se siga ignorando) del semanario
pobretón y provinciano que fue Crónica, marca un contraste obvio con lo que se
hizo en todos esos años en el resto del país, que equivale a decir en Bogotá, que
casi equivale a decir en el suplemento de El Tiempo (perduran, a pesar de todo,
calidad y no cantidad, las excepciones de El Espectador con Eduardo Zalamea
Borda y Crítica con Jorge Zalamea). Los años 1940 habían transcurrido, en el me-
dio intelectual, bajo el signo del intolerante “nacionalismo”. El balance de los
cuentos entonces publicados es cuantitativamente enorme, a la vez que cualitativa-
mente cercano a la nulidad – por culpa del nacionalismo y sus proteicos efectos en
el medio de los literatos –. Los no muy numerosos textos (y no siempre recogidos
en volumen) que logran sobresalir son de autores que quisieron evadir el cerco de
los preceptos nacionalistas y terrigenistas. El mejor ejemplo, con todo y sus altiba-
jos, es el constante esfuerzo de Hernando Téllez, coronado en 1950 por la publi-
cación del, pese a todo, aún hoy vigente Cenizas para el viento y otras historias.
Aún puede mencionarse la corta colección de Arturo Laguado,184 así como las in-
seguras promesas de los libros de Alberto Dow185 y Gustavo Wills Ricaurte,186
que dejan unos pocos cuentos de algún interés hoy día, sobre todo el segundo,187
pero que no tuvieron continuación memorable: la posterior evolución de Dow co-
mo cuentista, con un desaforado ritmo de producción (veintinueve cuentos de
1949 a 1953), desembocó en el fracaso; pese a la brevedad de su vida, Wills empe-
zaba él también a padecer los efectos del desgaste inherente a la vida literaria bo-
gotana, de implacable rutina y no menos nefastas componendas.
El contraste demuestra con claridad que el grupo de Barranquilla sabía adón-
de quería llegar y por dónde debía pasar el proceso. El estímulo y la orientación
que significaron para García Márquez los libros prestados en mayo del 49, son de
El grupo de Barranquilla y el cuento
213
182 Germán Vargas, “Notas sobre el cuento colombiano”, Sábado, Bogotá, 16 de abril de 1949, p.
23. 183 Juan B. Fernández Renowitzky, “Nuevos cuentistas”, El Heraldo, Barranquilla, 7 de septiem-
bre de 1949, p. 7.
184 Arturo Laguado, La rapsodia de Morris, Cúcuta, Biblioteca de Autores Nortesantandereanos,
1948, 62 p.
185 Alberto Dow (pról. de Aurelio Arturo), Doce cuentos, Ibagué, ed. Etobar, 1948, 184 p.
186 Gustavo Wills Ricaurte, Tres caminos, Bogotá, Ed. Espiral, 1949, 166 p.
187 Se menciona a veces otro autor de un libro de cuentos, que alternó poco en la vida literaria y
parece haber ambicionado fugazmente ser un renovador del género cuento, sin conseguirlo: Germán
Cavelier (La vida y todo lo demás, Bogotá, Tipografía Colombia, 1948, 205 p.).
todo ello un luminoso ejemplo. La conciencia de lo que exigía la época, con la
subsiguiente obligación de definir formas apropiadas, llevó a los tres cuentistas a
cuestionar los esquemas agotados y trabajar diversamente, desde sus respectivas
sensibilidades, vivencias y obsesiones, la cuestión central de la instancia narradora.
Los dos jóvenes llegaron más lejos que el veterano y desembocaron en la fragmen-
tación y la instancia organizadora – Cepeda primero y más drásticamente que
García Márquez –. Cada uno de ellos tenía su propio tropismo, mezclas variables
de lo espacial, lo cultural y lo afectivo: el devenir de Barranquilla para Fuenmayor,
Macondo/ Aracataca/ cultura costeña para García Márquez, Ciénaga/ moderni-
dad para Cepeda. Pero, curiosamente, ello no impide que haya grandes parecidos,
coincidencias casi exactas, en las tres aproximaciones a las técnicas que, a veces
por vías sorprendentes (el caso de Cepeda, sobre todo), les permitirían dar cuenta
de esos universos. Los reúne la experimentación – y el sentido de la época que la
sustentaba –. Siendo de generaciones distintas (un sesentón y dos jóvenes), vivien-
do en espacios distintos (dos en Barranquilla, uno en Bogotá y luego en Cartage-
na), dotados de conocimientos desiguales (bien informados y llenos de seguridad
los barranquilleros, angustiado y desorientado García Márquez) llegaron a con-
fluir a partir de 1949. Por medio de un tipo de experimento que fue el mismo pa-
ra los tres, llegaron separadamente a sus metas respectivas. Un saber común, y ca-
da escritor con sus obsesiones.
JACQUES GILARD
214
La fuente primaria de estas páginas es la puramente vital. En «La Cueva», lu-
gar que frecuenté desde 1961 hasta su cierre en 1965, oí hablar de hechos que no
presencié pero que desde entonces hicieron parte – junto con ciertas lecturas, cier-
tas miradas, ciertos temas musicales y ciertos sabores – de mi más íntimo bagaje
cultural. Sólo que en su normativa la academia es implacable y su lógica me exigía,
para que los episodios aquí hilados fueran irrebatibles históricamente, que lo sabi-
do tuviera respaldo en obras y, sobre todo, en documentos de tipo hemerográfico
y bibliográfico. En consecuencia, fuera de recorrer estudios, galerías, museos y co-
lecciones privadas a la caza de pinturas y fotografías que el tiempo había ocultado,
he buscado también en diarios, revistas, libros y catálogos las críticas, opiniones y
noticias que cito, cuyas fuentes identifico en las notas marginales que acompañan
al texto. Me he ajustado, en esto, a reglas que al menos en esta ocasión hubiera
preferido ignorar. De todos modos, pese a mi esfuerzo, en ciertos casos lo sabido
se confunde con lo ocurrido en mi presencia, lo cual quiere decir que puedo dar
testimonio de lo que por suerte pude ver y escuchar. Esto último explica porqué
este trabajo comienza como un ortodoxo libro de historia y concluye con un lige-
ro aire de crónica. Era inevitable. Por lo mismo aspiro a que las páginas que si-
guen puedan ser entendidas como el más pálido y tardío producto del profundo
sentido de pertenencia que animó al grupo de Barranquilla, escritas por alguien
que trató de cerca a sus miembros y se solazaba conversando con ellos.
Reconocimiento
El origen de este trabajo remonta a una invitación que el Observatorio del Cari-
be Colombiano, con sede en Cartagena, me hizo en 2002 para escribir sobre las ma-
nifestaciones artísticas de la Costa norte a mediados del siglo XX. El texto que en-
tonces redacté quedó circunscrito a Leo Matiz, Enrique Grau, Alejandro Obregón,
Cecilia Porras y Nereo López. Con el paso del tiempo, ya entregado el manuscrito,
aumentó considerablemente la documentación que – por curiosidad insatisfecha –
llegué a reunir sobre el tema. Por eso resolví retomar el asunto y ampliarlo cuando
la Cátedra de Literatura Hispanoamericana del Departamento de Scienze dei Lin-
215
ÁLVA R O MEDINA
Universidad Nacional de Colombia
Poéticas visuales del Caribe colombiano
al promediar el siglo XX
Leo Matiz, Enrique Grau, Alejandro Obregón, Cecilia Porras,
Nereo, Orlando “Figurita” Rivera y Noé León
guaggi, della Comunicazione e degli Studi Culturali de la Universidad de Bérgamo
en la persona del Prof. Fabio Rodríguez Amaya me invitó a participar, junto con el
grupo de la Universidad de Toulouse - Le Mirail coordinado por el Prof. Jacques
Gilard, en el proyecto internacional de investigación: «Expresiones artísticas y lite-
rarias del Caribe colombiano». Enriquecí así lo ya estudiado en la primera versión y
resolví agregar tres capítulos más: “La literatura, las artes y el círculo de La Cueva”,
“Orlando ‘Figurita’ Rivera” y “Noé León”. De paso extendí las páginas que evoca-
ban la personalidad de Luis Eduardo Nieto Arteta, figura clave de las ciencias so-
ciales colombianas. El trabajo inicial tenía algo menos de cincuenta cuartillas, longi-
tud que triplica el texto corregido y ampliado que ahora hago público.
Hecha la aclaración anterior le rindo mis reconocimiento al Observatorio por
haberme dado el envión inicial en la realización de esta formidable tarea, recono-
cimiento de gratitud que extiendo a todos los que de una u otra manera me cola-
boraron, alentaron o corrigieron: Dilia Mercedes Morales, Christian Padilla, Nés-
tor Martínez Celis, Alberto Moreno Armella, Nereo López, Tita Cepeda, la Fun-
dación Enrique Grau, la Fundación Leo Matiz, el Instituto de Investigaciones Es-
téticas de la Universidad Nacional y al Dr. Fabio Rodríguez Amaya catedrático de
Literatura Hispanoamericana de la Università degli Studi di Bergamo.
Antecedentes generales
El estudio que el lector tiene entre sus manos pretende valorar las artes gestadas
en el Caribe colombiano a partir de 1939-1940, que fue cuando Leo Matiz publicó
en la revista Estampa su fotografía más conocida y un artista a punto de cumplir los
20 años de edad, llamado Enrique Grau, fue admitido en el Salón de Artistas Na-
cionales. Despuntaba apenas el período en que Colombia experimentó la plenitud
de su modernidad vanguardista, acontecimiento ocurrido a mediados del siglo XX.
Sus artífices principales fueron Guillermo Wiedemann, Leo Matiz, Enrique Grau,
Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar, Edgar Negret, Fernando Botero
y Antonio Roda, mencionados aquí en el orden en que se fueron dando a conocer
públicamente. Al lado de ellos hay que considerar un segundo grupo de artistas,
que de modo muy activo contribuyó a este florecimiento, entre los que cabe desta-
car a Lucy Tejada, Omar Rayo, Cecilia Porras, Nereo López, Judith Márquez, Ar-
mando Villegas, Luis Fernando Robles, Guillermo Angulo, Beatriz Daza, Hernán
Díaz, Alicia Tafur y Alberto Arboleda. Con la excepción de Roda, llegado a Co-
lombia en 1955, los nombres del primer grupo corresponden a quienes se manifes-
taron antes de 1950, aunque conocemos, de algunos de ellos, obras firmadas en las
postrimerías de los años treinta. Los artistas del segundo grupo se sumaron a ellos
a finales de los años cuarenta y unos cuantos lo hicieron ya en los años cincuenta.
Desde el punto de vista histórico los primeros han sido calificados de manera
unánime como los grandes del movimiento artístico que empezó a cristalizar al
promediar la centuria, apreciación en la que ha influido de manera decisiva la au-
toridad de Marta Traba, autora de un libro importante publicado en 1963, titula-
ÁLVARO MEDINA
216
do Seis artistas colombianos, en el que destacó a todos menos a Roda y Matiz, au-
sencias que se explican porque Roda no había definido aún su propio lenguaje y
Matiz no sólo no pintaba sino que trabajaba en el exterior. De los artistas del se-
gundo grupo se puede decir que en su momento fueron altamente considerados,
lo cual refleja en los comentarios elogiosos que recibieron por su participación en
exposiciones colectivas de diversa índole y por los premios que recibieron en salo-
nes. Algunos de los pintores y escultores del segundo grupo no llenaron las expec-
tativas que entonces generaron, otros abandonaron con el tiempo sus interesantes
planteamientos iniciales para perderse en experimentaciones que finalmente no
condujeron a nada concreto, y unos pocos se consolidaron con obras que aún no
han sido revaluadas y rescatadas con el debido rigor histórico. Cualquier sea el ca-
so, fue considerable el aporte de cada uno al proceso renovador y es con esta ópti-
ca que abordaré los nombres pertinentes de este estudio, centrándome en el he-
cho de que Matiz, Grau y Obregón figuran en el primer grupo y que en el segun-
do tenemos a Porras y a Nereo (el Nereo que en la identificación de su produc-
ción artística no usa el apellido), condensándose en estos cinco artistas la contri-
bución del Caribe colombiano al capítulo más brillante del arte nacional en todo
lo que ha corrido desde la Independencia. Un sexto artista, Orlando “Figurita”
Rivera, obtuvo escaso reconocimiento en el plano nacional, pero fue altamente
considerado en el meramente local. El séptimo, Noé León, salió a la luz pública
cuando tenía más de 50 años y se convirtió rápidamente en uno de los pintores
más exitosos y comentados de la centuria pasada.
Las particularidades de lo que hoy se reconoce como un arte que refleja la
idiosincrasia del Caribe colombiano, tuvieron sus manifestaciones inaugurales al
concluir los años treinta con obras iniciáticas de Leo Matiz y Enrique Grau. Fotó-
grafo el primero, pintor el segundo, los dos novísimos artistas coincidieron en
aquello de saber mirar el entorno inmediato para luego ponerse a extraer, del me-
dio ambiente físico y del contexto social propios del ámbito costeño, los elemen-
tos poéticos personales que la posteridad ha sabido consagrar. Me refiero a dos
obras concretas, La red o Pavo real del mar de Leo Matiz y Autorretrato con marco
de Enrique Grau, realizadas ambas en 1939, año clave y punto de partida del pre-
sente trabajo.
Antes de esta fecha, exceptuando como es apenas lógico la excelente y abun-
dante producción que en la etapa precolombina desarrollaran zenúes, tamalame-
ques y taironas, fueron ralas y escasas las expresiones artísticas de la región Caribe
colombiana, producto de un empobrecido período histórico que cubre toda la co-
lonia, atraviesa el siglo XIX y penetra ampliamente en el XX. Semejante pobreza
contrasta con la relativa abundancia que experimentaran Bogotá, Tunja, Popayán,
Villa de Leiva, Sopó, Monguí, Barichara, Honda, Medellín, Santa Fe de Antioquia
y otras poblaciones de los hoy departamentos de Cundinamarca, Boyacá, Cauca,
los dos Santanderes, Tolima y Antioquia. Con la demanda que en la era colonial
lograron generar esos importantes centros urbanos, la producción pictórica y la
imaginería religiosa se estimuló a una escala que Santa Marta, Cartagena, Mom-
pox, Riohacha y Valledupar no conocieron nunca. En otro estudio, al reflexionar
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
217
sobre este hecho, me he atrevido a sugerir que dicha escasez puede atribuirse a
una política colonial trazada desde España, de aplicación en los puertos y ciuda-
des costeras de América, en mi opinión “para no atraer piratas tras el temprano
saqueo de Panamá” por Francis Drake, hecho acaecido en 1572.1Se trata de una
hipótesis de trabajo que como es lógico está sujeta a verificación en los Archivos
de Indias, tema que espero apasione en su momento a otro historiador.
Tras el prolongado vacío, que no fue absoluto como bien lo atestiguan la pre-
sencia de Pablo Caballero y Hermenegildo José de Ayala al finalizar el siglo XVIII,
de José Gabriel Tatis en el siglo XIX, y de los hermanos Jeneroso y Luis Felipe Jas-
pe junto a Pacho Valiente en los albores del siglo XX, la Costa conoció un inespe-
rado y súbito esplendor. Valiente era barranquillero y todos los demás eran cartage-
neros, lo que probaría que sólo en la Ciudad Heroica hubo cierto interés en el cul-
tivo de las artes. Con un antecedente tan paupérrimo, en una región que en 1939
carecía de museos y escuelas de bellas artes, llama la atención que Matiz y Grau
hubiesen podido alcanzar tan altos logros en los albores de la juventud, con obras
iniciáticas en las que lenguaje y tema se interrelacionaban con la coherencia que en-
contramos en la producción que, ya en la madurez, firmaron ambos.
Veinte años después de realizados los trabajos iniciales de Matiz y Grau, en
1959, Alejandro Obregón firmaba sus primeras mojarras y sus primeros cóndores,
como símbolos del Caribe y de los Andes respectivamente. El tiempo ha demos-
trado que como estructuras visuales esos cuadros resultaron ser altamente signifi-
cativos. En ellos el pintor de Barranquilla logró redondear temas y forjar un len-
guaje que calaron hondo en el imaginario colectivo de los colombianos. Pero hay
algo más que decir, y es que la pertinencia de los aportes de Matiz, Grau y Obre-
gón obedeció a un empuje creativo mucho más amplio, que cobijó la música y la
literatura, producto de una eclosión cultural sin antecedentes en la historia del país.
La cumbia, que sólo en los años cuarenta adquirió cédula de ciudadanía, como bien
lo revela una cita tomada de Alfonso Fuenmayor que el lector encontrará en el ca-
pítulo dedicado a Alejandro Obregón, se volvió al aire que hoy por hoy, pese al
empuje del vallenato, identifica a Colombia. En cuanto a la literatura, es conocido
que en el período se forjó la personalidad de dos escritores de talla, Gabriel Gar-
cía Márquez y Álvaro Cepeda Samudio, cuyas obras inaugurales gozaron del estí-
mulo que les proporcionó el llamado grupo de Barranquilla, al que concurrieron
Alejandro Obregón, Nereo, Cecilia Porras y Enrique Grau.
En estos cuatro artistas y en Leo Matiz descubrimos una actitud común, aun-
que resuelta con diferentes enfoques. Hablo de la actitud frente a la creación, que
por suerte desbordó los límites regionales. Por esta razón la crítica de arte Marta
Traba emparentó la obra literaria de Gabriel García Márquez y la pictórica del an-
tioqueño Fernando Botero, al decir: “En ambos casos hay algo – o mucho – de ar-
cádico, de transmisión de datos elementales de la vida”.2En los diccionarios el
adjetivo arcádico define lo idílico o bucólico. En el texto citado, teniendo en
ÁLVARO MEDINA
218
1Álvaro Medina, El arte del Caribe colombiano, Cartagena, Gobernación de Bolívar, p. 18.
2Marta Traba, Historia abierta del arte colombiano, Colcultura, Bogotá, 1984, p. 176.
cuenta la intención que animaba al novelista en su obra suprema, la autora apunta
a lo primigenio, a lo que apenas se inicia y se halla por lo tanto en un estadio ele-
mental. La Arcadia griega, situada en las montañas del Peloponeso, fue el lugar
donde vivieron los más antiguos habitantes de Grecia, estado primitivo al que alu-
de el autor de Cien años de soledad con el sugerente nombre de José Arcadio
Buendía, el fundador de Macondo, el patriarca que le va a transmitir al primogé-
nito sus nombres de pila. Recordemos que el coronel Aureliano Buendía, “primer
ser humano nacido en Macondo”,3era hermano del segundo José Arcadio de la
estirpe, juego cronológico y semántico que hace, de José Arcadio Segundo, el ter-
cero de ese nombre en el árbol genealógico de la familia Buendía.4
Si la condición primigenia implica la “transmisión de datos elementales de la
vida”, de conformidad con lo afirmado por Traba, resulta lógico el esfuerzo que,
tras “prolongada vigilia” y sin salir de casa, le tocó hacer a José Arcadio para po-
der llegar al más portentoso de sus descubrimientos: “La tierra es redonda como
una naranja”. Desde la óptica arcádica o primitiva (primitiva en el sentido de co-
rresponder a los primeros tiempos de una historia dada), un mundo nuevo, inédi-
to, es el que inauguraron los siete artistas del Caribe colombiano que inspiran es-
tas páginas. En todos ellos primó la idea de desentrañar lo enigmático o descono-
cido del territorio en que vivían, negándose a representar pasivamente su aparien-
cia engañosa y fútil. Sin entrar ahora en detalles precisos, porque el lector los en-
contrará en el respectivo capítulo, lo arcádico tuvo en la obra de Noé León su más
risueña y cabal expresión pictórica.
Por otra parte tenemos que en su concepción poética Macondo es en sí mismo
una hipérbole, por eso identificamos lo macondiano con todo lo que se da en ex-
ceso o es exagerado. Si las crónicas sobre el grupo de Barranquilla son reiterativas
en aquello de que sus miembros eran excesivos y vitales, de modo tal que literatu-
ra, arte, deporte, caza y pesca conformaban un todo al modo de Guy de Maupas-
sant en el siglo XIX y de Ernest Henmingway en el XX, es de resaltar que en los
pintores y fotógrafos también hallamos, con obvias variaciones, otro tanto. El ex-
ceso se volvió una norma estética, convirtiéndose en el aspecto fuerte y determi-
nante de las imágenes, pero también en su criticado talón de Aquiles.
La noción de exceso es más que evidente en Grau, Obregón y León. Si para
los habitantes de Macondo “El mundo era tan reciente, que muchas cosas care -
cían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo”, en las obras
de los tres pintores se revelan situaciones hasta entonces innombradas que ellos
empezaron a descifrar con sus pinceles. El deseo de descubrir lo no revelado de la
virginal arcadia caribeña fue la norma poética que prevaleció en la época y, metido
de lleno en su contexto, el primero en conseguirlo fue el fotógrafo Leo Matiz.
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
219
3Gustav Siebemann, “Fabulación sobre lo fabuloso - Acerca de Gabriel García Márquez”, en
Juan Gustavo Cobo Borda (comp.), Gabriel García Márquez - Testimonios sobre su vida - Ensayos so-
bre su obra, Siglo del Hombre, Bogotá, 1992, p. 212.
4“Árbol genealógico de los Buendía”, en Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Edición
conmemorativa, Real Academia Española / Asociación de Academias de la Lengua Española, 2007, p. 3.
Los inicios históricos
Leo Matiz logró el registro de La red en el caserío de Puebloviejo, en la isla de
Salamanca, esa larga y angosta franja costera que hoy en día está atravesada de Es-
te a Oeste por la carretera que comunica a Ciénaga y Barranquilla. Tenida por la
imagen más divulgada de la fotografía colombiana de todos los tiempos, La red
fue publicada en la revista bogotana Estampa en abril de 1939. La acompañaba un
texto entre periodístico y lírico del poeta Carlos Martín, mentor intelectual de Ga-
briel García Márquez cuando éste cursó el bachillerato en Zipaquirá. En opinión
del novelista, el presentador de Matiz era “el más joven de los buenos poetas del
grupo Piedra y Cielo”.5En la nota que éste escribió para complementar el repor-
taje fotográfico, se exaltaba el “bello tipo de cultura física” de los pescadores del
lugar y se describía el gesto de lanzar la red o atarraya en estos términos:
“A impulso de sus bíceps endurecidos, las atarrayas de cinco metros de largo
con una arroba de plomo distribuida en los tejidos de sus extremos, se abren en el
aire en un despliegue de fuerza, de habilidad y de belleza, en tanto que los pies fir-
mes guardan el equilibrio del cuerpo sobre los bordes del bote”.6
La descripción anterior puede referirse a las rutinas pesqueras que el poeta pu-
do haber presenciado personalmente en la ciénaga, si es que alguna vez la visitó,
pero es más probable que fuera inspirada por lo que sintió al contemplar la hoy
famosa imagen del fotógrafo, oriundo de Aracataca como Gabriel García Már-
quez, municipio de la zona bananera situado al sudeste de Puebloviejo atravesan-
do en bote la ciénaga Grande y remontando un breve trecho del “río de aguas diá-
fanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes co-
mo huevos prehistóricos”.7La descripción de Martín es pertinente. Sus palabras
coinciden, en todos los detalles, con lo que se aprecia en La red.
El encuadre de la foto es perfecto. Va desde la estrecha franja de cielo que a la
izquierda le falta por cubrir a la atarraya que se abre hendiendo el aire, hasta el
botero inmóvil sentado a la derecha. En la mitad, el pescador alza un brazo. Su
oscurecida como tensa silueta parece prolongarse en las venas de los tejidos, aún
plisados, que partiendo del centro hacia los bordes forman, del brazo hacia arriba,
el grafismo de una estrella. Lo determinante es que el “despliegue de fuerza, de
habilidad y de belleza” que Carlos Martín supo definir, le permitió a Leo Matiz
concretar visualmente una afirmación de vida y libertad en el simple ejercicio de
una actividad cotidiana. En las confesiones que Miguel Ángel Flórez Góngora re-
cibió de Leo poco antes de la muerte de éste, puede leerse lo siguiente:
Luego de gastar varios rollos registrando las imágenes de hombres en la captura del
pescado, su selección y preparación para la venta, decidí meterme al agua. Con la
última tira de una película fijé al medio día el movimiento armonioso de un pesca-
ÁLVARO MEDINA
220
5Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, Norma, Bogotá, 2002, p. 243.
6Carlos Martín, “Puebloviejo, villa de pescadores, de viento y de sol”, Cromos, N.° 20, 8 de abril
de 1939, p. 12.
7García Márquez, Cien años de soledad, ob. cit., p. 9.
dor lanzando la red. Estampa no destacó esta fotografía cuando publicó el reportaje
sobre la pesca. He tratado de lograr nuevamente esa imagen y ha sido imposible.
Otros fotógrafos me han confesado que lo intentaron en varias ocasiones, pero que
les resultó infructuoso. Haber logrado esa fotografía con una cámara Roylander de
baja velocidad y de foco de escala es otra de las suertes de esta imagen.8
Si bien es falso que se metiera al agua, como lo revela el hecho de que el hori-
zonte lacustre se eleve por encima del bote, es innegable que Matiz contó con suer-
te, pero también con el conocimiento que tenía del tema gracias al estrecho contac-
to que había tenido, durante la niñez, con la naturaleza y con el trabajo rudo en una
finca de Orihueca, cerca de Aracataca. Admitamos entonces que numerosos facto-
res se conjugaron para favorecer, en Puebloviejo, al aprendiz de apenas 22 años de
edad, creador de la primera imagen del Macondo real. No obstante, en la misma
página de las citadas confesiones advirtió con sentido autocrítico: “No la considero
mi mejor fotografía, pero en su composición hay ritmo, precisión. En el hombre
que lanza la atarraya hay elegancia y dignidad”. Tal vez Matiz tenía la razón, pero la
verdad es que ninguna otra de sus fotos alcanzó nunca el grado de reconocimiento
de La red, convertida con el paso del tiempo en un hito iconográfico. El artista ha-
bía plasmado, en la dinámica imagen, un detalle que hace parte como pocos de la
esencia poética de Colombia en general y de su costa Caribe en particular.
Casi simultáneamente, en Cartagena, Enrique Grau debía estar finiquitando
Autorretrato con marco (1939), un cuadro en el que el autodidacto de 19 años de
edad se representó pintando un lienzo. Concebida dentro de la ortodoxia realista
que terminaría por ser inherente a su pintura, la obra resulta notable por su tem-
prano sentido decorativo y simbólico. En este primer gran autorretrato que le co-
nocemos, Grau aparece contra un fondo cubierto por una enredadera florecida de
tallo verdoso y sombras intensas, fondo que trató pictóricamente con valores de
primer plano. Si la solución empleada resulta hoy convincente es porque más ade-
lante, en su desarrollo, los elementos aparentemente superfluos (llámense floritura,
adorno, decorado, tocado, parafernalia o filigrana, caros al pintor) se cargan de
múltiples significaciones y terminan por ser esenciales al tema pintado. Al recurrir
a tales elementos, el artista identificaba y definía particularidades ambientales y de
personalidad, sin las cuales sus numerosas y heterogénea criaturas serían otra cosa.
En Autorretrato con marco Grau se muestra indiferente e incluso ajeno a la ve-
getación tropical que lo circunda, en la cual se condensa el toque fantasioso que
evita que la obra caiga en adocenado, vulgar y chato realismo. Esa indiferencia re-
aparece en Autorretrato con símbolos (1940), título que en sí y por sí pone de ma-
nifiesto la intención que lo guiaría a lo largo de su vida. En efecto, en este segundo
y muy importante autorretrato vemos al pintor con el mar a la espalda, pudiendo
distinguirse a la izquierda la cartagenera silueta del cerro de La Popa. En torno al
pintor, en el plano medio, hay una orla compuesta de objetos relacionados con las
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
221
8Miguel Ángel Flórez Góngora, “La metáfora del ojo”, en Leo Matiz, Homenaje Nacional de Fo-
tografía 1998, Ministerio de Cultura, Bogotá, 1998, p. 168.
artes, el tiempo y el estudio. Otro óleo de ese mismo año, Mulata cartagenera, cen-
tra la atención en la figura de una joven dama que se antoja entregada a la molicie
en un lujurioso jardín tropical, plasmando Grau una eficaz imagen de la sensuali-
dad femenina con las flores que reposan en el regazo de la blanca vestimenta de la
muchacha, y con las frutas que flanquean el borde inferior derecho del cuadro. De
los tres óleos, el más conocido es Mulata cartagenera (hoy en la colección del Mu-
seo Nacional), quizás por el éxito que cosechó en el Salón Nacional de 1940, obte-
niendo mención de honor y los comentarios más elogiosos que recibió obra algu-
na de las que participaron en el evento.
En los cuadros hasta aquí mencionados el pintor manejó eso que Marta Traba
calificó, en 1955, de “sentido decorativo que aparece siempre”,9particularidad
que la crítica juzgó positiva tras recordarle al lector que así trabajaban Henri Ma-
tisse y Raoul Dufy. Pues bien, este sentido decorativo tan particular adquiere den-
sidad y carácter cuando lo yuxtaponemos a la siguiente consideración de Camilo
Calderón: “Los autorretratos de Enrique Grau son todos de un realismo sin palia-
tivos, pero enriquecidos con diversidad de connotaciones simbólicas”.10 Al juntar
y resumir los dos conceptos, tenemos que lo decorativo no se queda en bonitura
primorosa y superficial, porque trasciende y pasa a la categoría superior de orna-
mental. ¿En qué sentido? En el caso de Grau lo decorativo se construye con ele-
mentos que a través del símbolo rayan lo emblemático, por supuesto que sin el
texto y sin el lema o mote del emblema ortodoxo. Piénsese al respecto en las im-
plicaciones de la denominación “ornamento sagrado”, ligada al ritual, que varía
según la época del año. En los ritos religiosos, la expresión visual principal des-
cansa en el motivo y el color del ornamento utilizado, tanto en el altar como en la
vestimenta del oficiante. Ese color y ese motivo, en cada caso, se usa en función
de un significado específico ligado a la celebración del momento. Si se cambia el
color o se cambia el motivo, cambia la significación. Su uso es inequívoco. La ‘de-
coración’ de Grau tiene connotaciones parecidas por tratarse de eso que el trata-
dista Santiago Sebastián ha denominado “imágenes cognoscibles” porque son
“portadoras de un significado emblemático”, por lo tanto interpretables, de allí
que en el siglo XVII fueran calificadas de “pinturas sabias”.11 Es de anotar que la
pintura sabia surgió en el Renacimiento, atravesó el Manierismo y alcanzó su apo-
geo en el Barroco. Resulta extraordinario, en consecuencia, que el pintor cartage-
nero hubiera forjado desde el principio una definición así de sustancial, clave a ca-
si toda su obra. Como es lógico toca separar y distinguir el sentimiento religioso
renacentista, manierista y barroco, que en ciertos maestros raya el misticismo, del
juego gozoso y profano de un Grau, que en numerosos ejemplos de madurez se
complace en concupiscencias de corte pagano.
ÁLVARO MEDINA
222
9Marta Traba, “El ayer y el hoy en la vida de Enrique Grau”, cit. por Bélgica Rodríguez, Enri-
que Grau - Homenaje, Villegas Editores, Bogotá, 2003, p. 16.
10 Camilo Calderón, “Grau pintado por Grau - Autorretratos y figuraciones”, en Enrique Grau -
La ilusión de lo real, catálogo, Museo de Arte Moderno de Bogotá, Bogotá, 2002, p. 13.
11 Santiago Sebastián, Emblemática e historia del arte, Cátedra, Madrid, 1995, p. 49.
Con los aportes primerizos de Leo Matiz y de Enrique Grau, de alcances na-
cionales ambos – ya que a través de los medios impresos capitalinos, el país entero
pudo tener amplio y oportuno conocimiento de ellos –, el arte de la costa Caribe
colombiana empezó a forjar su personalidad multifacética, no sometida a pautas
fijas y unidireccionales, como bien lo prueban las contribuciones que hicieron más
adelante Alejandro Obregón, Cecilia Porras y Nereo López, miembros a cual más
de la generación de pioneros, a los que cabe sumar Orlando “Figurita” Rivera y
Noé León, distintos todos entre ellos y al mismo tiempo fieles a la obsesión de
querer expresar la Colombia de la época.
Leo Matiz
Con la caricatura me gané muchos disgustos. Tuve que pedir
varias veces disculpas a personas que se molestaron por él
toque juguetón que yo le daba a sus caras. La fotografía me
absorbió. La he gozado y la he padecido. He estado al borde
de la muerte con ella y la he realizado en condiciones muy
duras, tratando de llegar a lugares inaccesibles.
Leo Matiz
Nacido en 1917, Leo Matiz quiso ser pintor y no fotógrafo. La escogencia tenía
sentido ya que desde temprana edad se reveló como un dibujante de temperamen-
to impulsivo, que orientó su talento hacia la caricatura fisonómica. En 1933 publi-
có en la revista Civilización de Barranquilla su primer monacho, una cabeza inspi-
rada en una fotografía de Eduardo Santos, propietario de El Tiempo de Bogotá,
futuro Presidente de la República y a la sazón ministro de Relaciones Exteriores.
Ese mismo año el muchacho ambicioso e impaciente realizó su primera exposi-
ción en la cigarrería Excélsior de Santa Marta, adonde se había trasladado su fa-
milia desde Orihueca, situada en el centro de la vecina y sureña zona bananera. El
ambicioso expositor tenía 16 años de edad, y mereció un comentario crítico que
planteaba que en la exposición había “trabajos que dejan traslucir la influencia
poderosa que sobre nuestro dibujante ha ejercido el popular artista argentino Ra-
fael Valdivia; en otros, recordamos el impecable estilo del cubano Masseguer y,
por último, vimos también las caricaturas cubistas que tanto agradan a los amigos
de lo ‘snob’”.12
A propósito de las caricaturas cubistas que se vieron en la Excélsior, es proba-
ble que Matiz conociera las más bien abstraccionistas que el bogotano George
Franklyn publicaba desde 1929 en la prensa bogotana.13 Introducida esta preci-
sión, la verdad es que la línea de Matiz distaba de ser ágil y por eso sus figuras re-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
223
12 “La exposición del dibujante Leo Matiz”, Voz del Magdalena, Santa Marta, martes 16 de julio
de 1933.
13 Cf. Álvaro Medina, El arte colombiano de los años veinte y treinta, Premios Nacionales de Cul-
tura, Colcultura, Bogotá, 1995, p. 25 y s.
sultaban algo acartonadas. Es de anotar sin embargo que los rostros que plasma-
ba, en general de perfil o de tres cuartos, eran solucionados con alto contraste de
luces y sombras. El procedimiento es eminentemente plástico y revela que el joven
autodidacta también se interesaba en el art deco, corriente artística que los pinto-
res José Posada y Sergio Trujillo Magnenat popularizaban con sus ilustraciones en
suplementos dominicales y revistas.14 A partir de entonces, animado por el reco-
nocimiento que significaba la difusión de sus cartones, Leo Matiz acarició la idea
de estudiar pintura.
Pero en la Costa no había escuelas de artes, de modo que a Leo le tocó viajar a
Bogotá en 1936, ciudad que ya conocía, donde inició estudios de ingeniería,15 ca-
rrera que abandonó para dedicarse a pintar. Dada la falta de recursos económicos
(el padre desaprobó su escogencia y se negó a mantenerlo), Leo no pudo ingresar a
la Escuela Nacional de Bellas Artes y le tocó trabajar de mensajero antes de vincu-
larse a El Tiempo, donde ofreció con buena suerte los servicios de ilustrador. Lo
acogió Jaime Barrera Parra, director de Lecturas Dominicales, el suplemento cultu-
ral más prestigioso del momento. El Tiempo definió su suerte. Enrique Santos
Montejo, “Calibán”, subdirector del periódico, le dio una cámara, le ordenó tomar
lecciones de laboratorio con el prestigioso J. N. Gómez y le ofreció paga de repor-
tero gráfico. Corría el año de 1937 y Matiz se mostró reticente a la oferta, pero
“Calibán”, según Miguel Ángel Flórez Góngora, le respondió: “Si te digo que ha-
gas fotografía es porque eres joven, simpático y, sobre todo, metido”.16 A propósito
de la personalidad exuberante, extrovertida y alegre del joven de Aracataca, el no-
velista Manuel Zapata Olivella diría que era “todo espíritu, sensibilidad, nervio”,17
combinación apropiada para llegar a cualquier lugar y hacerse sentir. Alejandra
Matiz, hija del fotógrafo y directora de la Fundación Leo Matíz con sede en Bogo-
tá, ha escrito a su turno que su padre era “anárquico, libertario y frenético”.18
Matiz acató a regañadientes la orden de “Calibán” pero no logró congeniar
con Gómez, uno de los grandes de la fotografía colombiana de principios del siglo
XX. Por iniciativa propia prefirió acercarse a Luis B. Ramos y tuvo la suerte de
trabar una buena amistad con el que sería su maestro. “Criticó con sinceridad mis
fotografías y me dijo que estaban pasadas de exposición, que eran oscuras y que
tenían problemas de enfoque”, expresó en sus confesiones.19 Sin duda, el sincero
y franco juicio de Ramos debió ser acertado. El nuevo discípulo estaba lejos de
dominar las técnicas del medio en el que apenas empezaba a incursionar, pero ya
sea por una casualidad derivada de la inexperiencia, ya por un efecto buscado a
conciencia, las fotos oscurecidas pueden asociarse y parangonarse con los oscure-
ÁLVARO MEDINA
224
14 Ibídem, p. 207 y s.
15 Manuel Zapata Olivella, “Leo Matiz. Fotógrafo y aventurero”, Cromos, Bogotá, 21 de enero
de 1959, p. 35.
16 Flórez Góngora, ob. cit., p. 145.
17 Zapata Olivella, ob. cit., p. 7.
18 Alejandra Matiz, “Leo Matiz, a la luz de la memoria”, en Leo Matiz - Pasiones en blanco y ne-
gro, Museo de Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco, Buenos Aires, 2006, p. 7.
19 Flórez Góngora, ob. cit., p. 161.
cidos trazos del caricaturista. De hecho el alto contraste era un recurso estético
propio del art deco, presente en obras de una pintora como Tamara de Lempicka,
en las de un diseñador gráfico como Cassandre y en las de un fotógrafo como el
Imogen Cunningham de la década de los treinta, para hablar de sólo tres figuras
de talla internacional.
En los años siguientes Matiz hizo numerosas fotos con predominio de sombras
yuxtapuestas a zonas de luz, tan acentuadas que dan por resultado planos blancos
o casi blancos intercalados con grises y negros muy densos. De hecho en el repor-
taje que hizo en Puebloviejo para Estampa, La red comparte página con la foto a
contraluz de una niña que posa junto a unas palmeras y a una erizada cerca de
madera, captando Matiz un conjunto de siluetas absolutamente negras contra el
cielo diáfano. Identificada con la leyenda que reza “Lujosa decoración del paisaje
marino”, la gráfica revela sagacidad compositiva y acusa un gusto por las sombras
que también vemos, aunque de manera menos acusada, en La red. El recurso rea-
pareció con insistencia en los años siguientes. Con el subtítulo “Contraluz”, por
ejemplo, se agruparon trece fotografías de este tipo en el libro de homenaje a Leo
que se publicó en 1998.20 De las trece fotos, una de las más logradas es Reflejos
(Cartagena, 1966), obra que sobresale por el alto grado de abstracción, la comple-
ja relación de los pocos elementos en juego (las ruedas de una carreta reflejadas en
un luminoso charco de agua) y la vastedad espacial sugerida a pesar de ser corta la
profundidad de campo.
Un segundo aspecto cabe resaltar en las fotos de Matiz, y es la marcada incli-
nación por el tema social. “No imaginaba las posibilidades de la fotografía hasta
mi encuentro con el pintor y fotógrafo Luis B. Ramos”, expresó él y luego precisó:
“Su iconografía de personajes populares de barrios y mercados del altiplano me
impresionaron”.21 Relacionarse con Ramos fue para Leo un buen comienzo, ya
que en aquel momento el maestro de Guasca era considerado de modo casi unáni-
me el mejor y más recursivo fotógrafo de Colombia. Como reportero gráfico no
tenía rival y sus gráficas, publicadas desde 1934 en El Tiempo y en Cromos, poseí-
an un “profundo sentido humano” y “un realismo sin afeites que llenaban de in-
tensidad y vida sus fotografías”.22
Ramos le dio fundamento y densidad al trabajo de Matiz, algo que el nuevo fo-
tógrafo expresó agradecido en estos términos: “Él despertó en mí la curiosidad
por los marginados de la sociedad. Si no me hubiera encontrado con él en la vida
creo que hubiera hecho otro tipo de fotografía, sin ese énfasis en lo social que he
mantenido en mi trabajo”.23 Hay que recordar que el énfasis social fue una carac-
terística del período. En México tuvo cultores de primer orden en Agustín V. Ca-
sasola, Héctor García y Luis Álvarez Bravo. Más al norte encontramos una expre-
sión de primer orden en obras de Dorothea Lange, Walker Evans y demás fotó-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
225
20 Ibídem, p. 53-66.
21 Ibídem, p. 161.
22 Medina, ob. cit., p. 270.
23 Flórez Góngora, ob. cit., p. 161.
grafos de la Farm Security Administration, entidad fundada durante la presiden-
cia de Franklyn Delano Roosevelt para ayudar a los campesinos a sortear la crisis
económica que golpeó a los Estados Unidos tras la quiebra de Wall Street en
1929, agravada por la sequía que posteriormente agostó los cultivos de vastas re-
giones de ese país.
En Colombia, Ramos retrató la vida de los desposeídos y humildes coincidien-
do con sus colegas de México y los Estados Unidos, de manera que su influencia
en Matiz estuvo a la altura de los tiempos que corrían. Por eso el fotógrafo de
Aracataca procuró buscar sus temas entre los labriegos del campo y los obreros de
los centros urbanos. Más tarde su universo se abrió a los avatares del ser humano
en las buenas y en las malas. Por eso documentó revoluciones y guerras, recorrien-
do el planeta por encargo de revistas de México, Estados Unidos, Francia, Vene-
zuela y Colombia. Leo Matiz se convirtió así en el primer artista colombiano de
talante y proyección internacional, corroborando la intuición de “Calibán” al lla-
marlo y decirle: “Mira, Leo, es la última vez que te compro caricaturas. Quiero
que me traigas fotografías. Tú serías bueno para eso, tienes temperamento y eres
capaz de meterte hasta en una aguja”.24
Así fue en adelante. Matiz se metió con sus cámaras en la aguja de la vida, re-
corriendo medio mundo. Su internacionalización comenzó cuando atravesó en
1940, con muy poco dinero, la América Central. Seguía los pasos del poeta Porfi-
rio Barba-Jacob unos treinta años antes. Lo curioso es que durante el largo reco-
rrido no derivó su sustento de la actividad de fotógrafo, ya que seguía fiel a su vo-
cación de pintor, a la que nunca renunció. Jamás consiguió descollar con sus dibu-
jos y pinturas, es verdad, pero persistir adiestró su mirada, situación idéntica a la
que Ramos vivía. “Un día, sin equipaje, con el solo peso de su cuerpo y unos dibu-
jos debajo del brazo, inició su peregrinaje”, nos cuenta Manuel Zapata Olivella y
prosigue: “Sus correrías por la América Central están llenas de un sabor novelero
mezclado con espasmos de dolor. En Costa Rica, después de afanosos esfuerzos
para lograr una exposición, contempla cómo la tormenta arrastra y destroza sus
cuadros”.25 Llegado a México en 1941, Matiz buscó a Barba-Jacob y éste lo ayudó
a vincularse como reportero gráfico de la importante revista Así, dándose a cono-
cer de inmediato. Zapata Olivella anotó en su reportaje que en México, en 1944,
“obtuvo el primer premio como autor del mejor reportaje gráfico del año” y men-
cionó, entre las revistas norteamericanas que en los años siguientes publicaron sus
trabajos, a Time, Squire, Life y Vogue.26 Contratado en 1947 por Selecciones del
Reader’s Digest, pudo viajar por todo el continente. En 1948 y 1949 se desempeñó
como fotógrafo oficial de las Naciones Unidas y fue enviado a cubrir el recién ini-
ciado conflicto palestino-israelí. La misión concluyó, tras recibir heridas de guerra
y recuperarse en un hospital de Tel Aviv, cuando le tocó fotografiar el escenario en
que había sido asesinado el mediador de paz de la ONU, abatido a tiros por un
ÁLVARO MEDINA
226
24 Ibídem, p. 145.
25 Zapata Olivella, ob. cit., p. 35.
26 Ibídem.
extremista.27 De tan rica experiencia ha quedado una obra heterogénea y de -
sigual, pero punteada de auténticos logros.
Resumida la larga y agitada trayectoria del hijo de Aracataca, volvamos a Méxi-
co, ya que fue allí que Leo empezó verdaderamente a ser un profesional de la fo-
tografía y a llenarse de mundo, al punto de confesar poéticamente: “Creo que he
vivido allí el mejor siglo de la vida”.28 En efecto, su siempre presente vocación de
pintor le facilitó hacer magníficos reportajes sobre la personalidad de José Cle-
mente Orozco, Diego Rivera, Frida Kahlo, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tama-
yo, entre otros. Refiriéndose a la manera como abordó cada uno de esos reporta-
jes, explicó: “Yo no jugué el papel del fotógrafo que capta una escena y se va. Tra-
té de comprender la obra y sus motivaciones. Me aproximaba con la veneración
juvenil que uno tiene por sus ídolos”.29 Otros retratados fueron Luis Buñuel,
Agustín Lara, María Félix y el “Indio” Fernández, a los que trató de cerca por ha-
berse vinculado, como responsable de foto fija en los rodajes, a la Unión Cinema-
tográfica de México. Pintores, actores, cantantes, directores de cine y otros perso-
najes ilustres lucen casi siempre como gentes del común. El énfasis en el gesto ni-
mio se debe a que los trabajos del colombiano tenían cierta proximidad con los de
Héctor García, el fotógrafo del gesto cotidiano, intrascendente y trivial del ciuda-
dano anónimo en lugares sin ninguna importancia.
Pero entre el mexicano y el colombiano también había grandes diferencias.
Apegado al espíritu de Ramos, Matiz confiaba más en la pose, que disponía o
arreglaba sin sustraer ni enajenar al modelo de su entorno inmediato. En las gráfi-
cas de este tipo revelaba cuán sensible era a las texturas, lo mismo la vital de las
arrugas en el rostro de un anciano que la informal de los pliegues de un vestido o
la aleatoria del entorno. Se puede comprobar analizando Hombre tortuga (Micho-
acán, 1944), Campesino (Morelos, 1945) y casi toda la serie de retratos que le hizo
a Frida Kahlo en 1946. Así ahondó lo ya aprendido en Colombia con Ramos. Es
de anotar que si nuestro fotógrafo se quedó en México durante varios años, su de-
cisión estuvo ligada al hecho de que el pintor que había en su corazón sentía una
gran admiración por los muralistas. Por eso intimó con ellos, los retrató en sus la-
bores y registró algunas de sus obras importantes. En el caso particular de Siquei-
ros, la empatía que se generó entre los dos llevó al fogoso pintor y político a ape-
lar, en 1945, a los servicios de Matiz. El trabajo consistió en fotografiar modelos
en poses predeterminadas por Siqueiros, para su posterior utilización en un mu-
ral. La experiencia por desgracia terminó en disputa, enfrentándose los dos artis-
tas a fines de 1947,30 cuando el colombiano acusó al mexicano de plagio. El Es-
pectador de Bogotá recogió la noticia, divulgada por las agencias internacionales,
en la que se informaba que “sus fotografías (…) habían sido la base de las obras
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
227
27 Flórez Góngora, ob. cit., p. 210.
28 Ibídem, p. 40.
29 Cit. por Miguel Ángel Flórez Góngora, “À chaque peintre un appareil”, en Leo Matiz - À cha-
que peintre un photographe, Galerie Tatiana Tournemine, Paris, 2001, p. 16.
