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Etxebarria, I. (2003). Las emociones autoconscientes: culpa, vergüenza y orgullo. En E. G. Fernández-Abascal, M. P. Jiménez y M. D. Martín (Coor.). Motivación y emoción. La adaptación humana (pp. 369-393). Madrid: Centro de Estudios Ramón Areces. (ISBN: 84-8004-618-X).

Authors:
Las emociones autoconscientes: culpa, vergüenza y orgullo
Itziar Etxebarria*
1.
¿POR QUÉ HABLAMOS DE “EMOCIONES AUTOCONSCIENTES”?
2.
OLVIDO Y PROGRESIVO INTERÉS DEL ESTUDIO DE LAS EMOCIONES AUTOCONSCIENTES
3.
RASGOS GENERALES DE LAS EMOCIONES AUTOCONSCIENTES
3.1. Las emociones autoconscientes son emociones “secundarias”, “derivadas”, “complejas”
3.2. Las emociones autoconscientes son emociones “sociales”, “morales”
4.
RASGOS ESPECÍFICOS DE LAS DISTINTAS EMOCIONES AUTOCONSCIENTES
4.1. Emociones provocadas por autoevaluaciones negativas: vergüenza y culpa
4.2. Emociones provocadas por autoevaluaciones positivas: orgullo y hubris
5.
¿ESTOS RASGOS CONCRETOS SON GENERALIZABLES A TODAS LAS CULTURAS?
6.
CUESTIONES A DEBATE EN LA ACTUALIDAD
6.1. Sobre la culpa y la vergüenza
6.2. Sobre el embarrassment
6.3. Sobre el orgullo
*Este texto es el borrador el capítulo:
Etxebarria, I. (2003). Las emociones autoconscientes: culpa, vergüenza y orgullo. En E. G.
Fernández-Abascal, M. P. Jiménez y M. D. Martín (Coor.). Motivación y emoción. La
adaptación humana (pp. 369-393). Madrid: Centro de Estudios Ramón Areces.
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RESUMEN INTRODUCTORIO
En este capítulo, aclararemos en primer lugar por qué se denomina a la culpa, la
vergüenza y el orgullo “emociones autoconscientes”. A continuación, analizaremos
brevemente las razones del descuido de estas emociones por parte de la Psicología en el
pasado reciente y describiremos el estado de su estudio en la actualidad. Tras abordar
estos aspectos introductorios, presentaremos en primer lugar los rasgos generales,
comunes, de estas emociones, para pasar a describir después los rasgos específicos de
cada una de ellas. En este punto, veremos la descripción que Lewis hace de la culpa, la
vergüenza y el orgullo, así como de una cuarta emoción que él propone denominar
hubris, a partir de su modelo estructural de la elicitación de estas emociones, un modelo
según el cual es posible entender las características fundamentales de cada una de ellas a
partir del cruce de dos variables básicas: la evaluación de la propia conducta como
positiva o negativa y la atribución interna global o específica de dicha conducta.
Tras cuestionar la generabilidad de estos planteamientos a todas las culturas, y en
concreto a la nuestra, profundizaremos en cada una de las emociones autoconscientes, en
particular en la vergüenza y la culpa, a través de la revisión de las principales cuestiones
que hoy en día se están debatiendo e investigando en torno a las mismas. Ello nos llevará
a considerar diversos aspectos de especial interés no contemplados en modelos generales
como el de Lewis. Así, abordaremos la importante cuestión de las diferencias entre la
culpa y la vergüenza, analizando más en detalle no sólo el tipo de eventos y evaluaciones
que provocan una y otra emoción, sino también las implicaciones positivas y negativas
de estas dos emociones en el ámbito interpersonal, así como en el ajuste psicológico del
individuo. Esto nos llevará a matizar algunas ideas muy extendidas hoy en día entre los
psicólogos acerca de las mismas: como se verá, ni todo en la vergüenza es negativo, ni la
culpa –o, al menos, la culpa de carácter ansioso-agresivo, distinguible de la “culpa
empática” y que en el texto se propone denominar “culpa freudiana”– está exenta de
riesgos.
En este apartado final abordaremos también otras cuestiones tales como la
posibilidad, debatida por los autores anglosajones, de considerar el embarrassment como
una emoción distinta de shame aunque no se halle lexicalizada como tal en muchas
lenguas (de hecho en castellano habitualmente se habla, sin más, de “vergüenza” tanto en
un caso como en otro) y la cuestión de si existen otras emociones autoconscientes
derivadas de autoevaluaciones positivas aparte del orgullo.
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1. ¿POR QUÉ HABLAMOS DE “EMOCIONES AUTOCONSCIENTES”?
En los últimos tiempos, los psicólogos tienden a agrupar la culpa, la vergüenza y el
orgullo bajo la denominación de “emociones autoconscientes”. La razón de ello es que en
estas tres emociones subyace, como rasgo fundamental, algún tipo de evaluación relativa al
propio yo: estas emociones surgen cuando se produce una valoración positiva o negativa del
propio yo en relación con una serie de criterios acerca de lo que constituye una actuación
adecuada en diversos ámbitos.
Pese a lo que pueda sugerir la expresión “emociones autoconscientes”, los mismos
autores que la utilizan aclaran que la autoevaluación subyacente en dichas emociones no
tiene por qué ser explícita ni consciente (Tangney, 1999). Teniendo esto en cuenta, quizás
fuera más apropiado denominarlas “emociones autoevaluativas”. No obstante, a lo largo de
este capítulo hablaremos de emociones autoconscientes, por ser ésta la denominación más
extendida.
En cualquier caso, lo que interesa destacar es que estamos ante reacciones
emocionales que tienen como antecedente algún tipo de juicio –positivo o negativo– de la
persona sobre sus propias acciones. Teniendo esto en cuenta, es fácil entender la enorme
importancia que estas emociones van a tener en el control y la dirección de la propia
conducta.
2. OLVIDO Y PROGRESIVO INTERÉS DEL ESTUDIO DE LAS EMOCIONES
AUTOCONSCIENTES
En las últimas décadas, como es notorio, se ha producido un gran avance en el
estudio de la emoción. Pese a ello, hasta hace muy poco las emociones autoconscientes han
estado bastante olvidadas. ¿Cómo puede explicarse el descuido de estas emociones, cuando
ejercen un papel tan importante en la vida íntima y social de las personas?
Para entender este descuido hay que tener en cuenta que la investigación sobre
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emoción de las últimas décadas se ha centrado más en la elaboración de una teoría general
de la emoción que en el estudio en profundidad de las distintas emociones. En este esfuerzo
teorizador, se ha prestado especial atención a las emociones básicas y mucha menos a otras
emociones en las que el influjo cultural y, por tanto, la variabilidad y complejidad son
mayores. Incluso en las mismas emociones básicas se ha profundizado todavía escasamente
(salvo en la ira y la tristeza, que siempre han preocupado especialmente a los psicólogos).
Por tanto, las emociones autoconscientes no son las únicas en las que se echa en falta más
investigación. Pero, ciertamente, parece haber razones específicas que explican la poca
atención prestada a estas emociones.
Una primera razón de la escasa atención dirigida a las emociones autoconscientes
reside en la especial dificultad de su estudio. El problema no es sólo que estas emociones, al
no poseer índices expresivos –en particular, faciales– tan claros como el miedo, la ira, la
alegría, la tristeza o el asco, no se presten a la observación directa tan bien como éstas. Su
estudio a través de autoinformes también plantea dificultades, pues tanto los psicólogos
como la gente de la calle a menudo no distinguen muy bien entre las distintas emociones
autoevaluativas, más concretamente, entre la culpa y la vergüenza.
Pero probablemente no sea ésta la principal razón del descuido de las emociones
autoconscientes. Otra razón seguramente más importante es que hasta hace muy poco
tiempo estas emociones provocaban fuertes reticencias entre los psicólogos. Los problemas
metodológicos que se acaban de señalar hacían que, para muchos de ellos, el orgullo, la
vergüenza y la culpa resultaran demasiado etéreas para un estudio científico serio. Por otra
parte, su inmediata asociación con el psicoanálisis (en el cual estas emociones,
especialmente los sentimientos de culpa, siempre han ocupado un lugar central) generaba
bastante recelo. Por si esto fuera poco, sus evidentes implicaciones en el ámbito de la
moralidad, señaladas tanto desde el psicoanálisis como desde la antropología y la filosofía,
provocaban aún más reticencias entre quienes pretendían realizar un abordaje objetivo,
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científico, de las emociones.
Pese a todo, en los últimos años el interés por estas emociones ha ido
progresivamente en aumento. Así, cabe señalar que ya en 1988 se celebró en Asilomar
(California) un congreso específico sobre este tema y en la década de los 90 se han editado
interesantes compilaciones sobre estas emociones (Bybee, 1998; Tangney y Fischer, 1995).
