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Una introducción a los estudios sobre masculinidades: recorridos históricos y teóricos de la investigación social sobre los hombres

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Abstract

Este trabajo tiene como propósito brindar algunos alcances sobre el origen y el desarrollo de la preocupación académica sobre los hombres. En la primera parte, revisaré la trayectoria histórica, política y científico-intelectual de estos estudios. La segunda parte contiene un recuento breve de cuáles han sido los enfoques y las propuestas teóricas que más presencia han tenido en su desarrollo. Este recuento ha sido preparado desde una perspectiva antropológica y a partir de una revisión de materiales e ideas de varios autores que considero representativos de esta naciente “tradición” de estudios sociales sobre masculinidad.
UNA INTRODUCCIÓN A LOS ESTUDIOS SOBRE MASCULINIDADES
Recorridos históricos y teóricos de la investigación social sobre los hombres
César R. Nureña1
1 Escuela de Antropología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Lima, octubre de
2009.
2
Introducción
Los hombres han estado siempre presentes en los estudios y reflexiones sobre casi cualquier tema, ya sea
como autores o como sujetos de quienes se habla. Sin embargo, no ha sido sino hasta hace unos treinta o
cuarenta años que comenzaron a hacerse notar numerosos esfuerzos intelectuales orientados a saber más
sobre los hombres en-tanto-hombres, es decir, ya no como sujetos tácitos de la realidad y de la historia,
sino como seres con género. Sobretodo en ciencias sociales y humanidades, la “condición de hombre”
empezó a ser tomada como punto de partida para analizar y re-examinar un amplio rango de temas, que
van del poder y la política, hasta la salud y la sexualidad, pasando por el desempeño económico, la
familia, las representaciones masculinas en la historia y la ficción, entre muchas otras áreas. La palabra
“hombre”, tan frecuentemente usada como sinónimo de humanidad o de especie humana, fue
adquiriendo nuevos sentidos en esta literatura académica y política de las tres últimas décadas. Desde la
aparición de los men’s studies hasta hoy, una nutrida corriente de investigación, teorización y debate ha
tomado cuerpo en lo que actualmente se suele llamar estudios sobre masculinidad/es. Esto nos lleva a
plantearnos algunas preguntas. La primera apunta a saber cómo nace esta relativamente reciente
preocupación por los hombres. Es decir, de dónde emerge y qué generó este nuevo interés. Un segundo
cuestionamiento se dirige a saber de qué hablamos cuando empleamos el concepto de “masculinidad”,
pues los enfoques y puntos de vista al interior de esta corriente difieren enormemente. No hay en este
ámbito teorías o paradigmas establecidos, sino más bien aproximaciones múltiples y cambiantes a
diversos aspectos de la masculinidad.
Este trabajo tiene como propósito brindar algunos alcances sobre estas dos cuestiones. En la
primera parte, revisaré la trayectoria histórica, política y científico-intelectual de estos estudios. La
segunda parte contiene un recuento de cuáles han sido los enfoques y las propuestas teóricas que más
presencia han tenido en su desarrollo. Este recuento ha sido preparado desde una perspectiva
antropológica y a partir de una revisión de materiales e ideas de varios autores que considero
representativos de esta naciente tradición de estudios sociales sobre masculinidad. El objetivo no es
precisamente realizar un examen riguroso de la historia de las teorías sociales que intervienen en este
campo, sino más bien ofrecer una introducción al tema y un panorama amplio a partir del cual pueda
cada quién explorar luego el asunto con mayor profundidad.
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El surgimiento de los estudios sobre hombres y masculinidad
Todas las sociedades tienen formas de percibir, entender e interpretar las relaciones y diferencias de
género. Pero, si nos remitimos a la historia y a las variantes culturales humanas, encontramos que no
todas las sociedades manejan un concepto de “masculinidad”, entendido como un conjunto de
características o rasgos distintivos de los hombres. En nuestra cultura actual de raíces europeas modernas
es usual concebir a hombres y mujeres como portadores de subjetividades o caracteres distintos. Sin
embargo, en otras épocas o sociedades no siempre se sostiene una concepción de los hombres y las
mujeres como tipos polarizados u opuestos. Mientras que “otras culturas han visto las diferencias
[sexuales] como fluidas y complementarias, nosotros tendemos a verlas como definidas y oposicionales”
(Weeks, 1985).
En ese sentido, Thomas Laqueur (1990) ha descrito un cambio en la concepción Occidental
sobre los cuerpos sexuados. Según este autor, en la época de la Ilustración se habría pasado de un
modelo de “un-sexo”, en el que la mujer era vista como teniendo los mismos órganos sexuales que los
hombres, pero dentro de sus cuerpos y no fuera, hacia otro modelo, el de “dos-sexos”, en el que se
percibían diferencias biológicas fundamentales entre los sexos masculino y femenino. El punto central de
Laqueur es que, si bien ambos modelos presuponen una jerarquía entre hombres y mujeres, en el primer
caso las diferencias eran de grado, y no de naturaleza. Robert W. Connell (1995) ha dicho también, en
alusión a la investigación histórica sobre la Europa de épocas anteriores al Siglo XVIII, que si bien se
entendía en aquel entonces a los hombres como diferentes de las mujeres, esta diferencia no se refería a
tipos de personalidad cualitativamente distintos. Al parecer, las mujeres eran vistas más como
expresando formas inferiores o incompletas de los mismos rasgos que caracterizaban a los hombres
(menos racionales, menos fuertes, etc.). Estudios como estos nos llevan a pensar que la masculinidad,
como se le suele entender hoy, sería más bien “un producto histórico bastante reciente” (Connell,
1995), y que más allá de las nociones estereotipadas o de sentido común que se tiene de los hombres en
una u otra cultura, la “masculinidad” se constituye como objeto de conocimiento más o menos coherente
solo en épocas relativamente cercanas a la nuestra.
Siguiendo los propósitos de este trabajo, vincularemos el surgimiento de este interés
contemporáneo en los hombres y la masculinidad con tres procesos: 1) el desarrollo de investigaciones
sobre la sexualidad y las diferencias sexuales en el marco de la ciencia moderna, desde fines del Siglo
XIX hasta mediados del XX; 2) el cuestionamiento de los modelos y mandatos masculinos en Occidente
en los años 60 y 70 del siglo pasado; y 3) la aparición de corrientes feministas y movimientos políticos
reivindicativos de género en este periodo.
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Sexualidad masculina y tecnologías de control
Los primeros esfuerzos modernos por elucidar y racionalizar la condición y las características de los
hombres se enfocan principalmente es aspectos relacionados con la sexualidad. En el marco de la ciencia
moderna, estos intentos adoptan una forma elaborada y sistemática desde el Siglo XIX, cuando diversos
especialistas emprenden la búsqueda de las raíces naturales de las características y diferencias sexuales
humanas desde perspectivas dominadas por el positivismo, con gran presencia de la biología, la
psicología y la medicina. Desde fines del Siglo XIX hasta mediados del XX se produce una intensa
actividad científica en un nuevo campo de conocimientos que sería luego denominado “sexología”. En un
recuento de la historia de este proceso, Jeffrey Weeks (1985) señala que los “Padres Fundadores” de la
sexología –nótese su énfasis intencional en la metáfora patriarcal– buscaban construir una ciencia del
deseo, un nuevo continente de conocimiento que revelaría las claves ocultas de nuestra naturaleza”. La
crítica de este proceso emprendida por Michel Foucault en su “Historia de la sexualidad” (2003) vincula
esta aparición de la “ciencia de la sexualidad” en Occidente con una “voluntad de saber” –o conocimiento
como forma del poder– asociada inicialmente a la consolidación de la burguesía como clase dominante
en Europa, y a la preocupación de este sector por el cuerpo, la salud y la descendencia, preocupación
que se traduce en sofisticados mecanismos de producción de conocimiento e intervención sobre la
sexualidad, constituida así como un campo específico y diferenciado. Luego, cuando el tema se volvió
“asunto de estado”, estos mecanismos habrían servido también para mantener cierto control sobre las
mentes y los cuerpos en los sectores subordinados, extendiéndose así variados “dispositivos” discursivos
e institucionales de ejercicio del poder para el manejo de asuntos como la procreación, la demografía, las
“ofensas” sexuales y la “moralización de las clases pobres”. Foucault refiere que, en un inicio, la medicina
del sexo se separó de la medicina general del cuerpo; luego se procedió a aislar un instinto sexual”
susceptible de presentar anomalías, desviaciones y dolencias. Con la autonomización del sexo respecto
del cuerpo, se abrió también el dominio médico-psiquiátrico de las “perversiones”, en el que se asumía
una “teoría de la degeneración”, la cual
explicaba cómo una herencia cargada de diversas enfermedades –orgánicas, funcionales o psíquicas, poco
importa– producía en definitiva un perverso sexual (buscad en la genealogía de un exhibicionista o de un
homosexual: encontraréis un antepasado hemipléjico, un padre tísico o un tío con demencia senil); pero
también explicaba cómo una perversión sexual inducía un agotamiento de la descendencia… El conjunto
perversión-herencia-degeneración constituyó el sólido núcleo de las nuevas tecnologías del sexo
(Foucault, 2003).
Mientras la naciente Sociología de Comte, Spencer y Durkheim buscaba “leyes de la sociedad”,
paralelamente, los sexólogos trataban de encontrar las “leyes” que explicaran la naturaleza de la
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sexualidad. La nueva sexología aparecía como heredera de la fe en el progreso científico y humano.
Weeks ubica dos etapas en el desarrollo de la investigación en sexología. El primero, dominado por la
biología y el auge del darwinismo, perseguía el estudio de las dinámicas de la conducta sexual individual
y de las diferencias entre los sexos, a partir de una noción de la “selección sexual” que actuaba
independientemente de la selección natural. En el segundo momento adquieren preponderancia la
psiquiatría y la medicina. Se pasa entonces a la definición y clasificación de “patologías sexuales”,
prácticas sexuales “extrañas”, “perversiones del instinto sexual”, impulsos reproductivos, y criterios para
determinar lo normal y lo anormal (Weeks, 1985). En este período se define el concepto de
homosexualidad –con lo que se inventa al mismo tiempo el de heterosexualidad– y se invoca la evidencia
científica para denunciar brechas entre la naturaleza de la sexualidad humana y los códigos morales y
penales.
Recordemos que se trata de una época de grandes transformaciones sociales (consolidación del
capitalismo, guerras, revoluciones de gran envergadura y crisis políticas y económicas). Las sociedades
occidentales modernas van tomando la forma que les conocemos hoy, no sin antes generar cambios en
las relaciones entre los géneros, además de discrepancias visibles entre las conductas y las normas
morales. En ese contexto, numerosos investigadores comenzaron a ver en el sexo la clave de diversas
prácticas y fenómenos sociales que debían ser analizados y explicados. Weeks (1985) señala que la
sexología se fue legitimando a través de su asociación con instituciones de poder –en especial la medicina
y el campo jurídico–, logrando naturalizar patrones e identidades sexuales, lo cual habría tenido un
profundo impacto en la formación de nuestros conceptos actuales sobre el sexo y las subjetividades
sexuales, obscureciendo de paso sus orígenes históricos y sus dinámicas sociales al privilegiar la búsqueda
de explicaciones biológicas para las diferencias sexuales. Para este autor
el punto no es que no hayan diferencias, sino que las diferencias no necesariamente dan cuenta de
manera automática de identidades o intereses antagónicos, y aún en la abrumadora masa de estudios en
sexología las diferencias en el equipamiento sexual fueron tomadas como explicación de las divisiones
sociales entre hombres y mujeres y como la causa fundamental de nuestras subjetividades diferenciadas
(Weeks, 1985).
El trabajo de Freud habría sido la principal excepción en la tendencia seguida por los sexólogos.
Para Connell (1995) el psicoanálisis puede ser visto como el punto de partida de una reflexión moderna
más elaborada sobre masculinidad2. En efecto, hacia fines del Siglo XIX, Freud había postulado –con
base en sus estudios sobre el inconsciente, la represión y el Complejo de Edipo– que la masculinidad no
venía fijada en los hombres por la naturaleza, sino que era una construcción compleja y precaria lograda
2 Para un análisis detallado de las contribuciones del psicoanálisis a los estudios sobre masculinidad, véase Connell (1994).
Weeks (1985) brinda una visión histórica de los estudios psicoanalíticos sobre sexualidad.
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a través de un proceso conflictivo. Freud planteó también la hipótesis de que los seres humanos eran
fundamentalmente bisexuales, y que lo masculino y lo femenino en realidad coexisten en cada persona.