30 Ibídem, p. 19.
de Siqueiros, sin que a Leo Matiz se le diera el menor crédito ni se aludiera a él en
forma alguna”.31
La acusación era exagerada. El pintor y fotógrafo británico David Hockney ha
demostrado como desde el siglo XVI, haciendo uso de la cámara lúcida o dispositi-
vo de lo que hoy constituye el cuerpo de una cámara fotográfica, los grandes maes-
tros delineaban con exactitud sus composiciones.32 Acogiéndose en esta tradición,
Siqueiros y Matiz trabajaron juntos en el más perfecto entendimiento. La mutua co-
laboración es evidente en el hecho de que tanto el pintor como el fotógrafo alter-
nan, en compañía del pintor Ignacio Gómez Jaramillo, como modelos de la serie,
remplazando los tres al modelo profesional que habían contratado y que figura en
otras fotos. Pero pasado cierto tiempo, entregados a satisfacción los tirajes, Matiz
quedó sorprendido cuando vio “sus imágenes transformadas en pinturas de caballe-
te y no en mural como le había anunciado el pintor”.33 El más conocido de los cua-
dros en disputa es Nuestra imagen actual (1947), el del hombre sin rostro y las ma-
nos que se extienden vacías, perteneciente al conjunto de catorce obras que Siquei-
ros presentó en 1950 en la Bienal de Venecia, obteniendo uno de los premios.34
Ahora bien, es más que evidente que una parte de la excelente serie fotográfica,
relacionada con la vejación, la tortura y el sufrimiento, es de corte siqueirano y no
matiziano. En 2001 la Galerie Tatiana Tournemine de París expuso 48 de las fotos
comisionadas por Siqueiros. La crucifixión es uno de los temas, asunto en el que la
cruz cristiana fue remplazada por un árbol de ramas mutiladas y sin hojas. Dos de
las imágenes permiten establecer la diferencia fundamental que hay entre la mirada
de Matiz y la propia de Siqueiros. El primer abordaje es directo y se expresa en El
árbol, que se alza atropellado en medio de un paisaje vacío, mas no agreste, sugi-
riendo desolación y abandono. El segundo abordaje es literario y requirió, por lo
mismo, colgar de una gruesa rama al modelo casi desnudo, adición fotográficamen-
te innecesaria porque los troncos retorcidos bastaban para expresar, por sí solos, la
idea de sacrificio.35 Una de cal y otra de arena hay en la serie, o sea mucho de Si-
queiros y otro tanto de Matiz. Como hecho sumamente diciente de lo sucedido en
la larga sesión fotográfica, el pinto no llevó a sus lienzos las imágenes de carácter
matiziano. Traer a colación y tratar de tranzar la agria e histórica disputa sirve, hoy,
para medir el grado de estima que Leo llegó a tener en el medio artístico mexicano.
Por supuesto, Leo Matiz tenía su propio sentido de lo que es contradictorio,
conflictivo o dramático. Algunas de sus mejores fotos tienen que ver con el ciclo
de vida y muerte que en sí misma encierra la naturaleza, asunto que El árbol con-
densaba a la perfección. En 1945, en México, se acercó al fuego intenso ocasiona-
do por la erupción de un volcán y halló el ángulo exacto que le permitió situar en
ÁLVARO MEDINA
228
31 “Escándalo artístico colombo-mexicano. Siqueiros utilizó fotografías de Leo Matiz para sus
obras”, El Espectador, Bogotá, 30 de diciembre de 1947, p. 10.
32 Cf. David Hockney, Secret Knowledge - Rediscovering the Lost Techniques of the Old Masters,
Viking Studio, New York, 2001.
33 Flórez Góngora, ob. cit., p. 18.
34 Raquel Tibol, Siqueiros - Vida y obra, Metropolitana, México, 1973, p. 138.
35 Leo Matiz - À chaque peintre un photographe, ob. cit., p. 32 y 34.
primer plano y a contraluz la estremecedora silueta de un arbusto que se yergue
quemado. La gráfica se denomina Nacimiento del volcán Paracutin, título acertado
porque la vegetación está calcinada mientras el volcán ruge vivo. En términos de
significación, la foto del Paracutin revela un abordaje conceptual similar al de El
árbol, que se repite creativamente en Desierto (Guajira, 1953), con un encuadre
bajo, casi a ras de suelo, buscado para que el detalle principal domine la totalidad
del espacio. Allí la naturaleza, en su eterno devenir, habla a través de la calavera
de bovino semi hundida en la arena. La blancura de la calavera contrasta con la
lobreguez de la atmósfera; su forma ancha se halla en contrapunto con el delgado
cactus que se eleva a la izquierda y con el bajo perfil de los ranchos miserables que
se perfilan en la lejanía. Un tercer y último ejemplo a destacar nos lleva a la hoy fa-
mosa patria chica de Matiz y García Márquez. Deforestación (Aracataca, 1966)
trata el problema ecológico que hoy preocupa al mundo. Porque tenía un buen
sentido de la abstracción y talento para explotar sus infinitas posibilidades, el ar-
tista supo expresar la agonía implícita en el árbol seco y caído de Deforestación. La
accidentada silueta de las ramas llena la totalidad del encuadre en un primer pla-
no punteado de nudos añosos y cortes mortales, el todo como un grafismo cuya
negrura entrecorta los grises tenues de un fondo ligeramente brumoso.
En la producción de los años cuarenta se apreciaba ya que al fotógrafo le inte-
resaban los matices de una superficie dada y la fuerza con que la luz, al tocarla, se
refracta o refleja. Leo podía buscar la dimensión humana de un hecho social, pero
no descuidaba los valores táctiles. De allí que incursionara en la abstracción, asu-
mida como un tema paralelo al del paisaje y la actividad humana. La arena holla-
da, la tierra erosionada, el muro cuarteado, el follaje taladrado por la luz solar, la
estructura arquitectónica o ingenieril recreada desde cierto ángulo, el producto
industrial ordenado en enormes depósitos, los patrones y las transparencias de la
luz móvil delante de un objetivo, etc., fueron motivos que trató con dedicación y
suerte, seguramente estimulado por los trabajos abstractos de Brett Weston, Aa-
ron Siskind y Harry Callahan a mediados de siglo. El vasto conjunto que logró
reunir conforma un capítulo mayor de la actividad artística de Leo Matiz.
Las abstracciones de Leo Matiz adquirieron un acentuado cariz modular y ge-
ométrico a raíz de su permanencia en Venezuela, donde vivió en los años cincuen-
ta y parte de los sesenta. Su estadía en ese país coincidió con el auge que empeza-
ba a tener el arte cinético bajo el impulso de Jesús Soto, acompañado de geome-
tristas de talla como Alejandro Otero, Oswaldo Vigas, Mateo Manaure, Alirio
Oramas, Víctor Varela, Armando Barrios, Pascual Navarro y Carlos González Bo-
gen, a los que luego se sumó Carlos Cruz Díez. Las obras que resumen el abstrac-
cionismo geométrico venezolano están concentradas en la Ciudad Universitaria de
Caracas, diseñada y construida en los años cincuenta por Carlos Raúl Villanueva,
en la que también colaboraron Victor Vasarely, Alexander Calder, Jean Arp, Was-
sily Kandinsky, Casimir Malevitch, Antoine Pevsner y Sophie Taeuber-Arp.36
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
229
36 Cf. A. Granados Valdés, Obras de arte de la Ciudad Universitaria de Caracas, Universidad Cen-
tral de Venezuela, 1974, p. 92.
La magnitud y calidad del trabajo emprendido por esta veintena de artistas im-
pactó al colombiano, que con anterioridad había captado el movimiento de luces
y sombras que hay en Cerámica (1947), foto de mirada refinada que le sirvió de
preámbulo para forjar el equilibrado ritmo ingenieril de Puente Maracaibo (1965),
cuya mitad inferior ocupa la reja metálica de las calzadas vehiculares, en fuga ver-
tiginosa que el horizonte aniquila. Se concluye que, contando en ambos casos con
los antecedentes pictóricos que explican la preferencia o inclinación del respectivo
momento, el cosmopolitismo de Matiz le permitió trabajar en México y luego en
Venezuela perfectamente conectado al movimiento artístico predominante en ca-
da uno de esos dos países. De alguna manera las ansias de ser pintor lo inspiraron
y orientaron, con fortuna, en ambos casos.
Seguir el itinerario artístico del Matiz trotamundos puede requerir cuando me-
nos un centenar de páginas. Por lo pronto, dentro del espíritu del presente estu-
dio, cabe señalar que el discípulo de Luis B. Ramos le dio más importancia que su
maestro al medio en que se desenvolvían sus personajes, algo que ya estaba pre-
sente en La red. Esa particular sensibilidad al entorno es la que explica sus abs-
tracciones. Pero es que Ramos no era propiamente un paisajista, y Matiz lo fue
con creces.
En 1988 el Museo de Arte Moderno de Bogotá reconoció el valor y el alcance
del autor de La red con la retrospectiva que montó en sus salas. Es de señalar que
en vida Leo expuso en galerías de Atenas, México, Milán, Nueva York y París, y
que en 1998 el gobierno colombiano premió su labor rindiéndole el Homenaje Na-
cional de Fotografía, honor que recibió poco antes de fallecer. El sentido de tan
merecido reconocimiento se puede condensar en una foto tomada en Río de Oro,
Santander, en 1960, ya que resume la sensibilidad social de Leo y revela al mismo
tiempo su sentido de abstracción. Captada al crepúsculo, a la hora en que las som-
bras se alargan hasta llegar a su máxima longitud, la gráfica muestra a un niño que
transita la acera estrecha de una calle empedrada. Una vez más el contraste de luces
y sombras es acentuado, de modo que la imagen es una rica superficie de variadas
texturas. Airosa, la figura avanza escoltada por la sombra que su cuerpo arroja en
el muro. La sombra es casi tan alta como el niño de rostro indefinido, y tan oscura
y viva como él. Jorge Moreno Clavijo podía exagerar un tanto, pero no mentir,
cuando afirmó en comentario de 1951: “Leo prueba que es de todos los fotógrafos
nacionales, el que más y mejor ha sabido explotar su vocación”.37 A mi juicio la ex-
plotó de dos maneras: proyectándose internacionalmente como ningún otro artista
colombiano hasta esas fechas y practicando seriamente la abstracción.
Ya expresé arriba que la obra de Leo fue irregular. No obstante hay que reco-
nocer, en sus mejores fotografías, que las luces, las sombras, las texturas y la ac-
ción poseen siempre, cuando las examinamos aisladamente, una vibración espe-
cial. Gracias a esta cualidad, no hay zonas inertes en los tirajes que firmaba. Esto
lo ayudó a ser un buen abstraccionista, línea que asumió cuando en América Lati-
ÁLVARO MEDINA
230
37 Jorge Moreno Clavijo, “Leo Matiz y su cámara vagabunda”, Cromos, 8 de septiembre de 1951,
p. 44.
na eran contados los fotógrafos en cultivar inclinaciones de este tipo. En Colom-
bia, por cierto, fue el pionero. El mérito le fue reconocido en 2007, con la exposi-
ción que se realizó en Caracas, en la que títulos con las palabras “abstracto”,
“construcción” y “estructura” eran corrientes.38 Un vistazo rápido a tres fotos de
la vasta serie permite entender que los ángulos y encuadres no eran nunca rebus-
cados. A Leo le era fácil descubrir complejidades en el espacio circundante, pero
para revelarlas con un enfoque que en verdad es sumamente simple. En Polígono
(Caracas, 1950), Las torres del Silencio (Caracas, 1954) y Construcción (Bogotá,
1968), la sencillez es el rasgo dominante. En las tres fotos apreciamos lo que de al-
guna manera, sin tiempo para detenernos a pensarlo y disfrutarlo, nos vamos tro-
pezando en los caminos de la vida, pero potenciado por composiciones que en el
fondo son equilibradas y severas.
Polígono nos revela un corredor interno largo y oscuro, iluminado a intervalos
regulares por rectángulos de luz inscritos unos dentro de otros. Los haces que
hienden la penumbra son semejantes, pero no iguales en la intensidad lumínica, ni
en el contorno, ni en la anchura. Asumida en su conjunto la geometría se antoja ri-
gorosa, pero analizada en los detalles está lejos de serlo. La imagen niega lo que de
una manera general parece afirmar, poniendo de presente cuanto hay de excepcio-
nal en lo ordinario. Las torres del Silencio sitúa en primer plano la abertura cenital
ovalada que revela, a través de la transparencia que se abre en medio de un plano
negro, el tope de dos altos edificios que se alzan hacia el cielo. Si en éste y en el
ejemplo anterior la luz penetra las sombras dominantes, en Construcción la som-
bra penetra la luz con la enorme L, invertida y escueta, que conforman una co-
lumna y una viga. Los dos elementos resaltan, negros ambos, contra un cielo cre-
puscular que brilla aún. En Construcción tenemos, además, el ponderado juego de
líneas oscuras y delgadas que el artista descubrió en las horizontales de los tubos
de una baranda adyacente y en las verticales de dos astas de bandera, aprovechan-
do un cruce de paralelas que pudo poner en contrapunto con la franja estrecha de
las arreboladas y pequeñas nubes que acentúan, en el borde inferior, la serena in-
formalidad del firmamento.
Las abstracciones de Matiz demuestran que en sus recorridos, tras cubrir co-
mo reportero algún evento para dirigirse con premura a otro, el fotógrafo no deja-
ba de mirar el mundo. Su pasión era captar, en pleno tránsito, lo que tiene de ex-
traordinario eso que está ahí, delante de todos, inmutable y en consecuencia ocul-
to a los ojos del lego, tal vez por el carácter eminentemente funcional o utilitario
que poseen. Si la meta del pintor es inventar imágenes, la del fotógrafo es más
bien descubrirlas. De donde se concluye que Leo Matiz tenía mirada de fotógrafo,
no de pintor, como lo prueban las abstracciones que derivó del espacio objetivo y
concreto.
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
231
38 Leo Matiz - Calendario, La Previsora, Caracas, 2007.
Enrique Grau
Cuando regreso al país, el primer choque en Cartagena llena
mi obra de colores muy vivos, pero cuando llego a Bogotá
la ciudad me va induciendo a un cromatismo menos vibrante,
más gris.
Una investigación sobre Piero de la Francesca, Uccello, los
prerrenacentistas en Italia, me va llevando inconscientemente
a la geometría, y de ahí al abstraccionismo no hay sino un
paso (...), y de pronto me doy cuenta de que ése no es el
camino que deseo. No quería ser hermético y paré en seco.
Enrique Grau
Ángela María González, “Un adiós a Rita”
El Espectador, 15 de septiembre de 1991, p. 1-C
En sus obras primerizas Enrique Grau estaba lejos de haber definido ‘su es-
cuela’ y, sin embargo, es evidente que la síntesis de Mulata cartagenera, sumada a
la intención simbólica de Autorretrato con marco, daba por resultado casi matemá-
tico el Grau definitivo. Si nos limitáramos a lo puramente formal, asombra el di-
bujo que firmó en 1942 para ilustrar un poema publicado en la revista neoyorqui-
na Home, en el que con admirable destreza combinó el trazo flexible, preciso y
simple que le sería característico con la monumentalidad de las figuras macizas,
aplomadas y quietas que pintó, dibujó o modeló de 1962 en adelante.39 En esos
veinte años exactos, Grau encontró su senda, se apartó de ella y a ella volvió en
dos ocasiones. El epígrafe que abre este cuarto capítulo permite precisar que
Grau abandonaba sus propias pulsaciones cuando salía del país, extraviándose to-
tal o parcialmente según la respectiva ocasión.
En Nueva York, de 1940 a 1943, el cartagenero ingresó al Art Students League.
Bajo la combinada influencia de John Sloan (los temas), Thomas Hart Benton (el
dramatismo) y Ben Shan (la geometría), Grau se convirtió en un pintor de temas so-
ciales y colores primarios de tonalidades apagadas. El segundo viaje de estudios lo
llevó a Italia y cubrió los años de 1955 y 1956. Fue la experiencia que por un lado lo
puso en contacto con los pintores florentinos del quattrocento y por el otro lo hizo
derivar paulatinamente hacia la abstracción no objetiva que practicó en 1958, ten-
dencia que abandonó de inmediato, búsqueda afanosa que concluyó cuando retor-
nó a sus orígenes con el óleo La Cayetana, de 1962, “uno de los más bellos cuadros
de la muestra” individual que hizo ese año, en calificada opinión de Marta Traba.40
Cuando reseñó la exposición de 1946 en la Biblioteca Nacional de Bogotá, la
primera que hizo el pintor, el periodista y novelista Eduardo Zalamea Borda no
pasó por alto el desvío que el cartagenero había sufrido en Nueva York y planteó
un interrogante: “¿A dónde llegará Grau Araujo?” Respondió a continuación:
“No es difícil responder a esta pregunta, sabiendo que por ahora es, con Alejan-
ÁLVARO MEDINA
232
39 Véase la ilustración en Gastón Figueroa (Uruguay), “Little Ballad of Autum”, Home, New
York, April 1943, p. 27.
40 Marta Traba, Museo de Arte Moderno de Bogotá / Planeta, 1984, p. 71.
dro Obregón, uno de los dos pintores jóvenes más interesantes que tiene el
país”.41 Zalamea Borda lanzaba el cuestionamiento pero no lo absolvía, porque
confesaba abiertamente haber depositado su fe, de modo incondicional, en el ta-
lento del pintor. En otras palabras, hiciera lo que hiciera el resultado le daría satis-
facción, posición por completo acrítica.
Es de recordar que a mediados de la década de los cuarenta se había generaliza-
do la idea de que Obregón y Grau eran las figuras máximas de las corrientes reno-
vadoras que se estaban abriendo paso, o sea que hubo una temprana conciencia de
lo que valían y significaban dentro de la generación que poco a poco entraba en li-
sa. Hablando de esos pasos iniciales, recordemos que en 1945 se realizó la primera
exposición individual de Alejandro Obregón, en 1946 fue la de Edgar Negret y en
1948, en Cali, la reveladora muestra conjunta de Negret y Eduardo Ramírez Villa-
mizar. Como testimonio de la conciencia que iban creando los nuevos valores, el
poeta y crítico Jorge Gaitán Durán escribiera en 1948: “El actual movimiento plás-
tico es el más importante que ha existido en la historia cultural de Colombia”.42
Entendido lo anterior como una verdad rotunda que la posteridad se encargó
de confirmar, Gaitán Durán se fijó en la obra del pintor de Cartagena y concluyó:
“Enrique Grau, tan contradictorio en su labor, vuelve a su antigua línea, para mí, la
más acertada”. Pero había una dicotomía no resuelta aún, razón por la cual Zala-
mea Borda manifestó en el artículo antes citado que él, en cambio, prefería “los
cuadros de la última época”. Dos años y medio separan las dos declaraciones, que
giran en torno al mismo dilema. El pintor demostraba creatividad y al mismo tiem-
po estaba indeciso. Históricamente, el poeta y crítico acertó. Años después, tras el
extravío que en Florencia lo llevó a la abstracción, Grau terminó abrazando una
vez más la “antigua línea”, aunque es de anotar que durante su permanencia en la
ciudad italiana captó, en la pintura de Uccello y Piero della Francesca, el profundo
sentido del volumen pleno, terso, masivo y despojado de cualquier regodeo anató-
mico que en adelante Grau empleó en el modelado de sus personajes más caracte-
rísticos, retomando lo ensayado en la ilustración de 1942 para la revista Home.
A Grau lo influyeron siempre, y de manera intensa, las ciudades donde even-
tualmente abrió taller por largo tiempo. A partir de 1946 vivió casi siempre en Bo-
gotá, descontadas las estadías que hizo en la Florencia de los años cincuenta y en
la Nueva York de los años ochenta. No obstante, fue Cartagena la que nutrió su
arte, esa Cartagena que solía visitar varias veces al año y en la que a veces perma-
necía durante varios meses, como aconteciera en la etapa que precedió a su muer-
te, acaecida en Bogotá en marzo de 2004. Si la atmósfera andina lo llevó en deter-
minados momentos a oscurecer la paleta, en otras reaccionó con mirada caribeña
contra la capitalina atmósfera gris y prefirió el cromatismo vibrante, con aciertos
reconocidos y desaciertos duramente criticados a lo largo de toda su carrera.
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
233
41 Z. B. [Eduardo Zalamea Borda], “La exposición de Grau Araujo”, Fin de Semana, suplemento
de El Espectador, 4 de mayo de 1946.
42 Jorge Gaitán Durán, “La nueva pintura colombiana”, El Tiempo, Segunda Sección, 7 de no-
viembre de 1948.
Entre las definiciones que Grau logró en los años cuarenta, está precisamente
su particular actitud ante el color. En su momento, Alejandro Obregón escribió
una crítica bastante lúcida sobre su colega y señaló: “el color tiene menos impor-
tancia que el dibujo”.43 Añadió Obregón: “A Grau tenemos que exigirle más den-
sidad en el color y en las formas y menos virtuosismo en el dibujo”. ¿Qué estaba
sugiriendo Obregón? Al plantear que el colega y amigo debía priorizar color y for-
ma, pedía que lo pictórico predominara sobre lo lineal. El criticado aceptó la idea
y se aplicó en esa dirección, pero hizo altos en determinados momentos. Si en la
Nueva York de los años cuarenta había preferido lo lineal a lo pictórico, la ten-
dencia reapareció en Italia en la segunda mitad de los años cincuenta, se mitigó
paulatinamente desde el momento en que volvió a Colombia y dejó de ser eviden-
te desde La Cayetana (1962), si bien los detalles de contornos nítidos, perfecta-
mente recortados, ponen de presente al dibujante hábil que siempre hubo en
Grau. Dicho de otro modo, en sus pinturas hay una clara distinción de color y
textura cuando nos fijamos en una uña y luego en el dedo, o cuando distinguimos
entre el ropaje y la piel humana que queda a la vista, para mencionar aspectos ni-
mios que por nimios resumen el todo.
Ahora bien, la crítica de Obregón tiene un contexto propio, no otro que el de
inclinarse, él, por las soluciones eminentemente pictóricas. Rara aparece vez la lí-
nea en los óleos de Obregón, y son escasos los dibujos acometidos como un fin y
no como un bosquejo o punto de apoyo para la posterior realización de pinturas.
Al respecto era bastante enfático y alguna vez, en el bar La Cueva de Barranquilla,
lo escuché decir que, entre Braque y Picasso, él prefería a Braque porque sus cali-
dades no eran lineales. Puede uno imaginar, entonces, las conversaciones que tu-
vieron en privado, sobre este asunto, los dos grandes pintores del Caribe colom-
biano, conversaciones que incidieron en Grau pero no lo empujaron nunca al co-
lor por el color, que no entendió ni aplicó nunca como un elemento decorativo.
Lejos de eso, Grau se inclinaba por “una notable valoración de sus emociones
dentro de una gama personal de símbolos plásticos”, como bien lo definiera
Obregón en su crítica, tal vez el primero en referirse a la intención significativa
que desde el principio, a través del recurso simbólico, practicó el cartagenero. Es-
te aspecto fue abordado recientemente por la crítica venezolana Bélgica Rodrí-
guez, al explicar que los personajes de Grau “existen en la vida real, pero en la
pintura pueden apreciarse más bien como símbolos de realidades”.44 Con el áni-
mo de ampliar el concepto, podría agregarse que se insertan como símbolos que
parodian o escarnecen la realidad. En esto basó el quid de su obra.
Por eso el desvarío abstraccionista que Grau tuvo en Italia también fue discuti-
do por la crítica, desvarío del cual “por fortuna”, en opinión de Germán Vargas,
“regresó a tiempo”. Según el viejo amigo, aunque el cartagenero ensayó una pin-
tura diferente a la que hacían los demás pintores nacionales, los resultados no po-
ÁLVARO MEDINA
234
43 Alejandro Obregón, “Crítica - El pintor Enrique Grau”, El Tiempo, Segunda Sección, 26 de
septiembre de 1948.
44 Bélgica Rodríguez, Enrique Grau - Homenaje, Villegas Editores, Bogotá, 2003, p. 39-40.
seían “el genio apabullante de Obregón, ni el abrumador sentido de lo grotesco-
grandioso de Botero, ni la sobriedad desconcertante de Ramírez Villamizar”. Pero
al retornar a la figuración, planteó Germán, el pintor demostró que era el “dueño
absoluto de una gracia sin par que convierte sus figuras humanas en una especie
aparte del arte colombiano”.45 Recordemos que en agosto de 1955 se había reali-
zado en la Biblioteca Nacional, con curaduría de Gabriel Giraldo Jaramillo, la pri-
mera exposición de pintura abstracta que se hizo en Colombia,46 creándole un cli-
ma favorable a una corriente artística que hasta entonces había tenido escasa aco-
gida entre nosotros. ¿Se equivocó Germán Vargas al aplaudir el abandono de la
abstracción por parte de Grau?
Para absolver el interrogante contamos con dos opiniones más, ambas de Mar-
ta Traba. La primera es de fines de 1957 y fue publicada en la excelente revista
Prisma, publicación mensual bogotana especializada en arte dirigida por la presti-
giosa y joven crítica argentina. Cuando comentó el Salón de Arte Moderno de la
Biblioteca Luis Ángel Arango, que en noviembre de ese año dio inicio a las activi-
dades de artes plásticas que en adelante se desarrollaron en el nuevo edificio de la
institución, Traba desaprobó los “desacertados recursos simbólicos” del Grau geo -
metrizante y explicó: “Es increíble cómo una pintura tan absolutamente poética
como la del Grau anterior, se haya podido transformar en algo tan antisentimental
y desapacible como estas experiencias formales colorísticas; y es más increíble to-
davía que ese cambio se haya operado en Italia, donde toda la pintura moderna si-
gue siendo tan fielmente ‘humana’ y adherida al sentimiento”.47 Grau no echó en
saco roto una opinión tan sensata. En octubre de 2003, pocos meses antes de mo-
rir, cuando él y yo preparábamos el catálogo de la última exposición que hizo en
vida, interrogué a Grau sobre el ya lejano episodio y el artista me expresó que él
había llegado a la conclusión, tras reflexionar largamente el asunto, que el lengua-
je abstraccionista geométrico no era apropiado para expresar el bullir del Caribe
que él sentía, tal como él lo sentía. En consecuencia, volvió a la figura, giro que
Marta Traba avaló de antemano con un buen argumento:
Hasta hace no mucho tiempo, Grau fue un notable pintor-dibujante que se las arre-
glaba para que la línea apareciera en sus óleos viva y válida, ya sea en las cuerdas
donde se tendían frágiles ropas, ya sea en el ramaje palmípedo de las alas de los án-
geles, ya en el hilo casi invisible de una cometa o en la madeja pesada del pelo feme-
nino. Él sabe cuánto deploro que haya cambiado esa pintura ilustrativa, de una sos-
tenida intención lírica, por un juego de formas violentamente abstracto, que se vació
por completo de todo aquel contenido y quedó como una cáscara decorativa.48
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
235
45 Germán Vargas, Textos, Pijao Editores, Bogotá, 1989, p. 266.
46 Walter Engel, “Crónica de la moderna pintura colombiana - Segunda parte (1952-1957), Su-
plemento de Plástica, n.° 7, 1957, s.f.
47 Marta Traba, “Salón de Arte Moderno de la Biblioteca Luis Ángel Arango”, Prisma, n.° 12,
Bogotá, diciembre de 1957, s.f.
48 Marta Traba, “3 pintores colombianos en el momento del dibujo”, Cromos, 2 de noviembre de
1959.
Grau realizó en 1957 el cuarto mural moderno de importancia que se hizo en
la Costa, concebido para la refinería de Mamonal, en la bahía de Cartagena. Lo
antecedieron los tres que Obregón realizó en Barranquilla, en 1955 y 1956. En
Mamonal el tema fue el petróleo, que el pintor desarrolló representando las fases
de prospección, extracción, transporte, refinación, distribución y uso de los deri-
vados. El tema dio lugar a una composición de carácter emblemático con el des-
pliegue de formas tan diversas como pueden ser la molécula, las capas geológicas
y los organismos petrificados, pasando por brocas, torres y ductos para llegar a las
estaciones de servicio, los medios de transporte y las aplicaciones científicas de los
derivados. La concepción general no es ajena al modo de Diego Rivera, pero la
forma geométrica no admite la forma orgánica, y las zonas llenas se alternan con
zonas vacías, así como las soluciones eminentemente abstractas dialogan con otras
representaciones figurativas. Lo mecánico y técnico tiene su balance y contraparti-
da en el hombre que domina el proceso como creador de nuevas tecnologías. Des-
de el punto de vista espacial, lo subterráneo y abstracto de la parte izquierda se
trueca en un paisaje figurativo absolutamente austero que, gracias a los eficaces
vectores visuales que son los expresivos y plásticos ductos, orientan la lectura ha-
cia la derecha para culminar en una panorámica sintética de la Cartagena de In-
dias que refina el producto en su planta.
Aunque Marta Traba había criticado el “mundo visiblemente fragmentado”
del pintor geométrico y manifestó preferir “las formas curvas y siempre femeninas
con las que antes de su viaje a Europa creaba un universo decididamente poético
y casi invertebrado”, su reacción frente a la obra monumental de la nueva refine-
ría la llevó a considerar que el “tema desarrollado por Grau en este mural se ajus-
ta extraordinariamente bien a la nueva fase de su obra, un poco fría y descripti-
va”, llegando a la conclusión de que el lenguaje era apropiado por crear “un mun-
do de formas precisas y geométricas, pero no monótonas, que a la vez satisfacían
(…) su deseo de exactitud y de verdad”. Traba consideró “lógico que la gesta del
petróleo, que es una actividad nacida en el siglo XX, se manifieste al público me-
diante una plástica tan rotundamente contemporánea como la de Enrique
Grau”.49 La aprobación del mural por parte de la crítica puede parecer contradic-
toria, ya que aplaudía un tratamiento geométrico que en ocasión anterior había
condenado. En verdad su razonamiento admitía, simplemente, que el lenguaje se
adecuaba al tema tecnológico desarrollado por encargo (Grau era el ilustrador de
Lámpara, la revista que publicaba la trasnacional Intercol, filial de Esso, hoy Ex-
xon, dueña de la refinería). Ese mismo lenguaje, sin embargo, no era el apropiado
para expresar las picarescas del mundo sensual y pagano que se avenía con la sen-
sibilidad del pintor. Toca reconocer entonces que el paréntesis geométrico de
Grau generó al menos una gran obra, producto de la ola abstracta que con diver-
sos enfoques manejaban artistas no figurativos como Marco Ospina, Eduardo Ra-
mírez Villamizar y Luis Fernando Robles, junto a figurativos geométricos como
ÁLVARO MEDINA
236
49 Marta Traba, “El arte en la refinería - El nuevo mural de Grau”, Lecturas Dominicales, El
Tiempo, 22 de diciembre de 1957, p. 3.
Alejandro Obregón, Judith Márquez, Lucy Tejada, y Cecilia Porras. A Colombia
la recorría una nueva inquietud y Enrique Grau no pudo ser ajeno a ella.
Superada la dicotomía abstracción-figuración a favor de esta última, Grau fue
casi siempre visto y entendido como un artista primordialmente decorativo, apre-
ciación superficial que se originó en su desenfadado uso de símbolos, que en oca-
siones multiplicó de tal modo que el complejo y a veces fácil recurso terminó por
resentir los resultados. En tales casos parecía decorativo, pero no era esa la íntima
intención del pintor, que en verdad procedía con la desenvoltura del artista popu-
lar que él admiraba enormemente, llegando a reunir una colección de objetos que
en su momento era única en Colombia. En el arte popular, los motivos ornamenta-
les se multiplican y despliegan libremente, combinando figuración y abstracción.
El que recorra el Caribe puede comprobarlo en buses, cantinas, fondas, balnea-
rios populares, ventorrillos ambulantes, avisos comerciales caseros, etc.
En la expresión popular el riguroso trazo de las letras, si hay texto, no basta,
de modo que los caracteres se ornamentan para complementar o reforzar lo que
las palabras dicen. El color prefiere los contrastes fuertes y la imaginación se pro-
diga en guiños redundantes, pero necesarios, porque su lógica es otra, concepto
de comunicación que el pintor culto supo asimilar y emplear en su quehacer artís-
tico. Por eso, aunque de formas ampulosas, Grau no era un formalista. No lo era
porque no sacrificaba las ideas para mostrarse como un virtuoso de las formas, pe-
ro sí era capaz de atropellar las formas para redundar en una idea, tal y como sue-
le hacerlo el artista popular, que dentro de cierta ingenuidad sienta posiciones con
las imágenes que crea, en las que sin sofisticaciones ni tapujos vierte sus puntos de
vista. Así lo entendió el olvidado Juan Salgado cuando advirtió que Grau era un
“pintor filósofo, más que plástico”.50 Al considerarlo un filósofo, Salgado implica-
ba que era reflexivo. Cuando se ponía a reflexionar, si lo requería, el pintor ponía
de lado el componente plástico y hasta lo despreciaba para darle prioridad a las
ideas y los contenidos. Nos hallamos entonces, ante una obra que no es juzgable
por la sola apariencia.
Grau procuraba ser explícito en su manera de construir sus pinturas, a las que
sin mesura alguna dotaba de los elementos visuales necesarios para comunicar lo
que se proponía comunicar ‘filosóficamente’. Comunicación entre filosófica (opi-
nión de Juan Salgado) e ilustrativa (definición de Marta Traba), que se comple-
mentaban en un todo conceptual estimulado por el deseo de comunicar ideas. Pe-
ro Grau no le daba mucho juego a la reflexión del espectador que mira sus crea-
ciones. A la hora de acometer una obra prefería, por razones que son suyas y sólo
suyas, que fuese su propio imaginar el que se explayara sin fronteras, dándole
rienda al deleite personal de agregar y agregar detalles específicos que invitan lue-
go, por sus significaciones latentes, a ser interpretados. Este hedonismo justifica y
explica la variedad de los elementos que desplegó en su variada obra, a simple vis-
ta intrascendentes, pero de gran poder connotativo. Hablo de ropajes, encajes,
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
237
50 Juan D. Salgado, “Grau Araujo, pintor de la época”, El Liberal, domingo 22 de octubre de
1950, p. 12.
brocados, velos, lazos, cintas, plumas, camafeos, relojes, guantes, bolsos, carteras,
sombreros, abanicos, espejos, joyas de todo tipo, maniquíes, cosméticos, plantas,
flores, frutas, libélulas, mariposas, gatos, aves, peces, botellas, vasos, copas, jarras,
tazas, platos, cubiertos, juguetes, cornetines, serpentinas, máscaras, instrumentos
musicales, cubos de letras, dados, naipes, fotos, cartas, agendas, libros, papeles de
colgadura, cortinas, lámparas, floreros, globos de cristal, victrolas, fonógrafos, te-
léfonos, cámaras fotográficas, jaulas, cofres, mesas, alacenas, sillas, butacas, come-
tas y otros accesorios, que tienen en común el que parezcan salidos de polvorien-
tos desvanes. Símbolos perfectos de esa deliberada obsolescencia, que el transcur-
so de los siglos terminará borrando, son el teléfono de tubo, la cámara fotográfica
de fuelle y la victrola, que pintó en decenas de cuadros.
El inventario anterior no es completo, pero sospecho que está cerca de serlo.
Lo he elaborado teniendo en cuenta lo más reiterativo que he podido hallar en
pinturas, dibujos, grabados, ensamblajes y esculturas, examinando los tres libros
profusamente ilustrado dedicados al pintor y su obra. Repasando la lista concluyo
que a la larga no fueron muchos los elementos significantes que utilizó en su pa-
sión por construir un mundo de meras apariencias, su propio mundo, entre sen-
sual, teatral y carnavalesco, un mundo que parecía sentir aversión por las vivencias
del presente y se llenó de guiños que remiten a un pasado que huele a alcanfor.
Según crónica de Jorge Moreno Clavijo, Grau accedió a semejante nivel de fanta-
sía porque una vez tuvo la suerte de encontrar “un álbum familiar con esas foto-
grafías en las cuales los parientes aparecen tocados con indumentarias elegantes
en ese lejano entonces pero que hoy hacen reír”. El contenido del álbum se sumó
al repertorio “de estampas antiguas que por afición el artista había venido com-
prando”.51 Aunque el testimonio del periodista y caricaturista se refiere de mane-
ra concreta a la serie Daguerrotipos de 1960, la verdad es que Enrique Grau fue
muy dado a pintar con burlón humor, desde sus tempranos inicios, la obsolescen-
cia, el no estar a la moda del día.
La indumentaria elegante y la estampa antigua convergieron en una especie de
tinglado, el del cuadro, propicio al disfraz y la impostura. Viene al caso mencionar
que en su momento las fiestas en el estudio de Grau se hicieron famosas por cons-
tituirse en desfiles de personajes fantasiosos que él y algunos amigos solían repre-
sentar en privado. Germán Vargas testimonió al respecto: “A Grau le encanta vi-
vir (…) rodeado de disfraces espectaculares y de pelucas increíbles, afición que
comparte con Cecilia Porras, su admirable colega y paisana. Pero Grau se inclina
más, a diferencia de Cecilia, hacia los disfraces de tono grotesco y sensacionalista,
entreverados con una sorprendente e inesperada desviación mística, como que le
agradan las amplias vestiduras de la Dolorosa o de Santa Teresita del Niño
Jesús”.52 Aplaudida por los amigos, la irreverencia funcionaba como un perfor-
mance que transmutaba al disfrazado e involucraba al testigo, en un ensayo peren-
ÁLVARO MEDINA
238
51 Jorge Moreno Clavijo, “Daguerrotipos y dibujos de Enrique Grau”, El Tiempo, 6 de noviem-
bre de 1960.
52 Vargas, ob. cit., p. 266.
ne de situaciones dirigidas a descubrirle nuevas implicaciones al doble sentido. El
divertimento se cualificó y terminó convertido en el fundamental aunque velado
tema de fondo, distinto del tema circunstancial de cada cuadro específico. Gracias
al tema de fondo el artista logró desarrollar un estilo pictórico sincrético para lo-
grar, en consonancia con su condición demodé, que la imagen se antojara, en su
apariencia, antimoderna.
¿Qué particularidades presenta el tema de fondo? Si analizamos bien las imá-
genes descubriremos que la autosatisfacción, el exhibicionismo, el hedonismo, la
sensualidad latente y la lujuria potencial de los personajes corresponden a estados
de ánimo que reflejan lo que ya pasó. Cuando no es así, las imágenes anuncian lo
que va a pasar, raras veces lo que está pasando. ¿Qué es un tema circunstancial?
El que se manifiesta de entrada y por lo mismo vela el que en verdad hay detrás. A
Grau le gustaban los títulos que sólo en apariencia son explícitos, de allí que sean
concretos en lo que se refiere al aspecto circunstancial del tema. Aunque confi-
riéndole un giro muy especial, Las tres gracias (1963) retoma el tema clásico de las
trillizas desnudas que se tapan con una manta, por debajo de la cual asoma la ma-
no que ofrece una manzana. Tradicionalmente el asunto fue asumido por los gran-
des maestros como un bello despliegue de sensualidad corporal, pero el cartagene-
ro lo supo trastrocar para volverlo el de la incitación al encuentro carnal, pecami-
noso, que la Biblia narra en el Génesis.
La incitación carnal fue la obsesión mayor de Grau. Está presente en el bronce
Rita 5:30 p.m. (1984), cuya anécdota es muy parecida a la del óleo Rita 3:30 p.m.
(1987), obras en las que una joven dama aparece encorsetada, portando un som-
brero azul que contrasta con la procacidad del pubis apenas oculto que se ofrece a
la vista. En las dos obras el tema circunstancial es el arreglo femenino, pero el de
fondo parece estar inspirado en la Justine del novelista Lawrence Durrell, la mujer
que “consagró sus dones al amor” y se regodeaba en una ambiente social de goce
y lujuria, de tal catadura que, hablando de La Mona Lisa de Leonardo, uno de los
personajes llega a sugerir que su “famosa sonrisa me ha parecido siempre la de
una mujer que acaba de comerse a su marido”.53 El grado de sutiliza de las insi-
nuaciones y las incitaciones sexuales que complacían al cartagenero variaba am-
pliamente, y resultan deliciosas por el humor que las envolvía. En Al fin solos
(1986) pintó lo que a simple vista es una pareja de recién casados en luna de mil,
él desnudo y ella aún vestida de novia, con el velo cubriéndole el rostro. En este
óleo el uso de símbolos funciona a la inversa, es decir por ausencia o sustracción
de materia. Sentados en el lecho nupcial, como posando para una foto junto a la
mesa con la champaña servida, él está a punto de tocarle a ella una mano. El gesto
no es nimio. Revela que él no porta argolla de matrimonio y ella sí. ¿Vemos al des-
posado o a un viejo amante? El interrogante es perverso porque, tributario del do-
ble sentido, el mundo de Grau está lejos de ser inocente.
El pintor gozaba representando los ritos colaterales de una ceremonia eterna y
gozosa que, en su sensualidad gratificante, raya lo orgiástico. Por eso la casi totali-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
239
53 Lawrence Durrel, Justine - El cuarteto de Alejandría, Edhasa, Barcelona, 1992, p. 158.
dad de sus personajes parecen contemplarse, una vez acicalados, en un espejo. En
Grau el espejo y el cuadro se confunden. La imagen que el espejo devuelve es la
misma que nosotros, como espectadores, vemos en la superficie del lienzo o papel.
Pagados de sí mismos los personajes posan y se observan en el instante que prece-
de a la fiesta como ocurre en El fonógrafo (1981). Me refiero a caracteres que no
raras veces descubrimos en la fiesta misma como en Mujer con máscara (1953), y,
otras, después de ella, como en el bronce Rita, 10:30 a.m. (1990). La búsqueda del
placer determina las conductas, en consonancia con el espíritu de un artista que se
autorretrataba en cada obra sin tener que representar sus facciones, revelándonos
de modo congruente su jubiloso y alegre sentido de la vida.
La maja, el torero, el galán, el enmascarado, la niña gata, la bañista, la novia, la
madama, el mago, el adivino, los ociosos, los soñadores, los celebrantes, los risue-
ños, los engreídos, los cortesanos, los novios, los amantes, los amigos, los borra-
chos, etc., son los protagonistas de un acontecer que parece pertenecer a un pasado
irredimible y remoto, no ya por el evidente arcaísmo de las actitudes y las vestimen-
tas de algunos de ellos, sino porque esa felicidad pertenece al pasado y nadie nunca
volverá a disfrutarla. En la era del goce a ultranza y sin fronteras, extraño cuando
menos pueden resultar mis palabras. Porque, sin decirnos mentiras, ¿qué puede es-
tar vedado en el enervante paraíso terrenal de ciertos bares, discotecas y fiestas pri-
vadas de hoy? Nada está vedado, es verdad, pero en esos paraísos no campea la in-
consciencia de los regocijados y a veces travestidos personajes de Grau.
En general son tan inconscientes, es decir, tan alienados, que a veces caen en
divertidas mistificaciones. Sus ajuares resultan innecesariamente lujosos, sus entor-
nos excesivos y sus talantes casi perversos, ecos de una dolce vita y un dolce far
niente que algo le debe a las romanas fantasías de un Federico Fellini. Pero todo
esto ya despuntaba en la discreta molicie de Mulata cartagenera, o sea que nada
llegó a deberle Grau al genial director de cine italiano, a quien él por lo demás ad-
miraba. La lúcida intención del cartagenero se puede medir, con exactitud y rigor,
en la declaración que Germán Vargas recogió en revelador reportaje:
Hay quienes ven en mi pintura un tono de crítica social – los izquierdistas –, mientras
otras gentes ven en ella un homenaje a la burguesía. Cada quien ve en ella lo que
quiere ver y le busca interpretaciones acomodadas a su propios criterio. En realidad,
mi pintura es como es para no ser obvia. Por ello, quizá, se presta a tan distintas
apreciaciones. La aparente ambigüedad de mi pintura es buscada, es intrínseca. Ade-
más, aparte sus propios valores de pintura, todo cuadro debe tener su misterio, no
debe entregarse a primera vista. Cuando me piden que explique mis cuadros no lo
hago. Explicarlos sería develar el misterio. Aparentemente, mis cuadros son amables,
pero en el fondo no lo son. No trato de hacer pintura social, ni de rendir pleitesía a
lo burgués. El mundo de mi pintura es contradictorio, sin que yo me lo proponga.54
Como Grau nunca explicó nada, los misterios de su obra no han sido analiza-
dos todavía, tarea que a mi juicio sólo podrá acometer un buen conocedor del ba-
ÁLVARO MEDINA
240
54 Vargas, ob. cit., p. 266.
rroco experto en el tarot y la emblemática, con un absoluto dominio de las reglas
de la pintura sabia. Es que el virtuosismo plástico – no raras veces teñido de mal
gusto – funcionaba para ocultarle, incluso al espectador atento, que en sus pintu-
ras y dibujos hay una densidad conceptual muy alta. Cuando lo calificó de pintor
filósofo, Juan de Dios Salgado no se equivocó.
Alejandro Obregón
Una de las finalidades del arte, del arte nuestro
tiempo, ha de ser precisamente la de interpretar la
sensibilidad colectiva a base de la sensibilidad
personal del artista. Y debe ser, además, el arte, un
recurso eminente de salvación, un medio para entusiasmar,
para llenar de energías inagotables al hombre, para darle
el ímpetu espiritual que requiere como condición previa
indispensable en la realización de sus altos destinos.
Alejandro Obregón
Ricardo Ortiz McCormick, “El pintor Alejandro Obregón”
El Tiempo, Segunda Sección, 30 de mayo de 1948
En 1944, cuando dio por terminados los estudios y resolvió establecerse defini-
tivamente en Colombia, Alejandro Obregón había pasado once años en Barcelo-
na, su ciudad natal, cinco y pico en Barranquilla, su ciudad de origen, cuatro en
un internado de Inglaterra, tres en Boston y un año corto en la selvática zona pe-
trolera del Catatumbo, en Norte de Santander.55 En diciembre de 1947 expuso en
Bucaramanga una serie de cuadros de lenguaje balbuciente y vaga motivación van-
guardista que dio pie para la siguiente apreciación del señor David Martínez Co-
llazos: “Nadie que esté cuerdo, concibe que la intención de hacer ‘feo’, de pintar
‘feo’, de esculpir ‘feo’, pueda ser la meta de la creación artística”.56 A partir de tan
rancio postulado, el comentarista proclamó con aire doctrinario: “Entre el alma
colombiana y el alma del mundo, nuestra vinculación tradicional está en los Velás-
quez, en los Garay, en los Cano, en los Rodríguez Naranjo. No está ni podría es-
tarlo en la estatuaria contrahecha (...), ni en las salsas geométricas”.
La brillante y pedagógica réplica de Obregón se podría resumir en cinco pala-
bras clave del breve artículo que al día siguiente publicó en Vanguardia Liberal:
“El arte no es realidad”.57 La noción era revolucionaria en el ambiente artístico
anacoreta y provinciano que prevalecía en casi toda Colombia, provincianismo de
tintes pacatos que en 1946 empañó el prestigio de la liberal Barranquilla con “la
mano perversa que hirió casi de muerte el sugestivo cuadro de la Mujer desnuda”,
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
241
55 Ver la cronología del catálogo Alejandro Obregón - A Loan Exhibition of Paintings from 1952
to the Present, Center for Inter-American Relations, New York, April 30 - June 14, 1970, s.f.
56 David Martínez Collazos, “Los locos del arte”, Vanguardia Liberal, Bucaramanga, 18 de di-
ciembre de 1947.
57 Alejandro Obregón, “Los gastrónomos del arte”, Vanguardia Liberal, 20 de diciembre de 1947.
que Obregón exhibió en su primera muestra individual en la ciudad.58 En seme-
jante ambiente de estrechez mental, reafirmando con sentido pedagógico el prin-
cipio de que el arte no debe ni puede confundirse con la realidad, el pintor que
exhibía en Bucaramanga precisó en su artículo de Vanguardia Liberal:
Si viéramos el San Pedro de “El Greco” caminando en la calle, echaríamos a correr.
Fuera del lienzo este noble coloso se transformaría en un gigante absurdo. Si por
arte de magia se pudiera hacer salir de su marco a la Divina Venus de Rubens y si
por casualidad o desgracia nos diera un abrazo, moriríamos de contusión aguda. El
Bobo de Coria y el Niño de Vallecas, pintados con tanto cariño por Velásquez nos
llenarían de angustia y de crueldad humana. ¿Y qué me dicen estos señores de las
gloriosas (y deformes) esculturas de nuestros antepasados los indios? Todos sabe-
mos que esto es arte y del más grande.
De tan contundente afirmación interesa resaltar, si bien se refiere a un aspecto
que nada tuvo que ver con su obra, el hecho que entre los ejemplos magníficos
traídos a cuento figuraran, a la altura de los tres encumbrados maestros europeos,
las “esculturas de nuestros antepasados los indios”, calificadas por el joven pintor
de gloriosas. Interesa resaltarlo porque quiere decir que si bien recibió su forma-
ción en España, Inglaterra y los Estados Unidos, Obregón desarrolló desde joven
un sentido de pertenencia al país cuya ciudadanía adoptó a los 21 años, al cumplir
la mayoría de edad. Haber sabido determinar a qué sitio pertenecía y de dónde
venía, es el factor que le da sentido a la más famosa de sus series, la del
Torocóndor, iniciada en 1959, en Bogotá, “a 51 escalones sobre el nivel de una ca-
lle sin tiendas”, al decir de Gabriel García Márquez en reportaje escrito para Cro-
mos.59 Es de resaltar y recalcar que Obregón se distinguió por ser un vitalista y un
devorador de mundos al estilo del cuarteto de amigos “discutidores” que atravie-
san los último capítulos de Cien años de soledad, asunto que trataré debidamente
más adelante. Este vitalismo explica sus caribeñas barracuda y sus flores amazóni-
cas. Como ningún otro antes o después de él en el siglo XX, Obregón fue el artis-
ta que abarcó con profundo sentido poético la totalidad del país, celebrando sus
grandezas y condenando con pasión sus vergonzosas miserias.