Asimismo, los mejores manuales de emoción dedican en la actualidad uno o varios capítulos
específicos a las mismas (Ben-Ze’ev, 2000; Lewis, 2000; Tangney, 1999).
Como resultado de este progresivo interés, hoy en día existe un corpus teórico y
empírico considerable sobre el tema. Sin embargo, son también muchas aún las lagunas y las
cuestiones por clarificar. Por otra parte, hay que decir que el volumen de investigación sobre
las distintas emociones autoconscientes es muy desigual. Existe ya bastante investigación
acerca de la culpa y la vergüenza, pero muy poca aún sobre el orgullo.
3. RASGOS GENERALES DE LAS EMOCIONES AUTOCONSCIENTES
La culpa, la vergüenza y el orgullo, además de implicar todas ellas algún tipo de
valoración relativa al propio yo como elemento antecedente y esencial, comparten otros
importantes rasgos. Veámoslos a continuación.
3.1. Las emociones autoconscientes son emociones “secundarias”, “derivadas”,
“complejas”
Algunos neodarwinistas como Tomkins, Izard o Ekman consideran estas emociones
o al menos algunas de ellas –en particular, la vergüenza– tan “básicas” como la ira, la
tristeza, la alegría, el miedo, el asco o la sorpresa. No obstante, la mayor parte de los autores
considera a las emociones autoconscientes emociones “secundarias”, “derivadas”, en la
medida en que dichas emociones parecen surgir como resultado de diversas
transformaciones de otras más básicas. En este sentido, Mascolo y Fischer (1995), en su
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minuciosa descripción del desarrollo de estas emociones, señalan que el orgullo hunde sus
raíces en la alegría que experimenta el bebé cuando una acción suya tiene un resultado
positivo (por ejemplo, agarrar un pequeño cubo y tirarlo al suelo), la vergüenza, en el
malestar que el bebé siente ante una acción similar con resultado fallido, y la culpa (más
concretamente, los sentimientos de culpa por infligir un daño a otros), en el malestar que
experimenta ante el llanto de otro niño o niña que él ha provocado (por ejemplo, pegándole).
Asimismo, la mayor parte de los autores considera a las emociones autoconscientes
emociones “complejas”. Ello se debe a que estas emociones –según el punto de vista
mayoritario– requieren el desarrollo previo de ciertas habilidades cognitivas. En concreto, la
mayoría de los autores coincide en que para que aparezcan estas emociones se ha de dar
como condición necesaria el desarrollo de una cierta noción del yo como separado de los
demás, de una cierta autoconciencia. Hasta que dicha noción no se ha desarrollado
mínimamente, no pueden aparecer este tipo de emociones.
En apoyo de este punto de vista, Lewis y colaboradores (1989) realizaron una serie
de estudios que muestran que el desarrollo de la capacidad de sentir vergüenza, más
concretamente, lo que en inglés se denomina embarrassment discurre paralelo al del
autorreconocimiento. Estos autores observaron que los primeros signos de embarrassment
en los niños (sonreír y al mismo tiempo evitar la mirada, tocarse la cara, etc.) aparecían entre
los 15 y los 24 meses, justo en la misma fase de desarrollo en que emergía en ellos un
sentido rudimentario del yo. Además, los niños que mostraban autorreconocimiento en una
prueba (tocándose la nariz al vérsela pintada en un espejo) eran exactamente los mismos que
mostraban signos de sentir embarrassment en una prueba diferente. Los que no se
reconocían en un contexto, no mostraban ningún signo de embarrassment en el otro.
El embarrassment parece ser la más rudimentaria de las emociones autoconscientes,
al menos de las de carácter negativo. Para la mayoría de los autores, otras exigirían
habilidades cognitivas más complejas –algunas relativamente sofisticadas como la capacidad
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de valorar las propias acciones en relación con unos estándares y normas– y, por tanto,
aparecerían más tarde. Cuáles sean las habilidades requeridas en cada emoción y el
momento de aparición de cada una de ellas es una cuestión todavía sujeta a debate.
En cualquier caso, en diversos estudios se ha constatado que ya para los 2-3 años los
niños presentan muchas manifestaciones prototípicas del orgullo (mirada triunfante, cuerpo
erguido, etc., ante el éxito, sobre todo si la tarea es difícil), la vergüenza (cuerpo encogido,
cabeza baja, etc., ante el fracaso en una tarea, sobre todo si es fácil) y la culpa (intentos de
reparación tras agredir a otro niño o niña). Ello parece cuestionar los planteamientos de
quienes sostienen que estas emociones requieren el desarrollo previo de habilidades
cognitivas muy sofisticadas.
3.2. Las emociones autoconscientes son emociones “sociales”, “morales”
Las emociones autoconscientes son también designadas por algunos autores como
“emociones sociales”. En este caso lo que se subraya son sus importantísimos aspectos
sociales, algo sobre lo que existe amplio acuerdo entre los teóricos de la emoción.
En efecto, estas emociones tienen importantes aspectos interpersonales:
En primer lugar, dichos aspectos se hallan presentes en su desarrollo. El
desarrollo en el niño de unos criterios acerca de lo correcto y lo incorrecto, lo
deseable y lo rechazable en la forma de comportarse, es básicamente fruto de la
interiorización de los valores y las normas de su cultura. Dicho desarrollo es
también, en parte, resultado de la construcción del propio niño, pero dicha
construcción no se da en el vacío, sino que se asienta en las experiencias
cotidianas del niño en sus interacciones sociales (con sus padres, sus amigos,
etc.).
En segundo lugar, estas emociones son también "sociales” por cuanto la mayor
parte de las veces surgen en contextos interpersonales. Esto parece bastante claro
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en el caso de la vergüenza, y a menudo ha sido sugerido como un rasgo que
diferencia a ésta de la culpa, pero diversos estudios con muestras americanas y
españolas (Baumeister, Reis y Delespaul, 1995; Etxebarria, Isasi y Pérez, 2002)
han puesto de relieve que los sentimientos de culpa se asocian también
especialmente a problemas interpersonales (infligir algún daño a otro, fallarle en
algo, no tenerlo suficientemente en cuenta, etc.). La importancia de la mirada y la
valoración ajena en el surgimiento de las reacciones de orgullo es también
innegable.
Por último, estas emociones conllevan tendencias de acción con importantes
implicaciones interpersonales. Así, por ejemplo, la persona que se siente culpable
siente la necesidad de reparar de algún modo la falta, la necesidad de pedir
disculpas y, en la medida de lo posible, enmendar la acción. Estas conductas,
cuando se llevan a cabo, cumplen un papel fundamental en la reparación de las
relaciones interpersonales que han podido resultar dañadas como consecuencia
de las acciones u omisiones de la persona. Por otra parte, la culpa anticipada
ayuda a preservar las relaciones interpersonales, al favorecer que tales acciones u
omisiones no se produzcan. Como veremos más delante, la vergüenza y el
orgullo tienen también importantes consecuencias en el ámbito interpersonal.
Las implicaciones de todo esto en el terreno moral son obvias. Junto con la empatía,
estas emociones juegan un papel fundamental como elementos motivadores y controladores
de la conducta moral. Esto es muy claro en el caso de la culpa, pero también es aplicable a la
vergüenza y el orgullo. Al igual que la culpa, la vergüenza actúa como un factor inhibidor de
muchas conductas inmorales (o que se tienen por tales); además, en un sentido más positivo,
es obvio que muchas acciones altamente morales se llevan a cabo simplemente porque uno
sentiría vergüenza de no hacerlo. Y tampoco podemos olvidar aquí el importante papel que
el orgullo sentido ante la buena acción, en especial si es costosa, ejerce en el reforzamiento
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de futuros cursos de acción similares.
El papel de estas emociones en el ámbito moral ha sido objeto de reflexión de
muchos filósofos a lo largo de la historia y ha sido destacado también por autores de nuestro
campo como Freud o, más recientemente, Hoffman (1982). Es en este sentido en el que
algunos autores designan a estas emociones como emociones “morales” o “sociomorales”.
4. RASGOS ESPECÍFICOS DE LAS DISTINTAS EMOCIONES
AUTOCONSCIENTES
Al mismo tiempo que comparten una serie de rasgos, es evidente que cada una de las
emociones autoconscientes posee características específicas: surge ante un tipo particular de
eventos, supone una experiencia subjetiva diferente y conlleva unas tendencias de acción
también diferentes. Sin embargo, no resulta tarea fácil definir exactamente qué es lo que
distingue a las diversas emociones autoconscientes entre sí. El orgullo se distingue
nítidamente de la culpa y la vergüenza, pero la distinción entre estas dos últimas plantea
bastantes problemas, especialmente en lo relativo al tipo de eventos que las provocan.