Por otra parte, su concepto del “super ego”, que sugiere que las prohibiciones de los padres son
internalizadas por los sujetos, tenía una dimensión de interés sociológico, el germen de una teoría de la
organización patriarcal de la cultura, transmitida entre generaciones a través de la construcción de la
masculinidad. Después de Freud, otros psicoanalistas continuaron discutiendo temas relacionados con el
género, la socialización temprana y el complejo de castración, aunque algunos terminaron haciendo del
psicoanálisis cada vez más una “técnica de normalización, que intentaba ajustar a los pacientes al orden de
género” (Connell, 1995).
Comienza a desarrollarse también el concepto de “identidad de género” desde la investigación en
psicología. Muchos se interesan por las interacciones sociales y emocionales tempranas de los niños,
buscando allí los mecanismos de la conformación de la identidad. La teoría psicológica de la identidad de
género influyó en la práctica clínica encargada del tratamiento de “desviaciones” sexuales, aunque
algunas vertientes radicales del psicoanálisis, alejadas del enfoque clínico “normalizador”, consiguieron
difundir propuestas que resaltaban el poder, la tensión y las contradicciones entre la masculinidad y la
feminidad. Aparecen entonces hacia mediados del Siglo XX corrientes como la del psicoanálisis
marxista, el existencialismo y el psicoanálisis feminista. La familia, por ejemplo, es vista a veces como
instancia de reproducción de una ideología autoritaria patriarcal. Desde la Escuela de Frankfurt se
hablaba de tipos de caracteres masculinos –autoritario, luego democrático– sucediéndose históricamente
en Europa.
A la visión de la diversidad al interior de una sociedad, se sumaba ahora la evidencia de la
diversidad en las nociones sobre sexualidad presentes en distintas culturas. Bronislaw Malinowski, uno
de los fundadores de la antropología moderna, había publicado ya para ese entonces sus trabajos sobre la
“vida sexual de los salvajes”. Era cada vez más claro que la teoría freudiana del Complejo de Edipo no
podía ser sino uno de los posibles patrones, no un mecanismo general aplicable al estudio de las formas
de masculinidad presentes en todas las sociedades.
En “El segundo sexo” (1949), Simone de Beauvoir aplica el “psicoanálisis existencial”
(desarrollado por Sartre) al análisis del género: la mujer era constituida como un Otro para el sujeto
masculino, en un juego de contradicciones que daba cabida a la producción social de los géneros. Ideas
como ésta facilitaron análisis que destacaban las situaciones y estructuras sociales. Los géneros masculino
y femenino pasaban a ser vistos ahora más como formas de vida que como tipos fijos de caracteres. En
contribuciones posteriores, como la de Lacan (con su idea de la “Ley del Padre”), la masculinidad
comenzó a ser entendida cada vez más en el marco de relaciones sociales y simbólicas.
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Crisis de los modelos masculinos
La masculinidad se constituye como un ámbito de estudio más o menos definido hacia fines de la década
de los setenta, con análisis sistemáticos realizados desde diversas disciplinas, principalmente en la
academia anglosajona. Esta corriente de estudios emerge en un contexto particular caracterizado por lo
que muchos han denominado “crisis en la masculinidad”, en la que diversos valores sociales asociados a
las viejas definiciones de masculinidad van perdiendo vigencia, mientras las nuevas definiciones no se
establecen bien aún3. En estos puntos de transición parecen ser más urgentes las búsquedas de nuevas
esencias de la masculinidad (Phillips, 2006). Es en los Estados Unidos donde comienzan a perfilarse
primero y más claramente los llamados men’s studies, en cierta medida ausentes en la mayoría de países de
Europa Occidental. Elisabeth Badinter (1995) explica esta situación señalando que el debate sobre la
identidad masculina sería más apremiante en los Estados Unidos e Inglaterra, debido a que los conflictos
que rodean a la masculinidad estarían en estos países –y en esa época– más exacerbados que en otras
regiones del mundo. En opinión de esta autora, estas sociedades, siempre “obsesionadas con la virilidad,
como es evidente en su historia, arte y cultura”, se ven confrontadas ahora con una aguda crisis de los
modelos y mandatos de la masculinidad (Badinter, 1995).
Esto nos lleva a preguntarnos por las transformaciones que ocurrían en la sociedad
norteamericana de los años setenta. Juan Carlos Callirgos (1998) –quien se refiere a esto empleando el
título de una de las novelas de Gabriel García Márquez: “El otoño del patriarca”nos habla de una severa
crisis del patriarcado en Occidente en esos años, producida por una serie de factores socioeconómicos
ligados al sistema industrial capitalista. Marvin Harris (1988) ha colocado esta crisis de la masculinidad
en el marco más general de una crisis cultural acaecida por ese entonces en Norteamérica como
consecuencia de cambios marcados sobretodo en la composición de la fuerza de trabajo y en el trabajo
mismo. Los Estados Unidos dejaban de ser una sociedad industrial y pasaban a ser una sociedad
productora de servicios e información. Muchas mujeres incursionaban de manera permanente en esta
nueva economía para generar los ingresos que permitieran a las familias mantener los niveles de vida
acostumbrados, pues el sueldo del “varón proveedor” dejó de ser suficiente para mantener a los hijos del
baby boom (la explosión en las tasas de natalidad o “borrachera procreadora” durante la posguerra).
Se suponía que las mujeres debían aceptar una posición subordinada tanto en el hogar como en sus
empleos. Esto tuvo algún sentido mientras el varón podía traer el pan a casa; pero cuando el costo de
criar hijos se disparó, el segundo sueldo de la esposa-madre se volvió esencial para las parejas con
aspiraciones de clase media. El barniz sentimental –la “mística”– que encubre la explotación inherente a
3 La crisis de la masculinidad en los años setenta no sería la primera en Occidente. Badinter (1995) ha estudiado crisis más
tempranas en los modelos masculinos europeos hacia los Siglos XVII y XVIII; y en los Estados Unidos entre 1871 y 1914,
durante períodos de tensión en los planos ideológico, social y económico.
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los tradicionales roles sexuales empezó a agrietarse. Todo el edificio del imperativo marital y procreador,
con sus dobles patrones victorianos y su mojigatería patriarcal, se empezó a desmoronar (Harris 1988).
El concepto de “crisis cultural” nos ayuda a entender que las transformaciones no se daban solo
en el plano socioeconómico. En el terreno de las ideas, esta crisis tiene alguna relación con los
cuestionamientos a la modernidad Occidental articulados desde posiciones postmodernas y
postestructuralistas, cuyas críticas contribuyeron a desestabilizar las explicaciones y los grandes “relatos
totalizadores” ofrecidos por la filosofía y las ciencias sociales en esa época.
Reivindicaciones de género e investigación sobre masculinidad
A la luz de lo señalado en el apartado anterior, no sorprende que haya sido precisamente en los años
setenta cuando comienzan a cobrar fuerza los movimientos de mujeres y de liberación y diversidad
sexual, conjuntamente con esfuerzos académicos más elaborados por darle sentido a estos procesos
socioculturales. La definición de “hombre” es puesta en entredicho. Muchos hombres notan que les es
difícil o imposible adoptar los roles que tradicionalmente les habían sido asignados. Los años setenta
inauguraron un periodo de incertidumbre en el que se revelaban las contradicciones de la masculinidad
de un modo que hubiera sido impensable solo treinta años atrás, cuando “los hombres sabían muy bien lo
que eran, y no se les ocurría preguntarse a sí mismos sobre su identidad masculina” (Badinter 1995)4.
En este escenario se inicia una nutrida corriente académica de reflexión e investigación sobre la
masculinidad, esta vez no limitada a la sexualidad, sino interesada también en otros tópicos. En un
primer momento, algunos escritores empiezan a publicar libros sobre temas como la competitividad en
la socialización de los hombres, los problemas que afrontan para expresar sus emociones, o los
padecimientos que muchos de ellos experimentan bajo estereotipos estrechos. Estos libros se inscribían
en un estilo popular que ha sido calificado de “confesional” y “terapéutico” (Coltrane, 1994). Conforme
los hombres comenzaban a ser vistos como seres con género, se hacía evidente que “el rol sexual
masculino era opresivo y tenía que ser cambiado o abandonado” (Connell, 1995). Sin embargo, para
Coltrane (1994), si bien estas publicaciones ayudaban a los hombres a “desarrollar sus sensibilidades”, en
general prestaban poca atención al tema del poder, y tomaban como un hecho las “eternas diferencias
naturales” entre hombres y mujeres, mientras ofrecían una introspección de la psiquis masculina y
soluciones cercanas a una “psicología pop” para ser mejores hombres (Kimmel, 1992).
4 Los cuestionamientos a la identidad masculina y el avance de las posiciones feministas produjeron sonadas reacciones.
Grupos tradicionalistas, pronatalistas, pro-familia, y sectores religiosos y políticos de derecha vieron en esto una amenaza al
orden natural o divino, y culpaban a las feministas por “desestabilizar” las bases de la familia y de la sociedad. Algunos
proponían revalorizar la maternidad o el orden patriarcal, entendido este último como “un arreglo necesario” para la
supervivencia, en el que el hombre-proveedor encontraba razones para “interesarse por la familia y cumplir con sus
responsabilidades” (Callirgos, 1998).
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Pero, de modo paralelo, aparecían también algunos trabajos que tomaban en cuenta la situación
de las mujeres y las reflexiones críticas feministas sobre los hombres, las cuales cuestionaban las nociones
heredadas de la tradición sexológica y denunciaban los usos políticos e ideológicos que muchos daban a la
biología, la sexología y la psicología evolutiva. Sobretodo en el espacio Noratlántico, las feministas
lograron posicionar sus temas en las agendas políticas y académicas. Si bien inicialmente las ansiedades de
los varones no eran precisamente el foco de interés de los primeros estudios promovidos por estas
activistas y académicas, pronto fueron reconociendo la importancia de explorar el “otro lado” del asunto,
la parte que les tocaba a los hombres en la configuración de las pautas de género.
Hacia fines de los setenta, varios trabajos críticos de investigadores y activistas –o activistas
académicos, muchos de ellos cercanos a posiciones feministas– fueron alcanzando mayor difusión en el
medio académico. Al adoptar puntos de vista históricos o sociológicos, estos autores buscaban ir más allá
de la psicología o de las relaciones interpersonales, y comenzaban a tocar aspectos sociales e
institucionales de la masculinidad. Un rasgo común de este segundo grupo de trabajos iniciales es el
acento puesto en el poder ejercido por los hombres sobre las mujeres. En el terreno de la historia, por
ejemplo, se empezó a reexaminar las vidas y las obras de los hombres bajo categorías introducidas por
los estudios de género. Con el aporte de las ciencias sociales, los estudios sobre masculinidad se
consolidan en la década de los ochenta. Para ese entonces, se habían desarrollado ya diversas
herramientas conceptuales que pretendían dar cuenta de múltiples aspectos socialmente construidos de
la dominación masculina (Connell, 1987).
Recorridos teóricos de la investigación sobre los hombres
Pasamos a examinar ahora cómo es entendido, debatido y manejado el concepto de masculinidad por
quienes se han dedicado a la investigación sobre el tema. La asociación de este concepto con nociones
como “hombría”, “virilidad”, “identidad masculina”, “rol masculino”, entre otras, nos ayuda a ver que la
masculinidad ha sido definida de varias maneras. De acuerdo con Gutmann (1997), una primera
definición de masculinidad sería “lo que los hombres hacen”. En una segunda definición, la masculinidad
viene a ser “lo que los hombres piensan y hacen para ser hombres”. La tercera definición ofrecida por
este autor es algo más compleja: “lo que algunos hombres consideran ‘más viril’ o ‘más varonil’ (‘more
manly’), inherentemente o por adscripción, con respecto a otros hombres”. Esta última definición
contiene un elemento relacional, y nos ayudará a introducir la idea de un vínculo entre la masculinidad y
la femineidad. Ahora bien, al pasar a revisar las trayectorias del concepto de masculinidad y de los
enfoques de investigación en esta área debemos tener presente que esta exploración transcurre en
medios históricos y socioculturales específicos, y que va ligada frecuentemente a las posiciones teóricas y
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políticas en boga en esos contextos. En las distintas posturas asumidas en estas investigaciones podemos
identificar claves teóricas tributarias de tradiciones que remiten a autores como Marx, Freud y
Durkheim, y más recientemente a Michel Foucault y Pierre Bourdieu, entre otros.