Estas páginas abordan el ‘fenómeno’ Obregón a partir de la compenetración
emocional que como artista tuvo siempre con su entorno inmediato. En el curso
de su heterogénea y cosmopolita etapa inicial, la compenetración asomó en un
cuadro mediocre que tenía por tema la cumbia, pintado para su primera exposi-
ción en Barranquilla, realizada en febrero de 1946. Según noticia de El Heraldo, la
obra presidió “el salón con singular contraste”,60 siendo mencionada indistinta-
mente con los títulos de Composición nocturna y Danza nocturna tanto por Bernar-
do Restrepo Maya como por Germán Vargas. Medio año antes, Alfonso Fuenma-
ÁLVARO MEDINA
242
58 “La exposición de pintura de don Alejandro Obregón es un éxito”, El Heraldo, 20 de febrero
de 1946.
59 Gabriel García Márquez, “Obregón”, Cromos, 25 de octubre de 1959.
60 “La exposición de pintura de don Alejandro Obregón es un éxito”, ob. cit.
yor había escrito en Sábado sobre ese intenso y popular baile de carnaval que es la
cumbia, señalando que se estaba “convirtiendo en una referencia del folklore o en
una alusión puramente literaria”.61 Fuenmayor describió con cierto detenimiento
la coreografía y el escenario de una danza que comenzaba a imponerse para con-
cluir: “Todo esto se hace de noche, porque la cumbiamba es un baile nocturno”.
En el discurso inaugural de la muestra, Restrepo Maya se refirió al “trabajo vi-
goroso y pulcro de la Composición nocturna (...), en la que las figuras emergen de
la embriaguez y de la sombra (...) enloquecidas y estremecidas por el huracán de
la honda música interior”.62 Precisó el orador en su presentación, utilizando ahora
el segundo título del cuadro: “Para mí, el cuadro de la Danza nocturna es uno de
los más significativos como pintura de síntesis y como expresión de personali-
dad”. Más parco, Germán Vargas escribió: “Obregón ha logrado una sorprenden-
te concreción de nuestro baile típico: lo ha eternizado en su lienzo porque ha sal-
vado todos los peligros de este difícil tema”.63 En el monotipo que a partir del
cuadro original realizó el artista para que sirviera de carátula a la revista Estampa,
las figuras adquirieron un aire tribal de sugerente corte expresionista, con lo que
se apartaba del acartonado desfilar de marionetas que era característico entre los
que ensayaban pintar danzas folclóricas.
Si las apreciaciones críticas citadas resultan poco técnicas tanto desde el punto
de vista descriptivo como conceptual, y hasta pueden parecernos desprovistas de
una valoración estética fiable, al menos sirven para medir la acogida que los inte-
lectuales barranquilleros le depararon a un pintor de alma ancha que según El He-
raldo reveló, en la aludida muestra, “una marcada tendencia por los paisajes na-
cionales”, destacando el diario la exhibición de Paisaje – Lago de Tota, Puente del
Guamo, Montañas – Bogotá y Paisaje de Cartagena,64 obras que documentan la
temprana presencia del artista en Boyacá, Tolima, Cundinamarca y la más legen-
daria de todas las ciudades del mar Caribe. En contacto con el paisaje natural,
Obregón había empezado a impregnarse de las sustancias que nutrieron sus ricos
y muy diversos imaginarios poéticos, poniendo en práctica lo manifestado en esta
declaración de 1948:
El artista es, evidentemente, una especie de antena delante de la naturaleza, desti-
nado a recoger y transmitir impresiones según las posibilidades de su personalidad.
En esto, desde luego, existe una cosa importante que es exactamente la claridad
con que se reciban y se transmitan esas impresiones.65
El pintor puntualizó, además, que “la naturaleza no puede ser la aspiración si-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
243
61 Alfonso Fuenmayor, “La cumbia”, Sábado, 8 de julio de 1944, p. 11.
62 “En la exposición de pintura - Discurso de don Bernardo Restrepo Maya, Director de la Bi-
blioteca del Atlántico”, El Heraldo, 16 de febrero de 1946.
63 Germán Vargas, “Alejandro Obregón, pintor”, El Heraldo, 19 de febrero de 1946.
64 “Con gran éxito se inauguró ayer la exposición del pintor Alejandro Obregón”, El Heraldo, 16
de febrero de 1946.
65 Ricardo Ortiz McCormick, “El arte de Alejandro Obregón, El Tiempo, 24 de mayo de 1948.
no el recurso”, declaración que Enrique Grau hubiera suscrito gustoso al pie de la
letra, definiendo Obregón una pauta de conducta que condensó al expresar: “No
es suficiente pintar una madre que llora. Es necesario ante todo investigar por qué
llora”. En sus obras más significativas el pintor cumplió con absoluta fidelidad es-
te sucinto programa de acción, pero poniendo el énfasis en una visión individual
ligada al sentir colectivo, como lo plantea el epígrafe de este quinto capítulo.
Concomitante con la idea de un arte “para entusiasmar” vino a ser el plantea-
miento que formuló en el ya citado artículo sobre la pintura de Grau, al afirmar
que “la razón de ser” del artista “ante una sociedad” era la de “mostrar fielmente
lo que es él, con todas las repercusiones que siente al ser parte de una comuni-
dad”.66 En Bogotá, en estrecha sintonía con la comunidad andina, el pintor conci-
bió cóndores y torocóndores, obras emblemáticas como pocas en la historia de
Colombia. Con igual fervor comunitario, andando por el litoral, no sólo lo seduje-
ron Barranquilla, Pradomar y Cartagena (las tres localidades donde vivió en la
Costa), sino el estuario del río Magdalena. El estuario es un laberinto de caños
que intercomunica las lagunas que alimentan los manglares de la isla de Salaman-
ca (la misma de la inolvidable red de Leo Matiz). A su vez la isla está situada entre
el mar y la vasta Ciénaga Grande de Santa Marta. Menciono parajes que Obregón
recorrió como pescador y como cazador de La Cueva, antes de que se hiciera evi-
dente el desastre ecológico que sufrió el área con la construcción antitécnica, a
mediados de los años cincuenta, de la carretera que la atraviesa longitudinalmen-
te. De sus recorridos extrajo temas que trabajó basándose en la idea de no limitar-
se pintar lo que se ve, sino las implicaciones y proyecciones de lo que se ve. Por
eso no se contentó con la simpleza de representar el paisaje costero sino que, yen-
do más lejos, procuró expresar el espíritu que emana de cada lugar.
Fue Marta Traba quien mejor captó y describió la pasión obregoniana de que-
rer “ir más allá de las formas” para poder “revolver en el meollo de los significa-
dos profundos”.67 Si bien desde los cóndores de 1959 Obregón fue esencialmente
un paisajista, cuando le tocó referirse al pintor de temas caribeños, Marta Traba
no habló de paisaje sino de un “solo gran espacio, asombrosamente profundo, de
color y no de perspectiva”.68 Más adelante, al aseverar que el “protagonista [de
tales obras] es ese espacio y no las formas”, la crítica conceptuó implícitamente
que lo determinante no eran los detalles que a la hora de entrar a enumerar pode-
mos denominar cielo, mar o playa, barracuda, mangle o camarón. La crítica cons-
tataba así que el artista barranquillero había llegado al verdadero meollo de sus
trasuntos poéticos, ya que había logrado pintar aspectos secretos del ámbito que
habitaba. En el penúltimo párrafo del notable ensayo, Marta Traba acertó al sen-
tenciar: “Obregón ha definido la fisonomía de Colombia: su cordillera y su mar
clavan al país en un mapa estético”.69
ÁLVARO MEDINA
244
66 Alejandro Obregón, “Crítica - El pintor Enrique Grau”, ob. cit.
67 Marta Traba, p. 87.
68 Marta Traba, p. 88.
69 Marta Traba, p. 89.
Ya Ricardo Ortiz McCormick había anotado, en 1948, que “el significado de
los cuadros de Obregón es muchas veces superior a la propia realización material
de la obra”,70 argumentando que el resultado final ponía de relieve lo que la for-
ma, en sí y por sí, no podría revelar jamás. ¿Cómo lo lograba el pintor? Viene al
caso volver a citar su artículo de juventud sobre Grau, en el que éste se refería con
sorna al “éxito” de público que podían cosechar los “pintamonas que se derriten
al ver el rayo de sol que atraviesa una nube o el reflejito idiota que da un charco
sabanero”.71 Explicitaba así su propensión a desdeñar lo superfluo para llegar a lo
esencial. Por superfluo hay que entender, en éste caso, lo visible. Por eso, para
trascender lo contingente y precario de una forma dada, Alejandro Obregón la
volvió un símbolo acercándose en el procedimiento a Enrique Grau. Pero no hay
que equivocarse y confundir dos aproximaciones tan distintas en aquello de apelar
a lo simbólico. Si Obregón fue lírico en cuanto a preferir la evocación y se dedicó
a ser sutil en sus alusiones, Grau fue directo y se acercó a las soluciones emblemá-
ticas sin hacer uso, como ya se dijo, del lema o mote tradicional. Sin proponérselo,
los dos pintores se complementaban. Juntos, redondeaban las particularidades de
un mismo mundo. Si Obregón respiraba aire y captaba atmósferas, Grau observa-
ba gentes y retrataba idiosincrasias. Juntos, contribuyeron a caribeñizar la zona
andina de Colombia.
Para poder forjar y manejar sus símbolos del Caribe, Obregón cumplió un pro-
ceso de decantación que empezó a tener sentido con los conjuntos de objetos con-
cebidos durante su estadía en Francia, desde fines de 1949 a mediados de 1955,
cuando fusionó el cubismo y el constructivismo en naturalezas muertas compues-
tas por torres que armaba con copas, flores y otros elementos, o yuxtaponiendo,
casi al azar, jarras, frutas, cuchillos y peces, con un propósito lírico derivado del
pintor suizo Paul Klee. Tras la experiencia francesa, de vuelta a Colombia, Obre-
gón caló en Bogotá medio año y se estableció en Barranquilla, donde se conectó a
realidades de infancia con el mural Mar, tierra, río y aire (1955) que pintó en la re-
sidencia de Pedro Martín Leyes, y con la serie Ganado ahogándose en el río, tam-
bién conocida como Ganado ahogándose en el Magdalena (1955). El mural estaba
en una terraza interior de la casa recién construida y medía 3 x 4 m. El tema era
una combinación libre e inteligente de paisaje, bodegón y figura humana, inte-
grándose los distintos elementos con una flexibilidad que, además de inédita, era
sumamente expresiva. Dos danzantes dominan el conjunto, un hombre de frente a
la izquierda y una mujer de perfil. Por el colorido y los pliegues que ondulan al
viento, las vestimentas evocan las fiestas del carnaval. Aves y peces se entrecruzan
convirtiéndose en símbolos potenciados por la fuerte presencia de una jarra con
una planta sembrada en su interior, sumada a un gallo, un ancla, etc. La geometría
estructura y tiempla el conjunto, apelando a un constructivismo que el uso de
transparencias hace flexible y sensual, sutilmente expresionista. En un momento
en que artistas como Marco Ospina, Eduardo Ramírez Villamizar y Luis Fernando
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
245
70 Ricardo Ortiz McCormick, ob. cit.
71 Alejandro Obregón, “El pintor Enrique Grau”, ob. cit.
Robles propendían por la renovación del mural pensando en lenguajes que se ci-
ñeran de modo más estricto a la simplicidad característica de la arquitectura mo-
derna, el de Obregón en Barranquilla no sólo logró situarse a la vanguardia de un
movimiento en trance de dar sus primeros pasos, sino que resultó siendo la obra
mayor de los inicios del período. Sobre Ganado ahogándose, serie ambiciosa con-
cebida con el espíritu abarcador presente en el mural, escribí lo siguiente en largo
y documentado artículo:
Ganado ahogándose en el río fue el primer ensayo serio dirigido a plasmar un paisa-
je que se convirtiera en el denso escenario que complementa y hasta le da su razón
de ser a los temas que desarrolla. Ese paisaje, según el color y la disposición de sus
componentes, iba a ser misterioso o dramático, vivaz o luctuoso, sentimental a ve-
ces, según las propuestas del tema. Y siempre mágico. El paisaje, en otras palabras,
ha sido el activante principal de sus mensajes. Tal interés por el espacio, asumido
como un protagonista de las alharacas del trópico, fue el aporte de Obregón al pro-
grama nunca escrito del Grupo de Barranquilla. Ese programa consistió en la bús-
queda y encuentro de una identidad basada en la profunda comprensión de nuestra
realidad cotidiana, nuestra cultura popular y nuestra historia. La indagación de lo
que somos iniciada por José Félix Fuenmayor en su narrativa, condujo a la profun-
didad social de Álvaro Cepeda Samudio en La casa grande y a ese saber transformar
las leyendas campesinas de la costa en narración universal que vemos en Gabriel
García Márquez. El equivalente plástico de estos empeños lo hallamos precisamen-
te en Alejandro Obregón. Todo un ámbito cultural fue absorbido y cualificado por
los cuatro con vigor.72
Me faltó agregar en dicho texto, descontada la sutil afinidad de Obregón y
Grau que ya se mencionó, las referencias musicales y puntualizar que el programa
no escrito del grupo encajaba en todos sus detalles con el de Lucho Bermúdez al
remozar el porro, el de Pacho Galán al fusionar el merengue dominicano y la
cumbia, o el de Rafael Escalona al jerarquizar el vallenato y darle a las letras de las
canciones un giro lírico de buena ley sin abandonar el carácter narrativo propio
del juglar, algo que a su turno retomó y potenció García Márquez. Constituye to-
do esto, sin duda, un circuito hecho de felices coincidencias, o, si se quiere, de va-
sos comunicantes que elevaron el nivel de los aportes de la región a Colombia y el
mundo, aportes que figuraron entre los más variados, duraderos y sólidos de toda
la producción cultural del país en el siglo XX.
Al promediar los años cincuenta Colombia vivía bajo el régimen del general
Gustavo Rojas Pinilla. En tan particulares circunstancias Obregón creó el canta-
claro, el gallo de plumas intercaladas con hojas vegetales que monta guardia junto
al catafalco de Velorio-Estudiante fusilado, óleo que en 1956 recibió el premio na-
cional Guggenheim. Símbolo de la conciencia democrática frente a la dictadura
militar, el altivo gallo apareció en otros cuadros del año 56 – como Cantaclaro de
noche, por ejemplo –, imbuido de una evidente y al mismo tiempo soterrada inten-
ÁLVARO MEDINA
246
72 Medina, Procesos del arte en Colombia, ob. cit., p. 415.
ción de representar el despertar político y la lucha por la libertad. El obregoniano
y comprometido gallo fue el antecedente de los torocóndores de 1959, máxima
expresión de la Colombia que el pintor soñó, la Colombia hispana y americana
que quiso simbolizar con la fusión del bovino y el ave andina, creando para titular-
la el neologismo ‘torocóndor’. Obregón simbolizó a Colombia, es verdad, pero,
contrario a lo que ciertos conocedores y tratadistas olvidan o ignoran, la serie hace
alusión a todo el mundo andino con títulos particulares y específicos que comien-
zan con Vista del amanecer en los Andes y continúan con referencias geográficas
concretas como ocurre en los lienzos Cotopaxi y Chimborazo, entre otros.
El esfuerzo del pintor en esta dirección, metido de lleno en la rigurosidad de la
etapa geométrica que canceló en 1959, pasó por el encargo que recibió del Banco
Popular para pintar en su sede del paseo Bolívar, en Barranquilla, el mural al fres-
co Símbolos de Barranquilla (1956). El tema escogido fue el auge y futuro de la
ciudad. A éste siguió el mural de cerámica vidriada titulado Tierra, río y mar
(1956), en la fachada exterior de un edificio residencial al norte de la capital del
Atlántico. En ambos el pintor aceptó desarrollar asuntos que hacían alusión al or-
den socioeconómico y cultural de la región costera, limitación que logró superar
con la valoración que hizo de ciertas manifestaciones locales. Por ejemplo, en
2003 el carnaval de Barranquilla fue declarado, por la Unesco, patrimonio intangi-
ble de la humanidad. Casi medio siglo antes, en el muro de Símbolos, Obregón su-
po captar y expresar la universalidad de la fiesta, de características y contenidos
propios. La expresó haciendo girar los elementos ilustrativos del desarrollo indus-
trial y comercial de la urbe en torno a la pareja de un torito y una mujer congo en
plena danza. Las fiestas le inspiraron luego el óleo Entierro de Joselito Carnaval
(1957), de colores luminosos y sombras sugerentes, distinguiéndose apenas – en la
zona de penumbra – la oscura silueta de un torito con una botella de ron en la
mano. La del Torito y la del Congo Grande, son danzas barranquilleras fundadas
en el siglo XIX que han conservado su sabor durante más de una centuria.
Como Grau, Obregón supo desarrollar su talento en estrecho contacto con el
ambiente en que se movía. De allí la autenticidad y proyección de los temas mari-
nos que ensayó con suerte. El interés en esos temas se inició con la serie de la Mo-
jarra (1959), hermoso pretexto para jugar con el color de manera desenfadada y
brillante. El Caribe inspiró la serie. El impulso fue retomado en 1961 y se hizo
complejo, entusiasmando de tal modo a Marta Traba que ésta elogió obras clave
como Aves cayendo al mar, El mago del Caribe, La garza y la barracuda, Anochecer
en Galerazamba, Naufragio, En lo hondo y La resaca. Sobre la tensa atmósfera,
subacuática y nocturna, de El mago del Caribe escribió Marta Traba: “Un pez rojo
navega solitario (...). Después de la pirotecnia, esta podría ser la noche dramática
(...). Al otro lado, una mancha blanca, delgada y aguda, corta la noche sin desme-
nuzarla. Obregón ha pintado el silencio, y la vida secreta del silencio”.73
También pintó la fugacidad del relámpago, captó el pausado nadar de los pe-
ces, le puso luz a la flora submarina y sugirió el incesante ciclo de vida y muerte
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
247
73 Marta Traba, p. 89.
que la noche oculta. Diferenciándose de series que presentan pocas variantes
compositivas en su elaboración iconográfica, la de temas caribeños es bastante he-
terogénea, convirtiéndose en la más imaginativa y elástica de todas. Aves cayendo
al mar representa el vertiginoso descenso de los alcatraces que al atardecer se lan-
zan a pique sobre los peces que han de comer. “Será difícil olvidar ese mar noctur-
no obregoniano, denso, interminable”, escribió Marta Traba.74 Sobre el denso
mar, el cielo oscuro se revela atravesado de luces que marcan la trayectoria vertical
de los alcatraces; bajo el cielo, la mar está cruzada de sombras intensas. Entre las
submarinas sombras destaca la forma de un pez anaranjado de halo amarillo, si-
tuado en la trayectoria del ave que se ha lanzado vorazmente a su encuentro. Des-
de el punto de vista espacial, la composición posee un discreto ritmo de danza; si
pasamos a la dimensión temporal, descubrimos que la composición obedece otro
ritmo: el de la muerte alimentando la vida.
Las telas de 1961 tuvieron su culminación en la serie de la Barracuda, iniciada
en 1963. Esta serie condensa su visión del Caribe, no importa si continental o an-
tillano, porque resulta que las obregonianas barracudas, como los obregonianos
cóndores, no se limitan a expresar lo que está dentro de las fronteras de Colom-
bia. Si observamos su posición en el espacio (o sea la composición), la barracuda
remite a la velocidad, la libertad y la aventura posible. Si observamos ahora su es-
tructura interna, resulta ser la serenidad, la gravedad y la fuerza. Se trata de atri-
butos que se pueden interpretar positiva o negativamente, ya sea como virtudes
admirables o como defectos reprobables. La barracuda no es un símbolo unidi-
mensional y estático sino polisémico y dialéctico. La mojarra, en cambio, es estáti-
ca vista aisladamente. O “inerte” como la calificó Marta Traba.75 Pero vista de
manera concatenada en la serie es, en palabras del pintor, “una secuencia de for-
mas” y un “estado de ánimo”, estado anímico que cabe calificar de variable, diná-
mico, negado a la rutina.76
Como cazador y pescador que frecuentaba la isla de Salamanca, Alejandro
Obregón fue el primero en sonar la alarma a propósito del desastre ecológico que
estaba causando la carretera construida en 1956, ya que cercenó los caños y privó
a los humedales salobres donde crece el mangle de las indispensables entradas de
agua dulce. Señalemos que cuando pintó Masacre-10 de abril (1948), Velorio-Estu-
diante fusilado (1956) y mucho más adelante Homenaje a Camilo (1968), el pintor
sentaba su posición política frente a hechos irreversibles que lo conmovían hasta
las entrañas. Con no menos ira procedió frente al grave desastre que se avecinaba
en la isla, por entonces apenas en sus inicios. Pintó así la serie del Mangle (1962),
de grises sombríos en la totalidad de los doce cuadros. No vemos allí el verdor del
árbol vivo sino sus raíces secas, quemadas por las aguas salinas que el mar vierte
cada noche. Adentrándose en la libertad propia del expresionismo que inaugura-
ran los cóndores del año anterior, el pincel del maestro convirtió las raíces del
ÁLVARO MEDINA
248
74 Ibídem.
75 Ibídem, p. 84.
76 Cit. en Marta Traba, ibídem.
mangle en un veloz y ágil grafismo. En variantes posteriores la flor brota en un
querer renacer que parece imposible, símbolo del ciclo vida-muerte que campea
en algunas de sus mejores pinturas.
Cualquiera fuese el tema, en Obregón había una eficaz y lírica manera de dis-
currir sobre la vida para poder trascenderla, algo que algunos comentaristas supie-
ron ver en obras de los años cuarenta. Porque, volviendo una vez más sobre los
orígenes de la actitud que Obregón supo mantener a lo largo de su notable trayec-
toria artística, toca traer a cuento las casi proféticas palabras de Ricardo Ortiz
McCormick en 1948 al escribir: “Por sobre la composición, por sobre el color, por
sobre el vigor plástico, se destaca en estos cuadros el contenido vital, (...) de uni-
verso acabado de descubrir”.77 En efecto, Obregón fue junto al “Tuerto” López,
Luis Palés Matos, Nicolás Guillén, Aimé Césaire, Alejo Carpentier, Gabriel Gar-
cía Márquez, Álvaro Cepeda Samudio, Germán Espinosa, Salvador Garmendia,
Armando Reverón, Wifredo Lam, Amelia Peláez, René Portocarrero y toda la plé-
yade de soneros, rumberos, cumbiamberos, merengueros, salseros y otros ‘eros’
de estas latitudes, un descubridor y fundador de la festiva y embrujadora realidad
del Caribe. El pintor de Barranquilla pudo vivir porque supo pintar, y pudo pintar
porque supo vivir, absorbiendo con entusiasmo y con placer las sales de su entor-
no. El arte, para él, fue proximidad, ensoñación, contradicción y goce, no distan-
ciamiento y fría lucubración intelectual.
Aunque la pintura de Obregón no hacía uso de licencias literarias explícitas y
solía eludir la anécdota, vista en su conjunto posee un innegable sabor de gesta, de
cosa grandiosa que hay que saber escudriñar. De allí su indeclinable sentido de
compromiso político, que expresan Masacre-10 de abril (1948), inspirado en el
asesinato de Jorge Eliécer Gaitán; Velorio-Estudiante fusilado (1957), relacionado
con las luchas que condujeron a la caída del dictador militar Gustavo Rojas Pini-
lla; La Violencia (1962), la pintura símbolo de la guerra no declarada entre conser-
vadores y liberales de mediados del siglo; Homenaje a Camilo (1968), suerte de
elegía por la muerte en combate del cura guerrillero Camilo Torres. Y son más las
obras de denuncia que firmó a lo largo de su vida. Ese sentido de gesta es el mis-
mo de la serie dedicada a Don Blas de Leso (1978-1979), de distintos títulos indi-
viduales, en la que retrata al mutilado y heroico almirante español que en 1741,
con sólo seis navíos y 6.080 hombres en posición de combate, logró la hazaña de
defender a Cartagena de la escuadra del almirante inglés Sir Edward Vernon,
compuesta de 180 naves tripuladas por 23.600 hombres.78
Lo interesante en este caso es que el pintor, en al menos una versión de la serie,
se autorretrata como si fuera el militar tuerto, manco y cojo que salvó a la ciudad,
confirmando su sentido de pertenencia a través de un notable episodio del Caribe
colonial. Sumaba así, a la captación del ámbito en su aspecto físico, su dimensión
histórica. Esto me lleva a evocar su entrañable relación con Cartagena, en la que
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
249
77 Ricardo Ortiz McCormick, ob. cit.
78 Eduardo Lemaitre, Historia general de Cartagena, t. II, Banco de la República, Bogotá, 1983,
p. 266.
vivió desde 1967 hasta su muerte en 1992, relación de amor que se manifestó en
los numerosos paisajes marinos en los que aparece con su silueta característica,
rampante de un lado y casi cortada a tajo del otro, el cerro de La Popa. El fácil-
mente reconocible accidente topográfico es el símbolo que define, con fuerza, el
teatro de acontecimientos bastante variados. El artista rememoró las aventuras de
los viejos navegantes y representó el peligro de naufragio que vemos en Zozobra
(1974), con la pequeña nave que se mece en el espacio borrascoso y tórrido; inda-
gó en lo inasible y pintó El fantasma de La Popa (1976); quiso rendirle luctuoso
homenaje a un antepasado y concibió Elegía a Blas de Leso (1977); sentía fascina-
ción cuando salía a pescar y representó las riquezas del mar en Bahía de Cartagena
(1981), exuberante juego de formas y colores que sugieren el subacuático bullir de
animales y plantas.
Entre mediados de los años setenta y principios de los ochenta, Obregón le
rindió a Cartagena los homenajes que en los cincuenta le había dedicado a Barran-
quilla. Redondeaba un ciclo fundamentado, hay que reiterarlo, en intensas viven-
cias. “El artista es, evidentemente, una especie de antena ante la naturaleza”, ha-
bía declarado – como ya vimos – a principios de 1948; precisó luego que “la natu-
raleza no puede ser la aspiración sino el recurso”. Lo teorizó y lo supo cumplir.
De allí que fuera pintor de atmósferas sin llegar a ser atmosférico. En su indaga-
ción sobre los símbolos del pintor, Marta Traba los calificó de “legítimas criaturas
de su pensamiento”.79 En otro artículo introdujo un planteamiento que comple-
menta el anterior, al afirmar que, sometido a la disciplina de sus trazos, un pez
“tiene tantos significados como el artista haya querido darle mediante asociacio-
nes, metamorfosis o inclusiones en espacios y ambientes distintos de los reales”.80
Por haber sido un versátil pintor de pensamientos, Alejandro Obregón trastroca-
ba significados trastrocando atmósferas según le conviniera, porque en las atmós-
feras había fincado la base de sus ingentes y poéticos recursos.
Esos recursos le permitieron plasmar la cordillera de los Andes con sus cóndo-
res, la región Caribe con sus criaturas marinas y la vastedad amazónica con sus
plantas trepadoras y flores carnívoras. En un tercer y último texto de Marta Traba
que vale la pena citar, la crítica consideró una “hazaña (…) la fabulosa tarea pictó-
rica de narrar la atmósfera física de un país a través de la oposición mar-cordillera
y de sus faunas y flores características”.81 Precisemos que la primera definición
(mar-cordillera) remite al ámbito o teatro en el que ciertos hechos ocurren, algo
que el venezolano Armando Reverón había conseguido poniendo en escena, con
su paleta de blancos y sepias, fenómenos de luz tropical; la segunda definición
(flora-fauna) es, en Obregón, el hecho mismo, aspecto que lo comunica con el ám-
bito en que el cubano Wifredo Lam ponía a actuar sus orichas o santos afrocuba-
nos. Quiere decir que Obregón se supo insertar en la tradición pictórica caribeña
iniciada por Reverón y continuada por Lam para enriquecerla con aportes que en
ÁLVARO MEDINA
250
79 “Obregón y la pintura colombiana”, en Marta Traba, p. 83.
80 “Obregón: grande y verdadera pintura”, en Marta Traba, p. 83.
81 “Obregón en la vanguardia”, en Marta Traba, p. 93.
sus manos adquirieron un carácter prodigioso más que atmosférico (Reverón) o
mágico (Lam). Cuando Marta Traba consideró que la de Obregón era una “pintu-
ra endogámica” quiso decir que estaba centrada en la expresión de vivencias pro-
pias, razón por la cual la consideró “un texto inédito, lleno de imaginación, fuerza
y fantasía”. Sus palabras podrían aplicarse al Macondo de Gabriel García Már-
quez, lo cual permite redondear una idea: el Grupo de Barranquilla manejó con
criterios contemporáneos un sentido de pertenencia que le permitió hacer confluir
el lenguaje cosmopolita y el tema local. Así se plasmó una poética que en su cele-
brada eficacia fue la fundadora, en la Colombia del siglo XX, de una realidad de
talante y carácter.
El desarrollo cultural, social y económico de la Costa
En el censo de 1973 los siete departamentos de dicha
región [la del Caribe] registraron una población de cerca
de cinco millones de habitantes, el 20,1% de la población
de Colombia. Esto implica que estos departamentos
tienen una población superior a la de ocho de los países
latinoamericanos: Nicaragua, Uruguay, Honduras, El
Salvador, Paraguay, Haití y Costa Rica.
Adolfo Meisel Roca
Por qué se disipó el dinamismo
industrial de Barranquilla?, p. 12
Ediciones Gobernación del Atlántico, Barranquilla, 1993
¿De qué contexto cultural, social y económico surgieron Leo Matiz, Enrique
Grau y Alejandro Obregón? En el censo de 2005 la población total del Caribe era
de 8’860.195 habitantes. La cifra representaba, en el conjunto de los 42’090.502
que tenía la nación, el 21,09 por ciento.82 Su contribución a la economía del país
ha sido, en cambio, proporcionalmente menor, o sea que constituye un conglome-
rado humano pobre en el contexto de un país que en el concierto internacional no
figura entre los ricos. Esta pobreza material, agravada por el alto grado de corrup-
ción política que campea en los entes administrativos de la región, contrasta con
su riqueza cultural. Riqueza paradójica en el caso de las artes plásticas, por decir
lo menos, que siempre han dependido de una demanda de élite por parte de sec-
tores sociales e institucionales que, además de poseer excedentes de capital, sean
cultos. ¿Cómo explicar entonces la fuerza y la consistencia de los trabajos de Ma-
tiz, Grau y Obregón al promediar el siglo XX? Para comenzar a responder la difí-
cil y compleja pregunta, recordemos que los tres artistas eran originarios de los
tres únicos departamentos en que estaba dividida la Costa al promediar el siglo:
Bolívar, Atlántico y Magdalena. Los tres maestros estuvieron vinculados además a
las capitales y puertos principales de Colombia sobre el mar Caribe (Cartagena,
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
251
82 www.dane.gov.co-población.
Barranquilla y Santa Marta), que a su turno eran los centros urbanos más próspe-
ros del área.
Si al comenzar el siglo XXI el desarrollo socioeconómico de la región sigue
siendo precario, peor fue el que se padeció en el siglo XIX. El barranquillero
Adolfo Meisel Roca ha escrito numerosos estudios sobre el retraso económico del
Norte de Colombia y se ha fijado, entre otras cosas, en el desarrollo demográfico.
Según este autor, al producirse el grito de Independencia en 1810, Cartagena tenía
cerca de 18.000 habitantes y Barranquilla unos 3.000. Casi un siglo después, en
1905, golpeada por la epidemia de cólera que en 1849 arrasó con cerca de cuatro
mil vecinos, Cartagena había reducido su población a casi la mitad, registrando en
el censo de ese año 9.681 almas, mientras que Barranquilla la había multiplicado
por mas de trece, llegando a 40.111.83 El cuadro insertado a continuación, que in-
cluye datos relativos a Santa Marta, permite identificar las etapas de regresión,
morosidad y súbito avance poblacional, a comparar con el censo total del país.
EVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA DE LOS TRES PUERTOS
DEL CARIBE Y DE COLOMBIA, 1835-1938 (Adaptado de Meisel)
AÑO 1835 1905 1938
Santa Marta 5.929 9.568 34.294
Cartagena 11.929 9.681 84.937
Barranquilla 5.359 40.111 152.348
COLOMBIA 1’686.038 4’143.632 8’701.816
Se deduce, de los casos de Santa Marta y Cartagena, que la evolución experi-
mentada durante ciento tres años se mantuvo próxima a la del conglomerado na-
cional, tasa que Barranquilla superó con creces, convirtiéndose de villorrio misera-
ble en la tercera ciudad de Colombia. Si nos fijamos ahora en el período 1905-
1938, Colombia duplicó la población, Barranquilla y Santa Marta alcanzaron casi
a cuadruplicarla, y Cartagena la multiplicó por nueve, o sea que los tres puertos
conocieron una etapa de crecimiento excepcional estimulados por un auge econó-
mico de tal envergadura que atrajo inmigrantes de dentro y fuera del país. Ese au-
ge corresponde, en Santa Marta, al esplendor que a partir de 1906 conoció el cul-
tivo del banano; en Cartagena a la exportación ganadera, la producción manufac-
turera, el movimiento generado por la única universidad que había en la región y
las operaciones generadas por la terminal del oleoducto que desde 1926 ha lleva-
do, para su embarque al exterior, el petróleo extraído en Barrancabermeja; en Ba-
ÁLVARO MEDINA
252
83 Las cifras que se consideren en adelante están tomadas de dos trabajos de Adolfo Meisel Roca.
El primero se titula “¿Por qué se disipó el dinamismo industrial de Barranquilla”, en Adolfo Meisel
Roca y Eduardo Posada Carbó, ¿Por qué se disipó el dinamismo industrial de Barranquilla? Y otros en-
sayos de historia económica de la costa Caribe, Ediciones Gobernación del Atlántico, Barranquilla,
1993. El segundo es “Cartagena, 1900-1950: A remolque de la economía nacional”, en Haroldo Calvo
y Adolfo Meisel Roca (ed.), Cartagena de Indias en el siglo XX, Universidad Jorge Tadeo Lozano Sec-
cional del Caribe y Banco de la República, Bogotá, 2000.
rranquilla al intenso movimiento portuario con el consiguiente movimiento mer-
cantil y el notable crecimiento industrial, sólo superado por Medellín y Bogotá.84
El repunte económico de las tres ciudades caribeñas tuvo un complemento en la
actividad tabacalera y azucarera, pero sobre todo en el intenso desarrollo ganade-
ro. Según Meisel Roca, en “1916 los departamentos del litoral atlántico tenían
2’228.562 cabezas de ganado que representaban el 46,2% de la población vacuna
del país cuando la Costa sólo tenía el 14% de la población nacional”.85
Como es lógico el auge fomentó el desarrollo urbano, visible en el barrio Manga
de Cartagena (1905) y El Prado de Barranquilla (1922). Manga era el barrio de En-
rique Grau y Cecilia Porras; El Prado, el de Alejandro Obregón. Ambos son consi-
derados hitos urbanísticos y arquitectónicos de la Colombia del siglo XX por la
holgura de los predios, las normas constructivas que se establecieron, la calidad de
las quintas residenciales que se erigieron y la importancia que se le dio a la vegeta-
ción para paliar los ardores del clima. Más moderno y amplio que Manga, El Prado
presenta un trazado de amplias avenidas y zonas verdes volcadas al espacio públi-
co, siguiendo el exitoso diseño de El Vedado en La Habana. La historiadora Silvia
Arango ha escrito, refiriéndose a la actividad edilicia de la época en las principales
ciudades del país, que “las quintas fueron residencias no sólo de los más ricos, sino
por lo general de los más cultos, de minorías intelectuales con un estilo de vida co-
tidiano más moderno, menos atado a los usos y costumbres tradicionales”.86
Si consideramos que Manga y El Prado fueron, además de hitos, urbanizacio-
nes pioneras en su género en Colombia, la aseveración de Silvia Arango con rela-
ción al nivel cultural estaría sugiriendo que en las dos ciudades, en la primera mi-
tad del siglo, hubo un empuje que remozó o al menos reorientó el gusto y planteó
nuevas exigencias, en conexión con las tendencias e informaciones que se asimila-
ban de los extranjeros que tocaban puerto, sobre todos los ligados al comercio de
importación y exportación. A lo anterior cabe agregar la influencia de los inmi-
grantes llegados del Cercano Oriente, Europa y América del Norte, que se esta-
blecieron en la región para fundar empresas y criar familia. La misma historiadora
observará, al comparar las residencias construidas en Manga y El Prado con las
que simultáneamente se hicieron en Bogotá, que en “Cartagena y Barranquilla,
por ejemplo, serán más abiertas, con terrazas y en ocasiones con referencias árabes
y mediterráneas”.87
En el campo de las artes, el despertar general tuvo una expresión seminal en la
Feria de Arte que en 1940 organizó en su sede la Universidad de Cartagena. Parti-
ciparon en ella 18 artistas residenciados en la ciudad. El más prolífico, el barran-
quillero José Wilfrido Cañarete, mostró 27 obras originales. Lo siguió el descono-
cido Enrique Grau, con 25 obras originales más 10 copias de maestros europeos,
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
253
84 Calvo y Meisel Roca, p. 33, 37 y 44.
85 Meisel Roca y Posada Carbó, p. 27.
86 Silvia Arango, Historia de la arquitectura en Colombia, Universidad Nacional de Colombia,
Bogotá, 1993. Sobre el tema puede consultarse también a Alberto Samudio Trallero, “El crecimiento
urbano de Cartagena en el siglo XIX”, en Calvo Stevenson y Meisel Roca, p. 139-174.
87 Ibídem.
o sea que superó a Cañarete en la cantidad de lienzos exhibidos, no en los de crea-
ción propia. Participaron dos escultores, el más apreciado de los cuales fue Martín
Banquez Pérez, nacido “en los cendales (...) de nuestro rico trópico”,88 eufemis-
mo empleado para indicar que era afrodescendiente. Banquez Pérez había estu-
diado en Italia y se presentó en la Feria con 10 esculturas y 8 “óleos en miniatu-
ra”.89 Las cifras son sorprendentes. Quiere decir que Enrique Grau fue el produc-
to de una actividad que la prensa local no comentaba en sus páginas, de respeta-
ble intensidad a juzgar por la presencia de tantos artistas en la más culta de las
ciudades de la Costa.
Había actividad y al mismo tiempo indiferencia, queja que no se guardó la es-
critora Judith Porto de González en artículo firmado con apellidos de soltera
(Porto Calvo), en el que se refería al escultor bolivarense Banquez Pérez para la-
mentar que “a causa de la ingratitud del ambiente conservaba inédita la maravilla
de sus obras”,90 situación anómala que por fortuna, según ella, la Feria corregía.
La noción de que las cosas empezaban a cambiar fue expresada por Manuel Beni-
to Revollo al decir: “En Cartagena, y ahora sí lo podemos decir a voz en cuello,
hay una verdadera cultura, un verdadero espíritu del arte, un movimiento de tras-
cendente resurrección, que tiende a valorizarnos definitivamente. No nos hemos
equivocado ni en un adarme, cuando hemos afirmado que estamos avocados a
una etapa de remozamiento intelectual”.91 Como parte de ese remozamiento, al-
guien que firmó con el seudónimo de Barón de Bondieu felicitó a los “viejos
maestros” de la ciudad, citando por su nombre a Jeneroso Jaspe, Benjamín Puche
y Conde Amador. Los dos primeros fueron calificados por Manuel F. Obregón –
gobernador de Bolívar y gestor de la Feria junto con Galo Alfonso López, director
de Educación Pública –, de “precursores de la pintura en Cartagena” y les hizo
entrega de “la cédula con que testimonia su admiración y gratitud a los eximios
maestros, la ciudad agradecida”.92
Los anteriores son detalles de historia provinciana que al menos satisfacían el
anhelo de querer acceder a un cierto cosmopolitismo, dentro de parámetros a los
que no escapó la ‘moderna’ Barranquilla. En diciembre de 1945, la capital del
Atlántico organizó el Primer Salón Anual de Artistas Costeños, con sede en las sa-
las del nuevo edificio de la Biblioteca Departamental, de factura art deco. Cuando
esto ocurrió, el que después sería llamado Grupo de Barranquilla había congrega-
do ya a todos sus miembros menos dos, los más jóvenes: Gabriel García Márquez
y Álvaro Cepeda Samudio. En su recuento de los acontecimientos de la época Al-
fonso Fuenmayor afirmó: “En ese tiempo la Biblioteca Departamental era algo así
ÁLVARO MEDINA
254
88 Roque Hernández de León, “Comentario sobre algunos artistas nuestros”, Muros, Cartagena,
1940, p. 23.
89 Primera Feria del Arte, catálogo, Cartagena, 1940.
90 Judith Porto Calvo, “Enrique Grau Araujo”, Muros, ob. cit., p. 45.
91 Manuel Benito Revollo, “La Feria del Arte, o una gran exposición de cultura”, Muros, ob. cit.,
p. 46.
92 “Discurso del Gobernador del Departamento, Dr. Manuel F. Obregón, al clausurar la Primera
Feria del Arte, en la ciudad de Cartagena”, Muros, ob. cit., p. 34.
como la subgerencia del Grupo de Barranquilla”.93 Así sucedió, en efecto, porque
varios de ellos ocupaban cargos en la Oficina de Extensión Cultural del Departa-
mento, con sede en la Biblioteca, y en calidad de tales crearon el pequeño pero
memorable salón regional, el primero de su tipo en Colombia.
Según crónica de Germán Vargas en el Salón de 1945 se recibieron 50 obras
de 25 pintores y escultores, “número apreciable, si se tiene en cuenta la ausencia
de una tradición artística en el Litoral y la tacha de ‘fenicia’ aplicada siempre a es-
ta sección del país, con una clara, pero muchas veces injusta intención peyorati-
va”.94 El jurado seleccionó 19 expositores con 39 pinturas y 11 esculturas. De los
19, sólo cuatro habían estado presentes en la Feria del Arte de la Universidad de
Cartagena: J. W. Cañarete, Alejandro Zabala, Enrique Grau y Miguel Sebastián
Guerrero. Apareció un nuevo nombre, el de Cecilia Porras, única mujer en el cer-
tamen, y se concedieron tres premios de pintura, otorgados en su orden a Alejan-
dro Obregón, Roberto Zagarra y Enrique Grau.95 El primer premio de escultura
lo recibió el escultor boyacense Carlos Reyes Gutiérrez, residenciado en la ciudad.
Sobre la muestra, Rafael De Andreis escribió en El Liberal de Bogotá: “Los artis-
tas costeños han llevado una vida bien precaria, abandonados por el estímulo ofi-
cial y entregados por lo general a las exigencias de un público poco versado en
cuestiones de arte”.96
Germán Vargas y Rafael De Andreis describieron, con comprensible entusias-
mo y justificadas reservas, los aires que se respiraban en la Costa en general, en
particular en la infatuada urbe de crecimiento acelerado donde ellos residían. Por
eso en el artículo citado antes De Andreis manifestó: “La mayor parte de las obras
enviadas nada revelan. En lo general, son mediocres expresiones de aficionados
sin técnica ni originalidad”. Y Germán Vargas, hablando del primer premio de
pintura: “Con Alejandro Obregón se rehabilita Barranquilla, ciudad que no había
dado al país un pintor en todos los años de su breve y desenfadada historia”. Algo
nuevo había nacido y tuvo su expresión en los siete salones regionales de los años
siguientes, iniciativa que originalmente se debió al gobernador Alberto Pumarejo,
protocolizada en la ordenanza departamental número 31, de junio de 1945, que
en su artículo primero decía a la letra: “Créase el Salón Anual de Pintura y Escul-
tura de Artistas Costeños”.97 En el segundo salón, Obregón volvió a ganar el pri-
mer premio y Grau obtuvo el segundo. En el tercer salón su organizador, Alfonso
Fuenmayor, le declaró a la prensa: “Las inscripciones de este año superan a las de
los dos años anteriores”.98 Al aumento de competidores contribuyó, sin duda, la
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
255
93 Alfonso Fuenmayor, Crónicas sobre el grupo de Barranquilla, Bogotá, Colcultura, 1978, p. 137.
94 Germán Vega (sic) [Germán Vargas], “El Primer Salón de Artistas Costeños”, Estampa, 16 de
marzo de 1946, p. 26.
95 Salón Anual de Artistas Costeños, catálogo, Barranquilla, 20 de diciembre de 1945.
96 Rafael De Andreis, “Mañana se inaugura el Primer Salón de Artistas de la Costas Atlántica -
Pintores y escultores participan; cuáles son las obras presentadas”, El Liberal, 19 de diciembre de 1945.
97 Debo la información a una amable comunicación de Néstor Martínez Celis, Secretario Acadé-
mico de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico, Barranquilla.
98 “Un año en la cultura en la Costa”, El Espectador, 24 de diciembre de 1947.
fundación en Barranquilla de la Escuela de Bellas Artes, que la Asamblea Depar-
tamental del Atlántico había aprobado mediante la ordenanza número 070, de oc-
tubre de 1939.99 Agreguemos de paso que la escuela de artes de Cartagena se re-
fundó mucho más tarde, en diciembre de 1957, y entró a funcionar en 1958 como
una sección de lo que a partir de entonces se llamó Instituto Musical y de Bellas
Artes. La iniciativa se debió al gobernador Eduardo Lemaitre.100 (Hablo de re-
fundar, no de fundar, porque a fines del siglo XIX – por iniciativa del presidente
Rafael Núñez – el pintor bogotano Epifanio Garay había organizado en la ciudad
una escuela de artes que desafortunadamente cerró a los pocos años.) Los frutos
primerizos del nuevo centro docente cartagenero están reflejados en los trabajos
de Alfredo Guerrero, Cecilia Delgado, Heriberto Cogollo y Darío Morales, perte-
necientes a la generación que, habiendo comenzado a actuar en los años sesenta,
se proyectó nacionalmente en los años setenta.
Se ‘progresaba’, palabra cara a la mentalidad de la época, pero la verdad es
que si en el plano cuantitativo se registraban avances, las cifras eran pobres en lo
que hacía a la proyección y presencia de la región en el nivel nacional. En 1951 la
empresa Tejicóndor organizó en Medellín el Segundo Concurso – Exposición de
Pintura, certamen serio y de amplia repercusión nacional. El catálogo incluyó un
cuadro estadístico de los artistas concursantes y aceptados, ciudad por ciudad. De
Bogotá se presentaron 53 y se aceptaron 23, de Medellín 31 y 9, de Cali 18 y 10,
de Barranquilla cuatro y tres, de Cartagena dos y uno.101 Se concluye que el pro-
greso era precario, y que había que hacer algo urgentemente, tarea que asumió
con entusiasmo un organismo ya existente: el Centro Artístico de Barranquilla.
La entrada en lisa del Centro está ligada a la rápida decadencia del salón regio-
nal. En su cuarta versión el Salón empezó a acusar fatiga, ya que se admitieron las
84 obras enviadas y, “de 26 pintores, 15 obtuvieron premios o menciones”, corres-
pondiendo el primer premio a Orlando “Figurita” Rivera, “pero no por una de
sus obras (Bohemia, Cansancio, La cita), sino por las tres”, fallo que Semana censu-
ró con razón al dar la noticia: “En cierta manera el jurado puso una pica en Flan-
des, al descubrir un nuevo sistema de premiación en que nadie queda desconten-
to”.102 Adelantándome al capítulo que más adelante le consagro a “Figurita”, me
parece pertinente señalar que Cansancio era un óleo expresionista con un sobresa-
liente nivel de calidad.
Con motivo del V Salón, celebrado en 1951, la revista Semana juzgó “curioso
que, tratándose de un salón regional, ninguno de los premiados sea de la Costa
Atlántica, ni siquiera de la Pacífica: uno es antioqueño, otro alemán y el tercero
bogotano”, combinación nada extraña si se tiene en cuenta que los tres cumplían
con el requisito de estar residenciados en la región. El único artista costeño que
ÁLVARO MEDINA
256
99 Ídem Martínez Celis.
100 María Eugenia Trujillo, “Las artes plásticas en Cartagena en el siglo XX”, en Calvo Stevenson
y Meisel Roca, p. 274.
101 Catálogo de obras expuestas. Segundo Concurso - Exposición de Pintura, Tejicóndor, Bajo la Di-
rección de la Sociedad de Amigos del Arte, Medellín, mayo de 1951, p. 5.