En una primera aproximación a los rasgos específicos de cada una de estas
emociones, resulta muy útil el modelo propuesto por Michael Lewis (2000). Este autor, uno
de los que más ha profundizado en las emociones autoconscientes, propone un modelo
Shame and guilt are noble emotions essential in the maintenance of civilized society, and
vital for the development of some of the most refined and elegant qualities of human
potential –generosity, service, self-sacrifice, unselfishness and duty.
Williard Gaylen
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estructural de la elicitación de las mismas en el cual es posible entender las características
fundamentales de cada una de estas emociones a partir del cruce de dos variables básicas: la
evaluación de la propia conducta como positiva o negativa y la atribución interna global o
específica de dicha conducta (véase cuadro 1).
CUADRO 1. Modelo de Lewis de la elicitación de las emociones autoevaluativas.
Un primer proceso que interviene en la elicitación de estas emociones es la
evaluación las propias acciones, pensamientos o sentimientos como éxitos o fallos en
relación con una serie de estándares, reglas y metas. El éxito o fallo percibido provoca la
autorreflexión, la cual da lugar a un segundo proceso fundamental en la elicitación de estas
emociones: la evaluación de las acciones, pensamientos y sentimientos como éxitos o fallos
que dependen de uno mismo, es decir, la atribución interna de dichos éxitos o fallos. Esta
atribución puede ser global o específica, es decir, la evaluación de éxito o fallo puede
referirse al yo en su conjunto o únicamente a la acción, pensamiento o sentimiento concreto.
Según la evaluación sea de éxito o fallo, global o específica, surgirá una u otra emoción.
Evaluación en relación con
estándares, reglas y metas
Éxito Fracaso
HUBRIS VERGÜENZA
Global
ORGULLO CULPA
Específica
Atribución interna
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Teniendo en cuenta lo que acabamos de ver, es lógico que sea difícil definir con
claridad un tipo de eventos externos específicos como antecedentes prototípicos de cada una
de estas emociones. Las estándares, reglas y metas pueden diferir no sólo de una cultura a
otra sino también de una persona a otra; de este modo, una misma acción puede ser evaluada
como un éxito por una persona y como un fallo por otra. Igualmente, aunque algunas
acciones tienden a provocar atribuciones específicas y otras, globales, la misma acción
puede dar lugar a un tipo de atribuciones u otras dependiendo de las personas y de factores
situacionales.
En definitiva, está claro que los eventos concretos capaces de provocar cada una de
estas emociones en una persona y un momento dados pueden ser de lo más variados. No
obstante, parece que en ellas subyacen dos dimensiones fundamentales: la evaluación de
éxito o fallo y la atribución global o específica.
A partir de este modelo, Lewis (2000) distingue cuatro emociones autoconscientes:
la culpa, la vergüenza, el orgullo y una cuarta que propone denominar hubris. La vergüenza
es elicitada por una evaluación negativa del yo de carácter global. La culpa surge también
cuando se da una evaluación negativa, pero en este caso la evaluación es específica, se
focaliza en la acción y no se refiere al yo en su conjunto. El orgullo surge cuando la persona
realiza una evaluación positiva centrada en una acción concreta y, por tanto, específica. Por
último, Lewis propone el término griego hubris para designar una emoción que en el inglés
común no estaría lexicalizada (tampoco en castellano) y que sería el resultado de una
evaluación positiva del yo de carácter global.
A partir de este esquema, Lewis nos ofrece una descripción de los rasgos
fundamentales de cada una de estas emociones. A continuación presentaremos dicha
descripción.
4.1. Emociones provocadas por autoevaluaciones negativas: vergüenza y culpa
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La vergüenza surge cuando se da una evaluación negativa del yo de carácter global.
La experiencia fenomenológica de la persona que experimenta vergüenza es el deseo de
esconderse, de desaparecer (“tierra trágame”, decimos en castellano). Es éste un estado muy
desagradable, que provoca la interrupción de la acción, una cierta confusión mental y cierta
dificultad, cierta torpeza, para hablar. Físicamente, se manifiesta en una especie de
encogimiento del cuerpo: la persona que siente vergüenza se encorva como si quisiera
desaparecer de la mirada ajena. En la medida en que supone un ataque global al yo que
resulta muy doloroso, la persona va a intentar librarse de este estado emocional. Pero ello no
resulta tan fácil como reparar una acción concreta, y a menudo la persona, a fin de librarse
de la vergüenza, acaba recurriendo a mecanismos tales como la reinterpretación de los
eventos, la disociación del yo, el olvido (represión) de la situación, etc.
La culpa surge de una evaluación negativa del yo más específica, referida a una
acción concreta. Desde el punto de vista fenomenológico, las personas que sienten culpa
también experimentan dolor, pero en este caso el dolor tiene que ver con el objeto del daño
que se ha hecho o con las causas de la acción realizada (o, simplemente, pensada). En la
medida en que el proceso cognitivo-atribucional se centra en la conducta y no en la
globalidad del yo, la experiencia de culpa no es tan displacentera ni provoca tanta confusión
como la de vergüenza. Por otra parte, la culpa tampoco lleva a la interrupción de la acción.
De hecho, esta emoción conlleva una tendencia correctora que a menudo conduce más bien
a la puesta en marcha de conductas orientadas a reparar la acción negativa, así como a una
reconsideración de la forma de actuación futura. En cuanto a su expresión no verbal,
mientras que en la vergüenza la persona se encorva en un esfuerzo por esconderse y
desaparecer, en la culpa, según algunos estudios con niños pequeños (Barrett y Zahn-
Waxler, 1987), la persona tendería más bien a moverse inquieta por el espacio, como si
tratara de ver qué puede hacer para reparar su acción; además, en la culpa tampoco se da el
rubor facial que aparece en muchas personas cuando experimentan vergüenza. Por último,
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dado que la culpa se centra en una conducta concreta, las personas pueden librarse de este
estado emocional con relativa facilidad a través de la acción correctora. Ahora bien, ésta no
siempre es viable, y, como consecuencia, este estado emocional a veces puede resultar
también muy displacentero.
En definitiva, según Lewis, la culpa, en principio, posee una intensidad negativa
menor, es menos autodestructiva y, en la medida en que implica tendencias correctoras, se
revela como una emoción más útil que la vergüenza.
4.2. Emociones provocadas por autoevaluaciones positivas: orgullo y hubris
El orgullo surge como consecuencia de la evaluación positiva de una acción propia.
La experiencia fenomenológica de la persona que siente orgullo por algo (una acción, un
pensamiento, un sentimiento que considera loables) es de alegría,
de satisfacción por ello; el sujeto se halla como atrapado,
absorto, en la acción que le hace sentirse orgulloso. Al ser un
estado positivo, placentero, la persona va a tratar de reproducirlo.
De este modo, el orgullo conlleva una tendencia a la
reproducción de las acciones que lo suscitan, es decir, una
tendencia a continuar en una línea de acción que la persona
evalúa como positiva.
Michael Lewis
Hubris designa una especie de orgullo exagerado. Surge como consecuencia de una
evaluación positiva del yo de carácter global. En este caso, el yo en su conjunto es objeto de
loa por parte del propio sujeto. Hubris se asocia a expresiones tales como “estar pagado de sí
mismo”. En casos extremos se asocia a narcisismo. La experiencia fenomenológica del
sujeto que siente hubris es muy positiva y reforzante; en este estado, al contrario que en el
de la vergüenza, la persona se siente estupendamente, satisfecha consigo misma. Al ser un
estado tan satisfactorio, la persona va a tratar de mantenerlo. Pero ello, según Lewis, no
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resulta fácil, puesto que este estado no se asocia a una acción concreta. Sin embargo, estos
sentimientos tienen algo de adictivos, por lo que la persona se ve impelida a reproducirlos a
toda costa; para ello, provocará como sea situaciones que los susciten, alterará los criterios a
partir de los cuales evalúa sus acciones, reevaluará lo que constituye un éxito, etc.
Las personas con hubris, en general, provocan rechazo en los demás. Ello es lógico,
pues esta emoción puede resultar conflictiva en el terreno interpersonal: este estado a
menudo interfiere en los deseos y necesidades de los otros y es fácil que lugar a
conflictos interpersonales. Además, dado el sentimiento de superioridad y el desdén hacia
los demás asociados a este estado, la persona que experimenta hubris, con su modo de
actuar, puede hacer que otras personas se sientan humilladas.
5. ¿ESTOS RASGOS CONCRETOS SON GENERALIZABLES A TODAS LAS
CULTURAS?