Determinaciones biológicas y psicológicas
Como veíamos en la primera parte de este trabajo, los primeros análisis sobre masculinidad forman parte
de un extenso debate académico que se desarrolla a lo largo de los Siglos XIX y XX, en el que se fueron
contraponiendo diversas perspectivas teóricas y disciplinarias. Desde la biología, por un lado, había
quienes se proponían identificar ciertas bases biológicas detrás de las diferencias de carácter o
motivaciones entre hombres y mujeres, con el objeto de darle sentido a las diferencias en las relaciones
de poder y dominio masculino sobre las mujeres, apelando a divergencias en la estructura corporal o a
sistemas hormonales distintos (señalando, por ejemplo, que los rasgos violentos y agresivos de los
hombres estarían asociados con los niveles de testosterona). De otro lado, desde la psicología evolutiva
se postulaba la existencia de “estructuras cognitivas o mentales” que estarían definiendo la identidad de
género, y se asumía que las bases cognitivas y conductuales de lo masculino y lo femenino pensados
como dos esferas opuestas– estarían en cierta capacidad de la mente humana para definir las distintas
cualidades psicológicas de hombres y mujeres (Gutiérrez, 2006). Éstas y otras ideas contribuyeron a la
legitimación científica de diversas nociones comunes sobre las diferencias sexuales, como las que
presentan a las mujeres como expresivas y emocionales, y a los hombres como instrumentales o
pragmáticos (Gutmann, 1997).
Según Connell (1995), la búsqueda de una esencia de la masculinidad llevó a muchos a enfatizar
lo que percibían como sus rasgos distintivos, aunque con frecuencia reinaban la arbitrariedad o las
contradicciones en la elección de los criterios definidores: “ser arriesgado”, “responsable”,
“irresponsable”, “agresivo”, etc. Para Connell, el problema con el esencialismo y el determinismo
biológico es que, al definir la identidad de género como un atributo estable o coherente, o al reducir la
complejidad de las relaciones de género a la fisiología, asumen como un hecho inexorable y evidente una
supuesta relación entre esas estructuras profundas o subyacentes (biológicas o psicológicas) y el
desempeño social de las personas. De este modo, la identidad y las relaciones de género quedan
reducidas a meros epifenómenos de la fisiología o de procesos psicológicos, y pierden de vista las
condiciones sociales y las experiencias humanas que les dieron origen o que contribuyeron a su
aparición. Las visiones esencialistas no llegaban a explicar cómo es que los genes o las hormonas operan
para producir fenómenos como la violencia, el abuso sexual, o las enormes diferencias en las
disposiciones de hombres y mujeres en distintas culturas y momentos históricos (Gutiérrez, 2006). Uno
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de los mayores cuestionamientos al esencialismo se dirige a sus consecuencias sociales. Por ejemplo, la
noción de una fortaleza natural en los hombres, junto al interés creado por validar y reafirmar esta
cualidad, podía terminar reforzando y reproduciendo las diferencias de género, perpetuando con ello la
violencia material o simbólica no solo contra las mujeres, sino también contra los propios hombres. En
ese sentido, parte del trabajo reciente de análisis histórico en el campo del género propone una
relativización de las representaciones de la ciencia sobre la masculinidad y la femineidad, advirtiendo el
modo en que tales representaciones guardan relación con mecanismos de dominación y sistemas de
pensamiento históricamente situados.
Socialización, roles y construcción social de la masculinidad
Las críticas al esencialismo se apoyan, en gran medida, en una consideración de las variaciones
transculturales de la organización del género, y en conceptos como “estructura social”, “roles”, y
“socialización”. El análisis comparativo de etnografías y trabajos históricos ha mostrado que, si bien la
dominación masculina se encuentra ampliamente extendida en las sociedades humanas, la subordinación
de las mujeres no es un fenómeno unitario ni aparece del mismo modo en todas las épocas o grupos
humanos. Gilmore (1990), por ejemplo, luego de analizar el desempeño de los hombres en un gran
número de sociedades, señaló que la masculinidad no necesariamente se define por la violencia o la
agresividad, y que hay hombres que en ciertas culturas muestran rasgos considerados femeninos en otros
contextos (afectividad hacia los niños, trabajo doméstico, etc.). De hecho, se advirtió que las posiciones
estructurales que hombres y mujeres ocupan en las distintas sociedades son muy diversas y se encuentran
sujetas a cambios en función de múltiples factores. No había, pues, una “entidad” masculina que pudiera
ser rastreada en las diferentes sociedades.
Al documentar múltiples formas culturales de la religión, el mito y el parentesco en las
sociedades “primitivas”, los reportes etnográficos producidos por antropólogos y las descripciones de
cronistas, misioneros, comerciantes y funcionarios coloniales ofrecieron una rica fuente de información
sobre temas relacionados con el género, y originaron controversias en campos como el feminismo, el
psicoanálisis y la teoría de los roles sexuales. Por ejemplo, los informes de Bronislaw Malinowski sobre
la sexualidad y el parentesco entre los isleños Trobriand propiciaron un extenso debate sobre la
universalidad del Complejo de Edipo hacia mediados del siglo pasado. Margaret Mead, con su trabajo
“Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas”, ofrecía por su parte una poderosa demostración
de la diversidad cultural de los significados asociados a la masculinidad y la femineidad (Connell, 1995).
Estos informes sobre las variaciones históricas y transculturales en las relaciones de género y en las
maneras de distribuir el trabajo, la riqueza y el prestigio ayudaron a entender mejor cómo operan los
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sistemas de género al modelar muchas de las ideas y prácticas individuales de hombres y mujeres en
distintas sociedades y épocas.
Aparecen entonces nuevas vertientes de investigación sobre género en humanidades y ciencias
sociales. En ese contexto, la identidad de género pasaba a ser concebida cada vez menos como una
cualidad de los individuos, para ser entendida ahora más como el resultado de prácticas sociales y
culturales desplegadas en escenarios sociales específicos. Badinter (1995), por ejemplo, enfatizaba que la
adquisición de una identidad masculina (social o psicológica) es un proceso que parte del reconocimiento
del sexo biológico y se refuerza socialmente por “la mirada de los padres”. Al desarrollarse en un medio
en el que lo femenino ha sido cargado con sentidos negativos (inferioridad, debilidad, etc.), los sujetos se
van involucrando progresivamente en “una relación positiva de inclusión y una relación negativa de
exclusión”. Se trata aquí de una inclusión entendida en términos de identificación de los hombres con los
individuos de su mismo sexo, en tanto que la exclusión alude a un proceso de diferenciación con respecto
a los miembros del sexo opuesto. El niño, según esta autora, conforme crece, “tendrá que convencerse a
mismo y convencer a los otros de que no es una mujer, no es un bebe, y no es homosexual”. Se ve
confrontado así con expectativas sociales diversas: con lo que se espera de él y con lo que se espera que
no sea. Esta necesidad de un esfuerzo permanente de negación y afirmación haría de la masculinidad una
condición “secundaria, difícil de adquirir y frágil” (Badinter, 1995)5. Gilmore (1987), por su parte,
refiriéndose a las culturas del Mediterráneo, nos habla también de una difícil transición que debían
atravesar los chicos al salir del mundo de las mujeres y pasar al de los hombres. En ese trance, se toma la
principal indicación de la diferencia y se la objetiviza asignándole un gran valor simbólico. El resultado
sería una “hipervaluación del genital masculino” y una “obsesión con la afirmación fálica en las
etnomasculinidades de las sociedades mediterráneas”. Independientemente de la arbitrariedad del
símbolo tomado para significar lo masculino, lo que en realidad interesa es “el poderoso proceso
ideológico de naturalización de ese símbolo” (Conway-Long, 1994), pues, al hacerse las diferencias de
género “naturales” para todos, se tornan inexorables e incuestionables. La ideología así formada se llega a
aceptar de modo tal que se reduce la necesidad de coerción abierta, pues lo que es tomado como natural
no puede ser objeto de discusión o lucha política. Se produciría entonces una ruptura en la percepción
de esas diferencias, ruptura que se ubica en la base de un sistema diferencial de poder: lo que hacen los
hombres es visto como más valioso que lo que hacen las mujeres, con lo cual el género se torna
experiencia cotidiana de los individuos.
5 Algunas teorías psicológicas de la identidad basada en distinciones de género (en las que el conocimiento de lo que somos
implica saber lo que no somos) han sido criticadas por quienes advierten en ellas una tendencia a enfocar el análisis
sobretodo en las diferencias entre hombres y mujeres, pasando por alto las grandes similitudes existentes entre los sexos y
entre las variaciones dentro de cada sexo (Howard & Hollander, 1997). Petersen (2003) encuentra una de las razones de este
“problema persistente” en la investigación sobre género en la influencia histórica de las teorías de la post-Ilustración que
hablaban de una supuesta “complementariedad sexual”, es decir, que las diferencias en las mentes y cuerpos de hombres y
mujeres los harían complementarios.
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Hombres en los extremos: imágenes multiples y relativas de lo masculino en el registro histórico
y etnográfico
En el momento en que un varón yanomamo típico alcanza la madurez, su cuerpo está cubierto de heridas y
cicatrices como consecuencia de innumerables peleas, duelos e incursiones militares (…). También el cuerpo de
las mujeres yanomamo se halla cubierto de cicatrices y magulladuras, la mayor parte de ellas producto de
encuentros violentos con seductores, violadores y maridos (…). Todos los hombres yanomamo abusan
físicamente de sus esposas. Los esposos amables solo las magullan y mutilan; los feroces las hieren y matan. Un
modo favorito de intimidar a la esposa es tirar de los palos de caña que las mujeres llevan a modo de péndulo en
los lóbulos de las orejas. Un marido irritado puede tirar con tanta fuerza que el lóbulo se desgarra (…) un hombre
que sospechaba que su mujer había cometido adulterio fue más lejos y le cortó las dos orejas. En una aldea cercana
otro marido arrancó un trozo de carne del brazo de su mujer con un machete (…). Si un marido está realmente
encolerizado, puede disparar una flecha con lengüeta contra las pantorrillas o nalgas de su esposa… (Harris, 1984:
cap. “El macho salvaje”, citando a Chagnon).
Los Semai creen que la agresividad es la peor de las calamidades y que la frustración de otra persona es una maldad
absoluta. De resultas, no son ni celosos, ni autoritarios, ni despreciativos. Cultivan cualidades no competitivas,
son pasivos y tímidos, y se disminuyen ellos mismos ante otros, sean éstos hombres o mujeres. Poco preocupados
por la diferencia entre los sexos, no presionan a sus niños varones para que se distingan de las niñas o para
volverse chicos rudos… (Gilmore, “Manhood in the making”, citado por Badinter, 1995)6.
En los pueblos antiguos se entendía con frecuencia que los hombres que amaban a otros hombres eran más
masculinos que sus pares heterosexuales. El argumento lógico era que los hombres que amaban a otros hombres
intentarían igualarlos y ser como ellos, mientras que los hombres que amaban a mujeres se harían como ellas, es
decir, “afeminados” (…). En Grecia, la verdad y el sexo [entre los hombres] estaban asociados en la forma que
tomaba la pedagogía, a través de la transmisión de un precioso conocimiento del cuerpo de uno hacia el de otro
(…). Desde el entrenamiento de los guerreros para el batallón sagrado del Tebas antiguo, hasta aquel del honesto
hombre ateniense, toda la educación masculina toma muy en cuenta la homosexualidad iniciatoria y pedagógica
(…). En Esparta, los chicos, desde la edad de siete años, eran entrenados en la lucha por sus mayores. A los doce,
aquellos que ganaban renombre encontraban amantes que los tomaban para ellos… (Badinter, 1995: cap. 3
“Building a man”, citando a Foucault y a otros autores).
Con el acento creciente en la socialización, la masculinidad empezó a verse cada vez más como
un logro social a ser alcanzado, es decir, como una construcción social. Pero este logro solo podía
6 Muchos estudiosos occidentales comenzaron a reaccionar ante la difusión de informes como este, pues sus teorías sobre la
masculinidad hacían agua frente a la evidencia transcultural. Si, por ejemplo, se describía a los hombres en Tahití expresando
libremente su sexualidad entre ellos, no faltaban quienes atribuían esto a un supuesto carácter “infantil” que se asumía propio
de los pueblos “primitivos” (Gutmann, 1997).
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concretarse a un alto costo, que va más alde los dilemas identitarios personales. La construcción de
esta masculinidad no solamente implica alejarse de lo femenino, sino que involucra también luchas en un
campo distintivamente masculino (con hombres mayores, amigos, colegas, etc.). Sobre cada hombre se
imponen interpelaciones y disputas competitivas que le inducen a tener que afirmar su masculinidad en
muchas circunstancias. Entonces, para la realización y consolidación de la masculinidad serían necesarias
no solo la delimitación de espacios o enclaves de homosocialidad masculina, sino además un conjunto de
ritos de iniciación y pruebas de virilidad frente a los pares (Badinter, 1995; Gilmore, 1990)7. En diversos
ámbitos (familia, grupos de pares, escuela, etc.), los hombres, desde muy chicos, atraviesan un proceso
de aprendizaje por el cual se les compele a dejar de lado lo femenino y a adquirir rasgos masculinos de
conducta y pensamiento. Es por eso que muchos estudios se han enfocado en las funciones sociales de
instituciones como el “cuatismo”, la camaradería y la solidaridad entre hombres al interior de grupos
corporados o en espacios definidos (la pandilla, el prostíbulo, el club deportivo, los lugares de trabajo,
etc.).