102 “Pintura - Premios para todos”, Semana, 14 de enero de 1950.
257
Leo Matiz, La red, 1939
Enrique Grau, Autorretrato con marco,
Óleo s/tela, 57x50 cm, 1939
Enrique Grau, Autorretrato con símbolos,
Óleo s/tela, 28x23 cm, 1940
258
Enrique Grau, Mulata cartagenera,
Óleo s/tela, 70x60 cm, 1940 Leo Matiz, Nacimiento del volcán Paracutín,
1945
Leo Matiz, Reflejos, 1963
259
Leo Matiz, Deforestación, 1966
Enrique Grau, Mujer con máscara,
Óleo s/tela, 80x61 cm, 1953
Enrique Grau, La sombrerera, Óleo s/tela, 145x88 cm, 1940
260
Enrique Grau, Rita 5:30 p.m.,
Óleo s/tela, 1981
Enrique Grau, Rita 5:30 p.m.,
Bronce, 70x38x37 cm, 1984
Enrique Grau, Rita 10:30 p.m.,
Bronce, 64x94x102 cm, 1984
261
Alejandro Obregón, Torocóndor, Óleo s/tela, 1959
Alejandro Obregón, Entierro de Joselito Carnaval, Óleo s/tela, 1957
262
Alejandro Obregón,
Aves cayendo al mar,
Óleo s/tela, 1961
Alejandro Obregón,
Mojarra,
Mixta s/papel, 1959
263
Alejandro Obregón,
La ola,
Acrílico s/tela, 1987
Alejandro Obregón,
Barracuda,
Acrílico s/madera, 1973
264
Cecilia Porras, Ángel volador, Óleo s/ tela, 65x90 cm, 1959
Cecilia Porras, Velero y figura, Óleo s/tela, 64x90 cm, 1958
265
Cecilia Porras, Autorretrato,
Tinta s/papel, s.f.
Cecilia Porras, Cepeda Samudio vestido de payaso,
Ill. para Todos estábamos a la espera, Tinta s/papel, 1954
Cecilia Porras, Taganga, Óleo s/tela, 60x80 cm, 1960
266
Cecilia Porras, Torre del reloj, Óleo sobre tela, 48x38 cm, 1968
Nereo, Corraleja, 1960
267
Nereo, Quinta de San Pedro Alejandrino, 1960
Nereo, Ganado pasando el río, 1962
268
Nereo, Niño pescador, s.f.
Nereo, Carcasa, 1952
269
Figurita, Marinero de Corea,
Óleo s/tela, 1952
Figurita, El espantapájaros,
Óleo s/tela, 1956
Figurita, El Cristo de los brazos
caídos, Óleo s/tela, 1956
270
Noé León, Barrio de Barranquilla, Óleo s/madera, 1963
Noé León, Animales en la selva, Óleo s/madera, 1972
271
Noé León, El Mercantil, Óleo s/madera, 1966
Cecilia Porras y Enrique Grau,
pintando de azul la langosta, 1955
Cecilia Porras, Portada para La Hojarasca
de García Márquez, 1955
272
Catálogo del, III Salón Anual
Interamericano de pintura, 1963
Nereo, Retrato de Álvaro Cepeda Samulio,
pintarrajeado, 1956
Álvaro Cepeda Samudio, Cecilia Porras, Alejandro Óbregon y un amigo alrededor del cuadro
del pintor español Antonio Roda, con ellos y otros integrantes del grupo.
recibió premio fue la conocida coreógrafa y bailarina Delia Zapata Olivilla, quien
obtuvo el segundo premio de escultura con un yeso titulado El Mendigo.103 En
1953, en el VII Salón, ganó por tercera vez consecutiva el antioqueño Sergio Sie-
rra, o sea que reinó en el V, el VI y el VII Salón, desempeño impresionante y des-
alentador a la luz del simple hecho de que Sierra es, hoy, un ilustre desconocido.
A propósito de la corriente artística que adoptó, con motivo del VII Salón, efec-
tuado en 1953, el antioqueño declaró retóricamente que él seguía “las orientacio-
nes de Pedro Nel Gómez, cuya experiencia y genialidad constituyen el gran apor-
te de nuestra patria al arte autóctono de América”.104
El número de participantes resultó ser, en 1953, el más bajo de la breve histo-
ria del certamen. Diversos medios comentaron que artistas como Obregón y Grau
ya no querían participar. Cecilia Porras sí participó y obtuvo el segundo premio
con el autorretrato titulado La blusa roja, pero sucedió, en lo que era la más clara
manifestación del desinterés oficial, que los montos de los premios anunciados (de
quinientos, trescientos y doscientos pesos) fueron rebajados a la mitad por orden
del gobernador de turno, cuyo nombre no merece ser recordado en estas páginas,
medida que llevó a la defraudada Cecilia a declarar: “Cedo el premio que me co-
rresponde, así partido por la mitad, para que su valor se destine a barrer y asear el
salón de exposiciones”.105 La crisis llegó a tal punto que El Espectador de Bogotá
recogió el siguiente comentario: ‘”Así las cosas’, como dice el doctor Machado,
‘los artistas costeños, en el próximo año, van a preferir presentarse más bien en el
concurso de disfraces de carnaval, en el que los premios van de los quinientos a
los tres mil pesos’”.106 El evento que le introdujera cierta dinámica a la actividad
artística de la región agonizó y murió de inanición artística, anemia financiera y
falta de voluntad política, pero sembró la semilla de una actividad de mayor en-
vergadura como fue la que con entusiasmo, dos años después, el escritor Álvaro
Cepeda Samudio organizó desde el Centro Artístico de Barranquilla.
El Centro era una sociedad privada dedicada a fomentar la música y el teatro
aprovechando la escala obligatoria que debían hacer, a su paso por la ciudad, los
concertistas y grupos escénicos en ruta hacia el interior del país. No sobra señalar
que al terminar la segunda guerra mundial el transporte aéreo conoció un período
de esplendor, pero los aviones eran de corto alcance y las rutas que partían del
Oeste de los Estados Unidos con destino a la América del Sur tenían que transitar
por la América Central. Esto colocaba a Barranquilla en una posición privilegiada
por hallarse entre Panamá y Caracas, volviéndola el lógico punto de entrada a Co-
lombia. De allí que la ciudad proclamara con orgullo su condición de primer
puerto aéreo, fluvial y marítimo de la Nación, y ostentara el curioso título de Puer-
ta de Oro de Colombia.
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
273
103 “Arte - Nada de regionalismo”, Semana, 2 de febrero de 1951.
104 “Después del Séptimo Salón de Artistas Costeños - ‘El mejor estilo es la sinceridad’”, El Es-
pectador, 18 de febrero de 1953.
105 “Pintura - Retroceso”, Semana, 21 de febrero de 1953.
106 “Después del séptimo Salón de Artistas Costeños”, ob. cit.
En 1955, cuando se celebraron los cincuenta años de la fundación del Departa-
mento del Atlántico, el Centro Artístico organizó un Concurso Nacional de Pintu-
ra que en la práctica se convirtió en una continuación, a otra escala, del recién fe-
necido salón regional. Participaron maestros conocidos en el ámbito nacional co-
mo Gonzalo Ariza, Luis Alberto Acuña, Ignacio Gómez Jaramillo, Judith Már-
quez, Marco Ospina y Jorge Elías Triana. Figuraron nombres nuevos del ámbito
local como los de Neva Lallemand, Ángel Loochkartt y María Luisa Landino,
egresados de la escuela que funcionaba en Barranquilla desde 1940. Los ya reco-
rridos Cecilia Porras, Enrique Grau y Alejandro Obregón también se hicieron
presentes, ganando este último el segundo premio con Gato comido de pájaro
(1955). El primero lo obtuvo el reconocidísimo Ignacio Gómez Jaramillo con Vio-
lencia en la selva(1954).107 La iniciativa que el Centro Artístico tuvo en 1955 se
tradujo, en abril de 1959, en la realización del I Salón Anual de Barranquilla,
acontecimiento que estuvo precedido, en marzo, de la inauguración en Cartagena
del Museo Latinoamericano de Arte Moderno.108 Como parte de la programación
inicial del nuevo museo, que inició operaciones en el bello palacio de la Inquisi-
ción, en marzo se “celebró el Salón de Arte Contemporáneo dirigido por Cecilia
Ospina de Gómez, otorgando el único premio a la obra abstracta El Dorado, de
Eduardo Ramírez Villamizar”.109 Del plano meramente local se había saltado al
nacional. De allí este comentario de Semana:
Cartagena y Barranquilla se llevan este año las palmas de la actividad artística. Des-
pués del Salón de Arte Contemporáneo organizado por la Comisión Interamericana
de Mujeres, en Cartagena, con la participación de los más reconocidos pintores
contemporáneos y la adjudicación del premio único al Dorado, de Eduardo Ramí-
rez Villamizar, la ciudad de Barranquilla organiza un gran certamen con valiosos
premios al que concurrirá toda la plana mayor de las artes plásticas.110
El salón de Barranquilla adjudicó tres premios y anunció, además, un estímulo
que no pudo cumplir: publicar “en edición de lujo, una monografía sobre los tres
artistas ganadores” que iba a escribir Marta Traba.111 Los premios recayeron en
Alejandro Obregón, Fernando Botero y Cecilia Porras. Una breve noticia de Se-
mana aseveraba que el director del Centro era Álvaro Cepeda Samudio y concluía
diciendo: “En este tren de acción, y de acuerdo con la vivacidad y el espíritu gene-
roso y abierto que la caracteriza, la gente de la costa llevará pronto las de ganar, en
cuanto a cultura pictórica se refiere, a las gentes desconfiadas, llenas de burla y de
reserva, de la ciudades ‘mediterráneas’ colombianas”.112 El certamen del Centro
ÁLVARO MEDINA
274
107 “El maestro Gómez Jaramillo ganó el concurso de pintura en el Centro Artístico”, El Tiempo,
19 de enero de 1955, p. 6.
108 Trujillo, p. 283.
109 “Ramírez Villamizar premiado en C/gena”, El Tiempo, 15 de marzo de 1959.
110 “Artes plásticas - El arte en la Costa”, Semana, 7 de abril de 1959, p. 60.
111 “El ‘Primer Anual de Pintura’ del Centro Artístico se inaugura en Barranquilla el siete de
abril”, El Heraldo, 2 de abril de 1959, p. 1.
112 “Concursos - Impulso costeño”, Semana, 21 de abril de 1959, p. 32.
había nacido, como el de Cartagena, abrazando las manifestaciones plásticas más
renovadoras y serias de la actualidad, propósito que alcanzó con el apoyo de la
crítica de arte más informada, profesional e influyente que ejerció en la Colombia
de todo el siglo XX. Casi enseguida se desbordaron los límites nacionales. En ma-
yo de ese mismo año de 1959 el museo cartagenero realizó una muestra de arte jo-
ven latinoamericano que contó con la colaboración de José Gómez Sicre, director
del Departamento de Artes Visuales de la Unión Panamericana, cuyos resultados
reseñó complacida Marta Traba: “Cartagena acaba de fundar un Museo de Arte
Moderno del único modo lógico: iniciando una colección con la compra de cua-
dros del mejicano José Luis Cuevas, del peruano Szyszlo, del nicaragüense Arman-
do Morales, y de la argentina Sarah Grilo, todos participantes de la actual Exposi-
ción de Arte Latinoamericano Contemporáneo, que se celebra en esa ciudad”.113
Poniéndose a la altura de la importancia que ya tenían sus dos renombrados
artistas, Enrique Grau y Alejandro Obregón, las dos ciudades porteñas habían
empezado a organizar actividades de primer orden. En 1960, por sugerencia de
Gómez Sicre, Barranquilla siguió el ejemplo de Cartagena y realizó un salón inter-
americano con muy buenas recompensas en metálico. La prestigiosa revista bogo-
tana Plástica comentó que el del Centro Artístico era “el certamen de mayor im-
portancia en su género, en el país, debido a la elevada cuantía del premio”.114 Se-
mana fue precisa al informar: “Hay premios por un total de quince mil pesos”.115
El saloncito barranquillero estaba limitado a la pintura, así que el monto total de
las sumas ofrecidas puede compararse con las que el Salón Nacional destinaba a
los pintores. En 1960 no hubo Salón Nacional, así que las cifras de 1959 y 1961
permiten calibrar la afirmación de Plástica: diez mil pesos en el 59,116 sólo seis mil
en el 61.117 El nuevo salón interamericano contó también con tres premios, dispo-
sición que el jurado calificador de ese año modificó y convirtió en tres primeros
premios y ocho segundos premios, de adquisición todos, repartidos así:
Primeros premios: Alejandro Obregón (Colombia), Alejandro Otero (Venezuela) y
Carlos Mérida (Guatemala).
Segundos premios: Hugo Consuegra (Cuba), Humberto Jaimes (Venezuela), Ma-
nuel Felguérez y José Luis Cuevas (México), Enrique Grau y Fernando Botero (Co-
lombia), Marcelo Bonevardi (Argentina) y María Luisa Pacheco (Bolivia).118
Si se tiene en cuenta que entre los participantes figuraron, además, personali-
dades de alto rango como los mexicanos Gunther Gerzso, Vicente Rojo, Lilia Ca-
rrillo, Juan Soriano y Pedro Coronel, los argentinos Marcelo Bonevardi y Fernan-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
275
113 Marta Traba, “Un laurel para Cartagena”, Semana, 9 de junio de 1959, p. 50.
114 “II Anual de Barranquilla”, Plástica, n.° 16, Bogotá, 1960.
115 “Artes Plásticas - Exposición Interamericana de Barranquilla”, Cromos, 25 de enero de 1960.
116 Cf. Camilo Calderón Scharader, 50 años - Salón Nacional de Artistas, Colcultura, Bogotá,
1990, p. 91.
117 Ibídem, p. 99.
118 “II Anual de Barranquilla”, ob. cit.
do Maza, el uruguayo Gonzalo Fonseca, el peruano Fernando de Szyszlo, el gua-
temalteco Rodolfo Abularach, y los ecuatorianos Oswaldo Guayasamín y Aníbal
Villacís,119 toca reconocer que resultaba sospechosa la reiterada primacía del pin-
tor barranquillero en los salones que se hacían localmente. Esto llevó a la revista
Plástica a comentar en el mismo artículo: “Alejandro Obregón ganó el primer pre-
mio en la I Anual de 1959 y ahora acaba de obtener el mismo premio en la II
Anual de 1960. ¿Ganará de nuevo Obregón el premio de la III Anual de 1961, o
el reglamento permitirá una suerte de alternación en los galardones?” Respuesta:
En1963, con el recién pintado Río de las pirañas, que se exhibió fresco y oloroso a
trementina en la Galería Arte Contemporáneo, adyacente a La Cueva, Obregón
compartió primer premio con el brasileño Manabú Mabe. El del 63 fue el siguien-
te concurso convocado por el Centro Artístico, así que la irónica insinuación de
Plástica quedó corroborada en la práctica.
Pero recordemos que el barranquillero también había ganado premios en la III
Bienal Hispanoamericana de Arte, realizada en Barcelona (1955), en la Gulf Ca-
ribbean Exhibition de Houston, Texas (1956) y en el Guggenheim para Colombia
(1956), más una mención de honor en la Bienal de Sao Paulo de 1959. Nunca an-
tes un artista colombiano había tenido, en el ámbito internacional, un desempeño
tan sobresaliente. A propósito del premio que le confirió la III Bienal Hispanoa-
mericana, según el diario bogotano La República uno de los participantes y com-
petidores, el ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, “declaró a una revista de Barcelo-
na, el día que se conoció el fallo del jurado, que al ver las obras de Obregón había
empezado a dudar de sus posibilidades en el concurso, hasta entonces no amena-
zadas por ningún otro competidor”. La noticia precisaba a continuación: “Dijo
Guayasamín que esta muestra confirmaba las referencias que tenía del colombia-
no, a quien juzgaba uno de los mejores pintores suramericanos y el mejor de cuan-
tos vinieron a la bienal”.120 En los años siguientes el joven maestro se hizo mere-
cedor al primer premio en la II Bienal Americana de Arte en Córdoba, Argentina
(1964), y recibió el premio “Francisco Matarazzo” en la Bienal de Sao Paulo de
1967. La proyección internacional de Obregón era sólida, e igual de sólida fue la
gestión del Centro Artístico, ya que contó con el patrocinio de su presidente, el
comerciante Carlos Dieppa, el empuje del escritor Álvaro Cepeda Samudio, el di-
namismo del corredor de seguros Guillermo Marín y la colaboración permanente
de Pepe Gómez Sicre. El proyecto era cada vez más ambicioso y el esfuerzo estaba
orientado, ahora, a coleccionar obras para un museo de arte moderno de vocación
panamericanista.
En consonancia con este nuevo enfoque estuvo la selección del jurado interna-
cional de 1960, que conformaron el escritor y crítico mexicano Juan García Pon-
ce, el crítico venezolano Manuel Arroyo (director del Museo de Bellas Artes de
ÁLVARO MEDINA
276
119 “En el exterior hay gran interés por el Segundo Anual de Pintura”, El Heraldo, 25 de marzo
de 1960, p. 1 y 5.
120 “Compitiendo con 22 países Colombia obtiene el gran premio de pintura”, La República - Su-
plemento Literario, 8 de enero de 1956, p. 6.
Caracas) y el historiador cubano José Gómez Sicre. La escogencia de estos nom-
bres estuvo a cargo del Comité de Artes Plásticas del Centro, del que hacían parte
Álvaro Cepeda Samudio y los arquitectos Ricardo González Ripoll y Luis Ernesto
Arocha.121 Invitada a dictar conferencias, Marta Traba vio la exposición y declaró:
“Esta es la mejor exposición que he visto en Colombia”. Viniendo de sus labios,
semejantes palabras distaban de ser una mera declaración de cortesía. Más adelan-
te, abordando los resultados desde el enfoque crítico que le sería característico,
añadió: “se advierte una definitiva reacción contra las tendencias históricas y polí-
ticas de la pintura mexicana”.122 La entrevista concedida por Traba a El Heraldo
estaba acompañada de una foto con una leyenda que decía: “Con divertido inte-
rés, Marta Traba y Alejandro Obregón observan un cuadro de pintura primitiva,
El Gran Luruaco, que en su clase ha sido objeto de curiosa atención. Este cuadro,
junto con otros dos, fue comprado por José Gómez Sicre para llevarlos a Was-
hington”. Como veremos detenidamente en el correspondiente capítulo, el autor
de El Gran Luruaco era Noé León, pintor de 53 años que en 1960 participó por
primera vez en una exposición de profesionales.
Recapitulando ahora los hechos historiados hasta aquí tenemos, en los veinti-
cuatro años que mediaron entre 1939 y 1963, que se había pasado de una preca-
riedad consuetudinaria a una precariedad calificada. El etnomusicólogo británico
Peter Wade ha escrito un libro que describe y analiza cómo, en ese mismo perío-
do, la región Caribe “se convirtió en el epicentro del repertorio de música popular
en Colombia”,123 no obstante lo cual vio que el proceso era contradictorio y así lo
señaló en su texto:
La región del Caribe colombiano ocupa un lugar muy especial dentro de la topo-
grafía cultural racializada del país. Se trata de una región caracterizada por cierta
ambigüedad: es negra, pero también indígena y blanca; es pobre y ‘atrasada’ (aun-
que no tan pobre como el Pacífico o la Amazonia) pero ha sido la puerta de entrada
de la ‘modernidad’ del país; ha sido políticamente expresiva y económicamente dé-
bil. Aquí han nacido buena parte de los productos culturales colombianos que han
disfrutado de éxito comercial y proyección internacional: ritmos musicales como la
cumbia, escritores como Gabriel García Márquez y pintores como Alejandro Obre-
gón y Enrique Grau.124
Agreguemos Leo Matiz a la breve lista de Peter Wade para plantear ahora que
Matiz, Grau y Obregón alentaron con sus ejemplos los trabajos de Cecilia Porras y
Nereo, que analizaremos en los capítulos siguientes. Pero hagamos un alto en nues-
tro tema y consideremos rápidamente, antes de concluir esta incursión en el contex-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
277
121 “El II Anual de Pintura - El Museo de Arte Moderno de Colombia fundado en Barranqui-
lla”, El Heraldo, 7 de abril de 1960, p. 14”.
122 “El II Anual de Pintura - La mejor exposición que he visto en Colombia”, El Heraldo, 12 de
abril de 1960, p. 1 y 5.
123 Peter Wade, Música, raza y nación - Música tropical en Colombia, Vicepresidencia de la Repú-
blica / Departamento Nacional de Planeación - Plan Caribe, Bogotá, 2002, p. 41.
124 Ibídem, p. 53-54.
to económico, social y cultural del Caribe colombiano, al valioso aporte que en la ta-
rea de llegar a comprender científicamente el desarrollo económico y social del país,
le hizo a Colombia nuestro más citado autor del siglo XX, el barranquillero Luis
Eduardo Nieto Arteta. En 1941 Nieto Arteta publicó Economía y cultura en la histo-
ria de Colombia, la obra que rompió el círculo de las interpretaciones idealistas, en-
tre sesgadas y no raras veces racistas, que imperaban en el campo de las ciencias so-
ciales, disciplina que él transformó con sus documentados y enjundiosos escritos,
creando escuela. Sobre la trascendencia del aporte sociológico que Economía y cul-
tura significó en su momento, ha escrito Gonzalo Cataño: “El libro era una revolu-
ción; ofrecía una perspectiva novedosa frente al canon dominante de la Academia
Colombiana de Historia, institución en donde eran muy populares los entusiastas re-
latos apologéticos saturados de acciones individuales heroicamente orientadas”.125
El pensador que consolidó en Colombia una nueva manera de entender la his-
toria desarrolló su obra en contacto con Bogotá y Buenos Aires, obteniendo el re-
conocimiento del mundo académico latinoamericano. Nieto Arteta era una figura
consagrada cuando tomó la decisión de retornar a su tierra natal para trabajar, co-
mo jurista, en el Tribunal Superior de Barranquilla. En mayo de 1954 se posesionó
como magistrado y casi dos años después, el 10 de abril de 1956, se suicidó col-
gándose del lazo de una hamaca.126 No puede soslayarse su trágico fin porque
Nieto Arteta perteneció, junto a Gerardo Molina, Gerardo Reischel Dolmatoff,
Manuel Ospina Vásquez, Juan Friede, José Francisco Socarrás y Jaime Jaramillo
Uribe, a la pléyade del más brillante y más original grupo de estudiosos sociales de
la Colombia de mediados de siglo. Nacido en 1913, Nieto Arteta era apenas cinco
años mayor que Alfonso Fuenmayor. Como García Márquez, estudió en el colegio
San José de Barranquilla, y, al igual que el novelista, viajó a Bogotá e ingresó a la
facultad de Derecho de la Universidad Nacional.
Tras diplomarse, Nieto dio muestras del rigor y la disciplina científica que el
ambiente caribeño de su tiempo no hubiera favorecido jamás, no obstante lo cual,
una vez instalado en Bogotá, enfocó los fenómenos históricos con la liberalidad
que la región andina no había podido generar hasta entonces. La atmósfera que
allí se respiraba había dado lugar a un pensamiento acartonado y casi estéril, pro-
ducto de una cultura que, y cito al propio Nieto Arteta, “renuncia deliberadamen-
te a la aprehensión del mundo que rodea al hombre”, y por lo tanto eludía la posi-
bilidad de “modificar la realidad”, temerosa de dar pie a “transformaciones por
leves que ellas sean”.127 No es sino leer a Luis López de Mesa y a Luis Eduardo
Nieto Caballero para comprender que este otro Luis se salvó de repetir conceptos
heredados, jerarquizados y tradicionalistas como los de sus colegas. Nieto Arteta
no cayó en tópicos porque provenía de una sociedad nueva, anti jerárquica y ca-
rente de normativas ancestrales como la barranquillera, cuya dinámica no daba
ÁLVARO MEDINA
278
125 Gonzalo Cataño, Luis Eduardo Nieto Arteta: esbozo intelectual, IECCRP, Bogotá, 2002, p. 42.
126 Ibídem, p. 94.
127 Luis Eduardo Nieto Arteta, “El café en la sociedad colombiana”, en Ensayos sobre economía
colombiana, Oveja Negra, Medellín, 1969, p. 71-72.
pie para conservar apariencias de ninguna índole. Un buen observador del asunto,
el tunjano Próspero Morales Pradilla, explicó el fenómeno así: “Sin vigor campesi-
no circundante, Barranquilla era producto de su propio esfuerzo urbano”.128 In-
sertos en otro contexto, los “humanistas” de las tierras altas, precisó Nieto Arteta,
“podían prescindir de la consideración y del estudio de unas realidades económi-
cas” nuevas, como las que la economía del café había introducido en el país, alte-
rando para siempre su fisonomía. Nieto Arteta podía afirmarlo con conocimiento
de causa, porque la economía del café contribuyó de modo sustancial al esplendor
de la lejana Barranquilla (lejana en cuanto distanciada de la montañosa zona cafe-
tera), cimentando “el desarrollo de una economía fabril local vigorosa”.129 Nues-
tro autor abordó el fenómeno, lo analizó a fondo y con rigor lo expuso. Sembrada
la semilla, otros tratadistas lo siguieron y este es su mérito mayor.
Pero de vuelta a Barranquilla sucedió que la proverbial informalidad de sus
gentes, expresada a menudo con tintes de chacota carnavalesca, sumió a Nieto Ar-
teta en una honda depresión, aniquilándolo finalmente. En carta fechada un año
antes del suicidio escribió: “Estoy sencillamente desesperado y aburrido en esta
ciudad”.130 Las disciplinas que impartía su único e incipiente centro de educación
superior, la Universidad del Atlántico, eran técnicas, por lo que Nieto careció del
foro académico que le permitiera ventilar sus tesis sobre ciencias sociales. Deses-
perado y paranoico, llegó al punto – nos dice Cataño – en que “no soportaba la
ciudad ni su gente”.131 Pero cierto tipo de curiosidad intelectual, en algún mo-
mento, debió despertarle la Barranquilla que odiaba sin piedad, ya que a punto de
tomar su fatal determinación comentó: “empiezo a descubrir que es provincial-
mente pequeñoburguesa y chismosa”,132 o sea que al fin le había desentrañado
defectos inocultables, no vistos por él previamente.
Como cosa curiosa, Próspero Morales Pradilla había saludado la aparición de
Todos estábamos a la espera de Álvaro Cepeda Samudio en noviembre de 1954 (re-
cordemos que apenas seis meses antes, en mayo, Nieto Arteta volvió a la ciudad).
Lo hizo en el artículo ya citado, que publicó el suplemento de El Tiempo. Se titu-
laba “Barranquilla llega a las letras”. El tenor del título, claro reconocimiento de
que la capital del Atlántico era una ciudad nueva y sin lustres o abolengos de nin-
guna especie, sugería que la ciudad estaba en trance de forjar su propia historia
cultural. Pero más interesante aún es saber que Morales Pradilla no abordó en su
artículo el análisis literario de los cuentos de Cepeda, siendo él mismo un narra-
dor de prestigio que alcanzó renombre con Los pecados de Inés de Hinojosa
(1986). No era su intención hacerlo. Su propósito estuvo dirigido a explicar, desde
el punto de vista socioeconómico, la súbita aparición de una narrativa de visos in-
ternacionales y contemporáneos en un medio que hasta ese momento, si exceptua-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
279
128 Próspero Morales Pradilla, “Barranquilla llega a las letras”, El Tiempo - Suplemento Literario,
28 de noviembre de 1954, p. 3.
129 Nieto Arteta, ob. cit., p. 72 y 82.
130 Cataño, ob. cit., p. 92.
131 Ibídem, p. 93.
132 Ibídem, p. 91.
mos la revista Voces que Ramón Viñas publicó entre 1917 y 1920, y la obra narrati-
va de José Félix Fuenmayor, carecía de hitos culturales. En su artículo Morales so-
pesó la actividad económica que se desarrollaba en Barranquilla y resumió los
aportes culturales de su hoy famoso grupo, poniendo cierto énfasis en el talento
de Gabriel García Márquez, que en una mención inicial llamó, por error, García
Martínez. Se ha establecido históricamente, por cierto, que el artículo de Morales
Pradilla fue el primero en dar noticia de la existencia del grupo.
¿Pero le interesó a Nieto Arteta el revelador comentario del tunjano? ¿Lo inci-
tó siquiera a leer los novedosos cuentos de Cepeda? Recordemos que en El café en
la sociedad colombiana nuestro autor había tenido la lucidez de observar lo si-
guiente: “El primer momento en el desarrollo geográfico de la economía colom-
biana fue la ocupación de las tierras bien altas, mesetas y altiplanicies. En esas re-
giones el conquistador español encontró grandes masas de indios cuya evolución
cultural y política era muy superior a la de los que hallaron en las costas”.133 El
planteamiento le sirvió de premisa para concluir varias decenas de páginas des-
pués: “Geográficamente considerado, el desarrollo de Colombia es un movimien-
to del centro a la periferia”.134 Aunque en su juventud escribió poemas, Luis
Eduardo Nieto Arteta no fue un pensador de preocupaciones universales como el
peruano José Carlos Mariátegui, con quien es comparable en ciertos aspectos. A
diferencia del peruano, que además de 7 ensayos de interpretación de la realidad
peruana empuñó la pluma para explicar sesudamente las vanguardias culturales
europeas en artículos que han sido compilados en El artista y la época, el colom-
biano se limitó a ser un analista de fenómenos sociales mirados con la lupa del es-
pecialista. Esto le dio un talante que sus discípulos juzgaban inflexible. De la ex-
periencia docente en la Universidad Nacional escribe Cataño: “Los jóvenes lo mo-
tejaban de ‘abstruso’ y ‘estratosférico’, y los estudiantes se referían a su curso de
filosofía del derecho como la clase de ‘Nieto-jarteta’”.135 Traigo a colación sus
aportes y menciono sus limitaciones para comprender de qué manera el ambiente
social y económico que le dio un sentido de realidad tan formidable, alentándolo
a ser libre en las ideas y riguroso en los conceptos, rompiendo con ideas empolva-
das, fue el mismo que le dio sólido piso al trabajo de escritores y pintores, y el
mismo que a la larga y por desgracia lo llevó a una muerte trágica.
Para ir al centro de esta gran contradicción podemos contrastar el temperamen-
to de Cepeda Samudio con el de Nieto Arteta, de personalidades verdaderamente
opuestas. Bullicioso el primero, callado el segundo, eran respectivamente la impro-
visación y el orden, la indisciplina y la dedicación, la euforia y la prudencia, la in-
tuición y el razonamiento. Ambos produjeron obras notables, estimulados de algu-
na manera por eso que Morales Pradilla denominó “admirable independencia con-
ceptual de Barranquilla”.136 Para medir la proyección que tuvo el admirado histo-
ÁLVARO MEDINA
280
133 Nieto Arteta, ob. cit., p. 41.
134 Ibídem, p. 99.
135 Cataño, ob. cit., p. 57.
136 Morales Pradilla, ob. cit.
riador y sociólogo, cerremos este comentario recordando que Nieto Arteta conclu-
yó en 1948 la redacción de un tratado que fue publicado dos años después de su
muerte, sobre el que ha opinado Gonzalo Cataño: “El café en la sociedad colombia-
na [sic] habría de ser uno de los textos más editados y citados por los historiadores
y sociólogos colombianos, y junto con Economía y cultura en la historia colombiana,
la obra que lo ha llevado a ocupar uno de los primeros puestos en la ciencia social
nacional”.137 El Centro Artístico reconoció la originalidad, validez y profundidad
de su pensamiento cuando lo invitó, el 19 de enero de 1955, a dictar una conferen-
cia sobre un tema de su especialidad.138 Se concluye, entonces, que el relativo y si-
nuoso pero tangible avance cultural que experimentaba la ciudad frenó el atraso
impuesto por generaciones de desidia. Nieto Arteta no supo tolerar ese atraso, pe-
ro lo cierto es que la creatividad y el talento habían empezado a brillar en los cam-
pos de la sociología, la literatura y las artes. Él mismo era un magnífico ejemplo.
En movimiento expansivo que bajó de la altiplanicie bogotana, la cultura se
había aclimatado al fin en la periferia costeña y experimentaba la eclosión libera-
dora que, al tocar la provincia, la desprovincianizó por completo. ¡Qué paradoja
digna de la lucidez de Luis Eduardo Nieto Arteta! Cabría preguntarse, ahora, por
qué tanto talento no se ha manifestado con igual singularidad y genio en la activi-
dad política regional, ampliamente dominada por dirigentes soberbios, incultos,
venales y corruptos, capaces de aliarse con los peores asesinos como lo ha revela-
do en 2006 y 2007 el escándalo de la “parapolítica”, actitud que no es sino el re-
flejo de una prensa escrita que ha sido, consuetudinariamente, poco abierta a la
reflexión y la cultura con un sentido iluminador y democrático.
Cecilia Porras
[...] el paisaje y el color de la costa, los barcos,
el olor del mar, los pájaros y los árboles del patio
de mi casa en Cartagena, son elementos que están
siempre presentes en toda mi pintura, cualquiera
que haya sido la forma de tratarlos.
[...] Para mí el abstraccionismo es una experiencia
interesante de la cual he aprovechado sus resultados
para lograr una pintura más depurada y de mayor
solidez, pero sin perder nunca el contacto con la
realidad.
Cecilia Porras
“Reloj de arena – Cecilia Porras habla de su arte”
La Paz, Bogotá, 12 de noviembre de 1956
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
281
137 Cataño, ob. cit., p. 69.
138 “El maestro Gómez Jaramillo ganó el concurso de Pintura del Centro Artístico”, ob. cit. La
noticia hace referencia a otras actividades del Centro y menciona que García Márquez acababa de lle-
gar a Barranquilla procedente de Bogotá.
Hasta 1951 Cecilia Porras fue una artista convencional de paleta terrosa y luz
tamizada que gustaba pintar rincones de las barriadas pueblerinas y polvorientas
de la Costa. Autodidacta como su coterráneo Enrique Grau, llama la atención que
posteriormente fuera reconocida por su colorido luminoso, cuando en sus comien-
zos prefería las atmósferas densas y los cielos limpios, pero plomizos, que presiden
la calma que sigue a un aguacero torrencial. Hablo de lienzos curiosos y técnica-
mente muy pobres, que al menos tenían la importancia de proponer una visión di-
ferente de la ensayada por los paisajistas tradicionales, lienzos de principiante que
se prodigaban en amplias gamas de grises y sepias con un admirable sentido del to-
no y una interesante obsesión por trabajar atmósferas de luminosidad atenuada. Al
aburrido cliché de que el litoral es color y sol radiante, Cecilia oponía imágenes de
grisura y sol oculto, demostrando creatividad con esa gama “opaca” y ese “sabor
de nostalgia”, definición que introdujo en somera disquisición la poeta y periodista
bogotana Dolly Mejía.139 Esta actitud resulta hoy reveladora, sobre todo cuando a
brochazos casi torpes, de neófita inquieta, pintaba la muralla cartagenera frente a la
mar espejeante, plasmando imágenes que parecen vistas a través de un cristal ahu-
mado. Me refiero a obras sin fechar que pueden situarse como anteriores a 1948,
época de tanteos que se iniciaron con Calle de Sincelejo, su “primer cuadro” al de-
cir de la artista en interesante nota autobiográfica publicada en Medellín.140
Es ésta la Cecilia Porras que en 1945 participó en el I Salón de Artistas Coste-
ños y tuvo la buena suerte de ser destacada, junto a Enrique Grau, Alejandro
Obregón y nadie más, en noticia de El Liberal de Bogotá. La información publica-
da no abundaba en detalles concretos, pero tiene el mérito de celebrar la presen-
cia de los tres pintores que a la larga expresarían – con reconocido vigor – trasun-
tos poéticos del Caribe colombiano. En el diario bogotano, en efecto, tuvieron la
oportunidad de mirar la fotografía en blanco y negro de un cuadro de la joven car-
tagenera y escribieron: “Aunque el color es definitivo para juzgar los méritos de
una obra pictórica, nos vamos a permitir destacar el autorretrato de Cecilia Po-
rras, cuya confección dice mucho de las posibilidades de esta artista”.141 Diez
años después, la revista bogotana El Observador publicó unos telegráficos renglo-
nes con motivo de su muestra en la Galería El Callejón: “Cecilia Porras: pintora
cartagenera. Planos fuertes, volúmenes, luz. Motivos de barcas, murallas, niñas,
pájaros. Una concepción llana y original de la pintura. Sin complicaciones ni ma-
yores exploraciones. La muestra se exhibe en las galerías de ‘El Callejón’”.142 In-
teresa esta opinión, que plantea la falta de complejidades y la casi ausencia de bús-
queda, porque la publicación era dirigida por Jorge Child, con quien la pintora
terminaría contrayendo matrimonio.
ÁLVARO MEDINA
282
139 Dolly Mejía, “La naturaleza humanizada en los cuadros de Cecilia Porras, El Tiempo, 9 de
noviembre de 1956.
140 Cecilia Porras, “Introducción”, Arte XIII, Cuaderno de Universidad Pontificia Bolivariana,
No. 57, Medellín, febrero-mayo de 1950, s.f.
141 Artículo de El Liberal reproducido en “Hoy se abre el Primer Salón de Artistas de la Costa”,
El Heraldo, 20 de diciembre de 1945.
142 “Exposiciones - El Callejón”, El Observador, 15-31 de agosto de 1955, p. 166.
Entre una y otra fecha, en 1951, Cecilia firmó el retrato de empastes vigorosos
y trazos resueltos del escritor Ramiro de la Espriella. Quiere decir que la artista
cumplía una trayectoria de normales altibajos y contradicciones comprensibles.
No obstante, hay que resaltar, en el citado apunte de El Observador, eso de que te-
nía una “concepción llana y original de la pintura”. ¿Original y sin exploraciones?
Unos meses antes de la muestra en El Callejón, la cartagenera fue admitida en el
Salón que el Centro Artístico de Barranquilla realizó en 1955, celebrado en enero,
y estuvo a punto de ganar uno de los premios, noticia que se filtró a la prensa y
luego fue desmentida. Sucedió, en verdad, que el galardón le fue otorgado y ense-
guida retirado porque los organizadores creyeron que la pintura inicialmente dis-
tinguida con el galardón había sido exhibida con antelación, contrariando el regla-
mento del certamen. Al respecto informó El Tiempo: “El cuadro de Cecilia Porras
no había sido expuesto jamás. Hubo en esto una confusión. Pero los jurados lo re-
chazaron por este motivo para el tercer puesto y en cambio le dieron mención ho-
norífica”.143 En extensa reseña sobre la muestra, uno de los jurados, Clemente Ai-
ró, escribió sobre la obra en cuestión y consideró que se trataba de “poesía feme-
nina sin ninguna clase de blandura, (...) pero sensitiva” y de “cromatismo puesto
en servicio exacto de la intención”.144
Cecilia Porras había evolucionado hacia un lenguaje más contemporáneo,
cumpliendo un proceso que fue similar y simultáneo a los de la pereirana Lucy Te-
jada y la bogotana Judith Márquez, constituyendo las tres el grupo más destacado
de pintoras de la generación que surgía. Antes de ellas, solamente la antioqueña
Débora Arango había trabajado con igual profesionalismo y rigor conceptual, ni-
vel que no alcanzaron nunca Margarita Holguín y Caro, Hena Rodríguez, Josefina
Albarracín y Blanca Sinisterra, artistas estas que en sus respectivos momentos go-
zaron de consideración y respeto. El desempeño de Porras, Tejada y Márquez era
tan resonante y contundente que en 1960 fueron invitadas por José Gómez Sicre a
exponer en la Unión Panamericana, en Washington. La feliz y rápida evolución de
Cecilia Porras estuvo ligada a las clases que en 1948 y 1949, habiendo ingresado a
la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, recibió de dos coetáneos suyos: Alejandro
Obregón y Enrique Grau. De vuelta a Cartagena, gracias a la técnica recién adqui-
rida, “mi paleta se hizo más clara y luminosa”. La joven artista lo confesó al pre-
sentar la ya aludida exposición de 1950 en Medellín. Precisó enseguida:
Me entregué entonces a pintar flores alegres, frutos maduros y cristales transparen-
tes; los pintaba con alegría, y segura de mí misma; habiendo perdido ya el miedo de
pintar jugaba desprevenida con la luz y el color y así logré una pincelada más suelta
y más segura.145
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
283
143 “La exposición en Barranquilla - Continúan las divergencias en torno al fallo de los jurados”,
El Tiempo, 21 de enero de 1955.
144 Clemente Airó, “En Barranquilla - Pintura colombiana”, El Tiempo, Suplemento Literario, 30
de enero de 1955.
145 Cecilia Porras, ob. cit.
En 1955, en Bogotá, Porras dio a conocer uno de sus principales y más afortu-
nados temas, con el que se situó en un “mundo de pájaros y doncellas” pertene-
ciente a “una provincia recóndita”. Tal fue el concepto que emitió el poeta, nove-
lista y pintor Héctor Rojas Herazo,146 quien juzgó además que la pintora era una
narradora. Agregó Rojas Herazo: “Sus cuadros son a manera de claras páginas de
asuntos que son más para oír que para ver, de livianas historias con niños y barcas
y cometas y luceros”. Fuera de tener un tema, Porras exhibía una cierta manera de
articular los elementos en juego. Por eso Rojas Herazo consideró que “su poder”
creativo residía “en aprovechar el color de las horas y la arquitectura de los cuer-
pos para tejer su ronda”. La idea de “tejer su ronda” es aplicable, por cierto, a las
ilustraciones que posteriormente el propio Rojas Herazo empezó a publicar en su-
plementos dominicales bogotanos.
Casi enseguida, con las exposiciones de 1956 y 1958, Cecilia Porras llegó al ápi-
ce de su creatividad, quebrantado a principios de los años sesenta cuando intentó
sin éxito retomar la figura humana, monumentalizándola con resultados inarticula-
dos e inarmónicos que según los casos recordaban a Enrique Grau y a veces a Fer-
nando Botero. La pintora se había extraviado, pero volvió por sus fueros entre
1965 y 1968, con la serie de paisajes de la Cartagena colonial. Su trayectoria sinuo-
sa pone de presente, si se considera el conjunto de sus realizaciones, que ante todo
fue una paisajista imaginativa de tendencia lírica, de escasa suerte con la figura hu-
mana exceptuando los retratos. Ese lirismo se apoyaba en dos aspectos: una apro-
piada asimilación de las tendencias abstractas geométricas en boga y un sentido del
color basado en una paleta pródiga en tonos, prodigalidad que como ya vimos exis-
tía en los paisajes grisáceos del aprendizaje. La hondura y transparencia de los ver-
des que empleó en Velero y figura (1958), y la cristalina variedad de tonalidades na-
ranjas de Ángel volador (1959), que sin copiarse a sí misma la artista repitió en Ta-
ganga (1960), son reveladores de dominio técnico combinado con la versatilidad vi-
sual que sólo Guillermo Wiedemann, Alejandro Obregón y Lucy Tejada podían
exhibir en la Colombia de la segunda mitad de los años cincuenta.
Las exposiciones de 1956 y 1958 dieron lugar a dos apreciaciones favorables,
firmadas por personalidades altamente calificadas: la crítica Marta Traba y el pin-
tor Juan Antonio Roda. La primera inició su nota expresando: “No hay mayor sa-
tisfacción para el crítico que comprobar un adelanto tan evidente en la obra de un
artista, como el que se advierte en la exposición que presenta Cecilia Porras en ‘El
Callejón’, comparándola con la del año anterior”.147 Al explicar que el giro positi-
vo experimentado por la cartagenera implicaba la superación de una etapa, Traba
precisó:
Cecilia Porras estaba entonces, al revés de ahora, más interesada por la gente que
por el paisaje, y resolvía sus compromisos con la figuración sin desvincularse dema-
siado de la realidad; en los cuadros actuales, las curvas que limitaban los blandos
ÁLVARO MEDINA
284
146 Héctor Rojas Herazo, “Una pintura de pájaros y niños”, El Heraldo, 10 de agosto de 1955.
147 Marta Traba, “Cecilia Porras: El triunfo de Arlequín”, Intermedio, 9 de noviembre de 1956.
brazos arqueados de sus figuritas femeninas, se han incorporado como ritmo inter-
no al desarrollo plástico de los temas y ‘hamacan’ los paisajes, moviéndolos dulce-
mente y sin violencia en un ritmo que casi siempre se cierra y se envuelve sobre sí
mismo.
Con el concepto de ritmo cerrado y envuelto, la crítica se refería a eso que Ro-
jas Herazo denominaba ronda tejida. Ahora bien, algunos comentaristas emparen-
taron su obra con la de Obregón, trazando paralelos que Marta Traba rechazó en
el mismo artículo: “El parecido que muchos le encuentran con Obregón no creo
que pueda pasar de la superficie, porque son muy distintos los propósitos de uno
y de otro”. Traba no indicó en qué divergían los dos pintores, pero casi medio si-
glo después se puede señalar que Porras era indiferente al simbolismo que con su
geometría creaba Obregón, diferencia de contenido que en lo puramente formal
se manifestaba en el hecho de seguir siendo Porras una paisajista consumada, pai-
sajismo que Obregón no practicaba por esos años, si bien es cierto que lo retomó
brevemente en Ganado ahogándose en el río, serie ésta que de todos modos pre-
senta soluciones que son diferentes – desde el punto de vista visual – de las de Po-
rras. Los dos coincidían, eso sí, en aquello de organizar estructuras geométricas y
trabajar colores jugosos, sensuales, tórridos, como expresión de una atmósfera
que era respirada a pulmón pleno e idealizada luego. Es más, en lo que hace al re-
sultado visual de ciertas estructuras, viene al caso recordar que en julio de 1951,
en el Café Metropol de Cartagena, Cecilia había expuesto “peces y osamentas de
los mismos”.148 Obregón no vivía entonces en Colombia, lo cual significa que la
síntesis geométrica de Porras, implícita en las osamentas de peces, empezó a ser
ensayada en fecha temprana, mucho antes que quien había sido su maestro.
Las rondas tejidas de Cecilia consistían en conjuntos de planos tramados, de
las más diversas formas y proporciones. En principio se puede hablar de triángu-
los, rectángulos, trapecios, rombos, semicírculos y círculos, pero con contadas ex-
cepciones no había nunca exactitud al trazar un determinado contorno. Hay trián-
gulos, sí, pero no perfectos; hay círculos, efectivamente, pero no son del todo re-
dondos. El sistema era parecido al de Obregón, pero no igual. Obregón trazaba
rectas, cuando Porras las sugería apenas con sus trazos ligeramente arqueados.
Coincidían ambos, eso sí, en el hecho de no introducir líneas oscuras o claras bor-
deando los planos. Los dos se inclinaban por las soluciones propias de la pintura,
restándole protagonismo al dibujo, con lo que se diferenciaban de Grau.
Como Porras evitaba la recta perfecta, las fronteras entre planos limítrofes se
ablandaban y producían el efecto de hamaca definido por Marta Traba. Además,
el predominio de curvas de arco muy amplio suavizaban las tensiones geométricas
que actuando desde el fondo dinamizan la composición. Un buen ejemplo es Án-
gel volador. En este cuadro se observa mejor el procedimiento de distribuir figuras
pintándole, a cada una, un halo luminoso que se expande en oleadas gracias a sus
imprecisos y múltiples bordes. En Ángel volador las figuras son cinco: tres árboles,
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
285
148 “Pintura - Dos salones más”, Semana, 6 de enero de 1951.
una montaña y el ángel que sobrevuela el tórrido paisaje. Un sexto elemento, ape-
nas sugerido porque todos los detalles se antojan flotantes, sería el plano de tierra.
Verdes, amarillos, anaranjados y tierras restallan y se funden entre ellos con la re-
querida sutileza. La variedad tonal crea los halos coloridos y define la trama que
parece un tejido. Por el título, Flores cubistas (1958) puede hacer pensar en Picas-
so y Braque, pero la composición del cuadro evoca el orfismo de los esposos De-
launnay, sólo que Cecilia evita la relativa nitidez de contornos empleada por los
Delaunnay. En dicho óleo, elevándose como copas metidas en cuencos reposando
en una mesa, las flores geométricas y planas establecen, con sus encendidos colo-
res, un diálogo visual con el cerro empinado y ensombrecido que llena el austero y
denso paisaje que hace de fondo.