El modelo de Lewis puede servir como una primera aproximación a la naturaleza de
cada una de estas emociones. Pero, ¿en qué medida es válido? Concretamente, ¿puede
afirmarse que lo que fundamentalmente distingue los antecedentes de la vergüenza y los de
la culpa es el carácter global/específico de la autoevaluación negativa subyacente? ¿Es esto
así en todas las culturas?, ¿no puede ser que los términos correspondientes a shame y guilt
en otras culturas, y concretamente en la nuestra, posean unos límites semánticos algo
diferentes a los del mundo anglosajón?
Este último interrogante refleja un problema que conviene tener presente en todo
momento en el estudio de la emoción y, muy especialmente, en el estudio de las emociones
secundarias: el problema de las diferencias semánticas en diversas culturas entre términos
aparentemente intercambiables. Es éste un problema real, que plantea serias dificultades
para llegar a conclusiones científicas generales acerca de la naturaleza de estas emociones.
Cuando se compara la clasificación de las emociones en familias y subfamilias en
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distintas culturas se constata que las diferencias culturales no se dan únicamente a nivel de
las emociones más específicas. A nivel de las familias básicas, las distintas culturas
presentan ciertamente muchas similitudes, pero también algunas diferencias importantes. Un
estudio comparativo realizado por Shaver, Wu y Schwartz (1992) ilustra muy bien esta
cuestión. Estos autores pidieron a personas de Estados Unidos, Italia y la República Popular
China que agruparan las distintas emociones por familias. Los análisis mostraron la
existencia de cinco familias básicas comunes a las tres culturas: las de la ira, la tristeza, el
miedo, el amor y la felicidad. Pero en los chinos aparecía una categoría básica más, que los
autores designaron como “shame”. Esta categoría incluía dos subcategorías, “guilt/regret” y
“shame” (según los términos de los propios autores), cada una de las cuales incluía a su vez
toda una serie de emociones específicas. En los occidentales, “shame” no aparecía como una
familia básica sino como una subcategoría de la tristeza.
Nuestra cultura se encuentra, sin duda, mucho más cercana a la italiana y a la
norteamericana que a la china, pero la correspondencia entre los términos emocionales
ingleses y los castellanos tampoco es perfecta. Así, por ejemplo, en cuanto nos adentramos
en el análisis de la culpa y la vergüenza encontramos que en inglés tienen dos términos
diferentes (shame y embarrassment) para designar algo que nosotros habitualmente
designamos sin más como vergüenza. Asimismo, da la impresión de que el término inglés
shame se halla más cercano a lo que para nosotros es la culpa que el término castellano
vergüenza. Como se recoge en el cuadro 2, un estudio comparativo sobre el uso de estos
términos en castellano y vasco parlantes y en anglosajones apoya estas observaciones.
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CUADRO 2. Culpa y vergüenza en castellano, euskera e inglés
Así pues, conviene ser prudentes a la hora de plantear conclusiones generales sobre
estas emociones. La mayor parte del corpus teórico al respecto se basa en un conjunto de
estudios que, en su mayoría, se han realizado a través de autoinformes con muestras de
hablantes anglosajones, y, por tanto, las conclusiones de los mismos quizás no sean
totalmente válidas en otras culturas y en concreto en la nuestra.
En un estudio en el que se compararon las emociones asignadas a distintas
situaciones por parte de una muestra vasca y otra anglosajona, se encontró que en las
situaciones en que los participantes vascos decían simplemente que sentirían
“vergüenza” (lotsa en euskera), los anglosajones utilizaban dos términos emocionales:
embarrassment, cuando la persona se sentía expuesta a la mirada ajena y cometía una
falta leve, mínima, y shame cuando había sentido de exposición y la falta era más seria,
fuera de carácter moral o no (Pascual, Pérez, Etxebarria e Isasi, 2003).
Por otra parte, los resultados de dicho estudio revelaron también que shame se
halla más próximo a lo que en castellano se entiende por culpa (y erru sentimendua en
euskera) que el término castellano vergüenza. Así, cuando en la muestra anglosajona se
pedían dos conglomerados, las dos situaciones evocadoras de shame tendían a juntarse
en un mismo conglomerado con las dos de guilt, dejando sola en el otro conglomerado
a la situación de embarrassment.
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6. CUESTIONES A DEBATE EN LA ACTUALIDAD
El tema, incluso en el mismo ámbito anglosajón, no está tan claro como el modelo de
Lewis da a entender. Sobre las diferencias entre la culpa y la vergüenza, en concreto, se ha
dado un amplio debate, que aún sigue abierto. En las páginas siguientes presentaremos las
principales aportaciones sobre ésta y otras cuestiones fundamentales que en los últimos
tiempos centran la atención de los investigadores en este campo. Nos extenderemos más en
las emociones derivadas de autoevaluaciones negativas, pues, como ya se ha señalado, el
volumen de trabajos acerca de ellas es incomparablemente mayor.
6.1. Sobre la culpa y la vergüenza
Tanto entre los psicólogos como entre la gente común, los términos culpa y
vergüenza a menudo se mencionan en relación con un mismo tipo de eventos o situaciones.
Ello parece indicar que estas dos emociones se encuentran realmente muy próximas. Pero, al
mismo tiempo, la propia experiencia cotidiana nos dice que tanto lo que nos provoca una y
otra emoción como la experiencia subjetiva de cada una de ellas es bien diferente. El
problema es que, cuando intentamos definir dónde reside la diferencia y por fin creemos dar
con un rasgo que nítidamente distingue una y otra emoción, inmediatamente se nos ocurren
ejemplos de la vida cotidiana en los que dicho rasgo es compartido por ambas. La distinción,
pues, no es tan sencilla. De hecho, como ya se ha señalado, existe un amplio debate al
respecto. El interés de este debate no es meramente académico, pues dilucidar esta cuestión
es fundamental para clarificar las implicaciones de una y otra emoción en el ámbito
interpersonal y en el ajuste psicológico, dos cuestiones de sumo interés y que preocupan
especialmente a los psicólogos.
6.1.1. ¿En qué se diferencian la culpa y la vergüenza?
De forma muy sintética, podemos decir que, en torno a esta cuestión, existen tres
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posiciones fundamentales:
1) Según un primer punto de vista (Ausubel, 1955; Benedict, 1946; Mead, 1937),
muy extendido entre los científicos sociales, la vergüenza es una emoción más
pública, una emoción que surge de la desaprobación de los demás y requiere de
la presencia (real o imaginada) de los otros, mientras que la culpa es una
emoción más privada, que surge de la propia desaprobación y no requiere de
observadores externos.
2) Según un segundo punto de vista, una y otra emoción son elicitadas por distintos
tipos de transgresiones o fallos. Así, Piers y Singer (1971), basándose en la
teoría psicoanalítica, sostienen que la culpa aparece cuando se transgreden
ciertas normas o reglas, y la vergüenza, en cambio, cuando no se alcanzan
ciertos estándares o metas. En términos psicoanalíticos, mientras que la culpa es
el resultado de un conflicto entre el yo y el superyó o conciencia moral, la
vergüenza surge de un conflicto entre el yo y el yo ideal.
3) Las dos posiciones anteriores coinciden en que lo determinante es el tipo de
evento antecedente. Sin embargo, según un tercer punto de vista, defendido
especialmente por Tangney (1999), lo que diferencia a la culpa y la vergüenza
no es tanto el tipo de evento antecedente como el modo en que la persona
interpreta sus transgresiones o fallos. Esta autora, basándose en la distinción
propuesta en su día por Helen Block Lewis (1971), sostiene que mientras que en
la experiencia de vergüenza el foco de atención de la persona es el self (Yo hice
esa cosa horrible), en la de culpa lo es la conducta (Yo hice esa cosa horrible).
Esta diferencia, aparentemente sutil, hace que la experiencia fenomenológica de
una y otra emoción, así como sus implicaciones en el terreno social y personal,
sean muy diferentes.
Tangney ha realizado numerosos estudios a partir de los cuales concluye que la
19
evidencia empírica cuestiona las dos primeras distinciones y,
en cambio, apoya claramente la tercera. Lo cierto es que esta
última se ha convertido hoy en día en el punto de vista
dominante entre los investigadores de este campo
(Baumeister, Stillwell y Heatherton, 1994; Hoffman, 1998;
Tangney, 1995a). Como se puede apreciar, los
planteamientos de M. Lewis (2000) anteriormente expuestos
coinciden con este punto de vista.