Pierre Bourdieu (1977) ha brindado otra mirada sobre estos aspectos rituales de la construcción
de la masculinidad. Para él, ciertos atributos considerados masculinos se vinculan con “disposiciones
cultivadas” (constituidas a través de prácticas corporales y construcciones mentales) que producen
intercambios ritualizados en la vida cotidiana. Esos rituales operarían estableciendo normas que sirven
para manifestar la identidad y basan su fuerza en su carácter inconsciente, lo cual mantiene y reproduce
su predominancia como doxa (el conjunto de creencias naturalizadas fundamentales, no declaradas ni
explícitas, por las cuales una cultura mantiene sistemas de orden y dominación). Las maneras en que los
hombres hablan, se mueven, expresan sus deseos y producen símbolos toman la forma de roles que se
van desempeñando desde muy temprano. Pero, a pesar de que la realidad de las inequidades quede
comúnmente fuera del discurso social y político, muchas veces los dominados se las arreglan para tratar
de hacer retroceder los mites de la doxa imperante y mostrar sus arbitrariedades; los dominantes, por
su lado, defienden la integridad de la doxa o se preocupan por establecerle un sustituto que no rete lo ya
dado por sentado (Bourdieu, 1977).
Algunas de las propuestas que conciben el aprendizaje de identidades y modelos masculinos
como parte de un proceso de socialización plantean que este proceso sería el responsable de la fijación de
ciertos roles sociales en los hombres. Estos conceptos de “socialización” y “rol social” han sido empleados
en numerosas investigaciones para explicar la manera en que se construyen las diferencias de género. Se
7 Godelier (1986) describe esto para el caso de los Baruya: “es chocante el comprobar la diferencia de energía que la sociedad
consume en la fabricación de un hombre o una mujer aptos para el matrimonio. Hacen falta diez años de segregación sexual,
cuatro grandes ceremonias separadas por intervalos de muchos años, de las que la primera y la última duran más de cinco
semanas, para separar a un muchacho de su madre, para arrancarlo del mundo femenino y prepararlo para afrontar de nuevo a
las mujeres en su matrimonio. Por el contrario, bastan menos de quince días para hacer de una adolescente una muchacha
lista para casarse y tener hijos”.
15
comienza a hablar entonces de un “aprendizaje social” desde la socialización temprana, y de una
“interiorización” de roles y patrones sociales. Según Pleck (1995), la masculinidad y la femineidad se
construirían socialmente relacionándose una y otra como roles de género: los estereotipos de género dan
forma a las normas de la ideología de masculinidad, mientras que los roles de género son “aprendidos”
cuando la cultura transmite las visiones predominantes de masculinidad a través de esos estereotipos. En
fórmulas como ésta, las estructuras sociales y culturales suelen aparecer como orientando y
determinando las prácticas de los sujetos8.
Pollack (1995) y Chodorow (1989), por su parte, hablan de un “núcleo” de la identidad de
género operando desde la infancia, y de una “pérdida traumática” ocurrida en la separación de la madre,
lo cual daría inicio a un proceso de formación de la identidad masculina marcado por la internalización
progresiva de roles, o esquemas inconscientes de lo que significa “ser un hombre”, y de lo que hay que
negar o rechazar para llegar a serlo. Otros autores han propuesto incluso definiciones normativas de la
masculinidad, entendiendo a ésta como la “norma social” de la conducta de los hombres, o “lo que el
hombre debe seren el marco de su sociedad. Pero, como anota Connell (1995), el problema aquí es que
muy pocos hombres suelen encajar realmente en la norma social que, se supone, define a la
masculinidad, de lo que se sigue que tampoco se justificaría asumir una correspondencia entre el rol
masculino y la identidad masculina.
La metáfora teatral implícita en el concepto de papel o rol social brindó una forma de vincular la
idea de un individuo que ocupa un lugar en la estructura social (el “actor” social), con las normas
culturales que guían o modelan sus comportamientos, una suerte de “guión” cultural. Con respecto a
esta idea de roles sexuales masculinos y femeninos internalizados o producidos por la socialización o el
aprendizaje social, Connell (1995) ha advertido que muchos de los primeros teóricos de los roles sociales
pensaban que dichos roles estaban bien definidos y que la socialización se llevaba a cabo
armoniosamente. Para él, esta “teoría funcionalista asumía una concordancia entre instituciones sociales,
normas de roles sexuales, y personalidades reales”, llegando incluso a concebir a las identidades de
género como atributos personales determinados por estructuras sociales interiorizadas (una suerte de
determinismo social). La teoría del rol terminaría proponiendo que lo masculino y lo femenino serían
una especie de tipología: una lista interminable de rasgos o características que forman parte de la
personalidad de actores socializados en ciertas estructuras:
En la teoría del rol sexual, la acción (la representación del rol) es vinculada a una estructura definida por
la diferencia biológica, la dicotomía de masculino y femenino –no a una estructura definida por las
relaciones sociales. Esto conduce a la reducción del género a dos categorías homogéneas, reveladas por la
8 No obstante, Pleck (1995) reconoce que muchos hombres violan los roles normativos de género, transgresión que acarrea
graves resultados, pues propicia “condenas morales y consecuencias psicológicas negativas”.
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persistente confusión de diferencias sexuales con roles sexuales. Los roles sexuales son entendidos como
recíprocos; la polarización es una parte necesaria del concepto. Esto lleva a una percepción errónea de la
realidad social, exagerando las diferencias entre hombres y mujeres, al tiempo que se obscurecen las
estructuras de raza, clase y sexualidad (…). La teoría del rol sexual tiene una dificultad fundamental para
comprender asuntos vinculados al poder (Connell, 1995).
No obstante esto, hablar de roles no necesariamente implica conformidad o una socialización
que sería funcional a cierto orden. Con el feminismo académico de los años setenta, los roles masculinos
y femeninos comenzaron a ser vistos como opresivos, y la internalización temprana de estos roles fue
identificada como el medio por el cual se fijaban en los chicos y chicas las posiciones de dominio y
subordinación. La investigación sobre roles se volvió entonces una “herramienta política, definiendo un
problema y sugiriendo estrategias de reforma” (Connell, 1995)9.
Prácticas sociales, discursos y producción de significados
Apreciando en retrospectiva las propuestas sobre el tema, y considerando las cosas a la luz de desarrollos
teóricos más recientes, vemos que durante buen tiempo predominó una concepción en la que, en cierto
sentido, la mente y las capacidades cognitivas innatas del individuo eran vistas como un ámbito distinto y
especial, separado del cuerpo y de lo social, pero conectado a estas instancias a través de la socialización.
El sexo biológico y las diferencias sexuales entre lo masculino y lo femenino aparecen como supuestos
preestablecidos y premisas de diversas teorías que remiten a roles y socialización.
Hemos señalado que, si bien conceptos como estructura o roles han servido para avanzar en la
comprensión de varios aspectos de la construcción social de las relaciones de género, no necesariamente
ayudan a explicar la enorme diversidad de formas que adoptan las conductas e ideas de hombres y
mujeres, los cambios en los patrones socioculturales, o las tensiones que afloran cuando algunos grupos
intentan hacer prevalecer ciertas formas de ser hombre por sobre otras.
Muchos estudios sobre masculinidad realizados en los últimos quince o veinte años han adoptado
nuevos lenguajes teóricos, que si bien no configuran un paradigma definido, tienen algunos temas en
común: la construcción de la masculinidad en la vida cotidiana; las estructuras sociales e institucionales;
y las masculinidades diversas (Connell, 1995). La emergencia del postmodernismo y el
postestructuralismo en ciencias sociales y humanidades en las últimas décadas ha alentado en los estudios
sobre masculinidad un escrutinio de los conceptos, categorías y premisas de la investigación en este
9 Para muchos, el concepto de rol sigue siendo útil como categoría analítica para diferenciar entre conductas de los hombres,
por un lado, y por otra parte los estereotipos o lo que se piensa que es típico de ellos. Sin embargo, como advierte Yon
(1996), muchos estudios sobre roles masculinos ilustran principalmente “estereotipos”, confundiéndolos con lo que los
hombres realmente hacen. En su crítica a esta teoría, Connell (1995) ha señalado que “la distinción entre conducta y
expectativa es básica para la metáfora del rol. Pero la literatura sobre rol sexual masculino fracasa al documentarlas
separadamente, y toma a una como evidencia de la otra”.
17
campo, construidas muchas veces bajo una “mirada patriarcal”, con lo cual se abren también nuevas
líneas de exploración y crítica de los modelos previos de conocimiento (Petersen, 2003). Desde estos
nuevos enfoques, el análisis crítico de las relaciones de poder, género, etnicidad y sexualidad otorga cada
vez más importancia al estudio histórico de los marcos discursivos que dan forma a la fabricación de
conceptos, la definición de problemas y la formulación de preguntas de investigación. Al evitar la
búsqueda de leyes subyacentes o grandes sistemas que gobiernan los fenómenos sociales, la investigación
desarrollada en el contexto del reciente “giro postestructural” en la teoría social desafían las formas
convencionales de pensar las relaciones entre conocimiento, poder, verdad y subjetividad, proponiendo
nuevas maneras de ver los vínculos entre estos elementos en la constitución de los sujetos sociales y en
las identidades que se les atribuye. Como señala Petersen (2003), las pretensiones universalistas y
cientificistas sobre la objetividad del conocimiento y de la verdad son rechazadas por posturas que ven al
conocimiento como algo social e históricamente específico. Son cuestionadas diversas nociones que
entienden por masculinidad a algo así como una corriente del inconsciente colectivo que aparece como
flotando en el aire, esperando ser actualizada o puesta en práctica por los hombres. Las convenciones
sociales de género no son vistas ya como normas preexistentes que son internalizadas o actuadas
pasivamente. Diversos planteamientos recientes proponen que la masculinidad cambia constantemente
no solo de una cultura a otra, en una misma cultura a través del tiempo, o en el curso de la vida de
cualquier hombre individualmente, sino que varía también entre grupos de hombres según su clase,
etnicidad u orentación sexual. Lejos de pensar que las identidades y roles de género preceden a las
interacciones sociales, algunos de estos planteamientos postulan que las diferentes formas de
masculinidad se construyen en las interacciones mismas.
En el tema de la identidad masculina, se han hecho intentos por mediar entre las concepciones
que postulan un “reduccionismo psicológico” (la visión que trata a la identidad como un carácter
relativamente fijo y estable de la persona) y el “reduccionismo sociológico” (la adopción o internalización
de roles, identidades o estructuras sociales construidas). En la actualidad muchos ven en la identidad
masculina ya no un rasgo estable o una elaboración relativamente fija formada por la “adición” de varios
componentes (como género, sexualidad, etnia o clase, concebidos como aspectos más o menos
independientes de la persona), sino más bien una construcción discursiva que es a la vez arbitraria y
excluyente, y que actúa como un ideal normativo que opera regulando las conductas de los sujetos.
Es visible aquí la influencia de Michel Foucault, cuyas ideas han servido a muchos académicos y
activistas para reexaminar concepciones que se daban por sentadas en historia, género y epistemología.
Este autor propone, por ejemplo, que los sistemas de poder en una sociedad dada producen
discursivamente a los sujetos sociales; es decir, que el individuo vendría a ser una suerte de efecto del
poder, constituyéndose como tal a través de ltiples discursos. Debido a esto, la identidad misma,
18
lejos de ser fija, puede ser diversa, cambiante y contingente (Foucault, citado por Gutterman, 1994).
Siguiendo estos razonamientos, Connolly (1991) ha sugerido que ciertas facetas contingentes y
específicas de la identidad personal masculina llegarían a ser inscritas discursivamente en los individuos
de modo tan arraigado que el individuo puede verse con frecuencia con una muy limitada capacidad para
desafiar o dar formas nuevas a ciertos aspectos de su persona. El concepto foucaultiano de discurso”,
que vincula poder y conocimiento, y el empleo de métodos históricos, han promovido un renovado
interés en el estudio de procesos de construcción de representaciones culturales de masculinidad,
producción y reproducción de significados, y la función de éstos en la organización de la experiencia de
los hombres, quienes van “dando forma” a la realidad a la vez que crean referentes para emitir juicios
morales sobre sus acciones. Pero esto no puede estar desligado de las posiciones que ocupan las personas
en las relaciones sociales, es decir, el lugar o la situación desde la que emiten, producen y negocian los
significados y los patrones discursivos asociados a lo masculino y lo femenino.