Como Grau y Obregón, Porras miró a su alrededor y pintó con pasión. Con
los dos amigos compartió un alegre sentido de la vida que le permitió integrarse al
Grupo de Barranquilla y frecuentar La Cueva, violando los tabúes sociales que
aún imperaban. En la época las muchachas decentes no entraban a las cantinas a
beber como hombres. En el grupo Cecilia halló rigor intelectual y al mismo tiem-
po un sentido de la informalidad rayano en el desparpajo. Esto hizo, de todos sus
miembros, unos enemigos declarados del ademán solemne y el pensamiento almi-
donado. Por eso, con admirable sequedad, Juan Antonio Roda precisó en 1958:
“Cecilia Porras pinta la costa”, ¡punto! Y luego: “Su localismo tal vez sea lo que
le preste mayor universalidad”.149 Localismo, por supuesto que sí, que era el que
sin provincianismo ya estaban manejando los escritores y compositores del ámbito
caribeño de Colombia. Localismo de buena ley, agreguemos, fundamentado en la
contemplación del entorno inmediato para poder trascenderlo. Explicó Roda:
“Los cielos se vuelven frutas, los árboles llamas y el mar y las velas son un contra-
punto casi musical por el que pasa un viento cálido”.
La joven pintora se movía en una órbita bastante próxima a la que describía,
en la literatura, el realismo mágico. Desde los años cuarenta Cecilia Porras había
estado en contacto con Germán Vargas, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda
Samudio y Alfonso Fuenmayor, los cuatro macondianos amigos del penúltimo ca-
pítulo de Cien años de soledad. Sus andanzas con la intelectualidad barranquillera
se materializaron en los estupendos dibujos que acompañan los cuentos de Todos
estábamos a la espera (1954) y en la carátula que diseñó para la primera edición de
La hojarasca (1955), de Cepeda Samudio y García Márquez respectivamente. A
tan importantes realizaciones podemos agregar su participación junto a Enrique
Grau y Nereo López en el rodaje de La langosta azul, el filme experimental que
Luis Vicens (director) y Álvaro Cepeda Samudio (guionista) rodaron en La Playa,
cerca de Barranquilla, en 1955.
La referencia anterior sirve para afirmar que Cecilia Porras surgió del contacto
con los paisajes y soles del Macondo real, que en los tanteos primerizos asumió con
mirada provinciana. Por eso un presentador de circunstancia, serio y carente de
complejos intelectuales, reconoció en breve discurso que nada sabía él de arte, no
ÁLVARO MEDINA
286
149 Juan Antonio Roda, “Sobre la pintura de Cecilia Porras”, El Heraldo, 11 de agosto de 1958.
obstante lo cual supo definir un mérito de las pinturas de Porras al decir: “No hace
falta para visitar esta exposición guía, ni intérprete, ni introducción”.150 Implicaba
con esto que los temas de la exposición remitían a experiencias compartidas por
todos y eran, por lo mismo, familiares a cualquier asistente a la muestra. La de Po-
rras era una simplicidad tan sugerente que hacia finales de los años cincuenta pin-
tores andinos como Lucy Tejada y David Manzur se pusieron a pintar barcazas y
paisajes marinos, atraídos por su “melodioso juego de compensación entre formas
rectas y curvas, delgadas y macizas”. La definición es de Jorge Child y condensa las
características principales de la obra que producía la cartagenera, juego melodioso
que le permitía crear “su propio y equilibrado contrapunto plástico”.151
En uno de sus mejores momentos, Porras pintó los alrededores de Santa Mar-
ta, ejemplo de lo cual es el ya mencionado Taganga. Pero la principal fuente de
inspiración la halló en los espacios de su ciudad natal, combinando libremente los
perfiles más característicos de su inconfundible silueta urbana. Reconocemos en
dichos cuadros, en versiones abstraídas, la ladera rampante del cerro de La Popa,
la aguja de la Torre del Reloj, la cúpula de San Pedro Claver, la arcada del Portal
de los Dulces, los sólidos taludes del castillo de San Felipe y la cerrada mamposte-
ría de garitas y lienzos de muralla, la mejor conservada y más imponente de Amé-
rica. La pintora procedió con sensibilidad al escoger y combinar motivos distinti-
vos del espacio público cartagenero, que llevó a sus lienzos de modo aleatorio, co-
mo si se tratara de los componentes móviles de una naturaleza muerta.
Situar arriba o abajo, a izquierda o derecha, figuras que pueden llamarse peras
o copas, manzanas o botellas, es una cuestión aleatoria que el pintor resuelve pen-
sando en un ritmo. Eso mismo hizo Porras con las siluetas reconocibles del perfil
de Cartagena, ordenándolas en sus lienzos con entera libertad según lo que la
composición iba exigiendo en cada caso. Plasmó así un espacio urbano específico,
con identidad propia, de detalles sintetizados y sometidos por ella a ser pintura,
sólo pintura, no imagen turística de tarjeta postal. En esto, sin duda, tenía un an-
tecedente en el Picasso de los paisajes protocubistas de Horta del Ebro, pintados
en 1909. Referencia prestigiosa ésta, pero bastante lejana de sus reales intenciones.
Lo que el maestro español resolvía sin abandonar el volumen tridimensional que
aún le interesaba sugerir, la colombiana prefería disgregarlo con pinceladas yuxta-
puestas, de reminiscencias expresionistas, pensadas para no violar la bidimensio-
nalidad del soporte. Es una aproximación que puede verificarse en los cuadros ti-
tulados Castillo de San Felipe (1967), Paisaje urbano, Cartagena (1967), Torre del
Reloj (1968) y Murallas en naranja (1968), claros testimonios de que era fiel a su
obsesivo interés inicial de pintar rincones, en este caso los de su Cartagena de In-
dias, pero despojados ahora de aires pueblerinos.
Cecilia Porras murió en 1972, a los pocos años de este notable esfuerzo por ex-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
287
150 “Exposición de Cecilia Porras”, El Heraldo, 6 de agosto de 1958. El discurso fue pronuncia-
do en la galería del Centro Colombo-Americano de Barranquilla por Juan B. Fernández R., futuro di-
rector de El Heraldo.
151 Jorge Child, Cecilia Porras - Su vida y su obra, D’Vinni Editorial, Bogotá, 1995, p. 13-14.
presar las sorprendentes plasticidades (prefiero el plural en este caso) de su mara-
villosa ciudad. De joven había vivido en Barranquilla,152 lo que sin duda le facilitó
sustraerse a las influencias esterilizantes propias del ambiente conservador y casi
conventual de la Ciudad Heroica. Ya mayor, se volvió una mujer independiente,
liberada, incluso irreverente y audaz, siempre audaz, como bien lo han recordado
Jorge García Usta y Alberto Abello Vives en documentado artículo de la revista
Aguaita,153 pero fue finalmente la grata y a un tiempo rancia Cartagena la que le
enseñó a descubrir los valores poéticos de su hábitat, explorando realidades que
nadie – antes de ella – había sabido mirar e interpretar. Gabriel García Márquez
lo testimonió así, con emoción: “pintaba en la terraza de su casa de Manga, miran-
do hacia un patio sombreado por palos de mango y matas de guineo, pero los cua-
dros que pintaba no estaban inspirados en el patio, sino en otros rincones de la
ciudad con una luz distinta que ella misma inventaba”.154 La luz, siempre la luz,
esa luz caribeña que Cecilia Porras recreó con imaginación soberana y finalmente
convirtió en el sello característico de su obra pictórica.
Nereo López
La fotografía está más cerca al hombre porque
se mueve paralela a él: expresándolo, explicándolo,
dándole la oportunidad para que se reconozca
diariamente. A que reconozca no su presencia
exacta sino su posición frente al diario y magnífico
espectáculo de la luz.
Nereo
“Diálogo entre artistas – Fotografía y pintura”
(Diálogo entre Nereo y “Figurita” Rivera)
Diario del Caribe, Hojas Literarias, Enero 27 de 1957
Si en los capítulos anteriores he hablado de la precariedad cultural calificada
que ha padecido y padece aún el Caribe colombiano, la de Nereo fue en sus oríge-
nes un caso de precariedad total. Nacido en Cartagena “en la calle 2.ª de Badillo”,
según semblanza del novelista Manuel Zapata Olivella, el niño blanco, rubio y de
ojos azules que terminaría siendo un reconocido fotógrafo “se vio obligado a pelear
en Getsemaní, barrio de negros, de carboneros, de constructores de canoas”.155
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152 Germán Vargas es preciso al decir que “Cecilia había vivido años antes en Barranquilla, en un
viejo caserón de dos pisos en la calle Real”, la de El Heraldo, el estudio de Obregón y El Rascacielos.
Cf. Germán Vargas, “Cecilia Porras”, en Jorge Child, ob. cit., p. 45.
153 Jorge García Usta y Alberto Abello Vives, “En busca de Cecilia Porras”, Aguaita, No. 2, Car-
tagena, noviembre de 1999, p. 113.
154 Citado del texto escrito por Gabriel García Márquez para la carpeta 10 artistas y un museo
que realizó, en 1979, el Museo de Arte Moderno de Cartagena. Cf. Jorge Child, ob. cit., p. 24.
155 Manuel Zapata Olivella, “El arte fotográfico de Nereo - Un lente para mirar el hombre”, Lec-
turas Dominicales, El Tiempo, 9 de agosto de 1964.
A los 6 años quedó huérfano de padre y a los 11 de madre, orfandad que de
acuerdo con su biógrafo, condiscípulo y amigo, apenas le permitió cursar “hasta el
segundo año de bachillerato”, de modo que forzado a abandonar los estudios se
abrió a la vida como un autodidacto. En 1969 Nereo expuso en México. En el ca-
tálogo de dicha exposición puede leerse que se desempeñó como cobrador de bus
y proyeccionista de cine, oficio este último que le permitió hacer carrera adminis-
trativa en Cine Colombia, empresa distribuidora de películas y propietaria de de-
cenas de salas en todo el país, accediendo Nereo al cargo de jefe regional.156 El ci-
ne alentó su interés en la fotografía, en la que se inició de manera casual, según le
contó en 1966 a la novelista Fanny Buitrago, autora de un reportaje periodístico
publicado en la revista Zona Franca de Caracas:
Hace años, un alemán que venía de la guerra me dio a guardar su cámara fotográfi-
ca. El aparato duró seis meses guardado en un closet. Cualquier día sentí curiosi-
dad por el artefacto, lo saqué y comencé a tomar algunas instantáneas. Salieron pé-
simas. El alemán nunca regresó, y yo, sin saberlo, le di un giro a mi vida.157
Transcurría el año de 1944. Sin escuela alguna, pero sobre todo sin preconcep-
ciones estéticas de ninguna especie, el joven aficionado ensayó y ensayó con la cá-
mara hasta que, como cuenta el mismo reportaje: “Una vez, Manuel Zapata Olive-
lla, el conocido escritor, vio una serie de fotos mías tomadas en las márgenes del
río Magdalena. Se entusiasmó con ellas y me propuso enviarlas a la revista
Cromos. Se publicaron con el título de “Historia de los braceros” y textos de Ma-
nuel”.158 A su turno, años después, el novelista Zapata Olivella rindió su propia
versión del feliz acontecimiento, en texto que escribió para un libro de homenaje
al fotógrafo. Cuenta él que, habiendo hecho escala en Barrancabermeja el barco
fluvial en el que viajaba, encontró a su ex condiscípulo administrando la sala de
cine local, ocasión que éste aprovechó para mostrarle sus fotos. Al novelista le
gustaron, las llevó a la revista que diera a conocer La red de Leo Matiz, y sucedió
lo que sigue:
Don Gabriel Trillas, otro escapado de la guerra española, fue el viejo zorro que hus-
meó y trazó rumbo al talento de Nereo, con tan sólo mirar las primeras fotos que le
entregamos en la redacción de Cromos, sin que hubiéramos agregado ningún co-
mentario. Después de mirarlas con precipitud, imágenes sacudidas por la ansiedad
de sus manos, me preguntó asombrado:
¿De quién son estas sensacionales fotos?
El administrador de salas de cine pueblerinas había encontrado su santo milagroso.
¡Tráigame cuantos reportajes quieran!159
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156 Nereo, catálogo, Casa de la Paz, México D.F., Embajada de Colombia / OPIC, agosto de
1969.
157 Fanny Buitrago, “La cámara mágica de Nereo”, Zona Franca, n.° 31, marzo de 1966, p. 30.
158 Ibídem, p. 32.
159 Manuel Zapata Olivella, “La cámara trashumante”, en Nereo, Homenaje Nacional de Foto-
grafía 1998, Ministerio de Cultura, Bogotá, 1998, p. 14.
Así entró al profesionalismo el aficionado inquieto que hasta entonces era Ne-
reo. Sin mayores pretensiones había estado estudiando manuales técnicos, había
tomado cursos por correspondencia y experimentado por su cuenta en laborato-
rios improvisados. De este modo, acumulando fracasos y cosechando éxitos, final-
mente se situó en el nivel que le permitió ser solicitado por El Espectador, Life, Ti-
me, Europe, Paris Match, O Cruceiro y viajar por el mundo.
Salvo error involuntario, la revisión que para poder documentar este estudio
he hecho de las colecciones de la revista Cromos, ha dado por resultado que el pri-
mer reportaje de Nereo se tituló “Los hombres-caimanes del Magdalena” (1950),
clara alusión a la leyenda más divulgada del principal río de Colombia. De las cin-
co fotos publicadas con el tema de la pesca artesanal de los ribereños, hay una que
resalta por su calidad: la de un niño pequeño en medio de nueve botes amarrados
a un rústico atracadero, en los que el artista en ciernes descubrió un ritmo compo-
sitivo que supo realzar con un encuadre verdaderamente acertado.160 Con ojo
creativo, el reportero contrastó la pasiva y clara lisura de los planos del cielo y las
aguas del río con la activa y oscura textura de los botes y el suelo, contrapunto
que consiguió realzar con el plano vertical que conforma, a la izquierda, el enne-
grecido y largo rectángulo de lo que parece ser, en primer plano, un tablón o el
grueso tronco de un árbol.
Entusiasmado con la acogida de Cromos, Nereo “renuncia a su ‘brillante’ ca-
rrera de administrador de cines”, escribió en su reportaje Zapata Olivella y a con-
tinuación precisó: “Aparece en Barranquilla el primer membrete: ‘Nereo, fotógra-
fo de prensa’”.161 Toca aclarar que Nereo abandonó la zona petrolera de Barran-
cabermeja huyendo de la violencia política bipartidista que por esos años azotaba
las poblaciones del centro del país. Una vez en Barranquilla combinó, para poder
vivir, la actividad de fotógrafo con la responsabilidad de administrar el cine Bos-
ton, situado a cincuenta metros de la esquina que ocupaba el bar La Cueva, cuyo
símbolo, un jarrón de cerveza dibujado por Alejandro Obregón, estaba acompa-
ñado del lema que rezaba “Rico rato sin libros ni patos”. Allí trabó estrecha amis-
tad con el pintor, con Álvaro Cepeda Samudio y con Orlando “Figurita” Rivera.
La relación con Cepeda saltó al plano profesional en los reportajes que juntos rea-
lizaron para la revista brasileña O Cruceiro, y lo llevó a participar en el rodaje de
La langosta azul (1954), la película mencionada en el capítulo anterior en la que
trabajó como actor principal y director de fotografía.
En 1957, establecido en Bogotá, Nereo se desempeñó como jefe del departa-
mento de fotografía de Cromos. En 1963 expuso por primera vez en el Festival de
Arte de Cali, el más dinámico de todos los tiempos en Colombia, concebido para
estimular la literatura, el teatro, la música y las artes plásticas. Su programación
combinaba manifestaciones que ganaron reconocimiento nacional por la alta cali-
dad de los invitados. La muestra del cartagenero se tituló Hijos de la tierra, deno-
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160 Ver la foto con la leyenda “Sin más cuna que el desmantelado lomo de una balsa”, en Manuel
Zapata Olivella, “Los hombres-caimanes del Magdalena”, Cromos, 12 de agosto de 1950, p. 9.
161 Manuel Zapata Olivella, “El arte fotográfico de Nereo”, ob. cit.
minación referida a la dura realidad de los humildes que de cierto modo remitía a
algunos de los padecimientos y limitaciones personales de su adolescencia. Tras
exponer en 1964 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (la curaduría fue de
Marta Traba) y ganar ese mismo año uno de los premios internacionales que, para
ser exhibidos en la Feria Mundial de Nueva York concedió la Kodak, Nereo vol-
vió en 1965 al Festival de Cali. Diez años después de Cecilia Porras, Nereo logra-
ba saborear el éxito artístico.
Hay fotógrafos como el checo Sudek y el francés Atget en los que la luz es pro-
tagonista principal de la imagen, cualquiera sea el motivo o tema de esa imagen.
Hay por otra parte los que se fijan en la luz y la manejan a conciencia, pero el pro-
tagonismo no recae en la luz sino el hecho humano en función de un entorno da-
do, como ocurre en el norteamericano Weege y también en Nereo. En sus gráficas
más celebradas, Nereo no es un rostro o un cuerpo a solas, sino ese rostro o ese
cuerpo y algo más. El algo más puede ser un muro y no el recinto entre paredes,
un detalle topográfico y no el paisaje en su vastedad. Con esto quiero decir que
ese elemento secundario, pero altamente significante, es el que la da el apoyo plás-
tico a Nereo para poder lograr su objetivo. Me atrevo a decir que, cuando restrin-
ge el encuadre, el fotógrafo acierta. Su buen sentido del encuadre es visible inclu-
so en el caso de panorámicas de campo ancho y profundo, como la del toro que
en las corralejas de Sincelejo arremete contra una multitud en primer plano, entre
espantada y divertida, que huye o se aparta evitando la brutal embestida.
El Retrato de Alejandro Obregón (1960) es en principio un rostro orlado por
un caballete, pero lo que realmente define al personaje (su oficio, su atmósfera y
su saber mirar el mundo), es la relación que ese rostro establece con ese caballete
y con el borde del lienzo, las manos, el cigarrillo y el pincel en diagonal. Parales,
travesaños, brazos y arrugados bordes de lienzo forman un grafismo aéreo por de-
lante del retratado. En todo sentido, esta imagen es magistral. El toque de gracia
se halla en la frente y el ojo intensamente iluminados, intensidad lumínica que tie-
ne su continuación en el pincel, la mano que pinta y el lienzo sin templar, o sea
que la luz traza un recorrido que va de la mente que concibe a la mano que ejecu-
ta y, desde allí, a los elementos materiales (pincel y lienzo) que concretan las
obras. Se concluye, entonces, que lo que en principio puede parecer secundario
cumple, en verdad, una función determinante y en consecuencia primordial, signi-
ficativa ya que en caso de faltar se alteraría el contenido.
En Retrato de Álvaro Cepeda Samudio disfrazado (1956), el escritor tiene el ros-
tro y la camisa pintarrajeados con una combinación de pinceladas sueltas, autoría
de Cecilia Porras. La gráfica registra el día en que Antonio Roda dio por termina-
do el retrato colectivo del Grupo de Barranquilla. (Una segunda foto muestra a
Obregón en la tarea de sacar, con un pañuelo, el improvisado maquillaje.) El refe-
rente significante de esa foto es un detalle del retrato pintado por Roda. Del hoy
famoso cuadro sólo se alcanza a ver una copa, una botella marcada “Ron La Cue-
va” y las figuras del escritor y periodista Alfonso Fuenmayor (sentado) y de
Eduardo Vilá Fuenmayor (de pies), dueño del bar éste último y entusiasta promo-
tor de las aventuras culinarias, etílicas y culturales que allí tuvieron lugar.
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
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Viene al caso recordar que Nereo fue el cronista y fotógrafo ‘oficial’ de La
Cueva, “Centro de Intelectuales y Cazadores”, como rezaba burlonamente un im-
preso publicitario del establecimiento. Las fotos que el cartagenero hizo de los
miembros del Grupo tienen un cierto aire de familia y por lo mismo son celebra-
torias de un modo de entender y llevar la bohemia, distinta de la practicada en
otras latitudes porque iba al corazón de las ideas, sin los intelectualismos de helio-
tropo y campanilla que los contertulios del bar solían condenar por esterilizantes y
aburridos. En el grupo, más importante que teorizar era crear. Como lo creativo
estaba ligado a la diaria vivencia, las fotos de Nereo se centraron en el saber vivir y
en el saber festejar. En la plenitud de la fiesta, el retrato que Nereo le hizo a Cepe-
da Samudio exalta al amigo maquillado por Porras, posando junto al cuadro de
Roda. Doble celebración entonces, que así analizada nos confirma el soberbio sen-
tido de las estructuras significantes que solía manejar el fotógrafo cartagenero.
Que artistas, escritores, cazadores y pescadores departieran intelectual y de-
portivamente es algo que complementaba la conducta que – desde los tiempos de
la publicación de Crónica – distinguía a los miembros del grupo, vitalistas más que
eclécticos, interesados en asimilar aspectos que iban más allá de lo que puede
aprenderse o gozarse en la página escrita y en la imagen creada. De La Cueva sa -
lían las partidas de caza o de pesca que en general se dirigían a los humedales de
la isla de Salamanca, bordeada por el río Magdalena, frente a Barranquilla. Una de
las muchísimas partidas fue documentada por Nereo y publicada en Cromos. Se-
gún la revista: “Nuestro fotógrafo trajo las presentes fotografías de Pivijay, munici-
pio del Magdalena, próximo de las grandes selvas”.162 Los protagonistas de esa
precisa incursión de caza fueron Alejandro Obregón y Eduardo Vilá. Las fotos
originales estuvieron colgadas en el bar junto a cuadros de Obregón, Grau, Po-
rras, “Figurita”, Noé León, Antonio Roda, Fernando Botero y otros pintores, al-
gunos de los cuales pueden verse en el libro La Cueva - Crónica del Grupo de Ba-
rranquilla.163 Es a través de las fotos de Nereo que mejor podemos entender el
desenfado con que escritores y artistas solían departir en La Cueva, entregados a
una especie de euforia permanente. Como es lógico, el reto que era el diario dis-
currir se tradujo en las tensiones de vida, drama y muerte que todos ellos expresa-
ron en sus obras.
En su época de oro, al tiempo que bar, La Cueva era una pequeña pero ex-
traordinaria galería de arte contemporáneo. El desenfado que Nereo respiró en el
grupo, dominado por la espontaneidad, cavó cauce profundo en su obra, algo que
captó Marta Traba cuando escribió: “las imágenes de Nereo afirman que, a pesar
de todo, vale la pena vivir y que la belleza puede depositarse sobre toda cosa vivi-
da”.164 Traba conceptuó sobre el fotógrafo a raíz de la exposición titulada El hom-
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162 “El que menos corre... vuela”, Cromos, 12 de agosto de 1957.
163 Heriberto Fiorillo, La Cueva - Crónica del Grupo de Barranquilla - Con fotos de Nereo, Edito-
rial Heriberto Fiorillo, [Barranquilla], 2002, p. 186, 223 y 256.
164 Marta Traba, “Fin de Semana - Plástica - El hombre cada día”, La Nueva Prensa, 11 de abril
de 1964.
bre cada día, que la crítica y curadora organizó en el Museo de Arte Moderno de
Bogotá, en abril de 1964. En dicho texto planteó: “La preocupación de Nereo es
el hombre en su escenario. Su escenario se llama así: cada día”. No es corriente
discurrir sobre escenarios cuando se analizan obras fotográficas, pero la verdad es
que en las mejores gráficas del cartagenero hay ese entorno significante que he
pretendido definir antes, asimilable al escenario que identificó Marta Traba.
En reportaje de 1965 con Alegre Levy, la reportera consignó que en el desem-
peño de su oficio el fotógrafo solía insistir con la cámara hasta “saber que ha crea-
do la imagen histórica de una situación o un personaje”.165 Aunque en tercera
persona, la frase se halla entre comillas en el texto original, sugiriendo Alegre
Levy que esas palabras transcribían el pensamiento del entrevistado. Planteada
así, es evidente que Nereo tenía en cuenta la noción del ‘instante supremo’ de Car-
tier Bresson, pero ligeramente modificada. Repase el lector la frase citada por
Levy y observará que Nereo no ponía el énfasis en la ‘captación’ del instante que
trasciende su condición insignificante y trivial gracias a un alerta testigo (léase
Cartier Bresson), sino en la ‘creación’ de una imagen pertinente, que tendrá el pri-
vilegio de alcanzar su pertinencia si el testigo (léase Nereo) la sabe sacar de su di-
mensión cotidiana para elevarla a la categoría de ‘hecho histórico’. En el primer
caso, aunque fugaz, la imagen está ahí, esperando su fotógrafo; en el segundo, el
fotógrafo está ahí, construyendo la imagen. Es interesante señalar, por cierto, que
Nereo suele construir la necesaria trascendencia lo mismo cuando hace una ins-
tantánea que cuando trabaja con modelos posando para él.
En su comentario sobre la segunda participación de Nereo en el festival de Ca-
li, Óscar Collazos mencionó que había en su obra “una intención de denuncia pal-
pable”, manifiesta en un “lenguaje” que de acuerdo con el novelista era producto
de una “inconformidad ordenada, razonadamente hecha, como en un estudio de
sociología”.166 Agregó: “Nereo es un crítico”. El novelista resaltaba una caracte-
rística que otros se habían atrevido a calificar – sin razón – de realismo socialis-
ta,167 y la redefinió con estos argumentos: “su lirismo enternecedor descubre al
fondo de sus imágenes la injusticia social, la brutalidad, la miseria”. Y a continua-
ción: “Nereo olvida la naturaleza como paisaje romántico, para enfocar al hombre
dentro de una ‘situación’, para enmarcarlo en el paisaje humano”. Derivada de un
planteamiento filosófico de Jean-Paul Sartre, la “situación” señalada por Óscar
Collazos coincidía con el “escenario” de Marta Traba y con el concepto de “entor-
no significante” que en este estudio he querido introducir.
El entorno significante se resolvía a menudo recurriendo a contrapuntos por
fuera de lo meramente visual o compositivo, ya que actuaban en el plano de los
contenidos. Voy a ampliar esta tesis considerando tres fotos que a mi juicio la ilus-
tran. Visualmente el contrapunto de Puerto de Barranquilla (1953) lo establecen
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165 Alegre Levy, “Reportaje con Nereo - No soy más que un testigo de aquello que atrae mi vis-
ta”, Suplemento de Occidente, Cali, 25 de julio de 1965.
166 Óscar Collazos, “Espacio 65”, El País, Cali, 20 de junio de 1965.
167 “El realismo socialista de Nereo”, Cromos, 2 de agosto de 1965.
los dos elementos dominantes: a la izquierda y en segundo plano, la estructura
que forman los cuatro aireados pisos con barandas de madera del “David Aran-
go”, buque fluvial que navega lleno de pasajeros; a la derecha y en primer plano,
el enorme y liso volumen del sólido casco metálico de un barco marítimo. La ve-
getación que crece en la ribera opuesta del río Magdalena conforma el sinuoso y
bajo horizonte que hace dialogar a los dos elementos, poniendo en balance lo rec-
tilíneo y lo curvo, lo ligero y lo pesado, lo vacío y lo lleno, lo animado (los pasaje-
ros del “David Arango” circulando por los puentes del legendario vapor) y lo es-
tático, lo fluvial y lo marítimo, lo nacional y lo internacional.
La posibilidad de múltiples lecturas se repite en Pasajero de tren (s.d.), con el
campesino inclinado que asoma por la puerta de un vagón, oculto de la cintura
hacia abajo por la cabina metálica del carro. La cabina es un cerrado plano negro
frontal que, con algunos reflejos, ocupa más de la mitad del encuadre. Su magni-
tud hace que resalte con fuerza la presencia humana. El pasajero mira con curiosi-
dad lo que se halla en la distancia, espaldas del fotógrafo. Lo hace con fijeza, afe-
rrado a una barra vertical, cargando canastos de mimbre. Nereo contrabalancea
ahora lo cerrado y lo abierto, lo inerte y lo vivo, lo estático y lo dinámico, la má-
quina y el hombre. En Cruzando el Magdalena (s.d.) Nereo fijó el instante en que
un grupo de vaqueros navega en una canoa, acompañando al ganado que atraviesa
a nado el río. La imagen es sosegada y, una vez más, tenemos el contraste entre el
esfuerzo de los animales a la izquierda y los gestos reposados de los hombres a la
derecha, entre la turbulencia de las aguas de un lado y su relativa tersura del otro,
contraste éste último que se logra – invirtiendo los valores – con los escasos grises
y negros de la parte agitada en comparación con los negros acentuados de la zona
en relativo reposo, zona ésta de diagonales cuando aquélla es de horizontales lige-
ramente sinuosas.
El Nereo criado en la barriada popular de Getsemaní era, a su manera, un
buen continuador de Luis B. Ramos y Leo Matiz, línea reporteril de ojo sensible y
mirada solidaria que más tarde supo prolongar un Jorge Silva y en la actualidad
explora Jesús Abad Colorado. Precisemos entonces que, aunque el tema funda-
mental de Nereo era la comunidad humana en sus hábitats, jamás estuvo interesa-
do en acogerse a los rígidos parámetros del realismo socialista. Ésta fue una ten-
dencia, surgida en la Unión Soviética, que gustaba edulcorar los discutibles y a la
larga deleznables resultados de una política mal encaminada, con la idea de con-
tribuir en la esperanzadora como frustrada tarea de construir el socialismo. El lla-
mado realismo socialista exaltaba, no criticaba, y era unidireccional en su afán
propagandístico. Nereo sí criticaba, como bien lo anotó Collazos, de modo que se
situaba dentro del realismo crítico, pluridireccional en sus intenciones e imprede-
cible en sus resultados. Así lo entendió Manuel Drezner tras enumerar algunas de
las imágenes que atrajeron su atención y concluir:
Esas caras tristes de negros, esa familia campesina volviendo de una primera comu-
nión, una fiesta donde se adivina la alegría mezclada con el cansancio, esas caras
sospechosas de indios que asoman por una ventana de ferrocarril, son pequeñas
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obras maestras de imagen, donde se han captado momentos que quedan perpetua-
dos con cantidad de significados e interpretaciones detrás suyo.168
Que los significados y las interpretaciones sean múltiples hacen que las imáge-
nes de Nereo se tornen sugestivas y poéticas, mérito principal de sus mejores tra-
bajos. Ya había manifestado él, en ocasión anterior, una de las ideas que sintetizan
la versatilidad de su trabajo: “Hay quienes creen en la belleza pura y otros en el
arte comprometido. Yo me inclino por éste, pero creo que ambos conceptos bus-
can valores estéticos”169. En este planteamiento, una vez más, el cartagenero in-
vertía la regla dominante. A la comprensible insistencia de querer desentrañar an-
te todo el hecho que revela una injusticia, Nereo anteponía el requisito de que el
hecho en cuestión debía ser revelado a través de los valores estéticos que lo depu-
raran e hicieran profundo. Quiere decir que primero era el problema del arte y
luego, por simple añadidura, dado el enfoque que él personalmente tenía de la vi-
da, la dimensión social y política.
La posición de Nereo coincidía con prácticas como la de Obregón cuando pin-
taba el tema de la violencia, o las de Álvaro Cepeda Samudio y Gabriel García
Márquez cuando se referían en sus narraciones a la matanza de las bananeras, o,
en el caso particular de este último, a la posguerra civil de la Colombia de princi-
pios del siglo XX y a la sangrienta polarización política de mediados de ese mismo
siglo. El profundo sentido humano que siente uno al leer cuentos de José Félix
Fuenmayor como “La muerte en la calle” y “Utría se destapa”, es algo que vibra al
diapasón con las imágenes de Nereo. Como el pintor y los tres escritores, el fotó-
grafo no sólo vivía su propia vida, sino la vida de los que se cruzaban con él en los
caminos de la historia, virtud ésta – insisto una vez más – que en general ha guia-
do las mejores realizaciones de la literatura, la música y el arte del Caribe colom-
biano.
La literatura, las artes y el círculo de La Cueva
El grupo, como a secas se autodenominaron los miembros de la tertulia que
hacia mediados de los años cuarenta empezó a reunirse en establecimientos públi-
cos de Barranquilla, ha sido estudiado hasta ahora como una cofradía literaria que
tuvo, entre sus miembros, a un futuro premio Nobel. Remontándonos en sus orí-
genes tenemos una noticia de la revista Semana publicada a fines de 1955, en la
que se decía que estaba compuesto por “Alfonso Fuenmayor, 37, casado con Ade-
la Rosanía, 2 hijos, periodista de El Heraldo; Gabriel García Márquez, 29, soltero,
Primer Premio Concurso Nacional de Cuento, por ahora radicado en Bogotá (co-
labora con El Espectador); Álvaro Cepeda Samudio, 29, casado, escritor de nove-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
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168 Manuel Drezner, “Los que esperan y su imagen - Poesía en palabra y poesía en imagen”, Ma-
gazín Dominical de El Espectador, 2 de enero de 1966.
169 Iáder Giraldo, “La exposición de Nereo - Fotógrafo del hombre”, Magazín Dominical de El
Espectador, 5 de abril de 1964.
las y jefe de ventas de automóviles Ford; Germán Vargas, 35, soltero (corresponsal
de Semana en Barranquilla) y funcionario de la Contraloría Departamental”.170 Se
agregaba a continuación:
Alrededor de ellos suelen reunirse frecuentemente otros elementos jóvenes como el
pintor Alejandro Obregón, el pianista Roberto Prieto, el cuentista Eduardo Aran-
go, el artista Orlando Rivera y muchos más. Los debates son simplemente críticos y
de divulgación de los últimos aspectos de la literatura, el arte y la poesía. Hasta
ahora se han puesto de acuerdo en considerar como figuras indiscutibles a León de
Greiff, Arturo Camacho Ramírez y Álvaro Mutis, dentro de las letras nacionales; a
Alfredo Di Stefano y Heleno Da Freitas, en deportes; y a William Saroyan, Erskine
Caldwell, Jean Paul Sartre y José Ortega y Gasset, en el panorama mundial. El
“grupo” ha realizado una película experimental (con la colaboración del catalán
Luis Vicens) denominada La Langosta Azul y una revista deportiva, Crónica, donde
aparecieron los primeros cuentos del hoy renombrado Gabriel García Márquez (La
Hojarasca).
El párrafo anterior fue redactado por Germán Vargas, corresponsal de
Semana. Su texto explicita que en las reuniones se tocaban temas de arte, aunque
no menciona cuáles, y sugiere que había miembros menores o periféricos. ¿Era real -
mente así? Muchos años después, en una amena serie de crónicas periodísticas re-
cogidas luego en libro, Alfonso Fuenmayor dio una versión más precisa. Según él
las “cabezas cimeras” del grupo eran el escritor catalán Ramón Vinyes, conocido
como “el sabio catalán de Cien años de soledad”, y ese gran cuentista que se llamó
José Félix Fuenmayor, padre de Alfonso y autor de La muerte en la calle. Según el
cronista, “por una misteriosa coincidencia”, don Ramón y José Félix, “habían na-
cido un mismo año, el primero en Barcelona, España, y el otro en Barranquilla”.171
No era cierto ya que el catalán había nacido en 1882 y era, por lo tanto, tres años
mayor, pero la amalgama de fechas tal vez denota que frente a la modernidad
que surgía los dos tuvieron convergencias. Alfonso fue enfático al proclamar que
Obregón era “uno de los grandes del grupo”,172 dedicándole a “Figurita” varias
páginas de su hoy indispensable libro de crónicas. De su testimonio, y de lo que
por otras fuentes sabemos, se infiere que el corresponsal de Semana situó a los
pintores en la periferia del grupo por una sencilla razón: ninguno de los dos vivía
en Barranquilla cuando la nota fue redactada. Obregón se había ido a Francia a
fines de 1949, volvió a Colombia a mediados de 1955 y se instaló en Bogotá. Solo
al año siguiente se radicó definitivamente en la ciudad caribeña,173 donde perma-
neció con una que otra interrupción los nueve años siguientes, los más fecundos
de su trayectoria. “Figurita” vivía en Medellín de ilustrar El Colombiano Litera-
rio y su retorno, “en enero de 1957, estuvo marcado por la sincera solidaridad de
su cofradía local, que lo recibió, no sólo como el hermano pródigo que regresa a
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170 “Literatura - El Grupo de Barranquilla”, Semana, n.° 472, Bogotá, 21 de noviembre de 1955.
171 Fuenmayor, ob. cit., p. 12.
172 Ibídem, p. 105.
173 Ver la cronología en Alejandro Obregón, ob. cit.
casa sino como el artista en cuyas obras su pueblo debería, con premura, recono-
cerse”.174
El grupo que con el tiempo se llamaría de Barranquilla recibió el espaldarazo
universal con las aventuras, en los últimos capítulos de Cien años de soledad, de
cuatro de sus miembros. Alfonso (Fuenmayor), Germán (Vargas), Álvaro (Cepeda
Samudio) y Gabriel (García Márquez) son “los cuatro discutidores” que en la
obra cumbre del premio Nobel traban amistad con el último Aureliano de la estir-
pe Buendía,175 nombres que coinciden exactamente con los “principales” de la
noticia enviada por Vargas a Semana. Los cuatro amigos protagonizan, en episo-
dios que aluden a una etapa que para el autor fue determinante en su formación
literaria, páginas salpicadas de referencias en clave a lugares y personajes de Ba-
rranquilla: “la antigua calle de los Turcos”, el “burdel zoológico” de la Negra Eu-
femia, los “aviadores alemanes” que compiten en la fundación de una compañía
de aviación (la Scadta o Sociedad Colombo-Alemana de Transporte Aéreo, hoy
Avianca, que hizo su “primer vuelo público” el día “20 de octubre de 1920” con
un vuelo “entre Barranquilla y Girardot”176). En la novela las bohemias andanzas
de los “discutidores” transcurren sin que jamás se crucen con el pintor que un
día, en descripción que el novelista consignó en sus memorias, llegó a la redacción
del periódico donde éste trabajaba y “trazó en la cubierta del escritorio el perfil de
un toro bravo con seis trazos magistrales”.177 De ese pintor afirmaría nuestro au-
tor en otro escrito: “Obregón pinta desde antes de tener uso de razón, a toda ho-
ra, sea donde sea, con lo que tenga a la mano”.178 Toca reconocer entonces que la
fuerza arrolladora de la novela que mereció el premio Nobel terminó por achatar
al grupo, reduciéndolo a su dimensión puramente literaria. Verdad es que así ocu-
rrieron las cosas cuando García Márquez estuvo vinculado, con intermitencias, a
Barranquilla, etapa de cuatro años exactos que va desde enero de 1950 hasta di-
ciembre de 1953.179
Para corregir y enmendar la falsa imagen que el peso de la fama ha creado y di-
vulgado a los cuatro vientos, comenzaré por reiterar que en su dimensión creativa
el grupo de Barranquilla contó desde sus inicios, gracias al Salón de Artistas Coste-
ños, con la activa colaboración de dos cartageneros: Enrique Grau y Cecilia Porras.
A estos dos nombres, como ya ha sido documentado en capítulo anterior, toca
agregar el de Nereo. Los dos primeros visitaban la ciudad con regularidad, el últi-
mo vivió en ella muchos años y dejó familia. ¿Por qué sus nombres se mencionan
poco cuando se estudia este gran capítulo de la cultura colombiana del siglo XX?
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
297
174 Heriberto Fiorillo, Orlando Rivera - Figurita entre comillas, La Cueva, Barranquilla, 2006, p. 88.
175 García Márquez, Cien años de soledad, p. 439.
176 Gustavo Arias De Greiff, Otro cóndor sobre los Andes - Historia de la navegación aérea en Co-
lombia, Bogotá, Bancafé, 1999, p. 55.
177 García Márquez, Vivir para contarla, Norma, Bogotá, 2002, p. 127.
178 Gabriel García Márquez, “Obregón o la vocación desaforada”, en Alejandro Obregón del Ca-
ribe a los Andes, ob. cit., s.f. [p. 8].
179 Dasso Saldívar, García Márquez - El viaje a la semilla. La biografía, Alfaguara, Madrid, 1997,
p. 223, 291 y 295.
Los grupos culturales colombianos han sido ante todo literarios, de modo que
es poca la relación que han tenido con las artes plásticas. Más escasos aún son los
datos que a su turno, y en esa dirección, los historiadores han investigado y con-
signado en sus escritos. En este sentido merece una mención especial el grupo que
a mediados de siglo se reunía en El Automático, el café bogotano donde señorea-
ba con talento y humor el poeta antioqueño León de Greiff. A su alrededor, entre
escritores y periodistas de varias generaciones, entre los que cabe mencionar el ya
experimentado Jorge Zalamea y el bisoño Germán Espinosa, solían sentarse los
pintores Ignacio Gómez Jaramillo, Marco Ospina, Alipio Jaramillo, Jorge Elías
Triana, Jaime López Correa, Omar Rayo y unos cuantos más. En El Automático se
hicieron exposiciones, la primera de las cuales fue la que Orlando “Figurita” Rive-
ra inauguró a fines de 1950, difíciles de apreciar en la vastedad de un local algo
penumbroso. Ni una sola de esas muestras llegó a trascender históricamente, obje-
tivo que como ya veremos La Cueva en Barranquilla logró con creces.
Entremos entonces a definir las sustanciales contribuciones del grupo a las ar-
tes plásticas, lo cual exige establecer distinciones y diferenciar sus tres fases princi-
pales:
a) La primitiva (1945-1949), nucleada en torno a escritores y periodistas de la vie-
ja guardia como eran Ramón Vinyes y Fuenmayor padre. La animaban Bernar-
do Restrepo Maya, Rafael Marriaga, el librero Jorge Rondón y otros intelectua-
les. Esta fase contó con la temprana presencia de jóvenes como Germán Var-
gas y Fuenmayor hijo.
b) La legendaria, inmortalizada en Cien años de soledad y en consecuencia la más
estudiada. Concluye definitivamente en enero de 1954, cuando García Már-
quez se va a Bogotá y entra a trabajar en El Espectador. Sus aportes se limitan a
los generados por el estrecho círculo de Crónica.
c) La fase brillante (1954-1965), con epicentro en La Cueva, bar situado en El
Recreo, barrio residencial hoy de capa caída que en la época estaba habitado
por un nutrido grupo de prósperos comerciantes árabes. Los numerosos logros
de esta fase son claramente diferenciables de los sucedidos en la fase primitiva,
ya que sus protagonistas contaron con la dinámica creada por el amplio y hete-
rogéneo círculo de La Cueva.
La fase primitiva se desarrolló cuando algunos de los miembros del grupo ocu-
paban cargos en la burocracia local barranquillera, razón por la cual – según dato
ya citado de Alfonso Fuenmayor – el colectivo tuvo su “subgerencia” o sede alter-
nativa en el edificio de la Biblioteca Departamental del Atlántico. Esta fase coinci-
dió con la creación y realización, precisamente en la Biblioteca, del Salón de Artis-
tas Costeños. El director de la institución era Bernardo Restrepo Maya; el secreta-
rio de la misma, Germán Vargas.180 Más adelante Alfonso Fuenmayor ocupó el
cargo de director de la Oficina de Extensión Cultural del Atlántico, afianzando la
realización de los salones de pintura, según asegura con razón Jacques Gilard.181
No sobra señalar que la Oficina tenía su despacho en la Biblioteca.
ÁLVARO MEDINA
298
180 Jacques Gilard, “Historia de Crónica - 1ª parte”, Gaceta de Colcultura, n.° 35, 1981, p. 24.
La fase legendaria tuvo su apogeo, en lo que hace estrictamente a la actividad
periodística y literaria, en el brevísimo período que va de fines de junio de 1950
(cuando Cepeda Samudio vuelve de Nueva York)182 a enero de 1951 (cuando por
razones familiares García Márquez se ausenta de la ciudad por un largo período y
se establece, al principio, en Cartagena, después de lo cual recorrió regiones del
Magdalena, El Cesar y La Guajira en compañía del compositor Rafael Escalo-
na).183 Esos siete meses coinciden con el auge de Crónica, la aventura editorial
que hizo florecer al grupo, ya que permitió contar con el medio de expresión que
predispuso a sus miembros a escribir reportajes, entrevistas y textos literarios de
valía. Las protagonistas del feliz momento fueron el director de la publicación
(Alfonso), su único redactor (Gabriel), el reportero más activo (Germán), y el tra-
ductor y administrador de dos meses (Álvaro),184 o sea que hubo una confluencia
de personalidades en torno a un proyecto específico, que no se dio en el período
transcurrido entre enero y junio de 1950, durante el cual el futuro premio Nobel
estuvo vinculado a la redacción de El Heraldo. Las actividades de los cuatro ami-
gos se pueden dividir en sus dos dimensiones: a)la diurna y puramente cultural,
que tuvo por corredor principal el trayecto de escasos cien metros que corre a lo
largo de la movida calle San Blas, en pleno centro comercial de la ciudad, donde
se hallaban localizados los principales sitios de reunión (el Café Colombia, el Bar
Japy, la Librería Mundo, la redacción de Crónica – instalada en una oficina cedida
por la librería – y la Lunchería Americana); y b) la nocturna y de farra, escenificada
a cielo abierto en burdeles de la periferia.
La noche tropical estimulaba el intercambio de ideas y teorías literarias. García
Márquez lo experimentó desde que entró en contacto con los nuevos amigos y
asistió entre copa y copa, en la primera salida nocturna que tuvieron, a una discu-
sión sobre la relación de la novela moderna con la reportería,185 problema de téc-
nica narrativa que Germán y Álvaro plantearon y nuestro autor no pudo olvidar
jamás. El intercambio de ideas fue de tal intensidad y altura que el invitado llegó a
la siguiente conclusión: “Regresé a Cartagena con el aire de alguien que hubiera
descubierto el mundo”.186 En uno de esos encuentros bohemios, en otra ocasión,
el novelista escuchó por primera vez el nombre de Virginia Woolf.187 De donde se
concluye que el papel primordial que Gilard le ha asignado al grupo de Barran-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
299
181 Ibídem.
182 El 20 de junio de 1950 Gabriel García Márquez publicó una jirafa titulada “Álvaro Cepeda
Samudio” en la que decía “hoy regresa, sin lugar a dudas, con todo lo que sirve de Norteamérica
guardado en la maleta”. Compilado en Obra periodística, v. I: Textos costeños, Bruguera, Barcelona,
1981, p. 23-24.
183 Saldívar, ob. cit., p. 255 y 273.
184 Para la periodización y puntualización de los acontecimientos de las fases primitiva y legenda-
ria he consultado todos los textos de Jacques Gilard citados en este estudio y los capítulos pertinentes
de la obra ya citada de Dasso Saldívar.
185 García Márquez, Vivir para contarla, p. 403-404.
186 Ibídem, p. 406.
187 Ibídem.
quilla en la formación del aún incipiente narrador, puesto en entredicho por Jorge
García Usta en extenso y documentado, pero no razonado estudio,188 tiene funda-
mento.
Para ser más precisos anotemos, volviendo al tema de los lugares que presen-
ciaron los hechos de la fase legendaria, que ninguno de los cuatro tertuliaderos del
centro estaba situado a más de tres cuadras de El Heraldo, donde trabajaban Al-
fonso y Gabo; de la Emisora Atlántico, a la que estaba vinculado Germán, hom-
bre de radio que a mediados de los años setenta ocupó la plaza de director de la
culturalmente prestigiosa Radio Nacional, desempeñándose luego como director
general del Instituto Nacional de Radio y Televisión; y del “rascacielos” donde ha-
bitaba el futuro premio Nobel, situado en la calle Real, la misma de El Heraldo y
del domicilio de Ramón Vinyes, la calle en que Alejandro Obregón tenía el estu-
dio que en 1947 visitó Le Corbusier.189 Entre las calles San Blas y Real, paralelo a
ellas, se halla el paseo Bolívar, el eje financiero de la ciudad de entonces, donde
funcionaban la emisora y el Café Roma, el establecimiento que nunca cerraba
puertas por carecer de ellas.
Sobre la fase legendaria del grupo se ha escrito mucho, confundiéndose algu-
nos de sus aportes y logros con los correspondientes a la fase brillante. Lo planteo
así en mi calidad de contertulio y testigo presencial de varios acontecimientos de
la fase brillante, razón por la cual he podido afirmar en un capítulo precedente
que el Río de las pirañas de Alejandro Obregón, presentado en el Salón Interame-
ricano de 1963, olía a trementina cuando la muestra fue inaugurada. Introducida
esta indispensable precisión agrego ahora que el grupo, si grupo era aún, conoció
una cuarta y última fase, de decadencia y total desaparición, en La Tiendecita,
postrer lugar de reunión, situado en el colindante barrio Boston, no lejos de La
Cueva, en la esquina de la calle 62 con la carrera 44. ¿Qué hechos de importancia
ocurrieron en una y otra fase?