June Tangney
Sin embargo, también hay datos empíricos que apoyan las otras distinciones
propuestas. La misma Tangney (1999) ha encontrado en estudios propios que si bien las
transgresiones morales tienden a provocar culpa o vergüenza más o menos por igual, los
fallos no morales tienden más bien a provocar vergüenza. Asimismo, un ambicioso estudio
realizado por Wallbott y Scherer (1995), en el que se compararon las experiencias de
vergüenza y de culpa en una muestra de 2921 personas de 37 países, apoya las otras dos
propuestas. En dicho estudio, el análisis de las diferencias entre la culpa y la vergüenza en el
conjunto de la muestra reveló que 1) mientras que la vergüenza a menudo es provocada por
factores externos, la culpa es una experiencia emocional más interna, y 2) mientras que la
vergüenza se asocia al fracaso en el logro de metas, la culpa se asocia a la transgresión de
normas.
Por otra parte, en este estudio, el análisis de las diferencias entre los distintos grupos
culturales reveló que las dos diferencias entre la culpa y la vergüenza que se acaban de
señalar eran en unos países (entre los que se encontraban España y varios países más de
habla española como México, Venezuela y Chile) más nítidas que en otros (entre los que se
encontraban dos de habla inglesa, como EEUU y Nueva Zelanda, y otros países con fuerte
influencia de la ética protestante). En este último grupo de países, la experiencia de
vergüenza tendía a presentar algunos rasgos de la de culpa (de nuevo este dato sugiere que el
20
término inglés shame se halla más cercano a lo que para nosotros es la culpa que el término
castellano vergüenza).
Estos datos merecen atención, ya que sugieren que quizás las distinciones
alternativas a la defendida por Tangney -las distinciones pública/privada y fallos morales/no
morales- no sean decisivas en las culturas de influencia inglesa, pero sí lo sean en otras, y en
concreto en la nuestra. En el cuadro 3 se presentan los resultados de un estudio sobre esta
cuestión realizado sobre una muestra española.
21
CUADRO 3. Diferencias entre culpa y vergüenza en nuestro contexto cultural
El estudio de Pascual y colaboradores (2003) anteriormente citado permite concluir que
bajo el término vergüenza en castellano se engloban experiencias emocionales provocadas, al
menos, por tres tipos de situaciones: 1) situaciones en las que hay un sentido de exposición, esto
es, la persona queda expuesta al juicio de otros, y se ha cometido una falta mínima, muy leve
(éstas serían las situaciones en las que en inglés se hablaría de embarrassment), 2) situaciones en
las que hay un sentido de exposición y se ha cometido una falta más seria pero no moral, y 3)
situaciones en las que hay un sentido de exposición y se ha cometido una falta también seria y de
carácter moral (a la vergüenza provocada por este tipo de situaciones Pascual, en la línea de
Morrison, 1997, propone denominarla “vergüenza moral”). Por otra parte, bajo el término culpa
se engloban experiencias emocionales provocadas por, al menos, dos tipos de situaciones: 1)
situaciones en las cuales la persona comete una falta que supone un daño para una tercera
persona (“culpa interpersonal”) y 2) situaciones en las que la persona contraviene su propio
sentido de lo que “debe” ser (“culpa intrapersonal”).
Además, los resultados de dicho estudio apoyan la validez de los siguientes criterios
para discriminar entre una y otra emoción en nuestro contexto cultural: la influencia del juicio
ajeno, la percepción de controlabilidad del acto y la tendencia a la huida/reparación. No apoyan,
en cambio, el criterio relativo al diferente foco de atención yo/conducta.
En otras palabras, dichos resultados llevan a concluir que en nuestra cultura, la culpa, en
comparación con la vergüenza, depende, más que del juicio negativo de los demás, del juicio
negativo del propio sujeto sobre su acción, una acción que el sujeto percibe como controlable.
Además, la culpa, si bien a veces puede llevar también a la huida de la situación para eludir un
castigo que se intuye severo, normalmente no lo hace, y en cambio favorece la puesta en marcha
de algún tipo de acción para solucionar la situación.
No obstante, los resultados de este estudio muestran que hay un tipo de experiencia
emocional, la “vergüenza moral”, que, aunque queda subsumida en el término castellano
vergüenza y de hecho presenta claros rasgos de la vergüenza (mayor influencia del juicio ajeno,
percepción del acto como menos controlable, mayor tendencia a la huida), presenta algunos
rasgos en común con la culpa: en particular la tendencia a la reparación, pero también el hecho
de que el acto que la provoca es percibido por la persona no simplemente como un
comportamiento no deseable, sino como malo ética/moralmente, tal como ocurre en el caso de la
“culpa interpersonal”, el tipo de culpa más frecuente.
22
En conclusión, aunque la distinción self/conducta ha encontrado amplio apoyo
empírico en los estudios realizados en el mundo anglosajón, no se puede descartar sin más el
papel de otros aspectos en las diferencias entre culpa y vergüenza ni en el área anglosajona
ni, desde luego, en la nuestra.
6.1.2. Implicaciones de la culpa y la vergüenza en el ámbito interpersonal
Un aspecto en el que las diferencias entre la culpa y la vergüenza están más claras es
el de sus tendencias de acción y, consiguientemente, sus implicaciones interpersonales.
Veamos ahora este punto.
Mientras que la vergüenza provoca el deseo de escapar de la situación, de
desaparecer, la culpa mantiene a la persona ligada a la situación interpersonal, señalándole el
camino hacia la acción reparadora. Más que respuestas de evitación, los sentimientos de
culpa provocan deseos de confesar, pedir perdón, reparar el daño hecho y actuar de otro
modo en el futuro. Teniendo esto en cuenta, suele considerarse que la culpa constituye una
emoción más positiva, con un mayor valor moral, que la vergüenza.
No obstante, habría que matizar esta afirmación. Los sentimientos de vergüenza, al
igual que los de culpa, pueden jugar un papel determinante en la acción y estar en la base de
acciones altamente morales en favor de los demás. Pensemos en los relatos de personas que
han vivido situaciones extremas donde el compromiso con una causa –como, por ejemplo, la
ayuda a los judíos perseguidos en la Alemania nazi– implicaba altos costes. Muchas de estas
personas, ante la pregunta de qué les movió a actuar de ese modo, dicen que sentían que
tenían que hacerlo, porque si no, habrían sentido vergüenza de mismas posteriormente.
Del mismo modo, muchas acciones miserables no se llevan a cabo simplemente por
vergüenza, “vergüenza moral”.
En cualquier caso, junto a las diferentes tendencias de acción señaladas, dos
conjuntos de datos sugieren que los sentimientos de culpa son más positivos en el ámbito
23
interpersonal.
En primer lugar, diversos estudios muestran que la culpa (tanto la culpa “rasgo” o
disposicional como la culpa “estado” o situacional) tiende a asociarse con la empatía. En
efecto, se ha constatado que las personas tendentes a sentir culpa suelen ser personas
bastante empáticas, mientras que las tendentes a la vergüenza, ante el sufrimiento ajeno, son
poco propensas a experimentar empatía centrada en el otro y, en cambio, tienden a
experimentar malestar personal (Tangney, 1991). Igualmente, cuando las personas describen
sus experiencias de culpa mencionan mayores sentimientos empáticos hacia las otras
personas implicadas en la situación que cuando describen experiencias de vergüenza
(Tangney, Marschall, Rosenberg, Barlow y Wagner, 1994).
Esta estrecha relación entre empatía y culpa es consistente con los planteamientos de
Hoffman (1998), quien sostiene que la “culpa interpersonal” surge de la conjunción de la
reacción empática ante el sufrimiento ajeno y la conciencia de ser el agente causal de dicho
sufrimiento. La asociación entre culpa y empatía resulta también lógica si se toma en
consideración la distinción entre culpa y vergüenza que defiende Tangney (1995a, 1999): la
vergüenza, al focalizarse en el yo en su conjunto, deja poco espacio para la atención al
sufrimiento ajeno, mientras que la culpa, al focalizarse en la conducta específica, favorece,
en principio, que el sujeto atienda a las consecuencias de su conducta en los otros.
En segundo lugar, diversos estudios muestran que la vergüenza (tanto disposicional
como situacional) tiende a asociarse con la ira. Así, se ha constatado que las personas
tendentes a la vergüenza suelen ser también tendentes a los sentimientos de ira, hostilidad,
resentimiento y suspicacia, mientras que las tendentes a la culpa no muestran tales rasgos
(Tangney, 1995b). Asimismo, se ha constatado que la disposición a experimentar vergüenza
se asocia a una mala regulación de la ira, mientras que la disposición a la culpa se asocia a
una regulación constructiva de la misma (Tangney, Wagner, Barlow, Marschall y Gramzow,
1996). Los estudios sobre la vergüenza situacional muestran resultados similares: las
24
experiencias de vergüenza, en general, implican una mayor animadversión y agresividad
hacia los otros que las de culpa (Tangney, 1995b; Wicker, Payne y Morgan, 1983).