En este marco, según Petersen (2003), algunos teóricos postestructuralistas han advertido en la
literatura académica sobre género una tendencia a tratar al sexo y al género como entidades o aspectos
separados de la identidad de género, reflejando una dicotomía entre naturaleza y cultura muy propia del
pensamiento occidental, dominado por una lógica de dualismos binarios oposicionales que se evidencian
en la manera de percibir a hombres y mujeres como “sexos opuestos”. Gutterman (1994) explica que
esta forma particular de dar sentido a las diferencias sería luego la base de demarcaciones de otredad que
vienen acompañadas de gradaciones y juicios de valor establecidos para estos dos dominios entendidos
como distintos; pero, si bien se acepta que la formación de la identidad es relacional (que el propio ser se
define con relación a lo que no se es), el reconocimiento de la diferencia no necesariamente tiene que ser
percibido como indicador de “otredad” u oposición fundamental (Gutterman, 1994). Esta tendencia
llevaría a que la identidad masculina sea muchas veces concebida como un compuesto de variados
atributos sociales y naturales distintivos de los hombres. Según Petersen (2003), el problema con el uso
de este “modelo aditivo” (por la adición de múltiples atributos) sería que, sin importar cuán exhaustivas
sean las descripciones, siempre aparecerán exclusiones y discrepancias entre las etiquetas impuestas de
identidad, por un lado, y las experiencias personales, por otro, pues hay en realidad infinitas maneras en
que los componentes de la identidad se pueden intersectar o combinar para dar forma a la identidad
masculina.
De acuerdo con Butler (1990), el modelo “discursivo/epistémico” hegemónico, para mostrarse
coherente, necesita presentar sexos estables expresados a través de géneros estables definidos
oposicional y jerárquicamente mediante “la práctica compulsiva de la heterosexualidad”. En otras
palabras, las categorías de género que perpetúan las normas sobre sexualidad son establecidas a través de
discursos que expresan “demandas culturales de hererosexualidad”, sobretodo desde el momento en que
19
la homosexualidad fue producida discursivamente como “desviación”, asumiendo que la heterosexualidad
sería “lo normal”. Butler y varios académicos de la corriente denominada “Queer” han prestado especial
atención al profundo impacto de la distinción homosexual/heterosexual en la construcción de categorías
que diferencian lo masculino de lo femenino, y en la formación de dicotomías como natural/artificial,
pasivo/activo, entre otras. Desde esta perspectiva se argumenta que por mucho tiempo el sexo ha sido
asociado al cuerpo heredado, la naturaleza y la biología, y se ha pensado también que este sexo brindaría
una base sólida para el aprendizaje y la adquisición de la identidad de género. Sin embargo, una vez
revisado el contexto en que se formaron estas ideas, pasan a ser cuestionadas las concepciones que ven al
cuerpo como “ahistórico” y “pre-cultural” y que conciben correspondencias necesarias entre el sexo
“biológico” y el género cultural”. Otra consecuencia de esta visión sería el acento puesto en el sujeto
como foco de investigación e intervención, dejando de lado el análisis del plano social mayor en el que se
producen los conocimientos y los discursos sobre la masculinidad.
En general, diversas miradas recientes proponen “desnaturalizar” el dualismo sexo biológico/género
cultural, dejar de ver al sexo como un sustento estable sobre el cual se levantarían las construcciones
sociales de género, y reevaluar los supuestos sobre las relaciones entre sexualidad e identidad. En esa
línea, Haraway (1991), por ejemplo, ha sostenido que el concepto de género formulado en el contexto
del llamado “paradigma de la identidad de genero” no llegó a problematizar el origen y la historia social y
política de categorías binarias como naturaleza/cultura y sexo/género, propias del “discurso occidental
colonial”. Para otros, el “sesgo heterosexual” puede ser reconocido en algunas teorías de la socialización
que proponen que machos y hembras se hacen hombres y mujeres al adquirir rasgos y caracteres opuestos
y distintos basados en el sexo, pero sin problematizar el asunto de “para qué fines se adquiere el género”
(Ingraham, 1996).
En la “teoría de la performatividad” de Butler (1990; 1993) la subjetividad, la identidad y lo
social/cultural aparecen como resultados o productos de una compleja relación entre lo social, la psiquis
y el cuerpo, que se da a través de la significación o comunicación por medio de signos y símbolos. Esta
autora sostiene que los signos corporales (como palabras, gestos y conductas) son “performativos” en el
sentido de que producen en el imaginario colectivo el efecto de una esencia interna o núcleo de
identidad de género. Ella explica que un “acto performativo” es aquel que vuelve realidad o actúa aquello
que nombra, lo cual muestra el poder productor o constitutivo del discurso. La fuerza o efectividad de
una performance se deriva de su capacidad para provocar y recodificar la historicidad de las convenciones
sociales en actos presentes. La repetición de estos actos, en el contexto de marcos rígidos sostenidos
culturalmente a través del tiempo, conduce a la producción de efectos que sugieren la existencia de
núcleos de género internos, esenciales y aparentemente localizados en cuerpos cargados de significados
de género. Por ejemplo, los actos en los que se despliega fortaleza física, agresión, competitividad y
20
heterosexualidad, en su realización misma, terminan dando sentido y contenido a una masculinidad
asumida previamente (y reforzada luego) como esencial o derivada de un núcleo de identidad de género.
Estas prácticas producen a los individuos como tipos particulares de sujetos, con tipos particulares de
cuerpos, en un determinado sistema social, de resultas que lo que tomamos por un rasgo interno de
nosotros mismos (o de los otros) sería en realidad una característica que “anticipamos y producimos
mediante ciertos actos corporales” (Butler, 1990). Es así que estos “cuerpos sexuados” serían construidos
por los discursos y las prácticas que toman al cuerpo no solo como su objeto, sino también como su
vehículo de expresión (Gatens, 1996).
Esta perspectiva se aleja de posiciones que consideran a los cuerpos biológicos analíticamente
separados de un contexto social “externo” (como en los modelos de socialización del género), y se acerca
a una concepción de lo social como atravesado en los procesos de producción del cuerpo y la
subjetividad e identidad masculina. El foco de interés de muchos nuevos estudios se traslada, por un
lado, a la producción y reproducción de las normas de género en las propias prácticas en que se
evidencian y, por otra parte, a las fuerzas o mecanismos sociales que promueven o limitan la formación
de masculinidades particulares. Se intenta entonces describir y analizar las divisiones en el trabajo social,
y los roles resultantes de esa división, no como tipos ideales estáticos, sino en sus manifestaciones
históricas y culturales cambiantes y contradictorias.
Estas teorías otorgan un lugar destacado a los individuos, “agentes” o “actores sociales” en la
conformación de la masculinidad, y entienden a las identidades de género no como una determinación
estructural, sino como un producto de la actividad humana. En ese sentido, Gutterman (1994) sugiere
ver a la identidad como “algo que uno hace”, y apreciar a los individuos como constituidos en sus
identidades a través de un vasto conjunto de “guiones” culturales que pueden ser “re-escritos” por esos
sujetos en base a su capacidad de agencia. También para Gutiérrez (2006) las identidades de género
toman forma en las acciones de las personas, es decir, en las prácticas sociales que las categorizan como
hombres y mujeres, produciendo al mismo tiempo significados. Al establecer estas categorizaciones y
diferencias, los sujetos echan mano de discursos, prácticas y otros recursos culturales que tienen
disponibles en su entorno social. El género puede entenderse así como la acción o la práctica en sí
misma, y no como algo que les subyace10.
Estas ideas contribuyeron a consolidar un enfoque sociológico relacional centrado en las prácticas
humanas en su vinculación con el mundo. Se comienza a enfatizar entonces que las categorías de hombre
y mujer no existen la una sin la otra. De esto se desprende que la masculinidad no puede ser pensada
10 Gutiérrez ilustra este punto con un ejemplo: Si se puede decir que un jugador de ajedrez es inteligente por su forma de
mover las piezas en el tablero, y no que mueve las piezas de esa forma porque posee un cerebro prodigioso o una estructura
mental que es la base de su inteligencia, se puede decir también de alguien que es masculino o femenino porque se comporta,
actúa y habla como lo que culturalmente se entiende por ser hombre o mujer, y no porque posea ‘algo’ que lo mueva a actuar
precisamente como hombre o mujer.
21
simplemente como un conjunto de rasgos de pensamiento y conducta propios de los hombres. Para
entender la masculinidad es preciso ponerla en contraste con la femineidad y con múltiples referentes y
modelos masculinos. En palabras de Bourdieu, la experiencia de los hombres, la masculinidad o la
“hombría” vienen a ser nociones eminentemente relacionales, construidas en frente de y para otros
hombres, y contra la femineidad” (Bourdieu, 2001). Esta relación y contraste entre lo masculino
(definido como superior) y lo femenino, aparece como parte de una serie más amplia de dualidades que
estructuran la sociedad como un todo. Según Bourdieu (2001) la oposición fundamental entre lo
masculino y lo femenino “se fracciona en una serie de oposiciones homólogas que la reproducen, pero en
formas dispersas y con frecuencia casi irreconocibles”. Esto produce esquemas de pensamiento cargados
con connotaciones de género que operan en las prácticas y discursos de la vida cotidiana, dándoles
sentido, estableciendo jerarquías (entre las cosas, las personas, las conductas, las ideas, etc.), y
constituyendo representaciones culturales relativamente permanentes. En otras palabras, el género
(integrado en esos esquemas de pensamiento) forma parte del modo en que aprehendemos el mundo.
Siguiendo esta idea, la oposición masculino/femenino puede ser entendida como un mecanismo cultural
dicotómico que se vale de “referentes discursivos” que sirven a su vez para organizar y dar sentido a las
prácticas e imaginarios relativos a las diferencias entre hombres y mujeres (Gutiérrez, 2006). En suma,
estos procesos y operaciones proporcionan a hombres y mujeres los repertorios culturales que sirven
para construir y definir lo masculino en cada sociedad.
Dominación masculina y subordinación de las mujeres
Se ha debatido ampliamente sobre cómo o porqué los hombres llegaron a dominar a las mujeres. Muchos
han ofrecido explicaciones especulativas del origen de la dominación masculina en los albores de la
humanidad. Harris, por ejemplo, decía que en un pasado lejano el control de los instrumentos de guerra
por parte de los hombres pudo haber sido la base del dominio de éstos sobre las mujeres (Harris, 1984).
Mientras algunos psicoanalistas hablaban de la “posición simbólica” del padre con relación a la madre y al
hijo, muchos otros especialistas se inclinaban por explicaciones que aludían a las divisiones en el trabajo
impuestas por las funciones procreadoras, que relegaban a las mujeres al ámbito doméstico. Desde el
marxismo, y tomando como marco de referencia una visión evolucionista, F. Engels argumentaba en “El
origen de la familia…” que esta división habría colocado a los hombres en posición de dominio cuando la
productividad de su trabajo superó a la que las mujeres podían lograr en el seno de la familia y el hogar.
La dominación de los hombres sobre las mujeres aparecía así como una de las primeras formas de la
división de la sociedad en segmentos con mayor y menor poder económico. Hearn, criticando este
punto de vista, propuso que el origen histórico de la dominación masculina estaría no en el lugar que
22
ocupan hombres y mujeres con respecto a los medios de producción, sino más bien en los esfuerzos de
los hombres por arrebatar a las mujeres el control de la reproducción (Hearn, citado por Kimmel,
1992).
Maurice Godelier (1986), aún cuando inició sus investigaciones desde una perspectiva
antropológica marxista, también llegó a cuestionar el supuesto de Engels luego de estudiar a los Baruya
de Nueva Guinea a mediados del Siglo XX, cuando éstos apenas comenzaban a vincularse con el mundo
occidental. En esta comunidad “primitiva”, Godelier constató cómo los hombres podían dominar y
oprimir a las mujeres en una sociedad sin clases y sin un control sustancial de los medios de producción
por parte de los hombres (de hecho, en ese grupo tales medios de producción estaban controlados por
las mujeres). Si bien Godelier especuló también sobre arreglos primordiales de los que podría haber
nacido este dominio, su preocupación se orientó más al análisis de la función que desempeñaban los
elementos rituales e institucionales en el sostenimiento y la perpetuación de la dominación masculina.
En concreto, veía en las iniciaciones rituales masculinas a “la máquina que produce el dominio de los
unos y el consentimiento de las otras”, lo cual venía unido a una serie de prácticas y símbolos que
reforzaban permanentemente la dominación.
Esto nos lleva a considerar que –al margen de las especulaciones sobre el inicio de la dominación
masculina en el pasado remoto– las diferencias de poder entre hombres y mujeres se sostienen y
reproducen sobretodo por mecanismos sociales que otorgan un lugar central a las representaciones
sociales y a la producción de símbolos en el imaginario colectivo, todo esto en el marco de una
configuración mayor vinculada con estructuras sociales y de género.