Independientemente de la manera en que los miembros del grupo se fueron
encontrando al vaivén de los viajes y las relaciones laborales o sociales que poco a
poco establecieron en Barranquilla, Cartagena y Bogotá, secuencia que el crítico y
estudioso francés Jacques Gilard y el escritor colombo español Dasso Saldívar han
hilvanado con exactitud, el azar quiso que los contactos artísticos entre escritores
y pintores se iniciaran en enero de 1948, cuando Gabriel García Márquez dio a
conocer en Fin de Semana de El Espectador el cuento titulado “Tubal-Caín forja
una estrella”, no incluido en la compilación de textos iniciáticos recogidos bajo el
título de Ojos de perro azul. En el suplemento capitalino, dirigido por Eduardo
Zalamea Borda, “Tubal-Caín” apareció con una ilustración de Enrique Grau.190
La contribución de Grau consistió en un dibujo que se distingue por el trazo fir-
ÁLVARO MEDINA
300
188 Jorge García Usta, García Márquez en Cartagena - Sus inicios literarios, Seix Barral, Bogotá,
2007 p. 15-16, nota 5.
189 Medina, ob. cit., p. 384.
190 Gabriel García Márquez, “Tubal - Caín forja una estrella”, El Espectador, 17 de enero de
1948, p. 5.
me característico de su estilo, dominado por dos manos gesticulantes y agresivas
detrás las cuales asoma con sus ojos saltones, casi fantasmal, un rostro carente de
contorno. Grau se había fijado en la frase que dice: “Era como si una mano de ye-
lo, descarnada, lo hubiera empujado al espacio desde la orilla de un precipicio”.
El cuento compartía página con un poema de Jorge Gaitán Durán también ilus-
trado por Grau.
El acontecimiento lo recordó así el novelista: “Pocos años después conocí a
Enrique Grau a la salida de un cine en Bogotá, y durante mucho tiempo no hici-
mos otra cosa que contarnos los argumentos completos de las películas que ya ha-
bíamos visto, hasta que descubrimos por casualidad que él era quien había ilustra-
do el primer cuento que yo publiqué en mi vida, y que era además el primer cuen-
to que él había ilustrado en la suya”.191 En realidad no se trataba del primero, si-
no del tercer cuento de García Márquez. El primero, titulado “La tercera resigna-
ción” fue ilustrado por el pintor y caricaturista antioqueño Hernán Merino (Fin
de Semana, 13 de septiembre de 1947); el segundo, “Eva está dentro de su gato”,
contó con una ilustración del pintor y tallador pereirano Hernando Tejada (Fin de
Semana, 25 de octubre de 1947). Tampoco fue ésta la primera ilustración de Grau,
que ocho días antes, en el mismo suplemento, había ilustrado el texto de Eduardo
Zalamea Borda titulado “La huerta feliz” (Fin de Semana, 10 de enero de 1948).
El hecho a resaltar del encuentro gráfico-literario del pintor de Cartagena y el
narrador de Aracataca es que en numerosas ocasiones, ya en la etapa de máxima
creatividad, Grau volvió a dibujar manos igual de expresivas, asumidas como el
motivo único de la imagen trabajaba, manos que tuvieron una manifestación tem-
prana en la ilustración concebida para el cuento de García Márquez.
El escritor y el artista volvieron a confluir en 1952, cuando García Márquez
publicó “La Sierpe” en la Revista Lámpara de Bogotá, un escrito a medio camino
entre el reportaje, la crónica, la leyenda y el sueño. El tema surgió durante la per-
manencia del novelista en Sucre, al sur del Departamento de Bolívar, donde cono-
ció “una región cenagosa, laberíntica, enmarañada, en la que sólo a grandes tre-
chos se sorprende un atisbo de sol”.192 Desde el punto de vista literario la impor-
tancia de este texto reside en el tratamiento parejo que el autor le dio, con su ex-
presivo tono neutro, a los detalles reales y factuales de la narración, en compara-
ción con los francamente fantásticos e inverosímiles. Es tal vez por esto que Dasso
Saldívar resalta que se trata de “su primer reportaje novelado y la definición más
clara de la veta narrativa que lo conduciría a “Los funerales de la Mamá Grande”
y después a Cien años de soledad”.193 El prometedor experimento, situado según
su autor “en la peligrosa frontera de lo que no podía creerse”,194 tenía por antetí-
tulo “Un país de la Costa Atlántica”. Estaba ilustrado con los tres dibujos que En-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
301
191 Gabriel García Márquez, “Aquí solo falta un payaso pintado detrás de una puerta”, en Ceci-
lia Porras - Su vida y su obra, ob. cit., p. 40.
192 Gabriel García Márquez, “La sierpe”, Revista Lámpara, v. I, n.° 5, 1952, p. 15.
193 Saldívar, ob. cit., p. 260.
194 García Márquez, Vivir para contarla, ob. cit., p. 506.
rique Grau realizó con un estilo primitivo y profuso, reminiscente de las pinturas
del artista germano colombiano Leopoldo Richter. En la época Grau trabajaba
dentro del eclecticismo inherente a sus búsquedas de los años cincuenta, de estilo
sumamente sobrio. Apartándose de la línea que de modo consistente venía explo-
rando, en las ilustraciones de “La Sierpe” el pintor se permitió, por el contrario,
que la imaginación se prodigara y que la abundancia textual del autor (una ciéna-
ga “cubierta de anémonas”, “un toro con pezuñas y cuernos de oro”, “caimanes
blancos”, “cuadrúpedos alados con cabezas y picos de aves”, un árbol de “calaba-
zos maravillosos”) se tradujera en una prodigiosa abundancia ornamental (flora,
fauna, atmósfera) rica en tonos y semitonos. Desde el punto de vista conceptual,
es en “La Sierpe” que se puede comprobar cuán próximos, en su lujuriosa abun-
dancia, han estado con sus obvias diferencias los mundos del escritor y del pintor.
En la ya citada nota de Semana, Germán Vargas había hecho alarde de despar-
pajo intelectual al atreverse a revolver fútbol y literatura, actitud que en la práctica
reflejó Crónica, el semanario deportivo que circuló en los albores de los años cin-
cuenta. No hay un solo ejemplar de Crónica depositado en biblioteca pública al-
guna. No obstante sabemos, gracias a un estudio de Jacques Gilard basado en los
avisos publicitarios que El Heraldo insertaba cada viernes anunciando la aparición
del semanario y detallando su contenido editorial, que junto a reportajes de temas
deportivos Crónica publicó siete cuentos de José Félix Fuenmayor, seis de Gabriel
García Márquez, cuatro de Álvaro Cepeda Samudio y dos de Ramón Vinyes,195
además de textos literarios de Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea y Felisberto
Hernández, autores que alternaron con narraciones de Franz Kafka, James Joyce,
Aldous Huxley, Grahan Greene, Ernest Hemingway, William Saroyan y Truman
Capote. Han quedado pocos rastros de la colección de la revista, pero yo pude
leer y revisar cuidadosamente cinco o seis ejemplares que recibí en préstamo de
Alfonso Fuenmayor (mi profesor de Humanidades en la Universidad de Atlánti-
co). Puedo testimoniar entonces que era un semanario de modesta presentación
cuyo contenido literario, afirma Gilard, lo volvió “la mejor publicación del mo-
mento en Colombia (incluso teniendo en cuenta la existencia de Crítica, que diri-
gía Jorge Zalamea), y una de las mejores que haya tenido el país”.196 En sus cróni-
cas Alfonso Fuenmayor aseguró que “en la mañana del sábado 29 de abril de 1950
apareció el primer número de Crónica”,197 o sea dos meses antes del regreso a Ba-
rranquilla de Álvaro Cepeda Samudio. El mismo Alfonso era el director, García
Márquez era el jefe de redacción y el “Comité Artístico estaba formado así: Ale-
jandro Obregón, Orlando Rivera, Alfonso Melo”.198
Obregón figuró como colaborador del semanario por ser él, como afirma Sal-
dívar, el “miembro más destacado y de mayor renombre nacional en ese momen-
to”.199 Sin embargo, el pintor no ilustró nunca un solo texto. “Divertimento”,
ÁLVARO MEDINA
302
196 Ibídem.
197 Fuenmayor, ob. cit., p. 171.
198 Ibídem, p. 175.
199 Saldívar, ob. cit., p. 232.
cuento debido a la pluma del industrial y millonario barranquillero Julio Mario
Santo Domingo, que Crónica insertó en sus páginas, ya había aparecido en Estam-
pa con la ilustración de Alejandro. “Divertimento” se dio a conocer cuando Al-
fonso Fuenmayor era el jefe de redacción de la notable revista bogotana.200 Ano-
temos de todos modos que Obregón atravesaba en 1949, al firmar dicha ilustra-
ción, una interesante etapa de experimentaciones y tanteos, así que el dibujo re-
producido en Crónica no es característico de ninguno de sus dos estilos de madu-
rez artística, asunto que he tratado extensamente en otro estudio.201 Junto a este
hecho cabe mencionar otros tres, de relevancia primordial cuando se estudia Cró-
nica, que el dedicado investigador francés ha consignado en estos términos: 1)
“Melo era siempre el autor de las pocas portadas que conozco”; 2) “‘Figurita’,
siempre, en lo que conozco de la revista, asumió la ilustración en un 80%”; 3) el
propio García Márquez ilustró la publicación con “dibujos interesantes” salidos
de su lápiz, a “los que no les concede ninguna importancia, afirmando que eran
dibujos copiados de revistas extranjeras que pirateaba Crónica, lo cual sería muy
díficil de averiguar”.202 Refiriéndose a “Figurita”, calificó sus dibujos de “casi
siempre estupendos, particularmente los que hizo para ilustrar cuentos de Cepe-
da, García Márquez o José Félix Fuenmayor”.203
Por asombroso que parezca la proyección histórica de Melo se ha esfumado
macondianamente, si bien García Márquez lo ha recordado en sus memorias co-
mo “el único retratista de nuestros dibujantes”.204 La precisión hay que entender-
la en el sentido de haber sido Melo el retratista oficial de la revista, ya que aparen-
temente ignora que a lo largo de toda su vida Obregón pintó al óleo retratos de al-
to vuelo, pero ya ha quedado claro que Alejandro no hizo nunca un solo trazo pa-
ra la publicación, impedido de hacerlo por estar residenciado en Francia. Gilard
anotó también que los dibujos de García Márquez insertados en Crónica “hacen
pensar de alguna manera en el estilo de [Fernand] Léger”.205 Más adelante, en
una nota marginal, precisó que dos cuentos de Cepeda (“Vamos a matar a los gati-
cos” y “Jumper Jigger”) fueron ilustrados por el autor de Cien años de soledad,206
lo cual quiere decir que no todas las ilustraciones del futuro premio Nobel fueron
copias o adaptaciones de revistas extranjeras. A semejante trajín editorial puede
atribuirse el celo que los dos narradores del grupo tuvieron a la hora de hacer ilus-
trar sus primeros libros.
Cepeda Samudio publicó en 1954 los cuentos en Todos estábamos a la espera,
volumen que se distinguió en su momento por ser un notable esfuerzo de diseño
gráfico en comparación con los libros colombianos de contenido literario que
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
303
200 Gilard, “Historia de Crónica”, ob. cit., p. 28.
201 Álvaro Medina, “El dibujo de Obregón”, Suplemento del Caribe, n.° 267, 4 de febrero de
1979, p. 2.
202 Gilard, en García Márquez, ob. cit., nota 37, p. 23.
203 Gilard, “Historia de Crónica - 2.ª parte”, ob. cit., p. 28.
204 Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, ob. cit., p. 145.
205 Gilard, ob. cit., p. 28.
206 Ibídem, nota 2, p. 29.
salían al mercado. Su calidad gráfica superaba incluso la de ciertas publicaciones
dedicadas a temas pictóricos, como las que, sobre Carlos Correa y Luis Alberto
Acuña, dio Juan Friede a la imprenta en 1945 y 1946 respectivamente. El sobrio
pero vistoso tomito de Cepeda contenía nueve cuentos, seis de los cuales estaban
ilustrados, siendo siete los dibujos de Cecilia Porras. De esos siete dibujos, tres
eran retratos del joven escritor. Su reconocible presencia lo involucraba en el pla-
no visual como un protagonista de los hechos narrados. Cepeda Samudio se había
ido a Nueva York en 1949 con el propósito de estudiar periodismo en Columbia
University. Buena parte de los cuentos fueron escritos en ese momento y narran su
experiencia de universitario. Es de reconocer entonces que el abordaje de la joven
ilustradora, al retratar al autor, fue acertado. Sus dibujos redondean el íntimo sen-
tido autobiográfico de los textos, de allí que hayan sido utilizados en las reedicio-
nes que se han hecho.
El cuento inicial del pequeño tomo, “Hoy decidí vestirme de payaso”, le inspiró
a Cecilia un primer retrato de Cepeda, en concordancia con el título redactado en
primera persona. Éste es el único que tiene dos ilustraciones, una de de las cuales
orna las tapas. Abierto el libro, hallamos al escritor vestido de juglar, no exacta-
mente de payaso aunque la distinción raye lo sutil. Tañe una guitarra, el todo den-
tro de una atmósfera nostálgica reforzada por un apropiado ambiente de circo y
por el bello desnudo de la niña adolescente que, aunque situada atrás, parece salir
del instrumento que acaricia el narrador y protagonista. En “Un cuento para Saro-
yan” el personaje, como el autor, se llama Al, y plantea el dilema del estudiante al
que el profesor le exige comprar un libro para su análisis en clase, exigencia que
contraría el deseo de un joven desorientado con ganas de ver una película que lo
atrae y de gastarse en el boleto de entrada el poco dinero que tiene. La delgada
anécdota dio pie para que Cecilia retratara a Cepeda Samudio vagando por el cen-
tro de una calle con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, sin saber qué
camino tomar, luciendo un saco distintivo de la universidad de Columbia. En un
tercer cuento, “Jumper Jigger”, el personaje que concentra la atención del lector
resulta ser un muñeco que baila y salta si se le ponen monedas, para distracción de
los parroquianos de un bar neoyorquino. De un cliente que frecuenta el bar se afir-
ma que “su espeso silencio” es parecido al de un hombre ahora ausente que solía
accionar el muñeco, pero que “sobre todo” este hombre se parece físicamente al
“propio Jumper Jigger”, o sea al muñeco. La poética evocación inspiró un magnífi-
co retrato de Cepeda rodeando con las manos el cubo del juguete traganíquel, del
que sale la cabeza de un muñeco con gorguera de arlequín. Aunque es indepen-
diente de las otras, la imagen de “Jumper Jigger” remite a la de “Hoy quiero vestir-
me de payaso”. En las ilustraciones hay una circularidad que resulta ser idéntica a
la planteada en unos textos narrativos que giran, a su vez, en torno al propio autor.
Los dibujos de Cecilia Porras son de líneas finas, pero nerviosamente repasa-
das. Los contornos son ágiles y seguros, pero esta seguridad vibra con los trazos
que se repiten y repiten con soltura, yuxtapuestos, para potenciar la expresión y
captar la atmósfera gaseosa que el escritor maneja con maestría en cada cuento.
Libro ejemplar por su unidad estilística, Todos estábamos a la espera despliega un
ÁLVARO MEDINA
304
mundo que se caracteriza por la soledad de los personajes. En la incertidumbre
que embarga sus mentes, los protagonistas no saben cómo resolver sus conflictos y
caen en una suerte de incomunicación, de modo que si un mérito tiene el trabajo
de Cecilia es el de haber sabido volcar, en líneas, lo que Cepeda supo narrar con
palabras, haciendo uso de una imaginación y un equilibrio que a mi juicio no ha
alcanzado nunca ningún otro ilustrador colombiano de textos literarios. Eso hace,
de su trabajo, un hito de la unión que puede haber entre el arte y la literatura.
Con razón el crítico literario Hernando Téllez, el más exigente que ejercía en el
país, no pasó por alto a Cecilia al comentar los cuentos de Cepeda: “Los dibujos
que decoran las páginas de este libro son preciosos. Están firmados por un nom-
bre para mí desconocido: Cecilia Porras”. Abandonando su escepticismo habitual,
refiriéndose al escritor y a la pintora, Téllez acertó al decir:
Me permito, con toda cortesía intelectual, invitar a los lectores a no olvidar ni el se-
gundo ni el primer nombre. Porque hasta donde es críticamente posible establecer
una garantía, o, digámoslo con más razonable humildad, un compromiso que es, al
mismo tiempo, un deseo con el futuro, esos dos nombres serán famosos. Cada uno
a su manera, cada uno en su órbita, en su menester artístico, en su batalla con la po-
esía, con la belleza de las formas, en su combate con el ángel de la vida, de la muer-
te y de los sueños.207
La sutileza que Cecilia Porras lograba con sus líneas aéreas contrasta con la
fuerza y el carácter prosaico del retrato convencional que “Figurita” hizo de Ce-
peda para El Colombiano Literario, retrato que la publicación medellinense utilizó
para ilustrar el cuento “Todos estábamos a la espera”.208 Allí vemos un Álvaro de
rostro casi adolescente, lo que me lleva a pensar que debió ser realizado en 1950,
en la época de Crónica, cuando el autor tenía 24 años. El trazo no posee la saña
del expresionista que en el fondo era “Figurita”, pero sí hay una frescura que ayu-
da a neutralizar la meticulosidad propia del retrato ortodoxo. El tratamiento es re-
alista, distinto del fantasioso empleado en la ilustración de “Osamenta”, el cuento
de William Faulkner que Cepeda tradujo y publicó en ese mismo suplemento. La
composición combina una enorme pierna en primer plano con una calavera bajo
el pie, un pony encabritado y una mano gigantesca que ase, por la cintura, un des-
nudo femenino. Son éstos los elementos simbólicos principales que “Figurita” pu-
so en juego para sintetizar el relato de Faulkner, trabajado con el sentido clásico
que en años anteriores había empleado el Ignacio Gómez Jaramillo ilustrador de
suplementos culturales. Entre mediados de septiembre de 1954 y mediados de
abril del año siguiente, el barranquillero publicó 36 ilustraciones en el magnífico
suplemento medellinense, convertido por su director, Eddy Torres, en uno de los
mejores que se editaron en Colombia en todo el siglo XX.
García Márquez publicó en 1955 La Hojarasca, su primera novela, en edición
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
305
207 Citado por Germán Vargas en Cecilia Porras, ob. cit., p. 52.
208 Álvaro Cepeda Samudio, “Todos estábamos a la espera”, El Colombiano Literario, 19 de sep-
tiembre de 1954, p. 2.
rústica de carátula ilustrada, algo que en general no acostumbraba la incipiente in-
dustria editorial colombiana de esos años. La carátula se debía, como en el libro de
Cepeda, al talento de Cecilia Porras. Consistía, y cito a Germán Vargas, en “la ima-
gen de un niño sentado en un taburete, muy al estilo de GGM y de su novela, pero
al mismo tiempo muy al estilo de Cecilia Porras”.209 Esta vez la línea nerviosa se hi-
zo gruesa, incluso tosca y casi expresionista. La figura de un niño de pantalones cor-
tos y ojos inmensos resulta imponente por estar ubicada en la esquina superior de-
recha de la tapa, los pies colgando sobre el título de la obra (el narrador precisa en
el texto que están “suspendidos en el aire, a una cuarta del piso”). Su ubicación en
el espacio comunica la impresión del personaje arrinconado y perplejo que conci-
biera el novelista, reflejando el extrañamiento del infante que monologa ensimisma-
do sobre lo que presencia, piensa y evoca mientras transcurre el velorio del odiado
médico de Macondo. Las ilustraciones de Cecilia hermanaban las obras primigenias
de Cepeda y García Márquez, cuya amistad como se sabe fue muy estrecha, como
estrecha fue la de los dos escritores con la pintora e ilustradora de Cartagena.
Con sus dibujos, Grau y Porras realzaron los textos de García Márquez. Recor-
demos que los dos cartageneros habían concursado en los salones costeños que se
hicieron en Barranquilla y años después contribuyeron en la producción de La lan-
gosta azul (1955), película de carácter aficionado y experimental que se fraguó en
La Cueva. El pilar de la iniciativa y de la producción fue Álvaro Cepeda Samudio,
autor del guión original. Cepeda logró financiarla, según testimonio que he recibi-
do de Nereo, con dinero aportado por todos los involucrados en el rodaje. El inte-
rés del grupo en las artes, y su particular concepción del cine, se condensan en una
foto que Nereo tomó durante los preparativos de la filmación. La gráfica muestra a
Cecilia Porras en actitud de consejera y a Enrique Grau pincel en mano, sentados
ambos en el suelo, estudiando “las tonalidades del color de la langosta”,210 que
juntos retocaron para una película filmada en blanco y negro. El título de la obra
exigía, por contener la palabra azul, darle al crustáceo el matiz adecuado.
En su calidad de directivo del Centro Artístico, haciéndole honor a su pasión
por el séptimo arte, Cepeda fundó y organizó el Cineclub de Barranquilla, publicó
la revista Cineclub y coordinó los esfuerzos para que se fundara la Federación Co-
lombiana de Cineclubes en la capital del Atlántico. La Federación nació en con-
greso que contó con la asistencia de delegados de Bogotá, Cali y Medellín, tres de
los cuales fueron el crítico Hernando Salcedo Silva, el librero, editor y columnista
Alberto Aguirre, y Gabriel García Márquez.211 El congreso de cineclubes que
convocó el Centro sirvió, de paso, para que Aguirre y García Márquez cerraran el
contrato para la publicación en forma de libro de El coronel no tiene quien le escri-
ba,212 novela breve dada a conocer dos años antes en la revista Mito, dirigida por
Jorge Gaitán Durán.
ÁLVARO MEDINA
306
209 Vargas, ob. cit., p. 48-52.
210 Ver foto en Cecilia Porras, ob. cit., p. 35.
211 Saldívar, ob. cit., p. 389.
212 Ibídem, p. 390.
Ya vimos antes que en 1955, 1959, 1960 y 1963, en su calidad de socio y direc-
tivo del Centro Artístico, Cepeda Samudio logró que se realizara un salón que fue
nacional en sus dos primeras versiones, interamericano en las dos últimas. Fue és-
te el primer salón de carácter internacional que se hizo en Colombia. El esfuerzo
fue simultáneo a la formación de la primera colección pública de arte que tuvo
Barranquilla. En la materialización del notable acontecimiento se innovó con ima-
ginación una vez más, rompiendo con conceptos institucionales de tipo ortodoxo.
Me refiero a la colección de La Cueva, que reunió buenos ejemplos del arte de
vanguardia que por esos años se estaba produciendo en Colombia. A esto contri-
buyó que el grupo tuviera la suerte de poder materializar el sueño de reunirse en
sede propia, no en café ajenos. El anhelo se concretó gracias al encuentro feliz y
casual de Alfonso Fuenmayor con su primo Eduardo Vilá Fuenmayor en El Vai-
vén, nombre de una modesta tienda de barrio de la que Eduardo era propietario.
El negocio funcionaba en una casa de esquina más bien pequeña y sin ninguna
gracia arquitectónica, que contrastaba con las residencias espaciosas de jardines
bien cuidados que podían admirarse calle arriba.
Vilá era dentista y había instalado su gabinete en el espacio destinado a la sala de
la casa. Un aposento situado en la esquina con puertas a la calle servía para vender
bebidas y productos de consumo doméstico. Vilá era además un dedicado cazador,
así que allí mismo solía tener tertulias con sus amigos del Club de Caza y Pesca. La
aparición casual de Alfonso en el lugar condujo a la unión fortuita de intelectuales y
cazadores en torno a las mesas de lo que a la vuelta de unos cuantos años terminó
convirtiéndose en un bar acogedor y hermoso, en el que sólo se oía jazz y música
barroca, selección que reñía con el gusto pedestre de los parroquianos del montón,
que llegaban a la puerta y se abstenían de entrar para no aburrirse. El Vaivén liqui-
dó pronto sus inventarios tradicionales, cambió la razón social y adoptó el nombre
de La Cueva, funcionando al principio como una modesta taberna. Corría el año
1954. Como es lógico, la metamorfosis se produjo con la inteligente complicidad de
Vilá, quien dejó de sacar muelas, y le permitió al grupo remodelar el sitio a su anto-
jo, dándole una ambientación verdaderamente excepcional.
En el vistoso despliegue visual de La Cueva jugó un papel determinante el an-
tecedente de El Automático, el café bogotano que empezó a organizar exposicio-
nes en diciembre de 1950. Se hallaba en sus inicios la era de las galerías comercia-
les, la primera de las cuales, llamada Galerías de Arte, abrió en Bogotá en agosto
de 1948 por iniciativa de Álvaro Rubio Cuervo,213 empresa que a partir de 1951,
al quebrar, Leo Matiz adquirió y continuó con éxito. La idea de convertir un café
en galería de arte, sin interrumpir el servicio propio de un establecimiento de su
tipo, fue de Orlando “Figurita” Rivera, el barranquillero que hallándose en Bogo-
tá y habiendo fracasado en la búsqueda de una sala de exposiciones, según infor-
Semana, se las “ingenió para no quedarse sin público” y “dio nacimiento a
otro sitio para exponer, y para vender”. La iniciativa de “Figurita” fue bien recibi-
da. En adelante el propietario del establecimiento que acaparaba la vida bohemia
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
307
213 “Arte - Óleos y cheques”, Semana, 4 de septiembre de 1948, p. 24.
de la capital, “Fernando Jaramillo, invitó a otros artistas” a exhibir en el lugar,214
experiencia que se prolongó durante años. La audacia de “Figurita” inspiró a Ce-
cilia Porras a hacer lo mismo en Cartagena. Siete meses después, en julio de 1951,
Cecilia colgó obras de “temas marinos: peces y osamentas de los mismos” en el
céntrico Café Metropol, no lejos de la Torre del Reloj, con tal suerte que “la clien-
tela comenzó a aumentar” para satisfacción de su dueño.215 “Figurita” y Cecilia
fueron de los primeros en colgar cuadros en La Cueva, dando inicio a la transfor-
mación del hasta entonces modesto y casi aburrido rincón.
Un motor del cambio operado fue Cepeda Samudio, “el miembro nuclear del
grupo” como lo ha llamado con razón Dasso Saldívar.216 En la época Álvaro tenía
vínculos con la empresa fabricante de cerveza Águila, de la que años después fue
jefe de publicidad y relacionista público, lo cual facilitó el rápido y apropiado
montaje del bar, tanto en su dotación como en su decoración interior. El resto
cuajó con la asesoría del recién llegado Alejandro Obregón, adquiriendo jerarquía
con el paso del tiempo. Hacia finales de 1957, tal vez entrado ya 1958, era tangi-
ble la transformación visual del lugar. Los años cincuenta iban a concluir, para el
grupo, en medio de un considerable auge creativo. Cepeda escribió entonces su
única novela, La casa grande, reconocida como un hito de la literatura colombiana
del medio siglo. A su turno Obregón alcanzó en 1959, con las series de la Mojarra
y del Cóndor, uno de los ápices de su trayectoria. Avances de la novela de Cepeda
fueron publicados en 1960 y 1961 en Mito, La Calle y Magazín Dominical de El
Espectador, anticipos de la edición dedicada a Alejandro Obregón que, bajo el se-
llo de la editorial Mito, salió en 1962. Ese mismo año Alejandro recibió el premio
de pintura del Salón Nacional.
El grupo había entrado en su fase brillante, que la decoración de La Cueva re-
flejó a cabalidad. ¿Cómo fue su evolución? Si analizamos las primeras fotos del
bar veremos a los contertulios en un local algo inhóspito y distinguiremos en los
muros, acompañada de uno que otro banderín deportivo, una piel de jaguar, indi-
cio de que los cazadores reinaban aún. El mobiliario era metálico, sin gracia, pero
llegado el momento fue remplazado por muebles rústicos y firmes de buena ma-
dera y excelente ebanistería. En tirajes no profesionales y dispuestas en mosaicos,
las fotos de Nereo se enmarcaron y colgaron, convirtiéndose en los primeros cua-
dros que ornaron el lugar. Ya sabemos que el fotógrafo administraba la vecina sala
de cine, lo cual explica que entrara al ahora bullicioso lugar y, con olfato de buen
reportero, se dedicara a tomar fotos que fueron exhibidas de manera permanente
para conmemorar (sería mejor decir festejar) ciertos acontecimientos de la ahora
amplia familia de amigos. A continuación los pintores empezaron a dejar obras,
muchas veces a cambio de licor y comida. Es difícil decir hoy en qué orden se pro-
dujo la formidable concentración de pinturas, pero no hay duda que los pioneros
fueron Obregón, Grau y Porras, a los que más tarde se sumó “Figurita”. Se cono-
ÁLVARO MEDINA
308
214 “Pintura - Dos salones más”, Semana, 6 de enero de 1951.
215 “Pintura - Los temas marinos”, Semana, 28 de julio de 1951.
216 Saldívar, ob. cit., p. 227.
cen fotos de Grau pintando, en un aposento adyacente al del bar, un óleo sobre
tela que terminó en una pared principal del animado recinto.
Un aporte histórico de talla lo constituyó, sin duda, el retrato colectivo que el
dibujante, grabador y pintor Antonio Roda le hizo al grupo, convirtiéndose en el
aliciente que generó más donaciones. Roda, un valenciano que se cruzó con Obre-
gón en París, había venido a vivir a Colombia tras contraer matrimonio con la es-
critora barranquillera María Fornaguera, hija de refugiados españoles. Antonio y
María se establecieron en Bogotá, pero varias veces al año visitaban el balneario
de Puerto Colombia, cerca de la capital del Atlántico, donde residían los padres
de María. A través de Obregón, Roda entró en contacto con el grupo. El retrato
colectivo que firmó en 1957 era básicamente un gran dibujo al óleo de manchas
accidentadas y trazos gruesos de abundante materia, que en ciertas partes chorrea-
ba de modo informal. Representaba arriba y a la izquierda a un Vilá de rostro bi-
color en el acto de poner una botella en una mesa, alrededor de la cual se halla-
ban, siguiendo las manecillas del reloj, Nereo fumando una pipa, Germán Vargas,
Álvaro Cepeda Samudio, Alejandro Obregón y bien abajo, a la izquierda, Alfonso
Fuenmayor. Recordemos que además de excelente grabador (ganó premio en el
Salón Nacional de 1973), Roda fue apreciado como un gran retratista. El del gru-
po fue, sin duda, el más espontáneo y mejor logrado de su larga trayectoria artísti-
ca. Una franja vertical que equivalía a un tercio del ancho del lienzo estaba ocupa-
da por un ave en pleno vuelo que recordaba la última etapa de Braque. El ave do-
minaba los grafismos de una rama, de una botella marcada “Ron La Cueva” y de
una alargada copa de cristal. Nada apergaminada, la obra, cuyo paradero se des-
conoce hoy, era un ejemplo de libertad, informalidad y gracia creativa, acorde con
el espíritu del grupo.
Como contertulios de gustos y tendencias ya definidas, los de La Cueva se dis-
tinguieron, a pesar de lo discutidores, por preferir la acción a la teoría. Desde el
punto de vista del trabajo colectivo que llegaron a desarrollar con eficaz entusias-
mo (los ejemplos más visibles son los salones regionales de los años cuarenta, la
publicación de Crónica, la edición de Todos estábamos a la espera y de Enero 25 de
Eduardo Arango Piñeres, la producción experimental de La langosta azul, los sa-
lones nacionales de los años cincuenta, la fundación del Cineclub de Barranquilla,
la creación de la Federación Colombiana de Cineclubes, los salones interamerica-
nos de los años sesenta, la apertura de la Galería Arte Contemporáneo y el impul-
so dado a Noé León), una expresión de talla mayor fue haber reunido una colec-
ción que contó con cuatro óleos de Alejandro Obregón, dos de Enrique Grau, un
óleo de Cecilia Porras, una acuarela de Orlando “Figurita” Rivera, el retrato del
grupo firmado por Antonio Roda y las decenas de fotografías debidas a la lente de
Nereo. Como huellas del paso por el bar, había un extraordinario carboncillo de
Fernando Botero fechado en 1959, dos óleos de Luciano Jaramillo y varias foto-
grafías de Hernán Díaz.
A éstos se agregaron pinturas de los artistas barranquilleros que en los años se-
senta frecuentaron el tertuliadero, entre ellos Ángel Loockhart, Delfina Bernal y
Noé León, este último uno de los artistas de más éxito de la Colombia del siglo
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
309
XX. Descubierto precisamente en la puerta de La Cueva, Noé León era un naif
que en algún momento tuvo cinco óleos en el bar, uno de ellos un autorretrato,
exhibidos entre vasos, copas y botellas de licor. He elaborado la incompleta lista
anterior mirando con lupa ciertas fotografías del bar. Una de las más notables es el
retrato que el fotógrafo norteamericano Cornell Capa les hizo a Obregón y Vilá
sentados, codo a codo, delante de la barra del establecimiento, foto publicada en
un catálogo del museo Guggenheim de Nueva York.217 Como complemento he
consultado la buena memoria del arquitecto Alberto Moreno Armella, condiscí-
pulo mío y cuevero de tiempos estudiantiles. Residenciado en Manizales desde
1985, Alberto llegó a esa ciudad como profesor de la Universidad Nacional y es el
curador del Museo de Arte Moderno de Caldas al momento de escribir estas líne-
as. Sus recuerdos han reforzado los míos.
En La Cueva campeaba de tal modo el humor que la algarabía de sus empeder-
nidos discutidores terminó por consagrar la expresión “mamador de gallo”, hasta
entonces un vocablo indebido y grosero al que García Márquez le dio jerarquía en
“Los funerales de la mamá grande”, donde la usó para referirse precisamente a los
contertulios del bar barranquillero. A manera de avisos publicitarios había toda
una serie de letreros jocosos, elaborados por “Figurita” en banderines silueteados
al estilo de los que identificaban a los clubes deportivos. El cielo raso estaba lleno
de afiches, algunos de ellos pintados a mano. Resumían los acontecimientos cultu-
rales que habían tenido lugar en la ciudad: funciones de teatro, conciertos, exposi-
ciones, conferencias, etc. Una media docena de afiches eran originales de Obre-
gón, Grau y Porras. El resultado final fue un conjunto de obras exhibidas a la an-
tigua, sin espacio entre una y otra, cubriendo las paredes como las ajustadas piezas
de un rompecabezas. Como detalle de nota, las obras no se exhibían con propósi-
tos comerciales, como ocurría en El Automático, ya que eran propiedad de La
Cueva. La excepción, en el último y el penúltimo año del establecimiento, fue
Noé León, por razones que veremos en el respectivo capítulo.
La pinacoteca de La Cueva no dejó de crecer nunca, pasando del entorno de la
barra al aposento vecino, que poco a poco fue copando. Para completar el inven-
tario total tocaría sumar, a los ya enumerados, por lo menos unos veinte cuadros
originales más, algunos de artistas extranjeros que habían departido en el lugar.
Cuando el establecimiento cerró sus puertas en 1966, un mural al fresco de Obre-
gón, realizado en 1958, se destacaba solitario en el muro que le fue reservado. La
obra se ha conservado in situ. Su tema es la Madre Tierra y está resuelto en dos
partes: a la derecha hay una figura femenina frontal de torso desnudo y cabellera
de tocado vegetal; a la izquierda se alza una montaña-florero que tiene en la base
un pez semejante al celecanto o ‘pez fósil vivo’, tema que Alejandro había pintado
en Europa varios años antes. La composición y el tratamiento geométrico eran la
continuación en pequeña escala del mural al fresco Simbología de Barranquilla, re-
ÁLVARO MEDINA
310
217 Latin American Painters and Painting in the 1960’s - The Emergent Decade, Text by Thomas
Messer, Artists’ profiles in text and pictures by Cornell Capa, The Solomon R. Guggenheim Museum,
New York, 1966, p. 110.
alizado en el edificio que el Banco Popular construyera en el paseo Bolívar.218 Pa-
ra entender los irreverentes contrastes del bar museo descrito hasta aquí, hay que
saber que sobre la barra, en contacto con el lustroso tablero de madera que rodea-
ba el espacio reservado al barman, una placa de bronce anunciaba en dos líneas y
con letras mayúsculas “Eduardo Vilá Fuenmayor / Dentista”. En el mismo paño
de muro un lustroso diploma de la Academia Colombiana de la Lengua, firmado
por su presidente, certificaba solemnemente que en 1961 se le había otorgado el
Premio Esso de Novela a “Sin título” de Gabriel García Márquez. Para escándalo
de los académicos, la obra estaba destinada a llamarse “Este pueblo de mierda”.
Objetado el expresivo y justo título, la novela fue publicada con el decente y suave
nombre de La mala hora.
La atmósfera plástico-literaria que el grupo supo crear explica porqué José
Gómez Sicre adoptó el hábito de pasar por Barranquilla cada vez que podía.
Aprovechaba los viajes que, comisionado por la OEA, hacía entre Washington y
casi todos los países de América del Sur. Pretextaba, para llegar a la ciudad, el au-
téntico deseo de seguir de cerca la trayectoria artística de Obregón, interés que
cristalizó en la producción, en 1964, del cortometraje Alejandro Obregón pinta un
mural, documental dirigido por el cubano en el que el pintor ejecuta y al mismo
tiempo explica la técnica de la pintura al fresco. Pero la verdad también era otra,
como él mismo me lo revelara en la primavera de 1973 en su oficina de la Unión
Panamericana: el ambiente de Barranquilla le recordaba el de La Habana, El Pra-
do se le parecía a El Vedado aunque fuera mucho menos extenso, y en la ciudad
además veía futuro. Fue él quien sugirió que el salón nacional que organizaba el
Centro Artístico se volviera interamericano, con invitados procedentes de Canadá
a Chile y la Argentina.
La iniciativa de Pepe Gómez Sicre dio lugar a la creación de la Galería Arte
Contemporáneo, ubicada en el espacio donde “tenía Eduardo Vilá Fuenmayor su
gabinete de dentista”, recuerda su primo Alfonso.219 Allí exhibieron, entre otros,
el escultor Julio Abril, el fotógrafo Hernán Díaz y los pintores Noé León, Ángel
Loockhart, Nirma Zárate y Delfina Bernal. Alejandro Obregón le mostró al públi-
co barranquillero La Violencia (1962), el óleo que acababa de ganar el primer pre-
mio de pintura en el Salón Nacional, el galardón artístico más meritorio y perdu-
rable del siglo XX en Colombia. La exhibió con dos cuadros más afines al tema,
que resaltaban en las salas prácticamente vacías. En la galería de La Cueva se rea-
lizó el II Interamericano de Pintura (cuarto y último salón bajo el patronato del
Centro Artístico), un auténtico hito por la alta calidad de las obras participantes,
recibidas de 17 países.
Si resumimos ahora el recorrido que va de los salones regionales de los años
cuarenta al Interamericano de 1963, pasando por las ilustraciones que acompaña-
ron los textos de Cepeda Samudio y García Márquez, los magníficos salones de los
cincuenta y la pinacoteca de La Cueva, Barranquilla creció culturalmente gracias a
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
311
218 Medina, p. 422 y s.
219 Fuenmayor, ob. cit., p. 186.
la desprovincianizada visión del grupo. Toca aclarar que en la fase brillante, inicia-
da en 1954, sus miembros más dinámicos se mantuvieron en su lucubrar y actuar al
margen de la clase dirigente inculta e inepta que aisló a Luis Eduardo Nieto Arteta
y lo llevó al suicidio, la clase dirigente compuesta de bobales, neologismo irónico
que se debe al cortante humor de Cepeda. Pues bien, los bobales de la época (rele-
vados en su entorpecedora tarea por los bobales jóvenes de hoy), se negaron a ha-
cer suya la necesidad que había de construir y poner a funcionar un museo de arte
moderno, anhelo que Cepeda y Obregón abrazaron pero no materializaron a pesar
de la influencia y la autoridad que tenían en el medio social local.
El 7 de abril de 1960 El Heraldo tituló en primera página “El Museo de Arte
Moderno de Colombia fue fundado en Barranquilla”, nombre institucional abar-
cador que anunciaba una intención a la altura del empuje que animaba al Centro.
El alcance del proyecto es evidente en el hecho de que un miembro del jurado del
Anual de 1960, que finalmente no se hizo presente, fue el escritor cubano Guiller-
mo Cabrera Infante, nombre que con seguridad fue escogido por Cepeda. Otro
jurado que no alcanzó a llegar, seguramente del resorte de Ricardo González Ri-
poll y Luis Ernesto Arocha, fue el arquitecto Fernando Martínez Sanabria.220 En
1963, después de inaugurado el Interamericano de Pintura, se puso la primera
piedra de un edificio diseñado por el arquitecto Manuel De Andreis, concebido
para albergar las obras que el Centro ya poseía, firmadas por Matta, Lam, Soto,
Macció, Mabe, Opazo, Villacís, Cuevas, Gómez Jaramillo, Botero, Porras, Grau,
Obregón y otros más.
Ninguna otra ciudad de Colombia tenía un acervo patrimonial contemporáneo
así de variado y actual. Como si fuera poco Gómez Sicre tenía el ánimo de donarle
a Barranquilla, una vez construido el museo, su colección personal de cerca de
trescientos cuadros de maestros latinoamericanos, colección que por invitación
que me hizo yo tuve la oportunidad de conocer en su casa de Washington. Pero
por desgracia el edificio proyectado quedó reducido al acto ceremonial de poner
la simbólica y hoy desaparecida primera piedra. La necesidad de construir un mu-
seo sólo era sentida por individuos de informalidad bohemia que andaban en san-
dalias y se reunían en un bar tan raro que en sus recintos jamás se escuchaba cum-
bia o chachachá. Para mala suerte de la ciudad los bobales de entonces (como los
de ahora) no tenían oídos sino para la música bailable y sólo entendían el arte que
no hiciera danzar los ojos con sus composiciones frenéticas y su plástica “arbitra-
ria”. Casi dos décadas después el frustrado esfuerzo de entonces logró ser mate-
rializado milagrosamente por María Eugenia Castro, programando y poniendo a
funcionar debidamente el Museo de Arte Moderno de Barranquilla.
El corolario del ímpetu fraternal y artístico que generó La Cueva concluyó en
Los cuentos de Juana, el libro de Álvaro Cepeda Samudio que ilustró Alejandro
Obregón, símbolo de la relación entrañable que habían cultivado desde que se co-
nocieron, de la que podemos dar cuenta los que tuvimos la suerte de verlos char-
ÁLVARO MEDINA
312
220 “El pxmo. Siete de abril se inaugura en Barranquilla el II Anual de Pintura”, El Heraldo, 15
de marzo de 1960, p. 8.
lar, festejar y reír. La amistad y cercanía de los dos creadores la condensa el hecho
de que compartían con sus respectivas familias una mansión del barrio El Prado,
denominada La Perla, situada frente al edificio que alberga el Conservatorio y la
Escuela de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico. La familia Cepeda ocupa-
ba todo el segundo piso y la familia Obregón el tercero. Desde los balcones poste-
riores de los dos apartamentos, mirando al Levante, se podía contemplar la parte
baja de la ciudad y luego, en sucesión, el ancho río que la bordea al Este descri-
biendo un amplio arco, el mar Caribe, el litoral casi rectilíneo de la isla de Sala-
manca (que se fuga hasta perderse), y, por encima de ésta, en mañanas de aires
cristalinos, los blancos picos de la Sierra Nevada de Santa Marta, situados a unos
cien kilómetros de distancia en línea recta. Doy cuenta de la totalidad del paisaje
porque permite entender cuán cerca estaban los dos amigos de lugares a los que
estaban ligados emocional y poéticamente. Sierra abajo se encuentra la zona bana-
nera, motivo de páginas esplendorosas de García Márquez y Cepeda Samudio, re-
gión feraz limitada por la ciénaga que inspirara a ambos (y a Leo Matiz), límite sur
de una isla plena de humedales y manglares, cuya paulatina muerte pintó Obre-
gón en una serie magistral. Resumiendo lo dicho hasta aquí, en La Perla confluían
demasiadas cosas, de trabajo creativo y de amistad ejemplar.
Álvaro se refirió a Alejandro en el texto inicial que a manera de prólogo, sin
ser exactamente un prólogo, abre Los cuentos de Juana. El título de dichas páginas
está en inglés y fue tomado de un verso del “viejo” (la expresión es de Cepeda)
William Blake: “The Road of Excess leads to the Palace of Wisdom” (El camino
del exceso conduce al Palacio de la Sabiduría). En tesis de maestría presentada en
1991 en la Universidad Javeriana, Esperanza Akle Donado ha hecho ver que “wis-
dom”, que en el lenguaje corriente significa sabiduría, “se entiende en la poesía de
Blake como la mente y la imaginación”.221 Entendido como título y cita a la vez, el
verso del autor inglés es apropiado y justo si lo traducimos ahora de este otro mo-
do: “El camino del exceso conduce al Palacio de la Imaginación”. Esta segunda
versión refleja mejor el temperamento de los dos amigos, que no se comportaron
nunca como sabios, pero sí como seres de imaginación desbordada.
La verdad es que los dos barranquilleros eran macondianamente excesivos. De
allí esta rotunda afirmación de Cepeda en la página introductoria: “por más de
veinte años hemos vivido juntos; escandalizado juntos; emborrachado juntos; dis-
parado juntos a las lechuzas y a los faroles de las escuelas de Bellas Artes”. La alti-
va proclama agregaba más adelante: “por más de veinte años hemos cogido juntos
la vida por los cachos, y si ha sido necesario también por el rabo, y la hemos trata-
do de agotar a patadas y a riesgo de piel sin perder nuestro infinito afán de estar
vivos y juntos”.222 Quienes los vimos interactuar sabemos que muertos han segui-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
313
221 Esperanza Akle Donado, “Lo carnavalesco en Los cuentos de Juana”, Tesis (Magister en Lite-
ratura), MT.LM0053C36A, Facultad de Ciencias Sociales y Educación, Departamento de Literatura,
Universidad Javeriana, Bogotá, 1991, p. 20.
222 Álvaro Cepeda Samudio, Los cuentos de Juana, segunda edición, Carlos Valencia, Bogotá,
1980, p. 9-10.
do juntos, compartiendo de igual a igual y para siempre un libro que contiene 22
textos de Álvaro y 20 ilustraciones de Alejandro, estableciéndose una relación tan
especial que la ensayista Akle Donado la define como “una casi coautoría”.223
Al texto inicial de Los cuentos de Juana lo complementa un diálogo rápido y
sintético, carente de detalles, ejemplo magnífico del estilo sobrio que el narrador
gustaba manejar. El sentido de las frases que los dialogantes se cruzan al desgaire,
unido a la velocidad con que se entrecortan, hace pensar en el teatro del absurdo,
entonces en boga, sobre todo por el giro abrupto que de modo inesperado se pro-
duce en determinado momento, tan pronunciado que el entrevistador termina
siendo el entrevistado, suplantando el pintor Obregón al escritor Cepeda. Ajus-
tándose al espíritu, no a la letra, las ilustraciones también son rápidas y sintéticas,
tan negadas al detalle que sus amplios planos de color hacen pensar en la técnica
del découpage, cara a Henri Matisse, que Obregón también utilizó en las vallas pu-
blicitarias y los afiches que, para promocionar el carnaval de Barranquilla, por ob-
via iniciativa de Cepeda, la empresa fabricante de cerveza Águila le encargó al pin-
tor en 1964. Esas vallas y esos afiches son una prueba más de la dinámica que ge-
neraba el círculo de La Cueva, ya que las imágenes no eran vulgarmente propa-
gandísticas si bien es cierto que fueron distribuidas en las calles y avenidas de la
ciudad. Centrado en motivos propios de la fiesta popular que Alejandro había tra-
tado la década anterior, el lenguaje pictórico, decantado y audaz, se ofrecía demo-
cráticamente a las miradas de todos.
Los cuentos de Juana pone de manifiesto que Alejandro prefería la mancha (la
pintura) a la línea (el dibujo). En las ilustraciones lo preciso se combina con lo im-
preciso, el borde neto contrasta con el borde irregular y a veces ripiado, el plano
sólido con el grafismo de chorreones expresivos. “El primer encuentro con Los
cuentos de Juana trae a la mente los libros infantiles”, ha escrito Esperanza Akle
Donado.224 Su reflexión pone de presente la coautoría puesta en juego, el deseo
de confluir en un mismo punto desde oficios distintos, no desde ángulos distintos,
para crear un producto editorial redondo y unitario. En este sentido la observa-
ción más interesante de la tesis de Akle Donado es la que plantea con admirable
agudeza: “La coexistencia de oficios, el de pintar y el de escribir en el poeta Blake
recuerda esa dualidad Obregón-Cepeda”.225 La afirmación remite al diseño del li-
bro, reflejo del deseo de “estar vivos y juntos” que el texto confiesa expresamente.
El de Los cuentos de Juana fue el trabajo de ilustración más ambicioso que aco-
metió el pintor. En cuanto a los textos literarios, recordemos que fueron los últi-
mos que publicó su autor. En las líneas que cierran la proclama introductoria, pa-
ra mejor exaltar la actitud que Alejandro y él tenían ante la vida, Álvaro escribió
un diálogo ficticio de eficaz tono adolescente. Alterando pero no falsificando el te-
nor del original, me voy a permitir citarlo identificando quién dice qué para clari-
dad del lector:
ÁLVARO MEDINA
314
223 Akle Donado, p. 17.
224 Ibídem, p. 10.
225 Ibídem, p. 22.
CEPEDA: Mano, ¿te gusta escribir?