Tangney (1999) explica esta asociación entre vergüenza e ira señalando que, en la
experiencia de vergüenza, la hostilidad que inicialmente se dirige hacia uno mismo
fácilmente puede volverse hacia el exterior en un esfuerzo por proteger al yo. Sin embargo,
bien podría ser que esta tendencia de la vergüenza a transformarse en hostilidad fuera típica
de países como los EEUU, que promueven un yo independiente, y no tanto de otras culturas
como muchas asiáticas, que promueven un yo más interdependiente, y en las que más bien
serían las reacciones de orgullo las que se vivirían como amenazantes y provocarían la
puesta en marcha de estrategias para reducirlas (Kitayama, Markus y Matsumoto, 1995).
Aunque la vergüenza no se transforme en hostilidad necesariamente, el conjunto de
datos empíricos que se acaban de señalar nos lleva a concluir que la culpa es una emoción
más positiva que la vergüenza en el plano interpersonal.
6.1.3. Implicaciones de la culpa y la vergüenza en el ajuste psicológico
Pero, ¿ocurre lo mismo en el plano individual?, ¿la culpa es también positiva para la
persona, o, por el contrario, es una emoción que no acarrea más que sufrimiento y que puede
estar en la base de muy diversos problemas psíquicos?
Sobre las implicaciones de la culpa en el ajuste psicológico existe un amplio debate,
en el cual se dan básicamente dos posiciones:
1) Según la primera posición, que hunde sus raíces en Freud, la culpa tiene un
carácter muy negativo para el individuo. Según Freud (1930/1973), los
sentimientos de culpa, dada su naturaleza fuertemente inhibitoria, su asociación
con la necesidad de castigo y su tendencia a desencadenar múltiples mecanismos
de defensa, acaban dando lugar a numerosos síntomas y conductas
desadaptativas; su presencia es palpable en muchas patologías psíquicas. Estos
25
planteamientos han ejercido un gran influjo entre los clínicos en las pasadas
décadas. En la actualidad, este punto de vista es defendido, entre otros, por
Harder (1995).
2) Según una segunda posición, más reciente, la culpa tiene un carácter bastante
menos negativo para la salud psíquica de lo que habitualmente se supone.
Tangney (1991, 1995a) defiende este punto de vista señalando que cuando se
tiene en cuenta la distinción self/conducta entre vergüenza y culpa, los datos
empíricos revelan que, mientras que la tendencia a la vergüenza se asocia a
diversos síntomas patológicos, la tendencia a sentir culpa no se asocia a un mal
ajuste psicológico. Los efectos patológicos de la culpa, señalados una y otra vez
por los clínicos, se producen cuando ésta aparece fusionada con la vergüenza. Es
entonces cuando la culpa lleva a la rumiación obsesiva y al autocastigo.
Hoy por hoy, la cuestión no puede darse por resuelta. Existen datos empíricos en
apoyo de ambas posiciones. Por un lado, diversos estudios empíricos han encontrado que
tanto la tendencia a la culpa como la tendencia a la vergüenza se asocian a síntomas
psíquicos (Harder, 1995; Jones y Kluger, 1993). Pero, por otro lado, Tangney ha llevado a
cabo diversos estudios que muestran que, efectivamente, cuando se parte de la distinción self
/conducta, la tendencia a experimentar culpa “libre de vergüenza” no se asocia a síntomas
psíquicos (Tangney, Burggraf y Wagner, 1995). Aunque dichos estudios parecen apoyar
claramente la posición de la autora, antes de dar por zanjado el debate conviene recordar
que, tal como se ha señalado anteriormente, la distinción entre la vergüenza y la culpa no
está aún tan clara.
En definitiva, no es posible extraer conclusiones definitivas sobre los efectos de la
culpa en el ajuste psicológico individual. En cambio, por lo que se refiere a la vergüenza,
existe un amplio consenso respecto a la asociación entre la tendencia a experimentarla y la
vulnerabilidad a los problemas psíquicos. Son numerosos los estudios empíricos que
26
muestran su asociación con la depresión, la ansiedad, la baja autoestima, los trastornos de la
alimentación y la sociopatía subclínica. Sobre tales efectos y, en general, sobre los efectos
negativos de la vergüenza, son muy recomendables el texto de Morrison (1997) La cultura
de la vergüenza y el de Kaufman (1994) Psicología de la vergüenza.
6.1.4. ¿Son tan positivos los sentimientos de culpa?, ¿son tan negativos los de vergüenza?
Los mismos autores que defienden un fuerte contraste entre las implicaciones de la
culpa (positivas) y las de la vergüenza (negativas) en el ámbito interpersonal e individual
matizan su posición, señalando que ni la culpa es tan sana y beneficiosa ni la vergüenza es
tan negativa.
La culpa tiene también su lado negativo. La propia Tangney (1999) reconoce que en
ocasiones puede ser desadaptativa. Desde su punto de vista, ello ocurre fundamentalmente
cuando los sentimientos de culpa se fusionan con los de vergüenza. Pero Tangney es
consciente de que esta explicación es insuficiente, y plantea que aclarar bajo qué
condiciones la culpa es adaptativa y bajo cuáles no, constituye en la actualidad una de las
cuestiones más candentes en este campo.
En este punto, conviene recordar que la mayor parte de los autores que han
profundizado en esta emoción ha distinguido varios tipos de culpa, unas más adaptativas que
otras. Las distinciones propuestas por los distintos autores no acaban de coincidir, pero a
partir de diversas revisiones sobre el tema (Etxebarria, 1991, 1999, 2000; Etxebarria,
Conejero, Martínez, Muñoz y Pérez, 2003), de un modo muy sintético, se pueden distinguir
dos tipos de culpa claramente diferenciados:
1) Una culpa que podemos denominar “freudiana” dado que se corresponde
básicamente con la descrita en su día por Freud, una culpa que hunde sus raíces
en la ansiedad asociada a la transgresión y que incluye asimismo fuertes dosis de
agresividad dirigida básicamente hacia el propio individuo, pero que también
27
puede dirigirse al exterior.
2) Una culpa más empática, en la línea de la “culpa depresiva” postulada por Klein
(1973) frente a la “culpa persecutoria” (esta última muy similar a la freudiana), y
de la “culpa interpersonal” estudiada por Hoffman (1982, 1998): una culpa que
surge cuando la persona siente empáticamente el dolor ajeno y se percibe como
el agente causal de dicho dolor.
Frente a la visión dominante en el pasado, muy marcada por los planteamientos
freudianos
1
, en la actualidad, entre los estudiosos de la emoción en general y de la culpa en
particular, domina una visión mucho más positiva de esta emoción, una visión claramente
influenciada por los planteamientos de Hoffman. Hoy en día, entre los investigadores de este
campo, cuando se habla de la culpa, tiende a entenderse el tipo de culpa asociada a la
empatía. Esta culpa implica una tendencia a la reparación de la acción y, de este modo,
resulta esencial en el reestablecimiento de las relaciones interpersonales que han podido
resultar dañadas a consecuencia de la acción del sujeto; cuando se experimenta de forma
anticipada, puede evitar que tales daños en las relaciones interpersonales se produzcan. En
definitiva, es ésta una respuesta emocional con efectos muy positivos en el plano
interpersonal y que, más allá del malestar que su experiencia supone, no tiene ningún efecto
negativo en el individuo.
Sin embargo, la existencia de este tipo de culpa y sus efectos positivos no deberían
llevarnos ahora a olvidar que existe un tipo de culpa muy diferente, la culpa “freudiana”, de
carácter más ansioso-agresivo y de efectos mucho más negativos tanto en el plano
interpersonal como individual. Un estudio realizado por nuestro equipo con una amplia
muestra de sujetos confirmó la existencia de los dos tipos de culpa que estamos comentando
(véase cuadro 4).
28
CUADRO 4. Dos tipos de culpa muy diferentes: culpa “freudiana” y culpa empática
En un estudio de Etxebarria y colaboradoras (2003) se pidió a los participantes –
360 adolescentes, jóvenes y adultos de ambos sexos– que describieran dos cosas o
situaciones que habitualmente les hicieran sentir culpa. A continuación, se les pedía que
señalaran, en una lista de emociones que se les presentaba, si al mismo tiempo
experimentaban alguna de ellas y con qué intensidad. En el siguiente gráfico, se
representa esquemáticamente el modo en que los distintos componentes emocionales se
agrupaban en las experiencias de culpa de los sujetos.