“La máquina que produce el dominio de los unos y el consentimiento de las otras…”
En el centro de las iniciaciones masculinas entre los baruyas está esa práctica, mantenida rigurosamente en
secreto, de la ingestión de esperma, por parte de los jóvenes iniciados. El esperma es el de los iniciados de los
estadios tercero o cuarto que aún nunca tuvieron relaciones sexuales con mujeres. Para los baruyas, esta práctica
secreta está destinada a masculinizar completamente el cuerpo de los hombres. Su idea es que todo lo que había de
femenino en el cuerpo de un hombre debe ser eliminado. Su objetivo es que los varones vuelvan a nacer por
segunda vez, pero, esta vez, engendrándolos sin las mujeres.
Yo, que soy occidental y no soy creyente, pienso que la ingestión de esperma es un acto imaginario que nunca
sobremasculinizó a nadie. Pero, desde el punto de vista de los baruyas, esto no es así. Esta distancia entre los
baruyas y yo hace aparecer entre ellos un componente imaginario de sus relaciones, pero que ellos no viven así.
Esto incita a plantear la pregunta teórica general: ¿cuáles son los componentes imaginarios de las relaciones de
poder? ¿Y cuáles son las consecuencias sociales, reales, de esas prácticas imaginarias y simbólicas? Y, además, se ve
para qué sirve en la realidad, dado que, al sobremasculinizar a los varones, los baruyas apuntan explícitamente a
23
dotarlos de una esencia superior a la de las mujeres. En resumen, se ve cómo una práctica de este género legitima
relaciones de desigualdad y dominación. La cuestión que se plantea, entonces, es ver si en otro lado, por ejemplo
en nuestra cultura, no hay prácticas comparables para legitimar los lugares diferentes ocupados por los individuos
en su sociedad a causa de su sexo o de su religión o de su color de piel (Godelier, 1986; 2008).
Pierre Bourdieu (2001) ha sostenido que el orden de dominación masculina puede ser entendido
como una forma de violencia simbólica, sutil e imperceptible, pero firmemente enraizada en creencias
naturalizadas que hacen aparecer a ese orden desigual de género y a la primacía de los hombres como
normales y autoevidentes; y esto ocurriría de modo tal que el carácter simbólico de esta forma de
violencia no la hace menos efectiva, pues esta violencia simbólica sería el arma más poderosa en el
arsenal de la dominación masculina, al crear “las condiciones de posibilidad para otras formas más
inmediatas y explícitas de violencia, sean estas económicas o físicas”.
Bourdieu parte del análisis de una sociedad del Mediterráneo (los bereberes de Kabylia)
organizada de acuerdo a lo que denomina “el principio androcéntrico”, una lógica que, según sugiere,
estaría funcionando en cierto modo también en sociedades europeas modernas. En este modelo, la
división y la inequidad entre los sexos conforman estructuras de dominación masculina que son a la vez
simbólicas y objetivas. El principio androcéntrico se presentaría de manera objetiva, por ejemplo, en la
manera en que están organizadas las cosas y los espacios (lugares y objetos considerados masculinos o “de
hombres”); pero también en un estado incorporado (literalmente, en los cuerpos), bajo la forma de
habitus, es decir, como disposiciones características profundamente arraigadas en las prácticas de
hombres y mujeres (manejo corporal, conductas y sentimientos diferenciados de acuerdo al sexo). La
concordancia entre estos dos aspectos de la división sexual –su objetivación en el orden físico y social, y
su incorporación en el sentido práctico y en las disposiciones corporales– legitima para los sujetos la idea
de que las inequidades y diferencias de género son naturales y eternas.
El mecanismo por el cual esas estructuras llegan a inscribirse en los sujetos comprende un
proceso dual en el que intervienen actos de comunicación, conocimiento, reconocimiento, e incluso
sentimientos. Por un lado, tanto hombres como mujeres internalizan y asumen el punto de vista
masculino (sus categorías y conceptos), produciéndose así un desequilibrio en el que los hombres se
definen como sujetos y constituyen a las mujeres como objetos11. El otro proceso es la adquisición de
disposiciones psicosomáticas específicas de género (gustos, maneras, etc.) por las cuales los hombres
11 “El principio de la inferioridad y exclusión de las mujeres… no es otro que la fundamental asimetría, aquella del sujeto y
objeto, agente e instrumento, que se establece entre hombres y mujeres en el dominio de los intercambios simbólicos… las
mujeres solo pueden aparecer allí como objetos o, más precisamente, como símbolos… cuya función es contribuir a la
perpetuación o expansión del capital simbólico detentado por los hombres (…). Cuando la adquisición de capital simbólico y
capital social es más o menos la única forma posible de acumulación, las mujeres son recursos que… en los intercambios…
pueden producir alianzas, en otras palabras capital social, y aliados prestigiosos, en otras palabras capital simbólico”
(Bourdieu, 2001).
24
adoptan formas de conducta concebidas como masculinas, en tanto que las mujeres adoptan estilos
femeninos. Esto termina afirmando y reforzando la naturalización de las diferencias sexuales. En otras
palabras, este orden de género sería una construcción cultural arbitraria que, una vez internalizada en la
subjetividad de los agentes sociales, aparece luego como parte del orden natural de las cosas.
Para Bourdieu, la reproducción y persistencia en el tiempo de esta lógica de dominación
masculina sería el resultado de una continua labor de deshistorización y eternalización de las estructuras y
principios de la división sexual. Una labor que se perpetúa no solo por la incorporación de estas
estructuras en las mentes y cuerpos de los sujetos, sino también por la acción continua de instituciones
tan diversas como la familia, la iglesia, los centros de trabajo, el sistema educativo y el Estado, entre
otras, que operan también bajo la misma lógica que esencializa y naturaliza las diferencias entre los
sexos.
Como vemos, la perspectiva de Bourdieu se aleja de posturas que ven en la opresión de los
hombres sobre las mujeres algo así como el resultado de un poder consciente, intencional o estratégico.
Para este autor, las identidades sociales, y en particular las masculinas, no son impuestas ni
voluntariamente elegidas, sino que llegan a ser adquiridas por los sujetos en su relación con el mundo
social, fuera del ámbito de la conciencia, pero dentro de esquemas de percepción, pensamiento y acción
mediados por el habitus en el terreno de la experiencia práctica. Pero, si bien estas estructuras de
dominación tienden a reproducirse por su propia lógica y por la acción de instituciones formadas bajo
esos mismos esquemas, eso no significa que no puedan ser subvertidas. Las estructuras y tradiciones
culturales son creadas por los sujetos, y siempre queda abierta para ellos, dentro de ciertos marcos, la
posibilidad de generar innovaciones y operar rupturas en la forma de las relaciones e identidades de
género. Para Bourdieu, se precisa restaurar y hacer evidente el carácter histórico del orden de
dominación masculina, “desmantelando los procesos responsables de esta transformación de la historia
en naturaleza”; cuestionando conceptos y “esquemas de percepción y pensamiento” que funcionan como
instrumentos masculinos de conocimiento; y emprendiendo una tarea política que abarque variados
ámbitos de la vida social (Estado, escuela, familia, trabajo, etc.).
Poder, estructuras de género y masculinidades diversas
La masculinidad fue entendida durante mucho tiempo como “el modo más aceptado de ser hombre” en
cada sociedad. Al emprender la tarea de comparar este ideal cultural con las actuaciones concretas de los
hombres, varios investigadores prestaron atención a los individuos o grupos que no calzaban en ese
modelo más valorado de masculinidad. Algunos comenzaron a hablar de casos de “desviaciones” de la
regla, a pesar de que en muchas sociedades incluso la gran mayoría de los hombres no encajaba en el
25
ideal cultural de masculinidad. El enfoque centrado en el estudio de un ideal de masculinidad se revelaba
problemático. Pronto se hizo claro que los individuos no pueden ser vistos como meras fallas en el juego
de performances masculinas: ¿No será que esos sujetos considerados “desviados” de la norma tienen sus
propias ideas de cómo deberían ser los hombres?
Hoy muchos estudios se interesan por explorar cómo y por qué surgen y se mantienen las
diferencias al interior de las categorías generales de hombres y masculinidad. Las nuevas propuestas
teóricas sobre masculinidad en ciencias sociales se van alejando de modelos deterministas, y se abocan
más al estudio de formas variadas de masculinidad, los contextos y condiciones de las que surgen, y las
condiciones o resultados que producen (Connell, 1995).
La masculinidad, lejos de ser una esencia definida e inmutable, se manifiesta en realidad de muy
diversos modos en diferentes momentos, y puede incluso adquirir distintos significados para un mismo
sujeto. Los hombres pueden tener modelos distintos de masculinidad en función de etapas de vida (por
ejemplo, con referentes en la fortaleza y el comportamiento sexual en la adolescencia; o con énfasis en el
trabajo y la responsabilidad en la adultez) (Yon, 1996); del tipo de relación que establecen entre ellos y
con las mujeres (con la esposa, la amante, la madre, etc.); o de la posición estructural que ocupan en la
sociedad (jefes, obreros, dominadores, subordinados, etc.). Existe entonces en cada sociedad una co-
presencia de formas variadas de masculinidad. De ahí que diversos estudios recientes hablen de
“masculinidades”, en plural, enfatizando esta característica, al examinar estas masculinidades diversas en
sus vínculos con las relaciones de poder, la sexualidad, la etnicidad y las formas variadas en que se
construyen la identidad y el cuerpo masculinos.
Connell ha afirmado que la masculinidad no es un objeto coherente de conocimiento, sino que
es siempre “masculinidad-en-relación”; no es un objeto aislado, sino un aspecto de una estructura mayor
de relaciones de género. Según este autor, las vidas de hombres y mujeres se hallan atravesadas por
relaciones y concepciones de género. La masculinidad sería, entonces, simultáneamente, “una posición en
las relaciones de género, las prácticas por medio de las cuales hombres y mujeres se involucran en esas
relaciones, y los efectos de estas prácticas en la experiencia corporal, la personalidad y la cultura”
(Connell, 1995).
El género es visto aquí como una forma de organizar o estructurar la práctica social, lo cual se
realiza por medio de las ideas y prácticas relacionadas con la reproducción y las diferencias entre los
sexos, que aluden a diferencias biológicas y a las formas sociales e históricas en que son pensadas estas
diferencias. De modo similar, Gutiérrez (2006) afirma que cuando se dice que alguien es hombre o
mujer, o que se comporta o piensa como hombre o como mujer, lo que ocurre en realidad es que se está
26
dotando de significado a ciertas prácticas o actitudes que aluden de alguna manera al cuerpo (diferencias
corporales), la sexualidad o la reproducción12.
En muchos casos, estas configuraciones de género operan al interior de instituciones, donde es
posible apreciar cómo diversas masculinidades pueden ser producidas al interior de un mismo entorno
social. Por ejemplo, dentro de determinados espacios, como partidos políticos, clubes, pandillas, lugares
de trabajo, etc., los hombres se ven confrontados con sistemas organizados en los que solo algunos
alcanzan a destacar de acuerdo con los estándares exigidos por las jerarquías y estructuras competitivas
de estas instituciones; y estas estructuras tienen una función relevante tanto en la conformación de
diversas identidades masculinas como en sus múltiples formas de expresión social (Connell, 1995).
Estas configuraciones u ordenamientos son en sí mismos procesos dinámicos e internamente
complejos. Para Connell, los patrones sociales de género aparecen no solo como productos de la
historia, sino también como productores de historia, por su función de dar forma y contenido a la realidad.
Pero, además de ir cambiando en el tiempo, las estructuras de género se intersectan con otros discursos
y estructuras. El género, lejos de ser un ámbito autónomo, en realidad se vincula e interactúa con varias
otras lógicas que se superponen, como la clase y la etnicidad. Es por eso que la masculinidad puede
presentar rupturas y contradicciones internas, dado que se posiciona simultáneamente en diversas
estructuras de relaciones, cada una de las cuales puede ir siguiendo distintas trayectorias históricas.