OBREGÓN: A mí sí, pero no me da la gana.
CEPEDA:¿Y a ti te gusta pintar?
OBREGÓN: A mí no, pero me da la gana.
CEPEDA: Ahora sí vamos por donde es.
OBREGÓN:¿Y de la vida?
CEPEDA: Primun vivere y endespués philosofare.
OBREGÓN: Pero eso no es griego: es cienaguero: el que se murió se jodió.226
Las dos últimas frases coinciden en plantear que lo urgente es vivir, pero la ver-
dad es que los dos ya fallecieron y ante la posteridad están reivindicados, no jodi-
dos. Este texto es una pálida continuación de lo que juntos se propusieron andar
los dos amigos, acariciando proyectos que la incomprensión ciudadana volvió irrea -
lizables. De donde se deduce que morir puede llegar a ser la confirmación plena y
absoluta de lo que nunca pudo hacerse, pero si se cumple una condición: que lo
que quedó pendiente haya sido soñado seriamente alguna vez.
Orlando “Figurita” Rivera
Cada pincelada es algo perfectamente
nuevo. Un descubrimiento en cada
rincón de la tela. Para mí es
simplemente embrujador eso de ponerse
a pintar un cuadro cualquiera, eso
sí, siempre que exista la emoción por lo
que se está haciendo.
Orlando Rivera
“Orlando Rivera, nueva ‘furia’ pictórica”
Estampa, 14 de julio de 1956, p. 44.
En 1954 el escritor Gonzalo Arango, fundador del nadaísmo, comentó en la
revista de la Universidad de Antioquia la exposición que Orlando “Figurita” Rive-
ra había abierto en la Alianza Cultural Colombo-Francesa de Medellín. La mues-
tra le dio la oportunidad de emitir un concepto que hoy merece ser recordado:
“Orlando Rivera aspira primero al título de hombre y después al de pintor”.227 La
definición era correcta y obliga a considerar en estas páginas, antes de analizar la
obra del casi olvidado pintor, al hombre que toreando sufrimientos buscaba, a co-
mo diera lugar, solazarse en el goce. Fue su empeño y a él se consagró sin descan-
so, hasta su muerte accidental en Barranquilla un bullicioso sábado de carnaval.
Imbuido de la resignación que por fuerza de las circunstancias llevó siempre a
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
315
226 Cepeda, ob. cit. p. 17-18.
227 Gonzalo Arango, “La exposición de Orlando Rivera”, Universidad de Antioquia, n.° 119, Me-
dellín, noviembre-diciembre de 1954, p. 736.
cuestas, “Figurita” vivió en estado de pobreza permanente. Alfonso Fuenmayor
anotó que “impecune, como era su estado natural”,228 la “gente se maravilla de
que ‘Figurita’ tenga un perro que se alimenta exclusivamente de maíz”,229 situa-
ción extraordinaria que de haber llegado a conocimiento de Ripley, éste hubiera
consignado en su registro de cosas raras y curiosas. Como es lógico, la precariedad
económica lo empujó al rebusque y por eso, además de pintor, según indagación
del periodista y poeta antioqueño Oscar Hernández, “Figurita” fue publicista,
bailarín, compositor de porros, payaso y, a pesar de su contextura frágil y menuda,
apoderado y entrenador de un boxeador español de peso pesado en “peleas arre-
gladas”.230 Asistimos a un recorrido auténtico, verdaderamente sudado, que hace
palidecer el de Arthur Craven, el millonario del movimiento Dada que a guisa de
divertimento “arrojó lejos la existencia burguesa” y se solazó en una vida marginal
que lo llevó a ser recolector de naranjas, ladrón de hoteles y a enfrentarse en 1916,
en Madrid, a Jack Johnson, campeón mundial de los pesos pesados.231 Craven lle-
vó a cabo la operación sin corromperse ni mancharse, con el fin de borrar la fron-
tera entre el arte y la vida, un postulado esencial del movimiento Dada.
Óscar Hernández tocó en extenso reportaje las particularidades del recorrido
vital de “Figurita” y le preguntó a éste: “¿Eres bailarín profesional?” El entrevista-
do respondió: “Oo, yo no soy profesional en nada. Lo que sucede es que me corre
la música por el cuerpo, que es algo muy distinto”. La declaración es significativa
ya que muestra a Rivera como un exponente característico de la cultura popular
del Caribe, donde la música y la danza son las expresiones artísticas máximas y a
veces casi únicas de vastos sectores de la población. La música es tan importante
que llega a pautar conductas, consideración que resulta indispensable a la hora de
querer entender la personalidad y la obra de Orlando Rivera. Pues bien, gracias a
Hernández sabemos que Rivera gustaba afirmar que lo primero que hizo en la vi-
da fue bailar. “Viviendo soy un bailarín. Pintando soy un bailarín”, le declaró al
periodista antioqueño. Germán Vargas resumió así la experiencia del amigo:
Tenía una impresionante capacidad y unas condiciones excepcionales para bailar el
mambo, el botecito, la cumbia o cualquier otro ritmo de moda en la costa norte de
Colombia o en cualquier región caribeña y lo hacía con una propiedad insuperable.
Al punto de que en una ocasión llegó a Barranquilla una compañía cubana de revis-
ta musical y al enfermarse el bailarín principal, él pudo sustituirlo con una habili-
dad que le fue prontamente reconocida por el director de la agrupación y premiada
con verdaderas ovaciones por el público que asistió a las representaciones.232
ÁLVARO MEDINA
316
228 Fuenmayor, ob. cit., p. 97.
229 Ivi, p. 98.
230 Óscar Hernández, “La historia de un hombre que ha hecho de todo - Orlando Rivera: Baila-
rín, clown, músico, manager, publicista, pintor y cordial ciudadano del mundo”, El Correo, Medellín,
29 de octubre de 1958.
231 Hans Richter, Dada art and anti-art, Thames and Hudson, London, 1997, p. 85-86.
232 Vargas, Textos, ob. cit., p. 259.
La pasión por la danza lo llevó a presentarse, él, que era mulato, llevando un
disfraz de negro africano de labios rojos. “Trabajé en el teatro Colombia en Barran-
quilla como danzarín. Luego viajé con la orquesta Swing Boys”, le contó “Figurita”
a Hernández. A la revista Estampa le reveló otro detalle: “mi vida la gané en mu-
chas ocasiones bailando en circos”.233 Lo que percibía en dinero por sus presenta-
ciones le daba apenas para ir jalando, de modo que empezó a palpar la penuria que
vemos en los personajes de cabaret que Toulouse Lautrec y en los artistas de circo
del Picasso del período rosa. En ambos casos la alegría del espectáculo le oculta al
público las preocupaciones y los dramas de los camerinos, así que las giras dejaron
su impronta en la sensibilidad del pintor y le inspiraron temas. “Allí [en el baile]
conocí la tragedia de las bambalinas”, le dijo a Hernández. Un oportuno interro-
gante de éste le dio pie para trazar, en pocas palabras, el rasgo más profundo y se-
creto de su personalidad. “¿Por qué eres tan alegre?”, le preguntó con admiración
el antioqueño. Figurita retrocó: “Yo no soy alegre. Lo que ocurre es que estoy vivo.
O, a lo mejor, es una hormona ancestral que mueve mis resortes. No es alegría, de
veras, no es alegría”. Para ponerlo en los términos del camaján que orgullosamente
era, se me ocurre pensar que Orlando “Figurita” Rivera le metía vacilón al asunto
gracias a la felicidad que le infundía la cannabis que fumaba de modo consuetudi-
nario, la cannabis que le ayudó a torear el agobio profundo que marcó su vida. De
ningún modo llegó a ser él, aclarémoslo para evitar confusiones, un hombre irre-
mediablemente triste, mas sí fue el sufriente que en tres ocasiones estuvo internado
en clínica siquiátrica y se desempeñó, además, como escenógrafo y decorador de
carrozas de carnaval que, según el ya citado reportaje de Estampa, fue condiscípulo
de Alipio Jaramillo y Rodrigo Arenas Betancourt en la Escuela de Bellas Artes de
Bogotá y director artístico en Delta Publicidad de Medellín.
Porque no llegó nunca a ser un profesional de nada, tal vez ni de la pintura en
el sentido estricto del término, Gabriel García Márquez vio en él un personaje
“atolondrado y admirable” que era “mejor en ingenuidad que en técnica pictóri-
ca”.234 Su ingenuidad era carismática, don que le permitió ser andariego y ganar
amigos por donde quiera que iba. Orlando “Figurita” Rivera era dado a despla-
zarse de una ciudad a otra al ritmo de las oportunidades que surgían. Las calles de
Barranquilla, Cartagena, Panamá, Medellín, Cali, Ibagué, Bogotá y Villavicencio
lo vieron pasar con aire garboso. En algunas de ellas gozó la bonanza, en otras ro-
zó la miseria. “Mucho tiempo en un lugar nos va haciendo costras en el corazón”,
expresó para justificar los viajes que gustaba realizar a la aventura.235 En los tiem-
pos en que la marihuana era un estimulante restringido a los estratos bajos de la
sociedad, la marginalidad lo puso en contacto permanente e inevitable con los ba-
jos fondos, su otra forma de viajar. De labios de Carlos Flores Sierra escuché un
día, en charla informal, que en cierta ocasión lo encontró descalzo y desarrapado
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
317
233 “Orlando Rivera, nueva ‘furia’ pictórica”, Estampa, 24 de julio de 1956.
234 Gabriel García Márquez, “El gran viejo ‘Figura’”, El Heraldo, 9 de noviembre de 1950;
comp. en Textos costeños, p. 348 y 349.
235 Hernández, ob. cit.
en Medellín, mal alimentado pero feliz bajo el efecto de la cannabis que acababa
de fumarse. Jornadas tuvo, sin embargo, en las que le tocó lucir saco y corbata ele-
gantes para encontrar a los empresarios que le encargaban imágenes publicitarias.
Orlando Rivera no fue nunca un intelectual. Alfonso Fuenmayor dejó un intere-
sante apunte de los tiempos en que las tertulias del grupo de Barranquilla estaban
en su apogeo, en el que cuenta: “‘Figurita’ oía conversar sobre temas que le eran to-
talmente desconocidos. (…) Maravillado oía nombres que jamás había escuchado y
que no le decían nada, absolutamente nada y los confundía produciendo inespera-
dos efectos cómicos. Como cuando decía, por ejemplo, ‘la vieja Faulkner’ por ‘la
vieja Woolf’ (Virginia), o ‘el viejo Woolf’, por ‘el viejo Faulkner’ (William)”.236 Ob-
sérvese que en las palabras de Fuenmayor no hay ironía, mucho menos prepotencia
o desprecio. Describen la idiosincrasia de un ser humano imaginativo y sencillo, sin
mayor ilustración, que fue capaz de aventurarse en iniciativas que lucían promete-
doras y por desgracia para él fracasaron. A una de ellas debe su apodo. Lo llamaban
“Figurita” (Germán Vargas y Gabriel García Márquez escribían el sobrenombre en
plural), como bien lo registró Fuenmayor, “porque un día tuvo la idea de sacar a la
luz pública una revista ilustrada que él dibujaba de la primera a la última pági-
na”.237 Según el cronista la efímera publicación barranquillera se tituló Figuritas,
pero el libro dedicado al pintor que, en 2005 salió bajo el sello de Ediciones La
Cueva, no menciona ninguna revista de ese nombre y más bien da a entender, con
una de las ilustraciones que inserta, que en verdad se denominó Carcajada.238
La caricatura y la ilustración fueron actividades creativas importantes en el que-
hacer del artista, pero el caricaturista predominó con su particular sentido del hu-
mor, de modo que la informalidad terminó siendo el distintivo más notable de su ca-
rácter. A semejante temperamento se debe la mezcla de espontaneidad y falta de dis-
ciplina que en la vida diaria fue el “Figurita” que gustaba improvisar, salirse de la
norma, lanzarse a la aventura. Según la completa semblanza que sobre su personali-
dad publicó en 1951 la revista Semana, el Departamento del Atlántico le concedió
una beca para estudiar pintura en Bogotá, “pero no asistía a clases por atender a los
trabajos particulares que conseguía y a su labor como caricaturista del periódico La
Razón”.239 Según parece el entrevistado exageraba. Revisada la colección de 1937
en adelante del mencionado periódico, sólo en 1945 el prestigioso diario bogotano,
propiedad del connotado dirigente liberal Juan Lozano y Lozano, publicó dos dibu-
jos humorísticos del barranquillero, acartonados en cuanto derivativos de cierto tipo
de ilustración publicitaria de origen norteamericano. Se titulan “Después del ‘Tete-
ro-Party’” y “El cuerpo del delito”, fueron publicadas en la portada del suplemento
semanal Victoria y revelan, a pesar de no ser imaginativas, un trazo diestro.240
ÁLVARO MEDINA
318
236 Fuenmayor, ob. cit., p. 85-86.
237 Ibídem, p. 85.
238 Fiorillo, ob. cit., p., 51.
239 “Pintura - Premios para todos”, Semana, 14 de enero de 1951.
240 Ver Victoria, Suplemento semanal de La Razón para los muchachos de Colombia, Bogotá, n.°
11, 7 de julio de 1945; y n.° 12, 14 de julio de 1945.
De todos modos la experiencia en La Razón resultó ser, dentro de su trayecto-
ria personal, la antesala de la que desarrolló junto a Alfonso Fuenmayor y Gabriel
García Márquez cuando éstos fraguaron, en Barranquilla, el semanario Crónica,
del que como ya se dijo no existe una sola colección medianamente completa. Se-
gún Fuenmayor el cuento titulado “Un caballo de alcoba”, debido a la pluma de
Ramón Vinyes, publicado en el número 18 con dedicatoria a García Márquez, fue
ilustrado por “Figurita”.241 El detalle es de los contados que conocemos con cer-
teza de la breve como prestigiosa aventura editorial del grupo, de la que el pintor
fue, con sus dibujos, firme y fiel puntal. En Vivir para contarla García Márquez es-
cribió que en Crónica había “una mesa de dibujo para Alejandro Obregón, Orlan-
do Guerra y Alfonso Melo”.242 La afirmación debe ser corregida en dos detalles:
1) Obregón viajó a Francia a fines de 1949 y permaneció ausente durante el tiem-
po que el semanario estuvo en circulación; 2) el Orlando que menciona el narra-
dor no es el inexistente Guerra sino el conocido y reconocido “Figurita” Rivera.
Aunque García Márquez confundió el apellido del amigo al escribir sus memo-
rias, se sabe que fue bastante fuerte la relación de complicidad que se estableció
entre el novelista en ciernes que vivía entre prostitutas en un hotel de paso situado
en la calle Real, diagonal a El Heraldo (el hotel que con ironía el grupo denominó
el Rascacielos), y el joven pintor que decoraba bares y lupanares. Por eso en Me-
moria de mis putas tristes el novelista menciona, en una suerte de entrañable ho-
menaje a Orlando Rivera, una pintura que el personaje central de la novela le ex-
plica así a la muchacha virgen que duerme en un camastro de prostíbulo:
Hay un cuadro en la pared de enfrente, le dije. Lo pintó Figurita, un hombre a
quien quisimos mucho, el mejor bailarín de burdeles que existió jamás, y de tan
buen corazón que le tenía lástima al diablo. Lo pintó con barniz de buques en el
lienzo chamuscado de un avión que se estrelló en la Sierra Nevada de Santa Marta y
con pinceles fabricados por él con pelos de su perro. La mujer pintada es una mon-
ja que se secuestró de un convento y se casó con ella. Aquí lo dejo, para que sea lo
primero que veas al despertar.243
La descripción es magistral. La mención al pintor que fabrica sus pinceles es
una sutil alusión al “Figurita” impecune descrito por Fuenmayor. La anécdota re-
ferida a la monja es verídica incluso en el hecho de que la antioqueña Sol Santa-
maría, esposa de Rivera, fue la modelo de muchos de los cuadros que firmó el ar-
tista. Volviendo entonces a la aventura editorial de Crónica, Dasso Saldívar ha ex-
presado lo siguiente de sus ilustradores: “Los pintores Alejandro Obregón, Alfon-
so Melo y Orlando Rivera, Figurita, fueron los encargados de la ilustración, y a ve-
ces el mismo García Márquez hacía o plagiaba algunos dibujos, apelando a su vie-
ja cualidad de buen dibujante”.244 Este otro dato también debe ser corregido. Se
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
319
241 Fuenmayor, ob. cit., p. 56.
242 Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, ob. cit., p. 441.
243 Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes, Bogotá, Norma / Mondadori, 2004, p. 64.
244 Saldívar, ob. cit., p. 245.
suele mencionar a Obregón de primero porque fue la personalidad dominante del
arte colombiano del siglo XX, pero sabemos con absoluta certeza que colaboró en
Crónica una sola vez, cuando ilustró el cuento de Julio Mario Santodomingo titu-
lado “Divertimento”, texto literario que ya había sido publicado en Estampa. El
cuento y su ilustración volvieron a ser publicados en 1979 en Suplemento del Cari-
be. Un análisis literario del texto debido a la pluma de Jacques Gilard y un análisis
de la ilustración, de mi autoría, acompañaron el rescate, así que a ellos remito al
lector.245 Melo fue a su turno un ilustrador esporádico, de donde se colige lo que
en verdad sucedió: la responsabilidad de hacer de Crónica una publicación media-
namente atractiva recayó en los hombros de Orlando “Figurita” Rivera. “De los
tres – escribió Germán Vargas – el que más dibujos publicó fue “Figurita”, de
quien hay que decir que era un ser humano realmente extraordinario, de una vita-
lidad y una vivacidad que no se encuentran fácilmente”.246
Pero la falta de estudios académicos hizo de Rivera un artista carente de un
buen dominio técnico, sometiéndolo a trabajar con la intuición. Su obra no acusó
jamás el menor refinamiento, pero sí expresó su azaroso e intenso modo de vivir.
“Figurita” fue un bacán y al mismo tiempo un camaján, rasgos de personalidad
que sólo a veces se combinan. Bacán es un vocablo popular de origen impreciso
que no figura en el DRAE, cuya connotación parece derivar de bacanal, la fiesta
ritual que los antiguos romanos hacían en honor de Baco. Sin embargo el término
designa en la práctica, más que al libante de vinos o licores, el espíritu festivo que
de modo permanente y en toda circunstancia es un asombroso derroche de felici-
dad. El bacán es dicharachero, trata al desconocido como a un viejo amigo, baila
solo apenas escucha una melodía que le gusta y no se altera con las malas nuevas.
El bacán es una fiesta ambulante que por donde quiera que vaya, aunque no se
detenga, irradia alegría.
El camaján es, por su parte, egocéntrico y fantasioso. Necesita atraer las mira-
das y para lograrlo usa vestimentas tan vistosas que llegan a ser estrafalarias. Al ca-
maján le encanta hacerse pasar por lo que en verdad no es. Su comportamiento es
histriónico, de modo que dice y hace lo apropiado para representar los personajes
que su fantasiosa imaginación va forjando según la circunstancia del momento. Si
el bacán es simpático, el camaján puede despertar antipatías cuando se excede o
cuando resulta falso, exagerado, incongruente o vulgar. Sin duda el bacán y el ca-
maján corresponden a temperamentos bastante disímiles, pero coinciden en aque-
llo de querer llamar la atención a todo trance.
Encontrarse en la calle a “Figurita” equivalía, según García Márquez, a “trope-
zar con un rebaño de cabras”, eficacísima forma de hacerse notar. El novelista lo
describió “metido dentro de una ajedrezada camisa de siete colores”, luciendo “un
ÁLVARO MEDINA
320
245 Cf., Julio Mario Santodomingo, “Divertimento”; Jacques Gilard, “El Grupo de Barranquilla -
En torno a ‘Divertimento’”; Álvaro Medina, “El dibujo de Obregón”, Suplemento del Caribe, n.° 267,
Barranquilla, 4 de febrero de 1979.
246 Germán Vargas, “Dos crónicas sobre Crónica”, en Sobre literatura colombiana, Fundación Si-
món y Lola Guberek, Bogotá, 1985, p. 163-164.
par de pantalones cubanos” y calzando “zapatos de fantasía”.247 Al periodista que
lo recibió en Semana le llamó la atención el “apego por las modalidades cubanas en
el hablar y el vestir”.248 Alfonso Fuenmayor precisó: “Él mismo diseñaba sus cami-
sas y por eso (…) no se parecían a las camisas de cuadros de los demás”.249 Ger-
mán Vargas recordó que combinaba “pantalón de bota angosta” y “saco cruzado
que le caía casi hasta las rodillas” y explicó que su cubanismo su manifestaba tanto
“en el vestuario como en el vocabulario y en la manera de decir las palabras”.250 La
capacidad que tenía de imitar el acento de la isla lo llevó en ocasiones a hacerse pa-
sar por cubano, mentirilla de mitómano que, sumada a la vestimenta, definen al ca-
maján íntegro y perfecto. Alfonso Fuenmayor no eludió el asunto, al que se refirió
con estas palabras: “Tenía un aire de camaján evidentísimo, y se esmeraba en culti-
varlo y resaltarlo”.251 La observación es en el fondo redundante, porque ser cama-
ján y al mismo tiempo discreto es una combinación imposible.
Pero Orlando “Figurita” Rivera fue algo más que un camaján engreído. Dando
fe del desenfado que solía desplegar en el trato con la gente, Germán Vargas co-
mentó: “si no inventó el cheverismo, fue por lo menos el primero en vivir esa con-
dición especial que hace que algo sea chévere”.252 Viene al caso mencionar que
cheveridad y bacanería son palabras casi sinónimas. Pues bien el hombre chévere
que era Orlando Rivera tuvo episodios de perturbación mental. En la niñez reci-
bió atención siquiátrica y siendo adulto fue internado en dos ocasiones en un fre-
nocomio. Uno de los más asiduos y conspicuos contertulios de La Cueva, el indus-
trial José Miguel Racedo, me contó el siguiente episodio en entrevista que le hice
en 1973, publicada en el Suplemento del Caribe que conmemoraba el primer ani-
versario de la muerte de Álvaro Cepeda Samudio:
“Figurita” era un tipo chévere. Cuando íbamos al Café Colombia él estaba hacien-
do la pintura mural del Bar Los Siete Mares, en el Paseo Bolívar. Allí íbamos todos
a beber por su cuenta. “Figurita”, para seguir bebiendo, borraba lo que hacía y vol-
vía a comenzar. Así estuvimos bebiendo durante siete meses. Una vez “Figurita”,
Álvaro Cepeda y yo estábamos parrandeando en Los Siete Mares cuando Figurita”
empezó a hablar con Dios. Volteó para un lado y se puso a decir: “Bueno, Dios, tú
sabes una vaina, hace como quince días que no vas por la casa. Allá tenemos un ve-
rano intenso: la paja está sequita y el manantial está como a diez cuadras. Hay un
verano tan grande que no tenemos ni qué beber, de modo que hazme el favor de
darme siquiera un galón de agua. Lo decía en serio y se quedaba callado, se queda-
ba callado el “Figurita”.253
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
321
247 Gabriel García Márquez, “Figuritas”, El Heraldo, 13 de marzo de 1952; comp. en Textos cos-
teños, ob. cit., p. 502.
248 “Pintura - Premios para todos”, ob. cit.
249 Fuenmayor, ob. cit., p. 84-85.
250 Vargas, Textos, ob. cit., p. 259.
251 Fuenmayor, ob. cit., p. 84.
252 Vargas, ob. cit., ibídem.
253 Álvaro Medina, “Del café Colombia al bar La Cueva”, Suplemento del Caribe, n.° 12, 14 de
octubre de 1973, p. 12.
El urgente ruego a Dios de “Figurita” retrata de cuerpo completo al personaje
que escogió ser un artista popular y pudo conseguirlo pero de modo atípico, ya
que tuvo relaciones estrechas de amistad con lo más granado del mundo intelec-
tual y artístico de las dos ciudades más importantes del país. En Medellín trató,
entre otros, a Pedro Nel Gómez, Gonzalo Arango, Alberto Aguirre, Óscar Her-
nández, Manuel Mejía Vallejo, Carlos Castro Saavedra y Eddy Torres; en Bogotá
se codeó en El Automático con León de Greiff, Ignacio Gómez Jaramillo, Marco
Ospina y Jorge Elías Triana, para no mencionar sino a cuatro de los contertulios
del famoso café capitalino. Los pintores populares no suelen cultivar este tipo de
contactos. A su turno los pintores cultos no han gustado nunca colocar sus obras
en lugares carentes de prestigio, paso que sí dio el Rivera frecuentador de bares y
prostíbulos, de donde se deduce que el barranquillero fue un trasgresor en todo el
sentido del término. Primero en Bogotá, en Villavicencio luego, más tarde en Me-
dellín y Barranquilla, “Figurita” pintó “las paredes de los cafés y de las casas de
diversión”, en las que “de ordinario pintaba toreros, mujeres semidesnudas, gru-
pos de bebedores, etc.”.254 Según Germán Vargas llegó a materializar, en su natal
Barranquilla, “una estupenda galería de arte ubicada en lo que entonces debía pa-
recer un sitio extraño para esa clase de manifestaciones artísticas: un burdel”.255
La poética del pintor giró a menudo en torno a los sufrimientos de los artistas
que derivan el sustento diario de la farándula prostibularia. En la mención que hi-
zo del cuadro El pianista, la revista Semana escribió que era “un óleo pintado en
un dancing del barrio de tolerancia de Barranquilla, con dos figuras de impresio-
nante realismo: el músico o pianista y al fondo una mujer vestida de rojo, con cara
de embriaguez y de sueño”. La obra contrastaba dos mundos, dos vivencias, dos
actitudes, condensados en el intérprete entregado a su arte para crear la felicidad
del instante y en la prostituta que se hunde lentamente en el espeso turbión de su
desgracia. Cuando Álvaro Cepeda Samudio escribió en artículo de 1957 que Rive-
ra combinaba “el color y las texturas superficiales del folklore con un hondo senti-
miento humano”,256 sus palabras definían el carácter expresionista de una pintura
que sólo en su apariencia se antoja folclórica. Cepeda señaló incluso que si en ge-
neral los artistas estudian a los maestros del pasado fijándose ante todo en la es-
cuela a la cual pertenecen, dejándose influir por ella, “Figurita” procuraba “cono-
cerlos por su lado humano para ver si la obra está en Armonía con el hombre”.
Corroboraba así la opinión que García Márquez expresara varios años antes en El
Heraldo, cuando dijo que sus cuadros, más que cuadros, eran “interesantes y en-
diablados conflictos humanos”.257
En los mejores cuadros de Rivera el conflicto humano era tratado sin prodigar-
se demasiado en el detalle anecdótico que sirve de punto de partida. Esto le per-
ÁLVARO MEDINA
322
254 Fuenmayor, ob. cit., ibídem.
255 Vargas, ob. cit., p. 260.
256 A. C. Z. [Álvaro Cepeda Samudio], “Rivera”, Diario del Caribe - Suplemento Cultural, 27 de
enero de 1957. Es de anotar que durante cierto tiempo el autor escribió su segundo apellido con zeta.
257 García Márquez, “El gran viejo Figura”, El Heraldo, 9 de noviembre de 1950; comp. en Tex-
tos costeños, p. 348.
mitía desdibujar contornos y contrastar colores, es decir, violentar la forma para
comunicar los dramas que “con pulso firme y brochazos de acierto”, al decir de
Germán Vargas, volcaba en las telas.258 Ciertos cuadros sugieren que debió estu-
diar la obra de José Clemente Orozco, al que no imitó – como tantos otros – po-
niéndose a caricaturizar personajes, ni creando figuras monumentales, mucho me-
nos incursionando en temas políticos más o menos actuales. “Figurita” no fue
nunca orozquiano, pero del muralista mexicano aprendió a indagar en lo que due-
le, disgusta, contraría, incluso ofende. Además, siempre trabajó dentro del tono
menor propio del pintor ingenuo que aboca el hecho cotidiano con mirada sim-
ple. Sólo que la cotidianidad de su mundo de bacán y comaján era sumamente
compleja. Es difícil no barruntar, tras la simplicidad de sus imágenes, un trasfon-
do de vivencias personales situadas entre la euforia, la aflicción y la tragedia.
La abundante obra mural del barranquillero estaba destinada por principio a
ser efímera. No es mucho lo que hoy se puede afirmar de ella porque ha sido casi
borrada por el tiempo, pero al menos se puede recordar uno que otro aspecto de
importancia sustancial. Como se dijo arriba, una buena parte de ella fue realizada
en bares de zonas marginales y en casas de lenocinio, ejecutada en general con
pinturas industriales de duración limitada. Para colmo de la mala suerte, las que
pintó en sitios elegantes como el Jardín Águila y el Country Club de Barranqui-
lla259 tampoco perduraron. El desenfado de esas obras era tal que Alejandro
Obregón solía elogiarlas por la vitalidad que exudaban. Había drama, había hu-
mor y una tremenda dosis de libertad. Una vez, hacia 1965, Alejandro me llevó a
conocer los murales del bar Rosita, situado en el ya decadente sector de la plaza
del Boliche en Barranquilla, zona de marineros, reducidores y perdularios, donde
ocho o diez años antes “Figurita” había pintado las cuatro paredes del estableci-
mientos con figuras erótico-sensuales. Un detalle ingenioso hacía de la obra una
suerte de espacio ambiental, y era la manera como formas y colores envolvían a los
contertulios sentados en las mesas, integrándolos a un espacio pictórico que en al-
gunos puntos, por la disposición del recinto, parecía avanzar hacia el espectador.
Una imagen del bar Rosita que permanece inalterada en mi memoria es la que
representaba a una mujer cuyo seno coincidía con una ventanilla que daba a la co-
cina, teniendo por pezón la pequeña y rosada perilla que permitía hacer girar la
portezuela. El escenógrafo y diseñador de carrozas de carnaval había sabido poner
en juego los recursos de que disponía, sin importarle que fueran poco o nada orto-
doxos. Puertas, ventanas, muebles y otros accesorios eran integrados al conjunto
con risueña habilidad. Al mismo tiempo, como en las rancheras mexicanas que so-
lían sonar a todo volumen en el local, las insinuaciones del tema eran lóbregas.
Donde el pintor pudo haber plasmado toda una serie de desnudos complacientes
y sensuales que excitaran a los parroquianos, su pincel modeló desnudos terribles
que ponían en evidencia las estremecedoras miserias de la profesión más antigua
del mundo. Carlos Flores Sierra lo entendió así cuando escribió:
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
323
258 Vargas, ob. cit., p. 260.
259 “Orlando Rivera, nueva ‘furia’ pictórica”, ob. cit.
Cuadros y murales alucinantes, satánicos y sobrecogedores insertos en la densidad
del humo, el frenesí del baile, la estridencia de la música y las precariedades circun-
dantes. Eran obras realizadas en contra de su público, sin reserva alguna, con inde-
pendencia no sujeta a ninguna influencia ni escuela pictórica, sin aspirar a salvocon-
ductos hacia el éxito, sin parentesco con el gusto de la época y con la vigorosa vo-
luntad de no dejarse silenciar unas experiencias surgidas de sus sentidos en desor-
den, creaciones espirituales dentro de la mierda! Pintaba por la imperiosa necesi-
dad de hacerlo, contra todos, incluyéndolo a él mismo.260
No resisto la tentación de hacer ver que la primera frase de Flores Sierra señala
el carácter envolvente del vasto conjunto mural, concebido de tal modo que el que
llegaba al lugar se veía sometido, aunque no lo quisiera, a entrar en una suerte de
sórdida correspondencia con las expresivas figuras. La idea de que el mural era
una obra realizada en contra de su público está implicando que no era compla-
ciente y, por lo tanto, no estimulaba la libido a pesar de los cuerpos desnudos, si-
no, al contrario, ensombrecía el ánimo y ponía a pensar. El pintor sí tenía una in-
fluencia, pero de orden conceptual: la de Orozco. No imitaba las formas, ni los
colores, ni los abigarramientos propios del mexicano sino el sentido de denuncia
que por su naturaleza el tema le inspiraba, pero con una diferencia de talla: donde
Orozco se mostraba iracundo, “Figurita” era compasivo. El pintor de Guadalajara
trató el tema de la prostitución desde afuera, el de Barranquilla desde adentro
porque pertenecía a ese mundo de marginados y sufría sus penurias, infundiéndo-
le el sentimiento humano de que hablara Cepeda, si bien en el intento quedaba
untado de la mierda mencionada por Flores Sierra.
Esta última definición es exacta. ¿Conoció Orlando Rivera el expresionismo
alemán? ¿Llegó a tener en sus manos reproducciones de Nolde, Kirchner, Heckel
o Beckman? Es imposible responder con certeza, pero sus pinturas, aunque en
ciertos casos plantean soluciones algo más naturalistas, son en su intención fronte-
rizas de las firmadas por los alemanes, en especial cuando éstos entraban a los
burdeles en busca de temas hirientes. Aquí, una vez más, la diferencia es enorme:
los pintores de la escuela alemana podían ser clientes asiduos de los prostíbulos,
mientras que “Figurita” – como Toulouse Lautrec – vivía, comía, dormía y traba-
jaba en ellos, de allí que Toulouse y “Figurita” le dieran prelación al sufrimiento
del alma y no a la sensualidad de los cuerpos. Su posición era colindante con la de
Débora Arango, pero sin el énfasis feminista que por identificación de género em-
pleaba la antioqueña.
De los cuadros más conocidos La mujer de la flor del arrebatamachos (1949) es el
que hoy puede dar una idea del enfoque que el pintor solía darles a sus personajes.
La obra puede ser abordada en principio como el retrato de una mujer trigueña
que se asoma al exterior por una ventana, pero bien mirada la obra, ésta nos revela
que la muchacha se halla entre las columnas de un quiosco de baile. La arquitectura
del lugar es informal, patente en la columna de bambú situada a la derecha y en el
techo de paja parcialmente entreverado de verdes hojas vegetales, apenas distingui-
ÁLVARO MEDINA
324
260 Cit. por Fiorillo, ob. cit., p. 36.
ble en la estrecha franja del borde superior de la obra. La actitud de la modelo es
de espera, pero en su relativa tranquilidad se muestra algo ansiosa. Los labios rojos,
los ojos negros grandes de mirada perdida y la flor, de largo y sexual pistilo proyec-
tado desde el fondo del cáliz, se combinan para sugerir que el pintor ha retratado la
incertidumbre de una muchacha de la vida alegre, “receptiva a los piropos y a eso
que llaman las miradas insinuantes”, como escribiera Alfonso Fuenmayor al referir-
se al cuadro.261 “Figurita” evitó representar las redondeces del cuerpo para poder
concentrarse en el trance psicológico de su personaje, actitud que se puede asociar
a la ya descrita de la mujer que contrapuntea la atmósfera de El pianista.
En lo que hace a la factura, las pinturas de Orlando Rivera también tienen pun-
tos de afinidad con los alemanes. En El marinero de Corea (c. 1952) podemos sepa-
rar, para su análisis, las dos partes fundamentales del cuadro: el hombre de camiseta
a rayas situado en el primer plano y el paisaje del fondo. De la mitad hacia arriba el
confuso y ensombrecido paisaje sólo se revela tras larga y escrutadora mirada. En-
tonces se distinguen, a la izquierda, unos barcos de vapor atracados en un muelle, a
la derecha las bodegas del puerto. En cuanto al retratado, le falta un brazo. Su mu-
tilación contrasta con la soltura del pequeño dragón oriental que sostiene y muestra
con orgullo a la altura del pecho, ejecutado con unas cuantas pinceladas veloces
cargadas de verde. Recordemos que el gobierno colombiano de la época envió tro-
pas a la guerra de Corea, de modo que sin rimbombancias literarias “Figurita” pin-
taba el drama de los veteranos al volver del frente. Lo hacía con pinceladas sueltas y
ligeramente pastosas, que derrochaban energía. “Cada pincelada es algo perfecta-
mente nuevo. Un descubrimiento en cada rincón de la tela”, declaró en 1956.262 Su
expresividad competía perfectamente con la de Guillermo Wiedemann y Darío Ji-
ménez. Sólo que en El marinero de Corea había la ironía y el patetismo que Wiede-
mann no practicaba, ironía y patetismo que surgían del contraste que hay entre el
marinero mutilado, al que “Figurita” debió conocer en la plaza del Boliche, y la
sonrisa hazañosa que parece inspirarle el adorno adquirido en el lejano país.
La sensibilidad expresionista del pintor es más que evidente en Muñeca (1955),
obra desolada y desoladora por la disposición de los tres significativos elementos
que parecen tirados de cualquier manera en torno al pequeño sillón que ocupa, en
diagonal, una muñeca rubia de ojos negros. ¿Cuáles son esos elementos? Una pe-
lota violácea, un pantaloncito rojo y una diminuta blusa blanca. De cabeza y ex-
tremidades de goma con cuerpo de trapo, la muñeca está desnuda. Su presencia
es patética porque se antoja tan desamparada como la ya analizada mujer de la
flor en el pelo, así que la desnudez del juguete no es inocente. Se trata de una mu-
ñeca prostituta, sugerencia escandalosa y válida. Rivera fue siempre un profundo y
ácido comentarista social. Alfonso Fuenmayor mencionó que “no es difícil descu-
brir preocupaciones de orden metafísico en su obra” y simultáneamente conside-
ró, sin embargo, que sus obras tenía “el valor de un documento”. Entre los ejem-
plos que corroboraban sus afirmaciones señaló el cuadro del “niño de ojos inson-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
325
261 Fuenmayor, ob. cit., ibídem.
262 “Orlando Rivera, nueva ‘furia’ pictórica”, ob. cit.
dables elevando su cometa mientras la pureza del cielo marca un hiriente contras-
te con las carroñas que se acumulan en la tierra”.263
Parear situaciones que por lo disímiles resultan aberrantes se volvió el funda-
mento de la obra del barranquillero. Fue un recurso manejado a conciencia con
resultados notables, pero disminuido en ocasiones por “el apego a las escenas cos-
tumbristas [que] lo tiranizaban con irresistible violencia”. La crítica anterior es de
Alfonso Fuenmayor.264 Es una crítica que también toca matizar porque, más que
costumbristas en el sentido estricto del término, eran imágenes de vida cotidiana.
El pintor Eugenio Cañavera mencionó el cuadro “de un conejo huyendo de una
meretriz semi desnuda que lo espanta con una escoba”.265 He aquí un ejemplo de
lo que, por su implicaciones, rebasa el costumbrismo. ¿Las meretrices escasas de
ropa suelen espantar conejos? ¿Se refiere la obra, con el animalillo en carrera, al
cliente que por no pagar termina castigado a escobazos?
No es raro, en Rivera, el sesgo que rebasa la anécdota y la saca de la obviedad
costumbrista. Él no fue nunca un gran pintor, pero tampoco perteneció al mon-
tón. Su expresionismo era nuevo en el contexto colombiano, sus soluciones inge-
niosas y sus temas frescos. Una obra pintada en Medellín sobre la colorida Fiesta
de las Flores lo revela perfectamente. Se titula El silletero (1957) y representa a un
campesino desarrapado que avanza descalzo, el rostro agobiado y la espalda do-
blada, cargando un pesado arbusto en su matera. La acusada fatiga del personaje
contrasta con el ramo de claveles rojos que ase con los dedos mientras camina en-
tre los edificios de un barrio próspero. La fuerza del conjunto la da la pincelada
rápida, nerviosa, que aboceta ciertos planos para acentuar el contraste entre lo feo
y lo bonito de las partes. Razón tenía Alejandro Obregón cuando planteó lo si-
guiente en el catálogo de la exposición de homenaje que en 1962 se hizo en el ele-
gante y exclusivo (¡qué ironía!) Club Barranquilla:
Para Orlando Rivera no es suficiente grabar la sensación plástica de un momento o
quedarse en un mundo aparente. Su propósito es ir más hondo, para mostrarnos la
conciencia de un pintor que en momentos condena abiertamente lo absurdo, en
otras acompaña con lealtad y ternura a las víctimas de injusticias y sufrimientos, y
en algunos lienzos se burla de lo que es falso.266
No olvidemos que el expresionismo es ajeno a cualquier forma de optimismo,
ya que el expresionista ve la sociedad como un conglomerado maltrecho y contra-
dictorio. Entre el bien que se pregona y los males que causamos, la mirada expre-
sionista halla tema en lo incongruente o paradójico para poder restregarle con ra-
bia, a la engreída civilización que hemos forjado, su redomada hipocresía. El óleo
ÁLVARO MEDINA
326
263 Fuenmayor, ob. cit., p. 101.
264 Ibídem.
265 Cit. por Fiorillo, ob. cit., p. 34.
266 Texto transcrito en Alfonso Fuenmayor, “El grupo de Barranquilla - VII, Diario del Caribe,
Barranquilla, 26 de febrero de 1977. Recogido en Álvaro Medina, Procesos del arte en Colombia, ob.
cit., p. 444.
Suburbio (1955) toca ese contexto general con una imagen que es bastante directa
en su objetivo. Una multitud invade una plaza pública. Distinguimos, entre otros,
un sacerdote, un indígena de sombrero y ruana, una madre con un niño de bra-
zos, un guitarrista, una cantante, una loca que anda a gatas en medio de la gente,
un perro blanco, dos monjas, un cargador de flores y una pareja que se abraza. La
obra es la apoteosis de la incomunicación social. Hasta los enamorados parecen, al
besarse, ignorarse mutuamente. En la franja superior, donde el paisaje revela sus
características, el edificio que compite con el templo cristiano es el hotel de paso
con el anuncio publicitario que reza “piezas y camas”. Con ironía el pintor co-
menta que las urgencias de la carne pesan tanto o más que las del alma, en un
mundo heterogéneo en el que a la larga vivimos aislados unos de otros. La revista
Semana señaló que “Suburbio muestra aspectos de la vida del barrio Guayaquil de
la capital antioqueña”,267 la zona roja de Medellín.
Nada extraño entonces que Orlando Rivera hubiera pintado Jesús arrojando a
los mercaderes del templo, mural que fue tapiado y hoy conocemos por una vieja
fotografía en blanco y negro. Se trata de un conjunto que, si bien es de factura ex-
presionista, al mismo tiempo tiene un aire surrealista por el modo como el látigo
vuela y desplaza objetos con fuerza de vendaval. La dinámica del conjunto con-
trasta con Cansancio (1949), uno de los tres óleos que recibieron el primer premio
en el IV Salón de Artistas Costeños, realizado en enero de 1950. En medio de la
noche un flaco caballo blanco, que llena la casi totalidad del lienzo, se recupera
echado en tierra de las fatigas del día. En la lejanía relumbran las luces de una ciu-
dad montañosa. El “Figurita” reflexivo se manifiesta en la solidez de una pintura
en la que el caballo parece dialogar con su propia sombra. La pastosidad de la
crin le da peso y fuerza a una figura animal cuya concentración se antoja inteligen-
te y humana. Es una obra tan sólida que el pintor acertó a confesarle a Óscar Her-
nández que Cansancio era, dentro de su producción, la que más quería.
A la ley de los contrastes, patética a veces, “Figurita” fue fiel hasta el día de su
trágica muerte. Que un hombre que buscaba el goce a todo trance encontrara la
muerte un sábado de carnaval, cuando iba en la carroza que él mismo había diseña-
do y decorado, puede ser el colmo de la tragedia, pero también de la dicha ardua-
mente buscada. Cuando al anochecer concluyó la Batalla de Flores, el acontecimien-
to inaugural y máximo de las carnestolendas barranquilleras, Rivera y sus amigos
emprendieron el regreso a la población de Baranoa, donde él tenía su modesta resi-
dencia. En la carretera oscura, a la altura del kilómetro 15, el pintor cayó al asfalto
desde lo alto del vehículo en marcha. Estaba en estado de ebriedad absoluta y murió
como consecuencia del golpe que le fracturó el cráneo. Una noticia de la época llegó
a sugerir que se trató de un asesinato, ya que “Figurita” habría sido empujado por
una mano desconocida, arrojándolo desde el parapeto montado en la plataforma del
camión,268 pero la investigación policiva descartó la hipótesis y la tradición oral no
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
327
267 “Antioquia - El hombre y su pueblo”, Semana, 6 de diciembre de 1954, p. 13.
268 “Indagatoriados los detenidos por el inspector Bursse Salas”, La Prensa, Barranquilla, 6 de
marzo de 1960.
acogió jamás esa versión, de donde se deduce que “Figurita” murió al calor de la
otredad carnavalesca, la otredad – alcanzada a punta de alcohol o cannabis – que le
había servido siempre para torear los sinsabores de la vida.
Pero lo más significativo ocurrió en el sepelio. Tratándose de un pintor que ci-
mentaba sus imágenes en tensiones vitales que eran tan agudas como las formales
y cromáticas que aprendiera a manejar, conmueve profundamente el recuerdo de
una sobrina que asistió al funeral y vio el cuerpo del pintor en el ataúd. Se trata de
Nelly Maury Rivera, cuyo testimonio dice así:
Íbamos para una fiesta cuando de pronto Sol entró gritando desde la mitad de la
calle, a decirle a mi mamá que mi tío estaba muerto, que no se sabía si lo habían
matado, que estaba tirado en la carretera. Y entonces la calmaron mi papá, mis her-
manos, mis hermanas. Todos nos quitamos los disfraces y empezamos a velar a mi
tío ahí en la casa. Me acuerdo como si fuera ayer, su cadáver estaba pintado de ese
azul que usan los indios y adornado por guirnaldas y papel de carnaval (…).269
Nelly Maury agregó un detalle que puede resultar sobrecogedor, pero debemos
admitir que está a la altura del personaje formidable que era Orlando: “no se veía
disfrazado de nada, sólo la piel untada de azul y de negro, con ese poco de papeles
[de carnaval] en el pecho”. No se veía disfrazado, no. Más bien se veía como uno
de los personajes que solía pintar. Si aspiraba al título de hombre antes que al de
pintor, “Figurita” cumplió con el propósito incluso cuando bajó a la tumba. Lo
cumplió al lograr que los bulliciosos y poéticos afanes de su breve pero intensa vida
predominaran sobre el sosiego de la muerte, yéndose del mundo – como cierto ar-
lequín de Picasso – con el atuendo del bailarín que tenía en el cuerpo.
Noé León
Me gusta lo bonito, lo colorido, buscando la
naturalidad. Claro, con algunas exageraciones y
algunas mentiras, pero, en fin, con naturalidad.
Porque yo tengo algunas mentiras: por ejemplo, yo
pinto un tigre en la selva abrazándose con un
hombre, y están tigre y hombre sonreídos,
dándose un abrazo de felicitación. Es que ésa es
mi inspiración.
Noé León
Juan Gossaín, entrevista de radio, Barranquilla, 5 de julio de 1971.
Transcrita por Enrique Dávila Martínez,
“Cronología”. En: Eduardo Serrano, Noé León, 1999, p. 163.
Un año después del golpe de suerte que terminaría por cambiarle la vida, Noé
León llegó a mi casa de la calle Cartagena, en pleno barrio Boston. Llevaba bajo el
ÁLVARO MEDINA
328
269 Fiorillo, ob. cit., p. 121.
brazo tres cuadros pintados al óleo, que ofrecía a la venta tocando de puerta en
puerta. Transcurría una soleada tarde dominical de marzo o abril de 1961 y aquel
hombre delgado de cabellos entrecanos, mirada vivaz y sonrisa agradable procla-
mó de entrada, para hacer resaltar su excelencia, que los pintores modernos no sa-
bían pintar, oficio que como bien podíamos apreciar los presentes él dominaba a
la perfección. Allí tenía a la mano, para probarlo, un cuadrito de frutas tropicales
de piel tersa y brillo que aguaba la boca, por el que pedía treinta pesos negocia-
bles, suma que en la época equivalía a unos quince jornales. No era el viejo pintor
un charlatán en plan de darse ínfulas, ya que en sus palabras no había vanidad ni
arrogancia. La comparación estética sacada a relucir con tanto desenfado tenía co-
mo base una buena referencia: el Salón Interamericano del año anterior, en el
cual, como ya vimos en otro capítulo, El Gran Luruaco había sido exhibido junto
a obras de algunos de los mejores artistas contemporáneos de América Latina. O
sea que la referencia propuesta por él tenía asidero en la experiencia directa, no
en el hábito de hojear revistas o libros. A mí me faltaban algunos meses para cum-
plir los 20 años, así que con el ardor propio de la edad pasé al contra ataque pre-
guntándole qué opinaba él de la obra de una personalidad como Alejandro Obre-
gón. Con aplomo, el recién llegado replicó que algo conocía de lo que gustaba
pintar el mencionado. “¿Usted cree que Obregón no sabe pintar?”, lo interrogué
con malicia y su respuesta fue tajante: “Sí sabe, pero no lo puede hacer como yo.