Culpa freudiana
Culpa empática
Emociones negativas
asociadas
Pena por otra persona
Tristeza
Ansiedad
Enfado con uno mismo/a
Miedo
Baja autoestima
Asco
Vergüenza
Rabia
Como se puede apreciar, se distinguen claramente dos tipos de culpa: una cuyos
componentes –ansiedad, rabia y enfado con uno mismo- se corresponden con los
postulados en su día por Freud, y otra en la que el componente empático tiene el peso
fundamental. La tristeza es un elemento común de ambos tipos de culpa. Por lo que se
refiere al resto de los componentes emocionales, éstos se agrupan en un tercer factor.
Este factor, aunque claramente diferenciado, aparece fuertemente asociado a la culpa
freudiana; su relación con la culpa empática, en cambio, es débil. Entre los factores de
culpa empática y culpa freudiana la correlación es casi nula, lo que apoya la idea de que
una y otra constituyen dos tipos de culpa claramente diferenciados.
29
A esta culpa ansioso-agresiva se refería, obviamente, Freud al sostener, tal como
hemos visto en el apartado 6.1.3., que la culpa tiene efectos perniciosos en la salud psíquica
del individuo. Este tipo de culpa, sin duda, los tiene.
Pero los efectos negativos de esta culpa no se limitan al individuo. Si bien Freud
pensaba que los sentimientos de culpa eran de gran valor en el ámbito social, hasta el punto
de que sin ellos difícilmente se sostendría la civilización, y consideraba que los daños
individuales eran el coste inevitable a asumir por tales beneficios, él mismo, y tras él
muchos otros autores, han insistido una y otra vez en los efectos negativos de esta culpa en
el ámbito social.
En este sentido, hemos de matizar lo señalado en el apartado 6.1.2. respecto a las
implicaciones positivas de la culpa en el plano interpersonal. La culpa tampoco está exenta
de riesgos en este terreno. Del mismo modo que la defensa contra la vergüenza puede
provocar sentimientos de hostilidad hacia los demás, la experiencia de culpa “freudiana”, a
través de mecanismos proyectivos, a menudo da lugar a la culpabilización de los otros y a la
agresión contra los demás. Este proceso, que constituye un elemento perturbador de las
relaciones interpersonales en todos los casos, en algunos puede llegar a ser realmente
peligroso (por ejemplo, cuando da lugar a auténticas cazas de brujas contra los “pecadores”,
los “pervertidos”, etc.). Por otra parte, como ha subrayado especialmente Fromm (1985), los
sentimientos de culpa favorecen el sometimiento del sujeto a las demandas de los demás, en
especial, a las demandas de la autoridad, prestándose así a la manipulación del individuo en
los más diversos ámbitos, desde el familiar al político.
En cuanto a la vergüenza, hay que matizar que no todo en ella es desadaptativo. La
vergüenza tiene también aspectos positivos. Aunque la mayor parte de las aportaciones
actuales acerca de la misma se centra en su lado más oscuro, la mayoría de los autores
considera que los sentimientos de vergüenza poseen también una importante función
autorreguladora, ya que ayudan a las personas a evitar muchas transgresiones y conductas
30
inapropiadas (Barrett, 1995; Nathanson, 1987). La vergüenza protege contra la conducta
inconveniente, y en tal sentido, es adaptativa, aunque en casos de exceso, deficiencia o pobre
regulación, puede resultar desadaptativa.
Por otra parte, como señala Barrett (1995), si la culpa nos ayuda a tomar conciencia
del poder que tenemos de hacer daño y de la posibilidad de reparar dicho daño, la vergüenza
nos ayuda a analizar el propio yo como en un espejo. En este sentido, ambas emociones
juegan un importante papel en el desarrollo del yo.
6.2. Sobre el embarrassment
Como se ha señalado, dentro de lo que en castellano solemos designar habitualmente
como “vergüenza”, los anglosajones distinguen shame y embarrassment. Este último
término a menudo se traduce al castellano, sin más, como “vergüenza”, pero una traducción
más correcta sería la de sentimiento o experiencia de “embarazo”, “bochorno”, “apuro” o
“corte” (Marina y López, 1999). Entre los investigadores de este campo se ha discutido si el
embarrassment constituye una emoción diferente de shame (o, lo que es lo mismo, si las
reacciones de embarazo, bochorno, etc. constituyen una emoción claramente distinguible de
otras formas de “vergüenza”). Veamos a qué conclusiones se ha llegado al respecto.
6.2.1. ¿Designa el término embarrassment una emoción diferente de shame?
La mayoría de los autores piensa que shame y embarrassment constituyen dos
emociones diferentes, pero, ¿dónde residen las diferencias?:
1) La mayor parte de los autores considera que shame y embarrassment son
distinguibles por la intensidad del afecto y la gravedad de la acción: shame se
caracterizaría por una mayor intensidad; además, surgiría ante fallos más serios
y, muchas veces, ante transgresiones de carácter moral, cosa que no ocurre en el
caso del embarrassment, que tiende a aparecer ante transgresiones sociales o
31
meteduras de pata relativamente triviales (Lewis, 1992, 2000).
2) Otros autores señalan que shame se asocia a la percepción de deficiencias en el
yo esencial, mientras que el embarrassment se asocia a la percepción de
deficiencias en el yo tal como se presenta en el exterior (Klass, 1990).
3) Por último, otros plantean que, además, estas dos emociones difieren en su
expresión corporal: las personas que experimentan embarrassment no muestran
las expresiones corporales de alguien que quisiera esconderse, desaparecer,
desintegrarse; más bien muestran movimientos corporales ambivalentes, de
aproximación y evitación con respecto a los otros (miran y apartan la mirada,
sonríen, etc.) (Lewis, 2000).
En el terreno empírico, los estudios realizados para analizar las diferencias entre
shame y embarrassment sugieren que una y otra reacción emocional difieren bastante entre
sí. Tangney, Miller y colaboradores (1996), en un estudio en el que compararon las
experiencias de shame y embarrassment de una muestra de estudiantes universitarios,
encontraron que, en comparación con las experiencias de embarrassment, las de shame eran
más intensas, más dolorosas e implicaban una mayor sensación de transgresión moral.
Implicaban, también, una mayor sensación de responsabilidad, mayor pesar y mayor enfado
con uno mismo, así como la creencia de que los otros estaban también disgustados con uno.
Las experiencias de embarrassment, en cambio, resultaban en general más divertidas,
ocurrían más de repente e implicaban una mayor sensación de sorpresa. Además, se
acompañaban de cambios fisiológicos más intensos (rubor, sonrojo) y una mayor sensación
de exposición a los demás.
6.2.2. Rasgos fundamentales del embarrassment
Por tanto, parece que puede considerarse el embarrassment como una reacción
emocional diferenciada, aunque no se halle lexicalizada como tal en todos los idiomas. Y
32
bien, ¿qué caracteriza exactamente a dicha reacción? El estudio de Tangney y colaboradores
que acabamos de ver nos ofrece una idea de la especificidad de su experiencia subjetiva y
sus manifestaciones corporales, pero ¿qué es exactamente lo que provoca embarrassment? y
¿qué función cumple esta reacción emocional?
En cuanto al tipo de eventos que la provocan, puede decirse que el embarrassment
constituye la más social de todas las emociones autoconscientes: a diferencia de la culpa y
de shame, la experiencia de embarrassment se produce casi sin excepción alguna en
presencia de otros. Pero, más allá de este rasgo social, hay pocos elementos que caractericen
de forma consistente a las situaciones de embarrassment. Un estudio de Miller (1992) puso
claramente de relieve la gran variedad de situaciones que pueden provocar esta reacción.
Miller pidió a una muestra de adolescentes y adultos que relataran sus experiencias de
embarrassment, y luego trató de categorizar el tipo de situaciones que las habían provocado.
Su estudio reveló que las situaciones que pueden provocar embarrassment son de lo más
variadas: las interacciones sociales poco afortunadas (situaciones en las que la persona
actuaba con torpeza, de forma despistada o desafortunada, por ejemplo, tropezando delante
de mucha gente) constituyeron la categoría más frecuente, pero también se producía
embarrassment por la mera sensación de ser objeto de la atención ajena, aun no cometiendo
fallo alguno (por ejemplo, muchos decían sentirlo cuando los compañeros les cantaban
“Cumpleaños feliz” o, incluso, cuando les felicitaban por algo), por empatía
(“embarrasssment empático”), etc.
¿Cuál es, entonces, el proceso psicológico o dilema esencial que lleva a sentir esta
emoción? Sobre esta cuestión, existen diversas posiciones:
1) Según algunos autores, entre ellos, el propio Miller (1996), lo fundamental sería
la evaluación negativa por parte de los otros. Sin embargo, como se acaba de
señalar, también se puede sentir embarrassment en situaciones positivas,
simplemente por sentirse el foco de atención de mucha gente.