El reconocimiento de múltiples masculinidades no puede quedarse en la mera constatación de la
diversidad, o en la definición de tipologías o “estilos de vida” masculinos. La propuesta de Connell
apunta aquí a examinar las relaciones entre estas variadas formas de masculinidad empleando una serie
de herramientas conceptuales. Tenemos, en primer lugar, el concepto de hegemonía, o la dinámica
cultural por la cual un grupo de hombres proclama y sostiene su posición destacada en la estructura
social”13. En determinado momento histórico, una forma de masculinidad es culturalmente exaltada por
sobre otras. De entre varias formas de masculinidad, este ideal prevalece en el sistema patriarcal de
dominación general de los hombres sobre las mujeres. Esta definición cultural de la masculinidad
predominante suele tener alguna correspondencia con estructuras institucionales de poder y de ejercicio
de violencia real o simbólica, como el poder político (hombre líder, con autoridad), militar (hombre
fuerte, protector), económico (hombre rico, proveedor), simbólico (hombre sabio, racional), entre
otros. Sin embargo, este ideal masculino no es un tipo fijo de carácter. Ocupa el lugar hegemónico, pero
12 Godelier (1986) decía también que la dominación masculina entre los baruyas estaba basada en un complejo de prácticas,
violencias, símbolos, ideas y mitos que complementan y refuerzan la dominación de manera cotidiana y permanente, muchas
veces bajo la forma de mensajes que aluden a las diferencias sexuales: un “lenguaje del cuerpo” que expresa, sostiene y
justifica la dominación: mientras que el semen alimenta al niño durante el embarazo, le da forma y lo convierte en hombre en
las iniciaciones rituales, la sangre menstrual, en contraste, ofrece a todos la “prueba” irrefutable de que “las mujeres no son
víctimas mas que de sí mismas”.
13 El concepto de “masculinidad hegemónica” ha alcanzado una amplia difusión en los estudios contemporáneos sobre
masculinidades. Para una discusión más elaborada sobre este concepto, véase Connell (2005).
27
esta posición siempre puede ser cuestionada, rectificada o cambiada, pues al cambiar las condiciones en
que se sostiene la defensa del patriarcado, se erosionan también las bases de la dominación de la forma
hegemónica de masculinidad. Es entonces que nuevos grupos pueden desafiar las antiguas definiciones
del ideal de hombre.
Pero la hegemonía no puede entenderse del todo sin su contraparte. Es aquí donde entra a tallar
el concepto de subordinación. Dentro de cierto marco, podemos identificar relaciones específicas de
dominación y subordinación de género entre grupos de hombres. Se ha estudiado mucho el caso de la
subordinación de las masculinidades homosexuales, colocadas en la parte más baja de una jerarquía de
masculinidades mediante múltiples ideas y prácticas de homofobia. Dicha subordinación, lejos de ser
solo una relación o actitud, se acompaña por lo general de variadas formas de opresión y violencia física
y simbólica.
Otros ejemplos de masculinidades subordinadas remiten a la historia y a contextos de
colonización, en los que, como señalaba Stoler (1991), la supremacía del Occidental se vincula con “la
demasculinización de los hombres colonizados y la hipermasculinidad de los hombres europeos”. Por
otra parte, la subordinación se produce también en función de diferencias de edad (adultos, jóvenes,
viejos) o de inequidades en las condiciones de vida. La pobreza, por ejemplo, además de restar poder a
los hombres, configura también en ellos formas particulares de experimentar el mundo, de lo que se
derivan masculinidades diferenciadas según la clase social o las condiciones de vida.
Siguiendo el modelo de Connell, apreciamos también que distintas masculinidades pueden tener
entre relaciones de complicidad. Si bien hay un patrón hegemónico de masculinidad, en realidad son
pocos los hombres que llegan a cumplir con las exigencias y rasgos definidos por ese patrón. Sin
embargo, la mayoría de los hombres se benefician de la hegemonía al aprovechar lo que Connell llama el
“dividendo patriarcal”, es decir, “la ventaja que los hombres en general obtienen de la subordinación de
las mujeres en su conjunto”.
¿Infidelidad, celos, complicidad?
Una atmósfera de desastre inminente rodeaba a Augustin; donde se encontrara había problemas. En una ocasión
en que vino a verme a la aldea se puso a fornicar descaradamente con una mujer casada. Los dowayos esperan que
las mujeres casadas practiquen el adulterio y seducir a las mujeres de los demás se considera un divertido deporte.
No obstante, Augustin copuló con ella en la choza del marido, lo cual constituía una grave afrenta (…). Dadas las
circunstancias, me pareció aconsejable advertir a Augustin que no apareciera por la aldea por un tiempo. Sin
embargo, en un gesto muy propio de él, se presentó al día siguiente e incluso estacionó la motocicleta delante de
la choza del marido agraviado (…). El marido apareció con sus hermanos. Augustin sacó la cerveza que traía y
todos bebimos en silencio (…). De pronto, el marido… comenzó a canturrear desafinadamente. Los demás
28
hombres se unieron a él con deleite (…). El papel del antropólogo en estas ocasiones consiste en comportarse
como un insistente zángano e ir por ahí pidiendo que le expliquen el chiste, de modo que empecé a preguntar por
lo que acababa de presenciar. La letra de la canción era “Oh, ¿quién copularía con una vagina amarga?”, cantada en
son de burla de las mujeres. Por lo visto, el marido, apaciguado por la cerveza, había llegado a la conclusión de
que la solidaridad entre los hombres era más importante que la fidelidad de una simple esposa. No se volvió a hablar
del asunto. Es más, Zuuldibo y Augustin pasaron a ser inmejorables amigos y desde entonces comparten muchas
farras (N. Barley, “El antropólogo inocente”. Barcelona, Anagrama, 1989. p. 93-94; cursivas añadidas).
Retomando la idea de una interconexión entre el género y otras estructuras, encontramos que
estas otras “lógicas” intervienen también en la conformación de múltiples formas de masculinidad,
destacando sobretodo las estructuras de clase y etnicidad. Por ejemplo, en un contexto de supremacía
blanca, los hombres negros juegan roles simbólicos en la construcción del género entre los blancos. Es
decir, más allá del contraste con la femineidad, las masculinidades de los dominantes se construyen
también con referencia y en contraposición a las masculinidades de clases y grupos étnicos subordinados.
El concepto de marginalización puede ayudar aquí a dar cuenta de este tipo de relaciones complejas en las
que las estructuras de género se interconectan con otras lógicas y discursos; y todas estas relaciones
pueden ser concebidas también como parte de una estructura de inequidad mayor en la que los hombres
suelen sostener y usar diversas formas y medios de violencia, ya sea entre ellos mismos, para afirmar la
hegemonía de unos hombres sobre otros, trazando fronteras (por ejemplo, entre heterosexuales y
homosexuales); o contra las mujeres, para mantener la dominación general sobre ellas14.
Nuevo examen de la sexualidad y el cuerpo masculinos
Con el desarrollo de nuevas herramientas teóricas, en este marco de reconocimiento de masculinidades
diversas y de los mecanismos de poder que operan en las relaciones entre los hombres, ha sido posible
reexaminar y retomar desde nuevos puntos de vista la investigación sobre las múltiples manifestaciones
de la identidad, la sexualidad y el erotismo entre los hombres.
Un primer tema en este ámbito remite a la caracterización común que se hace de la sexualidad
masculina como una fuerza “natural” y casi incontrolable, un “mandato biológico básico” o una energía
poderosa que ha de ser encauzada por la matriz sociocultural. El empleo de imágenes que aluden a
deseos “embalsados” o “corrientes” desenfrenadas ha llevado a que estas propuestas sean denominadas el
“modelo hidráulico” de la sexualidad (Weeks, 1985). Estas nociones, que se suman a ideas que asocian lo
14 No obstante, el mismo ejercicio de la violencia puede ser tomado como medida de la imperfección de un sistema de
dominación, pues una estructura completamente legítima tendría menos necesidad de intimidar o ejercer la violencia para
sostenerse (Connell, 1995).
29
masculino con la actividad y a lo femenino con la pasividad, llevan muchas veces a estereotipar y dar
sustento científico a nociones del sentido común que asocian la sexualidad masculina con la penetración,
la conquista y el sobredimensionamiento del desempeño y el deseo sexual. En esas imágenes se describe
a los hombres como individuos comprometidos con la búsqueda activa de placer e intercambios sexuales,
al punto que la práctica sexual es con frecuencia asociada a la idea misma de “llegar a ser hombre” o de
cumplir una meta relacionada con el logro de la masculinidad. Una vez establecida esta idea, muchos
hombres se ven conminados a iniciarse sexualmente desde muy temprano, a veces bajo la presión de sus
pares o de hombres mayores, en un contexto que promueve la supresión o el ocultamiento de muestras
de afecto (que, según se cree, serían más propias de las mujeres). En sus consecuencias sociales, esta
concepción de la sexualidad masculina ha servido también para explicar o incluso justificar hechos como
la violencia sexual. “Yo actuaba como varón solamente…”, el título de un estudio con hombres
procesados por el delito de violación sexual (León & Sthar, 1995), ilustra bastante bien esta idea.
Para entender mejor esta búsqueda aparentemente compulsiva de relaciones sexuales, debemos
considerar los condicionamientos sociales que rodean a estas relaciones y el modo en que los sujetos
evalúan y valoran la experiencia misma de los actos sexuales. Gutiérrez (2006) ha señalado que la
sexualidad asociada a la masculinidad no puede ser definida solo por la “actividad” o la acción
instrumental, sino que habría que ver al desempeño sexual de los hombres como una expresión o
manifestación de las nociones culturales y de los discursos que definen a los hombres como activos frente
a una supuesta pasividad de las mujeres. Siguiendo este planteamiento, un primer paso sería
“desbiologizar” el placer sexual. Si bien las necesidades biológicas imponen ciertas condiciones y límites a
la acción humana, no se puede desprender de ello que la biología sea el criterio explicativo último del
placer y los deseos. Y este placer o goce sexual no puede ser reducido a lo fisiológico debido a que los
actores sociales juzgan o valoran su experiencia sexual “en función del contexto y de los recursos
culturales disponibles”.
Un hombre que logra “poseer” sexualmente a una mujer no solo evalúa esta experiencia por el
placer que de ello obtiene, sino que este mismo acto puede brindarle también una manera de realizarse
como hombre, de acuerdo con ciertas expectativas sociales. Pero la confirmación de la “hombría” en el
coito no será siempre ni necesariamente placentera o siquiera alcanzable, pues ciertas presiones y
mandatos sociales pueden conducir a los hombres a frustraciones y angustias (por el tamaño del pene,
lograr la erección, el “funcionamiento” sexual, etc.) que suelen incluso determinar sus actitudes futuras
hacia el sexo. En situaciones como éstas, mediadas por presiones sociales, y en las que la relación sexual
puede terminar siendo evaluada negativamente, ¿se podría seguir afirmando que los hombres se orientan
siempre a la búsqueda del sexo de manera instintiva, para realizar un imperativo biológico? Todo lo que
podemos decir al respecto es que, al margen de lo que dicten la fisiología, las hormonas o el instinto
30
reproductivo, no se puede tomar como premisa una supuesta propensión mayor y natural de los
hombres, o de ciertos hombres, hacia la actividad sexual, en comparación con las mujeres. Antes bien,
habría que poner atención a lo que el sexo significa para hombres y mujeres, es decir, a cómo es juzgada
la experiencia sexual en relación con las definiciones culturales de cuál es o cómo debería ser el
desempeño sexual de los sujetos; y se requiere además identificar los mecanismos y las convenciones
sociales que alientan, permiten o reprimen la búsqueda de relaciones sexuales de manera diferenciada
entre hombres y mujeres, pues, en comparación con lo que ocurre con estas últimas, en la mayoría de
sociedades es común que la sexualidad de los hombres tenga más oportunidades y libertades para ser
desplegada y ejercida. Si la valoración del acto sexual se construye en un proceso relacional y en un
contexto determinado, nada lleva a suponer a priori que la experiencia tenga por necesidad que ser
opuesta y diferenciada para hombres y mujeres (Gutiérrez, 2006)15.
Bajo la influencia de Foucault y otros autores postestructuralistas, diversos trabajos recientes
toman al cuerpo masculino como foco de atención, desde aproximaciones que suelen desafiar aquellas
miradas naturalistas que conciben al cuerpo como una estructura fija e inmutable de deseos y conductas
(Petersen, 2003). Antes que ver al cuerpo como biológicamente dado, muchos tienden hoy a apreciar
los cuerpos más bien como fabricados bajo los efectos del poder y el conocimiento que operan a través de
discursos (Butler, 1993). Se busca así un entendimiento de las formas en que los cuerpos masculinos
llegan a ser objetos y lugares del ejercicio del poder, y se analizan también las consecuencias de esto en
las subjetividades de los hombres, e incluso en la salud y el bienestar físico y emocional.
A propósito de esto último, se ha reportado reiteradamente que los hombres suelen tener vidas
más cortas que las mujeres, y que muchos mantienen prácticas que afectan negativamente su salud o los
ponen en riesgo de sufrir problemas severos. Ciertas concepciones de masculinidad llevan a los hombres
a tratar de mostrarse fuertes o “invulnerables”, lo cual se manifiesta en la adopción de conductas como el
ocultamiento de sus debilidades y la negación o infravaloración de sus dolencias (Moynihan, 1998). Esto
puede tener consecuencias serias en lo emocional (en relación con las disfunciones sexuales, por
ejemplo) y frente a problemas como los que afectan a la próstata o los testículos (pues muchos se
rehúsan a realizarse exámenes para prevenir estos males).