Él deforma las cosas según su capricho y yo les doy las formas exactas que mis
ojos ven”.
Por esas mismas calendas empecé yo a frecuentar La Cueva en compañía de
Juan de la Hoz Annichiarico, primo segundo mío y escritor en ciernes como yo,
con el que compartía lecturas. Yo era un simple estudiante de arquitectura de la
Universidad del Atlántico que finalmente descartó la edilicia y se dedicó a analizar
la producción de los artistas plásticos, giro en el que de alguna manera influyó la
imponente presencia de Obregón y las frecuentes como largas conversaciones que
mantuve con él en los años siguientes. Debo aclarar entonces que en el estableci-
miento de Vilá los contertulios habituales sólo departían entre ellos y no hablaban
con desconocidos sino cuando, de tanto visitar el lugar, un rostro se volvía familiar
y el interesado resultaba afín a alguna de las aficiones que habían hecho del lugar
un sitio exquisito. En La Cueva me informé por boca de Eduardo Vilá, llegado el
momento, que el ingenuo y modesto pero talentoso pintor iba a exponer en Bogo-
tá por gestión del propio Vilá.
El episodio que le dio un vuelco a su vida tuvo de protagonista principal al his-
toriador de arte cubano José Gómez Sicre. El teatro del acontecimiento fue la
sombreada acera de La Cueva sobre la calle 58, bajo el alar del cobertizo envol-
vente que había desplazado al jardín de la casa. El testigo presencial fue Alfonso
Fuenmayor. El año: 1960 (hacia finales de marzo). Según parece el reloj debía
marcar entre las 2 y las 3 de la tarde. Llegada la hora propicia, huyendo de las ole-
adas de calor que despedía la cocina del bar, donde Álvaro Cepeda Samudio esta-
ba preparando una bouillabaise, Fuenmayor y Gómez Sicre salieron del local a to-
mar aire fresco cuando he aquí que aparece un hombre ya mayor de aspecto hu-
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
329
milde, que descendiendo por la vía levemente empinada se acerca a ellos. “ – Qué
lleva ahí – preguntó Gómez Sicre. – Unos cuadros – contestó el hombre con indi-
ferencia”. El testigo afirma que “El hombre los recostó contra la pared” y que el
interesado los miró con atención. En el largo párrafo siguiente narró lo ocurrido:
El hombre, a grandes rasgos, contó su historia. No recordaba que nadie le hubiera
enseñado a coger un pincel entre los dedos, ni a mezclar las pinturas, ni a preparar
las telas, ni a hacer bastidores. A veces le encargaban “cuadritos”. Durante la sema-
na pintaba y los domingos cogía un par de cuadros y se iba por ahí a venderlos. Su
clientela casi siempre eran las peluquerías y las cantinas. Con estas últimas había re-
ciprocidad porque él también era cliente de las cantinas. No, no, él no sacaba los
cuadros de “su cabeza”. Él copiaba. Ponía frente a él una tarjeta postal, una ilustra-
ción desprendida de una revista o un almanaque, pongamos por caso, y entonces
“dele pincel, y más pincel, hasta que la cosa sale”. No, no siempre había sido pin-
tor. Empezó a ser pintor cuando dejó de ser policía. Había vestido por años y años
el uniforme en Santa Marta. Y también en Barranquilla. No, él no había nacido
aquí. Sólo que aquí llegó siendo muy joven. Nació en Ocaña. No, no había vuelto a
Ocaña. Ese día había salido temprano. Venía más bien de lejos, de su casa que que-
daba en un barrio que en otros tiempos se llamaba Loma Fresca. “No sé que ha pa-
sado hoy. Todavía no he vendido los cuadros. Claro que he hecho ‘estacioncitas’
por ahí. Pero el cliente no ha aparecido. Ya caerá, ya caerá”.270
El cliente cayó allí mismo, en la puerta del más conspicuo bar de la ciudad. El
comprador de la jornada fue el notable historiador, crítico y curador cubano, que
accedió a pagar cien pesos por los cuadritos en venta si hacía un cambio en el titu-
lado El Gran Luruaco: “Estas dos casitas deben desaparecer, en lugar de ellas me
pone un árbol con flores rojas. Distribúyalas como quiera”.271 El afortunado pintor
ambulante aceptó la sugerencia. La obra modificada fue admitida por el jurado en
el Salón Interamericano inaugurado el 7 de abril (el día de la ciudad) y posterior-
mente Gómez Sicre se la obsequió a Rómulo Betancourt, presidente en ejercicio de
Venezuela, dirigente político que en los años cincuenta, huyéndole a la dictadura
militar de Marcos Pérez Jiménez, había vivido en Barranquilla sus años de exilio
político. A partir de entonces Noé León saboreó con largueza el éxito, lo que auto-
riza a citar la veraz conclusión del cronista: “A Noé León se le considera el pintor
que abrió el mercado de sus colegas primitivistas. Y esto es cierto. Pero detrás de
esto está Vilá, está el grupo de Barranquilla”.272 Fuenmayor no exageraba. El gru-
po en pleno cerró filas en torno al hasta entonces desconocido pintor y logró si-
tuarlo en la historia, como lo corrobora el historiador Germán Rubiano Caballero
al decir: “fue el primero y el más auténtico primitivo colombiano”.273 La afirma-
ción fue ampliada por Eduardo Serrano cuando escribió: “Después de su muerte,
ÁLVARO MEDINA
330
270 Fuenmayor, “Crónica del grupo de Barranquilla”, ob. cit., 73-74.
271 Ibídem.
272 Ibídem, p. 79.
273 Germán Rubiano Caballero, “Artistas populares y primitivos”, en Eugenio Barney Cabrera
[dir. pub.], Historia del arte colombiano, Salvat, Barcelona / Bogotá, 1975, p. 1452.
su producción ha sido incluida en todas las exposiciones representativas del arte
colombiano y en todas las historias del arte nacional como el único artista primiti-
vista que conjuga sinceridad y talento y, por consiguiente, como el único con una
producción personal y de tal manera ingenua, que sólo puede ser suya”.274
El origen humilde de Noé León contribuyó a convertirlo en el personaje de le-
yenda que atrajo de inmediato el interés de la prensa escrita. Que un pintor pobre
de avanzada edad llegara a conocer la fama y una vida económica holgada, no de
hombre rico pero sí carente de las angustias monetarias que lo constriñeron du-
rante prácticamente toda su trayectoria vital, parecía un cuento de hadas. Sobre
todo porque nunca abandonó sus costumbres y habitó siempre vecindarios de
obreros, artesanos, pequeños comerciantes, vendedores callejeros y rebuscadores
como los que poblaban los barrios Chiquinquirá, Loma Fresca, Olaya Herrera y
San Felipe, que son los mencionados por algunos de los escritores y periodistas
que lo entrevistaron. Él mismo fue un rebuscador original, ingenioso y único. Po-
der vivir del arte en Barranquilla no era nada fácil, no obstante lo cual pudo sus-
tentarse con su oficio cuando el mercado de arte era inexistente.
Álvaro Cepeda Samudio afirmó que desde 1931, cuando Noé León renunció a
ser policía, de inmediato éste se dedicó a vender las copias que hacía275 basándo-
se en postales, cromos y fotos de revistas. Sobre su iniciación en el arte de la pin-
tura, Noé le declaró a Rafael Salcedo en reportaje para El Tiempo: “En realidad
yo pintaba cosas desde pequeño. Al llegar a Barranquilla conocí a un pintor de
Ocaña y entre los dos empezamos a pintar cosas con una pintura que tenía yo de
la época en que pintaba con brocha gorda letreros en las cavas de cerveza de la
fábrica Bavaria. Empecé a pintar después solo, discos viejos y tablitas que vendía
en bares y barrios populares de la ciudad. Me las compraban y me dije: ‘Ya soy
pintor’”.276 Quiere decir que trabajaba para una clientela de extracción popular,
cosa que Enrique Dávila Martínez ha ratificado en la documentada cronología del
artista, al anotar que los dueños y administradores de bares le encargaban “carte-
les y murales incluso”.277 Quiere decir que se adelantó en varios años al recursivo
Orlando “Figurita” Rivera. En su reportaje el periodista Salcedo introdujo una
precisión de carácter macondiano al enumerar los oficios que a Noé le tocó des-
empeñar para sobrevivir: “Cacharrero, boga y barquero del río Magdalena que ha
pintado tan bella y simplemente en sus cuadros, guardaespaldas, tendero, sereno,
policía, mujeriego y ‘borrachito’”. En otras palabras, el pintor de lo pintoresco
había tenido una vida pintoresca, inverosímil dentro de lo corriente, tan sencilla
como su obra, algo que conmovía y convencía produciendo risueña admiración.
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
331
274 Eduardo Serrano, Noé León, El Sello Editorial, Bogotá, 1999, p. 149.
275 Álvaro Cepeda Samudio, “Un pintor primitivo genuino - Primera biografía”, Magazín Domi-
nical de El Espectador, 12 de julio de 1964, p. 15F.
276 Rafael Salcedo, “Noé León: De policía y tendero a pintor primitivista”, El Tiempo, 21 de ene-
ro de 1973, p. 12B.
277 Enrique Dávila Martínez, “Cronología”, en Noé León: entre el cielo y la tierra - Pinturas, catá-
logo, Universidad de Salamanca, Centro Cultural en Bogotá / Museo de Arte Moderno de Barranqui-
lla, 2001.
Pero hay algo más. El apellido León era el de la madre, detalle que junto a mu-
chos otros reveló Cepeda en ágil crónica que comienza así, con la parquedad sin-
táctica que le era característica:
Padre: José Dolores Bastos.
Madre: Venancia León.
Noé León nació en Ocaña en 1907. Estudió hasta cuarto año de primaria. Vivió en
su pueblo natal hasta la edad de 13 años. Luego se trasladó con sus padres a El
Banco. Más tarde vivió en Gamarra y Santa Marta. De allí se trasladó a Barranqui-
lla, en donde vive desde 1930.
Ocupaciones: Fue policía en Santa Marta, de 1924 a 1930. Policía también en Ba-
rranquilla, durante un año, del 30 al 31.
Desde pequeño le gustó la pintura: cuando hacía guardia en sus años de policía, ha-
cía bosquejos y dibujos de todo lo que veía. En los baños del cuartel pintaba con
pedazos de carbón, caricaturas de sus superiores.
Desde 1931 se ha dedicado enteramente a la pintura, de tal manera que ha llegado
a ser un ‘modus vivendi’.
Está casado hace 14 años con Rosa Castillo.278
Cepeda precisaba en la línea siguiente: “Vive humildemente, pero no le impor-
ta”. Noé León no cambió sus hábitos sociales al mejorar los ingresos monetarios.
En los años siguientes expuso individualmente en Bogotá, Barranquilla, Washing-
ton y Buenos Aires, colectivamente en Baden Baden, Frankfurt, Washington, San
Diego, Madrid, Barcelona, Londres, Bratislava, Montreal, Boston y Caracas. En el
artículo que escribió con motivo de la exposición de 1965 en la galería El Callejón
de Bogotá, Walter Engel se vio precisado a comentar un hecho por fuera del re-
sorte crítico que solía manejar: “Aún antes de la inauguración, más de la mitad de
los cuadros estaban vendidos. Y pocos días después la exposición estaba vendida
en su totalidad”.279 No se puede soslayar el aspecto económico, porque es el fac-
tor que permite precisar cuán fulgurante fue su ascenso y cuán fiel, al mismo tiem-
po, fue a su mundo, aspecto determinante en la comprensión de su obra.
Aunque Noé vio en Vilá un mecenas, porque lo lanzó a la fama y se mantuvo
cerca de él, la verdad es que el dueño de La Cueva fue ante todo el marchand y
promotor que hacia fines de 1963 comenzó a pagarle una suma fija mensual. Vilá
solventaba así los gastos rutinarios de Noé para que éste no tuviera que salir a la
calle en busca de clientes, encargándose él de contactar galerías y organizar expo-
siciones que solían estar bien publicitadas por la prensa. Vilá fue clave en el es-
fuerzo inicial de combinar éxito crítico y éxito comercial, algo que sólo un puñado
de artistas colombianos había podido saborear. ¿Qué pensaba el diligente protec-
tor de su protegido? Vilá firmó un par de artículos sobre el asunto. En uno de
ellos se refirió a la extracción popular del ocañero para expresar, con inteligencia
y calor humano, que él veía “una clara correspondencia entre la sencillez de su vi-
ÁLVARO MEDINA
332
278 Cepeda Samudio, ob. cit., ibídem.
279 Walter Engel, “Artes plásticas - El pintor ingenuo”, Magazín Dominical de El Espectador, Bo-
gotá, 28 de marzo de 1965, p. 13F.
da y la sencillez de sus formas”.280 Recordando las caricaturas que el artista es-
pontáneo solía hacer, entre 1926 y 1931, de sus compañeros de cuartel, Vilá señaló
que el suyo era un “humor inocente” y no olvidó mencionar el papel constructivo
que en todo esto había jugado Pepe Gómez Sucre, que fue quien propuso “esti-
mular lo que había en él de puro y gratuitamente artístico, y de misteriosamente
mágico”. Toca anotar que el estímulo tardó en concretarse casi cuatro años, pero
resultó eficaz una vez se puso en marcha. En mi opinión fue determinante, para su
feliz concreción, que en el local contiguo a La Cueva se realizara el último Inter-
americano, ya que desató una dinámica de exposiciones que generó, a su turno, la
atención que Noé empezó a recibir. El fenómeno transformó de paso al mismo Vi-
lá, y probablemente repercutió en la posterior decisión de desmantelar la colec-
ción y vender el bar. La pintura de Noé León se había tornado, con asombrosa ra-
pidez, en un potente motor económico. El dentista que se volviera un cantinero
exitoso había conseguido, asumida a pecho la tarea de estimular al pintor que lle-
gó de Ocaña, pasar de cantinero a buen marchand.
El testimonio de Gómez Sucre confirma la versión de Vilá. En sustancioso y
breve texto consignó: “Le sugerí que pintara directamente del natural en lugar de
copiar reproducciones. La sugerencia fue aceptada y el resultado ha sido una me-
jora progresiva de la calidad de la obra de León, que ahora revela un impresionan-
te sentido de la composición y enorme imaginación en cuanto se refiere a sus te-
mas”.281 Gómez Sucre calificó al viejo Noé de “primitivo genuino”, etiqueta en la
que el adjetivo parece escogido con la clara intención de diferenciar al ocañero de
los primitivos falsos. En su reflexión el historiador cubano consideró oportuno
definir cuál era la actitud de los artistas que desde el “Aduanero” Rousseau han
sido cobijados con el ambiguo y siempre discutido término: “ignoran a la Acade-
mia e ignoran el mundo de lo moderno, y enfilan las armas de sus pinceles hacia lo
mágico, descubriendo la pintura por sí mismos”. Agregó: “los primitivos hallan así
sus procedimientos propios y no saben ni de oficios sistematizados, ni de teorías
del arte y, sin embargo, encuentran una expresión propia”.282
Me parece significativo que en su testimonio Gómez Sicre hubiera menciona-
do que Noé León encontró su expresión con las obras tituladas Casa y jardín de
Barranquilla y El Gran Luruaco, referencia esta última a una población situada a
unos setenta kilómetros de la ciudad, a orillas de una laguna. Quiere decir que el
veterano y a un tiempo novel artista procedió por sí solo a potenciar su vena crea-
tiva, giro que inició cuando tocó aspectos del entorno inmediato, asumidos espon-
táneamente antes de pisar por primera vez el umbral de La Cueva. Lo hizo con ti-
midez, reproduciendo tarjetas postales o fotografías de casas de hacienda y paisa-
jes marinos de rincones de Cartagena, Puerto Colombia y Salgar, según puede
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
333
280 Eduardo Vilá Fuenmayor, “El primitivismo en el arte - Noé León: un romántico de la era de
la cosmonave”, Diario del Caribe, 3 de febrero de 1967, p. 6.
281 “Causa sensación en Washington la obra del primitivista Noé León”, El Tiempo, Bogotá, 21
de noviembre de 1965, p. 13.
282 José Gómez Sucre, “Noé León: francotirador en el mundo del arte”, Magazín Dominical de
El Espectador, 12 de julio de 1964. p. 15F.
apreciarse en los catálogos y libros que le han sido consagrados. Copiaba sin agre-
gar nada de su imaginación, con pinceladas relamidas y colores de poco contraste,
sin lustre alguno. Aunque no descollaba aún su talento, la nueva práctica lo estaba
acercando, en aquello de interpretar el hábitat y sus pobladores, a los procedi-
mientos de José Félix Fuenmayor, Gabriel García Márquez y Álvaro Cepeda Sa-
mudio en la literatura, de Leo Matiz y Nereo en la fotografía, de Enrique Grau,
Alejandro Obregón, Cecilia Porras y “Figurita” Rivera en la pintura. Quizás por
esto fue invitado a mostrar en el Salón Interamericano de 1960 y acogido caluro-
samente en La Cueva, en cuya galería expuso individualmente en 1965.
Como es usual en casos parecidos, Noé León requería apoyo y patronato para
poder cristalizar con toda propiedad su poética pictórica. De esto se encargaron,
en grados muy diversos, Eduardo Vilá Fuenmayor, Alejandro Obregón y Álvaro
Cepeda Samudio. Alfonso Fuenmayor cuenta que Vilá y Obregón se encargaron
de encausar el talento del viejo pintor, de modo tal que “la pintura de Noé León
fue modificándose, aunque sin perder su hieratismo, ni la rigidez de las figuras. A
su pintura fueron llegando las cometas, los viejos buques de río, los buses urba-
nos”.283 Me parece indispensable resaltar que el salto cualitativo se produjo cuan-
do la obra de Noé dejó de ceñirse al aspecto exterior de las convencionales y secas
aunque pintorescas estampas que gustaba copiar. Tan pronto el viejo y ahora reju-
venecido pintor se entregó al ejercicio de rescatar y representar las vivencias expe-
rimentadas por él en el ambiente caribeño, su obra desentrañó temas inéditos, no
tratados ni en la literatura, que estaban en las narices del que supiera mirar la rea-
lidad con sentido poético. Esto hizo de él un “primitivo genuino”, para retomar la
acertada definición de Gómez Sicre.
Voy a detenerme ahora, volviendo a la apreciación de Vilá, en dos de los con-
ceptos que expresó: “gratuitamente artístico” y “misteriosamente mágico”. Creo
que Vilá, cuyos escasos escritos reflejan a su modo las opiniones que entre libacio-
nes solía intercambiar con Obregón y Cepeda, supo penetrar el secreto sentido de
la obra del viejo Noé. Me parece que el deseo de querer trascender con significa-
ciones perfectamente inteligibles por todos, sumado al afán de agregar y agregar
para poder estabilizar la composición con un sentido de equilibrio que a la postre
resulta bastante elemental, son los factores que alimentaron y justificaron – en el
ahora remozado pintor – la necesidad de poner por poner. Pero ojo, procedió así
sin traicionar o diluir, con excesos, lo fundamental de los temas que iba abocando.
Lo que en el barroco es la voluta que surge airosa y se multiplica por simple horror
al vacío, en el pintor primitivo es la figura de factura fuerte que prolifera para lle-
nar el cuadro bajo la forma de planta, animal, ser humano, accidente topográfico o
fenómeno celeste. Tal es el origen de la ‘gratuidad artística’ que mencionara Vilá.
En cuanto a lo misterioso y mágico, es una cualidad que deriva de presencias
protagónicas de gran intensidad, protagonismo al que no es ajeno el impulso de
poner por poner mencionado arriba. Una flor, una nube, el ave que vuela, un ca-
mino o el sombrero que porta un transeúnte son todos sin excepción, indepen-
ÁLVARO MEDINA
334
283 Fuenmayor, ob. cit., p. 76.
dientemente del tamaño que tengan, presencias imposible de ignorar porque están
detalladas en primer plano aunque espacialmente estén situadas en la lejanía. La
razón de ser de semejante énfasis visual no es ilógica, pero tampoco llega a ser ló-
gica, tiene algo de arbitrario pero también mucho de sensato. Ahora bien, si el tra-
tamiento general del cuadro reposa por un lado en una suerte de naturalismo sui
géneris, por el otro tenemos que las relaciones de causalidad están lejos de ser o
parecer naturales, si bien están sumergidas en un mundo de caprichos fácticos, es
decir, no fantasiosos. Los caprichos pictóricos de Noé León adquirieron vivacidad
cuando pasó “de la cosa fielmente transcrita a la cosa libremente interpretada”,
valoración que Vilá suscribió para señalar que el viejo Noé había entrado, una vez
dejó de copiar imágenes impresas, en una etapa de notable efervescencia creativa.
Entre el primer encuentro de Noé con Gómez Sucre y su primera exposición
en Bogotá transcurrieron más de cincuenta meses, período durante el cual fue in-
vitado a participar en numerosas colectivas, sobre todo fuera de Colombia. En mi
temprano y fugaz cruce con él, ocurrido años antes de que accediera a la categoría
de personaje nacional, el pintor me manifestó que él sabía pintar lo que el ojo ve,
tal como lo ve. Unos cuanto años después el periodista José Antonio Moreno, otro
asiduo de La Cueva, planteó en El Tiempo algo más elocuente, producto de la
evolución que el artista había experimentado en corto tiempo. Escribió Moreno:
“pinta ‘lo que ve’ y también ‘lo que no ve’”.284 Era una definición precisa y sus-
tancial, más completa y verídica que la que el pintor gustaba proclamar inicial-
mente. Recogía lo planteado un año antes en un titular de Diario del Caribe, el pe-
riódico barranquillero entonces dirigido por Cepeda Samudio, que decía: “Noé
León también pinta lo que ya no volveremos a ver”.285 Esta definición era más
ajustada a la verdad. Noé experimentó un notable ascenso cualitativo tan pronto
se puso a pintar sus recuerdos, visualizando los hechos y lugares que sólo la men-
te, su propia mente, podía volver a ver. “En realidad lo que he pintado me ha sali-
do siempre de la imaginación”, le declaró sobre su producción reciente al novelis-
ta Julio Olaciregui, “pero mucho de ello lo viví de alguna manera”.286 De donde
se concluye que, con el propósito de revivir lo ya ido, el saber imaginar constituía
la sustancia poética de la pintura de Noé León.
Hablo de un imaginar, sin nostalgias, las cosas que el tiempo va borrando
inexorablemente. Moreno lo manifestó en su reportaje: “está retratando las cosas
viejas de Barranquilla, precisamente aquellas que contribuyeron a formar la ciu-
dad”. Salta a la vista que el pintor había resuelto trabajar como un cronista, enca-
rando los temas con fidelidad y rigor a la hora de representar el escenario de los
hechos evocados. Por eso Marta Traba conceptuó que Noé conseguía “por instin-
to lo que trabajosamente, tratando de ascender, cayéndose y tambaleando, quieren
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
335
284 José Antonio Moreno, “Noé León de cuerpo entero - ‘Que viajen mis obras; yo me quedo en
Barranquilla’”, El Tiempo, 30 de mayo de 1966, tercera sección, p. 1.
285 “Noé León también pinta lo que ya no volveremos a ver”, Diario del Caribe, 3 de abril de
1965, p. 5. La publicación recogía textos ya publicados en la prensa bogotana.
286 Julio Olaciregui, “Noé León: un poco de su historia”, Magazín Dominical de El Espectador,
29 de junio de 1975, p. 6.
lograr los pintores cultos”.287 Pero yendo directamente al grano, ¿qué había en
sus cuadros que fuera distinto de lo visto hasta entonces? Ante todo la virtud de
tratar con carácter sus propios y personalísimos temas. Donde otros primitivos
fantaseaban, inventando situaciones no conectadas con la realidad objetiva, el ex
policía procuraba ser objetivo, incluso parco, fiel a sus vivencias. Revivía los episo-
dios de su personal tiempo perdido en lugar de lucubrar por lucubrar, actitud que
lo llevó a prodigarse con una figuración simple de cromatismo afelpado y al mis-
mo tiempo luminoso.
El color, que Germán Rubiano Caballero tildó de arbitrario para mejor desta-
car al grado de libertad y autonomía que Noé León había aprendido a manejar,288
era el desfogue hacia lo que en principio nos puede parecer fantasioso sin llegar a
serlo. Considero apropiado el calificativo de arbitrario que empleó el respetable
historiador, término que no debe ser entendido como el esfuerzo de inventar lo
inexistente, sino todo lo contrario: el empeño de darle brillo a lo existente, resal-
tando los fulgores del trópico. Un segundo aspecto arbitrario tiene que ver con el
espacio y la manera de proporcionar los cuerpos que lo ocupan. En esto último
Noé procedía como el “Aduanero” Rousseau, Grandma Moses y otros primitivos
que en el mundo han sido, así que sobre el particular no vale la pena extenderse.
Admitamos, eso sí, que si la obra del pintor de Barranquilla se hubiera restringido
a tan superficiales aspectos, su nombradía hubiera sido flor de un día como ocu-
rrió con los “colegas” que con su triunfo aparecieron por doquier en Colombia.
Lo que hizo grande a Noé fue la nota de realismo que, con sensatez y humana ter-
nura, el artista pulsó a fondo.
Ya he citado a Olaciregui para recordar que la fuente primordial de sus pintu-
ras, como bien lo reconociera el pintor, fue la realidad. Es una declaración que to-
ca matizar, agregando que se trata de la realidad que él palpó en plena juventud.
En efecto, sus temas están ligados a los paisajes que recorrió entonces. Por eso
predominan las planicies boscosas de la Costa y, si bien son raras, no olvidó las
montañas de su natal Santander del Norte. Si nos fijamos en el itinerario del emi-
grante económico en busca de empleo, comprobaremos que llevó a la pintura as-
pectos relacionados con la ruta que le tocó recorrer: el río de buques de vapor, los
trenes bananeros, las chivas o buses coloridos de los puertos caribeños y los avio-
nes de la época en que Barranquilla ostentó el título de principal puerto aéreo de
Colombia. Sobre la obsesión vehicular del emigrante escribió Walter Engel: “En
general, observamos en el pintor una predilección especial por los vehículos te-
rrestres, fluviales y aéreos. Barcos, aviones, buses, automóviles y carros atraen per-
manentemente su atención. Y con los vehículos, sus ocupantes. En los barcos se
observan los pasajeros, bien ordenados y visibles, lo mismo que en los buses”.289
ÁLVARO MEDINA
336
287 Marta Traba, “Crítica de arte - Gutiérrez, Rojas, Noé León y Cía.”, La Nueva Prensa, Bogotá,
8 de agosto de 1964, p. 59.
288 Rubiano Caballero, ob. cit., p. 1452.
289 Walter Engel, “Pinturas ingenuas”, Magazín Dominical de El Espectador, 2 de agosto de 1964,
p. 12F.
Noé León también trató escenas del trasegar cotidiano: niños elevando come-
tas y gentes paseando o comprando alimentos en los viejos mercados municipales,
en los que pululan los vendedores ambulantes. Sólo en ciertos casos los temas son
de visos extraordinarios, como cuando pintó acciones de violencia política. Es
más, algunos cuadros se pueden antojar desolados ya que nada especial ocurre en
ellos. De las distintas series que llevó a los lienzos, la más honda y mejor lograda
es la de los Nocturnos (1964). Está compuesta de vistas aldeanas que remiten a los
tiempos en que las casas de los pequeños y calurosos pueblos del Caribe colom-
biano contaban ya con energía eléctrica, al tiempo que las barriadas carecían de
alumbrado público. Los que alguna vez anduvimos de noche por las calles sin pa-
vimentar de poblaciones esencialmente agrarias, guiados por las luces que las ca-
sas proyectaban al exterior por puertas y ventanas creando franjas de claridad en
medio de la oscuridad, nos identificamos con los caminantes que en los cuadros
de Noé León transitan por callejuelas arenosas. Si bien es sencilla, la arquitectura
anima un ambiente matizado por una luminosidad que no plantea, a pesar de los
contrastes, dramatismos ajenos a un tema que en esencia es apacible. Cuando las
escenas nocturnas fueron exhibidas en Bogotá, Walter Engel las miró con entu-
siasmo y escribió:
Un hallazgo especial forman los Nocturnos. Cuánta cursilería no se ha derrochado
en los efectos “seguros” de las luces artificiales destacándose del azul de Prusia de
la noche. Noé León trabaja sus Nocturnos minuciosamente, les da construcción y
perspectiva a las calles y prescinde de los contrastes efectistas de las luces demasia-
do brillantes y la oscuridad demasiado profunda. Por lo general, todas las ventanas
se ven iluminadas por una luz artificial más bien discreta que no rompe la unidad
de las composiciones. En las calles vemos vehículos, transeúntes y perros; en terra-
zas y ventanas, a los habitantes; sobre los techos, gatos y palomas. Con mayor liber-
tad que la perspectiva lineal se trata la de las proporciones humanas. Figuras de pri-
mer plano aparecen con frecuencia más pequeñas que otras alejadas. Pero no es un
defecto. Les presta a los cuadros su característica nota “primitiva”.290
De una manera general podemos dividir las pinturas de Noé León en dos gran-
des vertientes: cuadros de tema rural y cuadros de tema urbano. Cuando en los
primeros creemos descubrir situaciones fantásticas, no hay tal. Se conocen tres
versiones de un tigre o jaguar devorando a un sacerdote misionero en plena selva,
reminiscencia, si no de una leyenda transmitida por la tradición oral, al menos sí
de algún hecho conocido por Noé cuando el río Magdalena estaba lejos de estar
bordeado por los campos semi arrasados de hoy. Al respecto puedo contar que es-
tando yo muy pequeño, recorrí el bajo Magdalena en dos ocasiones. En mi memo-
ria guardo una visión del medio ambiente ribereño que no difiere de la que he en-
contrado en ciertas pinturas de Noé León. Con mencionar que un técnico nortea-
mericano viajaba con nosotros y les disparaba, desde un puente del buque, a los
caimanes que se asoleaban en los playones, creo poder decirlo todo. De alguna
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
337
290 Ibídem.
manera llegué a contemplar, en 1946, la postrera exhalación de un mundo arcaico.
Recordemos que en el período 1920-1923, cuando se instaló con su madre en el
puerto fluvial de Gamarra (recordemos que más tarde pasó al puerto fluvial de El
Banco), a Noé le tocó ganarse la vida vendiendo mercancía a lo largo del río.291
¿Qué pudo presenciar el adolescente yendo y viniendo en esos recorridos?
El viaje posterior a Santa Marta y Barranquilla fue la de muchísimos ciudada-
nos nacidos en Ocaña, la población nortesantandereana de más fuertes vínculos
con la Costa caribeña. Viajando en compañía de su señora madre, Noé transitó el
camino que los ocañeros han estado siguiendo, generación tras generación. La
cumplió en buques mixtos que iban de puerto en puerto dejando y recibiendo
carga y pasajeros, buques que cada cuarenta kilómetros tenían que reabastecerse
de combustible. En el recorrido, el joven inmigrante se llenó de imágenes que pa-
sados los 50 años de edad empezó a pintar con entusiasmo, recuperando lo vivido
y conocido, y sublimándolo con colores encendidos. El daño al medio ambiente
no había alcanzado a diezmar la fauna ribereña, de allí este otro apunte de Engel:
“Aparte de la población humana, también abunda la población animal. En el fo-
llaje de los árboles, pintado cariñosamente en sus detalles, habitan los pájaros y los
micos, y al borde de los ríos acechan los caimanes. En las calles se ven perros, ga-
tos y palomas”.292 Julio Olaciregui mencionó en su reportaje que en la casa del
pintor había “siete perros, siete gatos y un azulejo”, detalle que dice mucho de la
personalidad de un hombre que no abandonó nunca el espíritu campesino.
Por eso precisamente pudo evocar, con mirada fresca y pinceladas justas, el re-
corrido cumplido de la tierra natal a la tierra adoptiva, pintando el autobús que en
El Trans Ocaña (1965) sube por carretera destapada y se halla a punto de cruzar la
chiva que, transitando en sentido contrario, asoma en la curva del filo montañoso.
Recordaba así el viaje que en Accidente en la vía (1971) adquiere visos particulares
con ese vehículo rotulado “Ruta Ocaña-Barranquilla” que, al pasar frente a un ca-
serío, arrolla la serpiente atravesada en la vía, apunte de un incidente probable-
mente acaecido durante uno de los muchos viajes del esperanzado inmigrante.
Como Noé declaró en numerosas ocasiones que el trayecto hasta la Costa fue cu-
bierto por etapas, entre paradas que duraron años, el rótulo del bus tiene un senti-
do que refleja su abarcadora y elástica noción de la realidad.
El apunte autobiográfico es patente en los numerosos buques fluviales que
pintó, semejantes entre sí, mas nunca iguales, que procuró identificar con sus
nombres para poder individualizarlos. La serie refleja la inquietud del ribereño
que en la época dorada del río Magdalena veía pasar, llegar y salir embarcaciones
que desde la distancia, por el timbre del pito, el color o la silueta, podía identificar
sin tener que leer el nombre escrito a lado y lado del puente superior. La remem-
branza pictórica adquiere un vuelo inusitado con los osos hormigueros y los jagua-
res que habitan los bosques, pero sobre todo con la actividad de los cazadores que
capturaban y sacrificaban los caimanes para comerciar con las pieles, tema que el
ÁLVARO MEDINA
338
291 Dávila Martínez, ob. cit.
292 Engel, ob. cit.
pintor trató en 1966 y retomó en 1975. El trajín de los caimaneros al momento de
transportar o de pelar los animales muertos, tema fuerte y absolutamente original,
prueba que la obra del ocañero estaba lejos de ser fantasiosa o arbitraria, y que en
ella, además de valores artísticos, encontramos rasgos históricos de enorme impor-
tancia documental.
Cuando Noé León decidió establecerse en la Costa, la zona bananera gozaba el
apogeo económico que precedió a la huelga de los trabajadores agrícolas ligados a
la United Fruit Co. Por eso se dirigió a Santa Marta, donde halló plaza de policía.
Julio Olaciregui escribió sobre esa etapa: “Se salvó de participar en la represión de
la Huelga de las Bananeras en 1928 porque su madre comenzó a sufrir, por aque-
lla época, de enajenación mental, y sus superiores lo eximieron de la movilización
a Sevilla y Ciénaga para que se quedara cuidándola”.293 La masacre perpetrada en
la estación ferroviaria de Ciénaga estremeció a la región, provocó indignación na-
cional, marcó la historia del sindicalismo colombiano e inspiró las plumas del Ga-
briel García Márquez de La hojarasca y Cien años de soledad, y del Álvaro Cepeda
Samudio de La casa grande, repercutiendo luego en los variados temas de violen-
cia política que Noé León llevó a sus telas con un desenfado que a fuer de inge-
nuo resulta terrible.
Pero la reconocida ingenuidad del pintor era, en esencia, de naturaleza arcádi-
ca. Respondía a los avatares y a las circunstancias que determinaron un modo de
vida que la industrialización fulminó. A medio camino entre lo urbano y lo rural,
las “grandes” ciudades del Caribe colombiano fueron bastante pueblerinas hasta
más o menos 1950. Experimentaban el estadio de transición que dio pábulo a los
ejemplares ejercicios de imaginación que podemos leer en las páginas de Cien
años de soledad y ver en las pinturas de Noé León. Sólo que el pintor empezó a
trabajar el tema arcádico antes que el escritor, no como una metáfora sino como
una visión nueva y enriquecedora de la realidad que el paso del tiempo iba esfu-
mando. Recordemos que la primera edición de la novela del premio Nobel colom-
biano es de mayo de 1967. Pues bien, en febrero del mismo año Eduardo Vilá for-
muló una consideración tan esclarecedora como ésta: “todo lo que Noé pinta es
sacado de la realidad, [sus obras] parecen emerger sin embargo de un fondo pri-
mordial y están sumergidas en una especie de atmósfera poética y lejana donde la
belleza no es turbada por la aspereza o el dolor”.294 El planteamiento contiene
tres afirmaciones fundamentales: la existencia de una base poética derivada de la
realidad concreta, el manejo de un fondo primordial que se alimenta de lo ocurri-
do en el pasado y el empleo magistral de una belleza imperturbable. Son tres ele-
mentos aplicables a Cien años de soledad, cuyo manuscrito – como es bien sabido
– fue leído en Barranquilla antes que el libro fuera impreso, lo cual sin duda pudo
condicionar la percepción de Vilá.
La arcadia del pintor y la del escritor se daban la mano en lo que hace al fondo
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
339
293 Olaciregui, ob. cit.
294 Vilá, “El primitivismo en el arte - Noé León: un romántico en la era de la cosmonave”, ob.
cit., ibídem.
primordial. ¿Por qué? Porque la materia prima que ambos manejaban era la mis-
ma. Se originaba en lo sentido y respirado en un ámbito largamente compartido
por los dos creadores, que podemos reducir a dos corredores: el fluvial del Mag-
dalena y el ferroviario de la zona bananera. Tenía razón Mario Rivero cuando
planteó que Noé León pintaba a Barranquilla “como un pueblón grande, como
una aldea”.295 Noé se entregó a pintar, con verdadera pasión, la aldea que como
Macondo crecía y se transformaba. La pintaba en un momento crítico de su evo-
lución histórica, entre dos fases, de modo que revela su aspecto aldeano en los ba-
rrios periféricos mientras en los nuevos y elegantes asoma la otra cara, que algo
tiene aún de la población original o primitiva en relación con la metrópolis de edi-
ficaciones verticales que empezaba a surgir. La Barranquilla que vemos en los cua-
dros de Noé León es la de los años treinta del siglo XX, hecha de casonas de un
solo piso entre jardines primorosos. A su colorida apariencia se le puede aplicar lo
que Mario Vargas Llosa reflexionó sobre Macondo, al decir que sus sobrias cons-
trucciones “corresponden en sus grandes lineamientos, a los de cualquier socie-
dad, y en los detalles a los de cualquier sociedad subdesarrollada, aunque más es-
pecíficamente a la latinoamericana”.296
Mario Rivero habló de una Barranquilla “cuyas casas, paisajes y ambientes, son
el trasfondo intraducible de muchas de sus imágenes”. Pongo en paralelo su opi-
nión con la de Germán Vargas, privilegiado lector del manuscrito de Cien años de
soldad, que en el primer texto publicado sobre la gran obra literaria anotó que
“García Márquez incorpora personas reales y hechos sucedidos en Barranquilla al
ambiente de Macondo”.297 Si la evolución histórica de la aldea primitiva produce
contrastes inesperados que casi siempre deslumbran por lo insólitos que llegan a
parecer, la sorprendente combinación de imaginación desbordada y realidad obje-
tiva nos sitúa, cuando se expresa a través de la obra artística, en el terreno de lo
real maravilloso. Fernando Arbeláez se fijó en una tela de Noé para lanzar un inte-
rrogante: “¿Por qué no es ridícula esa composición en donde un aeroplano se in-
cendia y se precipita con un patetismo de litografía?” He aquí su respuesta: “Sim-
plemente porque lo que se trata de demostrar, que es la cometa, se ha logrado con
toda precisión, y no importan los elementos accesorios que rodean el término que
se ha propuesto el artista”.298 Con su imperturbable sentido de la belleza, Noé
León entrecruzaba realidades con un desenfado que aunque risueño era penetran-
te, fuera de portentoso desde el punto de vista poético. Razón tuvo el poeta Rive-
ro al afirmar que “su arcaísmo está tratado últimamente como recurso de encanta-
ÁLVARO MEDINA
340
295 Mario Rivero, “Ficha para Noé León”, Boletín Cultural y Bibliográfico, v. XI, n.° 9, Bogotá,
1968, p. 126.
296 Mario Vargas Llosa, “Cien años de soledad. Realidad total, novela total”, en Gabriel García
Márquez, Cien años de soledad, ob. cit., p. XXX.
297 Germán Vargas, “García Márquez: autor de una novela que hará ruido”, en Juan Gustavo
Cobo Borda (selección y prólogo), Gabriel García Márquez - Testimonios sobre su vida. Ensayos sobre
su obra, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 1992, p. 51.
298 Fernando Arbeláez, “Introducción al pintor Noé León - Con sabia riqueza…”, Magazín Do-
minical de El Espectador, 2 de agosto de 1964, p. 13F.
miento”. Y una línea después: es “el pintor más popular, el más natural y el más
próximo”.299
En tanto que virtud, la simplicidad del viejo Noé me lleva a pensar que su obra
es, a las complejas estructuras visuales de Pablo Picasso, lo que Cien años de sole-
dad es a la compleja estructura narrativa de Ulises de James Joyce. Hecha la com-
paración toca anotar una diferencia notable: Gabriel García Márquez no es un in-
genuo, mas sí el escritor de un mundo lleno de ingenuidades transmutadas en per-
plejidades, tan deliciosas como las nubes de algodón de azúcar de Noé León, o
como ese retrato de gato con porte y mirada de perro en el que el pintor escribió
este grato reconocimiento, prueba de que no desconocía los valores de la pintura
moderna de vanguardia: “Con alta estimación lo dedico a Alejandro Obregón”.300
El cuadrito homenajeaba al Obregón que, en plan de polemizar con Noé, yo men-
cioné en mi primer encuentro con él. Me refiero al Obregón que hacia 1965,
cuando descubrió en un muro de La Cueva un largo tren de Noé León que ape-
nas cabía en su formato ancho, muy ancho y de escasísima altura, ajustado a la
proporción alargada de la máquina y sus varios vagones, tuvo el celo de pintar en
pocos días otro tren y de llevarlo al bar para que quedara colgado junto al de su
admirado Noé. Estaba realizado en un formato similar con el fin de demostrarnos
que él podía abocar el mismo tema con pinceladas dinámicas y sueltas, y de solu-
cionarlo con no menor fortuna para conseguir – y repito a continuación las pala-
bras que, estando sentado junto a mí en la barra, me dirigió Alejandro –, “un cua-
dro igual de audaz y bueno”.
Poéticas visuales del Caribe colombiano al promediar el siglo XX
341
299 Rivero, p. 128.
300 Ver foto en “El primitivo expondrá en Barranquilla - Noé León también pinta lo que ya no
volveremos a ver”, Diario del Caribe, Barranquilla, 3 de abril de 1965, p. 5.
1859 Madiedo, Manuel María, 1859, Poesías… Precedidas de un tratado de métrica.
Bogotá, Imprenta de la Nación.
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1924 Vega, Fernando de la, Apuntamientos literarios, Prólogo de Florentino Goena-
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1928 Goenaga, Florentino, 1928, “Rafael Celedón”, en Papeles recogidos, Cromos,
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1937 Vega, Fernando de la, Cartagena, la de los claros varones, El Mercurio, Cartage-
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Varias cuentistas Colombianas, Bogotá, Minerva. Selección de Samper Ortega
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Finito di stampare nel mese di
gennaio 2009 dalla
Stamperia Stefanoni - Bergamo
... 2 En la ampliación de imágenes del Caribe colombiano Alejandro Obregón, Cecilia Porras, Nereo López, entre otros artistas, incidieron en certámenes, salones, bienal y demás plataformas expositivas desde finales de 1940. Estos desdibujaron la barrera de los Andes en la cual se había concentrado la legitimación oficialista de la intelectualidad y de las propuestas artísticas capitalinas tomando elementos de diversas proveniencias temporales en busca de una modernidad tocada por el asombro (Jaramillo, 2005;Rodríguez, 2006). ...
... Las particularidades decorativas de Grau adquieren densidad y carácter por sus connotaciones simbólicas (Calderón, 2002). En esta línea, Rodríguez (2006) propone que: En Grau lo decorativo no se queda en la bonitura primorosa y superficial, porque trasciende y pasa a la categoría superior de ornamental. ¿En qué sentido? ...
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La imaginación del artista da lugar a representaciones de cosas, partes del reino del ingenio, la fantasía y la invención sobre la experiencia. El artista cartagenero Enri- que Grau Araujo en 1991 comienza a elaborar una serie de obras sobre el paisaje car- tagenero que confluyen siete (7) años después en el tríptico Panorámica de Cartagena (1998). Allí predominan acontecimientos dramáticos de orden natural y místicos mar- cados por la oscuridad repentina. Este artículo aproxima a la obra de Grau, mediante la perspectiva del filósofo irlandés Edmund Burke de lo sublime como una forma de conocimiento sensible, experimentable o perceptible, vinculada a los momentos de asombro, miedo y reflexión estando cerca de la muerte. Para esto se analizan los ele- mentos y gestos implementados por el artista en cada cuadro; junto con entrevistas, publicaciones de prensa contemporáneas al proceso de producción de la obra y el contexto histórico como soporte.
... (Citado en Brunner, 1992: 46) 13. Jacques Gilard (2009), en su texto sobre el Grupo de Barranquilla, argumentó que los jóvenes barranquilleros eran los mejor informados del país, y que habían accedido a las novedades literarias de manera muy temprana. Pone el ejemplo de Jorge Luis Borges, que era leído por Vinyes en Barranquilla en 1940, mientras que no había tenido «secuelas apreciables» en el resto de Colombia (104). ...
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A partir de un enfoque interdisciplinario, este artículo analiza la estética cinematográfica persistente en La casa grande, de Cepeda Samudio, mediante un abordaje inédito de la obra literaria en términos técnicos del cine, como lo son los planos, la espacialidad, los efectos sonoros, la escritura tipo guion y las imágenes. Se amplía, de este modo, la tendencia netamente indicativa con que previamente se abordó esta materia en la novela. El análisis se realiza a partir de antecedentes biográficos del autor, sus influjos artísticos, y su particular manera de tomar el suceso histórico y llevarlo a la literatura. El propósito es producir una interpretación de La casa grande como si fuese una realización fílmica a partir de ejemplos concretos. Se concluye que la presencia de estas características fílmicas es generalizada y original en su naturaleza, con lo que se establecen puntos de partida para posteriores discusiones orientadas a la presencia de momentos sensitivos e imágenes fetiche en la obra.
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En este artículo se aborda el caso de la artista cartagenera Cecilia Porras para analizar, desde la sociología del arte, algunos elementos de su papel como mujer y como artista en la aparición de ciertas rupturas con la tradición cultural de su época. Estos rompimientos se dieron a partir de la enunciación de nuevos roles sociales y culturales de la mujer en la sociedad local cartagenera, algunos elementos tenía que ver con su participación y aporte en la definición de lenguajes plásticos modernos en Colombia. Para entender el papel de Porras en su contexto de origen, se reflexiona sobre la manera como los procesos en las artes plásticas en Cartagena, a mediados del siglo xx, respondieron a zonas de tensión entre impulsos modernizadores y la pervivencia de estructuras institucionales y de pensamiento tradicionales.
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Este libro recoge la investigación curatorial de la exposición presentada en el Museo Nacional de Brasilia en 2013. La investigación profundiza sobre la relación de este artista con la naturaleza y el paisaje, que son quizás el pretexto conceptual que más lo obsesionó durante toda su carrera. Se propone un nuevo concepto para nombrar el acercamiento de Obregón al paisaje: el de “Geografía Pictórica”. Obregón, al preocuparse por interiorizar las fuerzas que están implícitas en la naturaleza y al buscar materializar un proceso cercano a través de la pintura, logra que sus obras se constituyan como verdaderos hechos geográficos. En sus obras se crean nuevos lugares; son geografías pictóricas que usan la potencia de los recursos plásticos para explorar el espacio. Generan sus propias reglas, crean su propio lenguaje y tienen su propia energía. Esta muestra plantea una ruta de acercamiento a sus geografías a través de seis grupos (geografías del desdoblamiento, geografías de fuerzas y tensiones, geografías de atmosferas, geografías de color, cuerpos geografías y geografías saturadas), que reconocen maneras diversas de exploración del espacio, y señalan elementos comunes en las estrategias que Obregón usó para llevarlos al lenguaje mudo de la pintura.
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In this article we highlight the leading role that a "costeno" intellectual had between 1940 and 1950 in the formation of a regional identity based on folklorization of local artistic expressions (music and dance), and his attempt to articulate a national identity in Colombia. Based on the few writings of this intellectual we intend to show that the construction of a regional identity experienced tensions and negotiations, given the cultural affinities of the author and, above all, the need of the liberal governments and the Colombian state to construct a broader idea of nation.
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This article deals with the particular case of Cecilia Porras, an artist born in Cartagena. It analyzed the sociological aspect of the arts, some gender issues and herself as an artist, while cultural ruptures where appearing such as the enunciation of women that started to have new social and cultural roles in the society of Cartagena. Is also explores her participation and contribution of the construction of the new plastic languages that defined the meaning of Modern Art in the Country. In order to understand the role of Cecilia Porras in her original context, the text offers a reflection about how in the mid 20th Century, the art scene in Cartagena responded to tense areas between the modern momentum and the traditional way of thinking of the Institutions.