Por otra parte, hemos revisado previamente cómo la homosexualidad masculina fue estudiada
desde temprano y durante mucho tiempo como una “perversión” o patología que era necesario tratar
mediante intervenciones normalizadoras. Desde el Siglo XIX, la homosexualidad masculina, al ser
definida en términos médico-psiquiátricos, fue objeto de una amplia controversia sobre sus causas
(corrupción hereditaria o congénita, degeneración, seducción, etc.) y sobre la eficacia de su control
15 Este autor sugiere que la búsqueda de sexo puede dejar de ser un aspecto central para los hombres cuando el contexto ya no
es propicio para ello, citando el caso de los hombres que se interesan menos por el sexo cuando se convierten en padres y les
sobrevienen las responsabilidades de la crianza de los hijos y la manutención de la familia (Gutiérrez, 2006).
31
legal. Si bien la llamada “sodomía” había estado siempre presente en las sociedades humanas, en épocas
anteriores solía ser considerada como una práctica “perversa” o “desviada”. Pero los primeros sexólogos
encontraron en esta práctica la fuente de un particular sentido del self y de una identidad social (Weeks,
1985). Para Foucault (2003), esto formaría parte de una “cacería de sexualidades periféricas” inscrita en
un proceso mayor:
[Antiguamente] la sodomía… era un tipo de actos prohibidos; el autor no era más que un sujeto jurídico.
El homosexual del Siglo XIX ha llegado a ser un personaje: un pasado, una historia y una infancia, un
carácter, una forma de vida… Nada de lo que él es in toto [como un todo] escapa a su sexualidad. Está
presente en todo su ser: subyacente en todas sus conductas… la categoría psicológica, psiquiátrica,
médica, de la homosexualidad se constituyó el día en que se la caracterizó… no tanto por un tipo de
relaciones sexuales, sino por cierta cualidad de la sensibilidad sexual… el homosexual es ahora una
especie (Foucault, 2003).
En otro apartado veíamos cómo los deseos y las prácticas homosexuales hacen parte de la
diversidad de formas en que se puede desplegar la masculinidad, y señalábamos también que estos
elementos suelen aparecer justificando la marginalización de varios grupos de hombres. Pero las
exploraciones que vinculan a la sexualidad masculina con el poder muestran también la diversidad
existente entre los hombres que tienen preferencias u orientaciones homoeróticas. Por ejemplo, en
muchas sociedades occidentales se suele atribuir cualidades femeninas a los hombres gay u
homosexuales. Muchos discursos populares e incluso académicos han interpretado a los hombres que
tienen relaciones homosexuales como “invertidos”, más femeninos o menos hombres (Jod Taywaditep,
2001). Sin embargo, si bien es cierto que algunos hombres asumen maneras femeninas, diversos estudios
han mostrado que hay también entre ellos muchos que no muestran caracteres afeminados en su
conducta (Sanders et al., 1985), como se puede apreciar en las representaciones de hombres viriles e
hiper-masculinizados comunes en las publicaciones gay. Pero, independientemente de cómo son
percibidos estos hombres por la sociedad en general, vemos también que los prejuicios contra la
femineidad se encuentran difundidos incluso entre los propios hombres que tienen prácticas
homosexuales. Por ejemplo, en un estudio en Buenos Aires se señalaba que muchos hombres gay se
referían a los travestis empleando calificativos negativos que conllevaban la idea de “una sexualidad
degradada por su aproximación a lo femenino” (Sivori, 2005). Esta estigmatización hacia la femineidad
entre los mismos hombres homosexuales (Chauncey, 1994; Mosse, 1996) sugiere que la ideología de
masculinidad hegemónica de la sociedad mayor, por la cual se concibe a los hombres y la masculinidad
32
como superiores a las mujeres y la femineidad, se encontraría atravesada e imbricada también en las
jerarquías construidas entre masculinidades diversas al interior de las sub-culturas gay16.
Es común que la homosexualidad sea identificada con lo “gay” en muchos discursos populares y
académicos. Sin embargo, debemos señalar que la homosexualidad masculina involucra en realidad
múltiples prácticas y formas de interacción sexual o erótica entre hombres. Lo “gay” remite a un tipo de
cultura, generalmente urbana y Occidental, que otorga un lugar destacado a estas interacciones sexuales,
pero que incluye también otros elementos: sica, espacios sociales, patrones de conducta, e
identidades sociales y políticas transgresoras del orden establecido. No todos los hombres que tienen
prácticas homosexuales se reconocen como hombres gay. De hecho, muchos prefieren alejarse de la
cultura gay, e incluso la denigran abiertamente, y consideran que sus preferencias sexuales no implican
una identidad social expresada culturalmente en los símbolos y prácticas del mundo gay. Resulta
entonces que no es posible hablar de una homosexualidad unitaria, sino más bien una diversidad de
identidades y situaciones en las que lo masculino y lo femenino interactúan de formas diversas en las
vidas individuales (Viveros Vigoya, 2001), al lado de una amplia variedad de conductas homosexuales.
Cáceres (1996), por ejemplo, planteó una taxonomía asociada a formas culturales y estratos sociales para
hombres con prácticas homosexuales en Lima. En las clases trabajadoras populares encontramos al
mostacero o “activo”, hombre bisexual que no pone en cuestión su heterosexualidad o su “hombría” por
tener sexo con hombres considerados homosexuales, entre quienes tenemos al marica (o cabro) y al
travesti, quienes muestran maneras femeninas en diversos grados y suelen desempeñar el rol sexual
pasivo en la intimidad. En sectores de clase media hallamos al “entendido”, quien tiene encuentros
sexuales clandestinos con otros hombres, al “bisexual casado”, y al “gay” y “bisexual gay”, quienes
participan en la cultura homosexual local y asumen ya sea un “estilo macho” o variadas modas y formas
de femineidad. Como vemos, múltiples facetas de la diversidad sexual pueden ser construidas de modos
distintos en contextos sociales específicos. De ahí que categorías como “homosexualidad” y
“heterosexualidad” no reflejen por sí solas la complejidad de las experiencias sexuales masculinas.
Tenemos así que el foco de las investigaciones en este ámbito puede abarcar tanto la conducta
sexual como las condiciones socioculturales en las que ocurren estas conductas, pero también las normas
que organizan la sexualidad masculina bajo esas condiciones particulares. Estos enfoques sobre el cuerpo
y la sexualidad masculina vienen siendo adoptados en mayor o menor grado en muchos estudios
enfocados en la salud y el bienestar de los hombres. Con respecto a estos temas, la investigación actual se
16 En un estudio en una discoteca gay de Lima se encontró también que muchos hombres gay apreciaban modelos de
masculinidad que resaltaban la “virilidad”, la moderación y el “respeto”. La feminidad era practicada, tolerada y
relativamente valorada (como “desinhibición”), pero no constituía un atributo del ideal hegemónico de hombre gay. Así, la
exaltación de la feminidad era desaprobada por quienes buscaban alejarse del “escándalo” (Rojas et al., 2008).
33
muestra especialmente fecunda en áreas como la salud sexual y reproductiva, el Sida y otras infecciones
de transmisión sexual.
Consideraciones finales
Los recorridos que hemos trazado aquí sobre la historia y la teoría en la investigación sobre los hombres
y la masculinidad muestran cuán dinámico y variopinto ha sido y continúa siendo este nuevo campo de
estudios. Las propuestas y perspectivas de análisis que hemos revisado nos ofrecen múltiples opciones y
entradas teóricas y epistemológicas desde las que podemos explorar muchos de los fenómenos que
involucran a los hombres en sociedades actuales, pero también nos brindan pistas para observar las
trayectorias a través de las cuales se han movido la comprensión y las representaciones de la
masculinidad en los dos últimos siglos. El abordaje de esta dimensión histórica resulta, desde todo punto
de vista, clave para un mejor entendimiento de los asuntos tratados en este trabajo.
Si bien hemos presentado las distintas posturas teóricas sobre masculinidad como una sucesión
de puntos de vista que son puestos en cuestión por otras miradas más abarcativas o más recientes,
debemos señalar que la discusión académica y política– sobre estos temas esta muy lejos de hallarse
cancelada, pues todas las propuestas, desde los enfoques más positivistas hasta las posturas posmodernas,
continúan, en mayor o menor medida, vigentes en la actualidad por el empleo que se hace de ellas en
distintas disciplinas y vertientes de análisis.
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Temas clásicos y actuales en la investigación sobre masculinidad
Parentesco y familia: división del trabajo en la familia, paternidad, crianza y socialización, ciclos de vida, vida
familiar, relaciones entre hombres y mujeres, violencia doméstica.
Homosocialidad masculina: solidaridad, camaradería y amistad entre hombres; ritos, instituciones y espacios
masculinos; competencia y rivalidad.
Trabajo y roles sociales masculinos: desempeño económico y social de hombres de distintos grupos y clases
sociales; hombres en ocupaciones masculinas y femeninas, tecnología.
Cuerpo masculino, género, salud y sexualidad: imagen corporal, trabajo corporal, genitales, semen; fuerza física;
deportes; identidades, diversidad sexual y homoerotismo; conducta sexual, violencia sexual, masculinidad en
mujeres. Salud: problemas y riesgos de salud según contextos sociales y etapas de vida, salud sexual y
reproductiva, infecciones de transmisión sexual. Salud mental, psicología y rasgos emocionales de los hombres.
Cultura y representaciones sociales: ideologías, nacionalismo y etnicidad; estereotipos e imaginarios sobre
masculinidad, machismo; diferencias y semejanzas transculturales, visiones de las mujeres y de las instituciones
sobre los hombres; producción de símbolos y discursos; masculinidad en el arte y la literatura; cultura gay,
religión.
Poder y política: patriarcado, dominación masculina; masculinidades hegemónicas, subordinadas, marginalizadas y
alternativas, jerarquías entre masculinidades, discriminación, sexismo, autoridad masculina, movilización política,
organizaciones gay. Violencia, conflicto; políticos, estado e instituciones políticas; guerra, armas y militares.
Historia: formas históricas de masculinidad, transformación de masculinidades en el tiempo; biografías de
hombres.
Preguntas para la discusión:
1. ¿Qué ritos masculinos podemos identificar entre los adolescentes o jóvenes varones de nuestra sociedad?
¿Qué contenidos o mensajes transmiten o afirman estos ritos?
2. ¿Cuáles serían las características de la “masculinidad hegemónica” en nuestra cultura? ¿Qué discursos e
imágenes circulan sobre lo que debe ser un hombre? ¿Qué características no debería mostrar?
3. ¿Qué debería pensar o cómo se supone que debería actuar un hombre que encuentra a su pareja “con otro”?
4. ¿Podemos hablar de una “crisis” de los modelos de masculinidad en nuestro contexto? De ser así, ¿en qué se
expresaría esa crisis?
5. ¿Hay en las prácticas y costumbres de “caballerosidad” contenidos que reproduzcan o simbolicen la idea de la
debilidad o inferioridad de las mujeres?
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Book
Los trabajos que describen la población femenina coinciden en que las mujeres de clase media han sido profundamente influidas por las transformaciones que atraviesa la sociedad peruana. Es en este medio en el que han ocurrido los cambios más significativos para el status de la mujer, expresados en: igualdad jurídica, entrada en el mercado de trabajo, acceso a niveles de educación superiores, descenso de la fertilidad (debido al uso de medios anticonceptivos eficaces) (Francke; 1984) y cambios en la estructura de la familia. Como consecuencia de estos procesos en el Perú urbano actual co-existen diferentes definiciones de femineidad, una, transmitida a través de la familia, y las instituciones tradicionales, que centran la identidad femenina en la esfera doméstica y otras que critican este modelo y proponen que la mujer debe buscar su autonomía individual a través de la independencia económica, la liberación de su sexualidad, la lucha por sus derechos, etc. La realidad de las mujeres de clase media, está lejos de una definición precisa de modelos de identificación, ellas están experimentando modificaciones significativas que se reflejan en sus relaciones fundamentales, en los discursos sobre lo femenino actualmente vigentes y/o emergentes, en su autoimagen, en la manera como conciben el mundo y en su identidad de género. El objetivo del presente trabajo es precisamente contribuir a la comprensión de este proceso. Nos preguntamos en qué medida las definiciones sobre femineidad están siendo transformadas, y, sobre todo, cómo las mujeres de hoy se perciben a sí mismas y su lugar en el mundo. Es decir, cuáles son los modelos de mujer vigentes en la cultura de clase media.
Article
In this cross-cultural study of manhood as an achieved status, the author finds that a culturally sanctioned stress on manliness - on toughness and aggressiveness, stoicism and sexuality - is almost universal, and deeply ingrained in the consciousness of men who otherwise have little in common.