33
2) Otros autores (Silver, Sabini y Parrott, 1987) sostienen una visión “dramática”
de esta emoción, en la cual encajan perfectamente tales situaciones positivas: el
embarrassment, desde este punto de vista, se produce cuando ciertos roles y
guiones sociales implícitos se ven trastocados y las interacciones sociales
resultan algo raras, torpes.
3) Por último, Lewis (1995, 2000), en un intento por dilucidar esta cuestión,
propone distinguir entre dos tipos de embarrassment: el provocado por la mera
exposición a los otros y el provocado por una autoevaluación negativa. El primer
tipo de embarrassment no puede considerarse como una forma más débil de
shame, puesto que en él no subyace ninguna evaluación negativa del yo. Pero
otras veces, efectivamente, en la experiencia de embarrassment parece subyacer
una autoevaluación negativa. Lewis propone hablar en estos casos de
embarrassment como shame menos intensa”. Esta menor intensidad se debería
a la naturaleza menos relevante del fallo en relación con los estándares, reglas y
metas del sujeto.
Aunque, como acabamos de ver, no existe consenso respecto a lo que provoca
embarrassment, existe bastante acuerdo en cuanto a las funciones de esta emoción. Son
muchos los autores (Keltner y Buswell, 1998; Leary, Landel y Patton, 1996) que coinciden
en que esta reacción emocional tiene una importante función social al servir como señal de
apaciguamiento a los otros: las respuestas no verbales que aparecen cuando se experimenta
embarrassment (rubor facial, sonrisa, etc.) actúan como señales que comunican a los demás
que en realidad se comparten las reglas sociales, aunque en ese momento hayan resultado
algo trastocadas. Diversos estudios proporcionan apoyo empírico a estos planteamientos
(véase Keltner y Buswell, 1998).
Esta emoción, como se ha señalado anteriormente, no se halla lexicalizada en
muchas lenguas. Sin embargo, ello no significa que los hablantes de dichas lenguas no la
34
experimenten. El análisis de la misma tal como se da en otras culturas es fundamental para
corregir posibles sesgos etnocéntricos de la investigación previa y para una mejor
comprensión del significado de esta reacción emocional. Dicho análisis no ha hecho más que
comenzar y es una cuestión en la que probablemente se profundizará en los próximos años.
6.3. Sobre el orgullo
El orgullo surge cuando la persona valora positivamente su conducta en relación con
unos estándares, unas normas o unas metas. Al ser una experiencia emocional altamente
reforzante, va a favorecer futuras conductas similares, además de fortalecer la propia
autoestima. El orgullo cumple, de este modo, una función muy importante tanto en la
orientación de la conducta como en el desarrollo psicológico de la persona y en su bienestar
subjetivo (Barret, 1995; Mascolo y Fischer, 1995). Pese a ello, esta emoción ha sido muy
poco estudiada.
Una cuestión que ha suscitado cierta atención es la de la posible existencia de otras
emociones asociadas a autoevaluaciones positivas diferentes del orgullo. Acabaremos este
capítulo con algunas observaciones al respecto.
6.3.1. ¿Existen otras emociones provocadas por autoevaluaciones positivas?
Todo el mundo parece estar de acuerdo en que existen diversos tipos de emociones
autoconscientes de carácter negativo, aunque las diferencias entre culpa y vergüenza, por un
lado, y entre shame y embarrassment, por otro, sean objeto de debate. Sin embargo,
habitualmente sólo se habla de una emoción provocada por autoevaluaciones positivas: el
orgullo. ¿No cabe distinguir ninguna más?
Varios autores consideran que sí:
Como hemos visto en un apartado anterior, Lewis (2000) propone distinguir
entre orgullo y hubris en función de que la atribución de éxito sea específica
35
(referida a la conducta) o global (referida al yo en su conjunto).
Otros autores han hecho observaciones en la misma línea. Así, Tangney (1999)
sostiene un planteamiento muy similar cuando sugiere que existirían dos tipos de
orgullo, paralelos a la distinción self/conducta que se da entre vergüenza y culpa:
el orgullo relativo al self u orgullo “alpha” y el orgullo relativo a la conducta u
orgullo “beta”.
Esta autora ha diseñado escalas para medir la tendencia a experimentar uno y otro
tipo de orgullo y las ha incluido en sus pruebas para medir las emociones autoconscientes,
concretamente, en los Self-conscious Affect and Attribution Inventories (SCAAI: Tangney,
Burggraf, Hamme y Domingos, 1988; SCAAI-C: Burggraf y Tangney, 1989) y en el Test of
Self-conscious Affect (TOSCA: Tangney, Wagner y Gramzow, 1989). Sin embargo, hoy por
hoy apenas se han estudiado las diferencias individuales al respecto ni su relación con otras
variables.
Como hemos visto en el apartado 4.2., Lewis describe hubris, más que como una
emoción ante una situación concreta, como una disposición o un rasgo de personalidad, un
rasgo, por otra parte, muy poco adaptativo. Frente a esta concepción negativa de hubris,
Tangney (1999) señala que su impresión a partir de los datos, aun insuficientes, obtenidos
con las medidas de orgullo alpha” del SCAAI y el TOSCA es que la tendencia a
experimentar orgullo “alpha” o hubris no es claramente adaptativa ni desadaptativa.
Aunque no exista apoyo empírico sólido para afirmar que sea desadaptativo, lo cierto
es que hubris, como rasgo o disposición de personalidad, como tendencia a la excesiva
satisfacción con uno mismo, no se halla exento de riesgos. Ahora bien, en cuanto emoción,
en cuanto reacción emocional transitoria suscitada por una situación concreta (por ejemplo,
ante un logro muy importante para la persona, que hace que la atención fácilmente se
focalice en el yo en su conjunto), hubris no tendría nada de malo (no más, al menos, que el
orgullo, que también tiene sus riesgos) y sí efectos positivos: al igual que el orgullo, puede
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servir para reforzar ciertos cursos de acción positivos.
De hecho, en el plano fenomenológico es difícil diferenciar hubris como emoción del
orgullo. Este último, aunque surja en relación con una acción concreta, casi siempre implica
una focalización en el yo responsable de la misma. Y, curiosamente, ni en castellano ni en
inglés se distinguen dos emociones autoevaluativas positivas, aunque existan expresiones
como pridefulness en inglés y muchos términos en castellano (soberbia, altanería, altivez,
endiosamiento, engreimiento, egolatría, narcisismo, etc.) para designar la excesiva tendencia
a sentir orgullo como rasgo de personalidad. Ello nos lleva a preguntarnos si tiene sentido
distinguir hubris como una emoción diferente del orgullo o se trata de una mera entelequia.
Como ya se ha señalado, en torno al orgullo son muchas aún las cuestiones por
explorar. Un aspecto importante en el que habría que profundizar más es el de sus diversas
implicaciones interpersonales. Igualmente, sería interesante analizar más a fondo las
diferencias individuales en la tendencia a experimentarlo y sus implicaciones en la
motivación de logro en el ámbito académico, profesional, etc. Por último, otro aspecto
fundamental es el de las experiencias de socialización que pueden dar cuenta de dichas
diferencias individuales.
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1
S
obre los planteamientos freudianos y los desarrollos psicoanalíticos posteriores sobre la culpa,
es excelente el texto de Cordero (1976) Psicoanálisis de la culpabilidad.
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Although emotions punctuate almost all the significant events in our lives, the nature, causes, and consequences of the emotions are among the least well understood aspects of human experience. Despite their apparent familiarity, emotions are an extremely subtle and complex topic which was neglected by many social scientists and philosophers. Emotions are highly complex and subtle phenomena whose explanation requires an interdisciplinary and systematic analysis of their multiple characteristics and components. Providing such an analysis is the major task of my book. The book is unique in the broad perspective it takes on emotions: it provides both a conceptual framework for understanding emotions and a detailed analysis of the major emotions. Part I provides an answer to the question : "What is an emotion?" It does so by analyzing the typical characteristics and components of emotions, distinguishing emotions from related affective phenomena, classifying the emotions, and discussing major relevant issues such as: emotional intensity, functionality and rationality, emotional intelligence, emotions and imagination, regulating the emotions, and emotions and morality. The principal emotions discussed in Part II are envy, jealousy, pity, compassion, pleasure-in-others'- misfortune, anger, hate, disgust, love, sexual desire, happiness, sadness, pride, regret, pridefulness and shame.
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Nowadays, both among psychologists and in large social groups, there is a wide acceptance of the idea that guilt feelings are something culturally conditioned, with mostly negative effects on the individual, without any other function apart from that of social control. It is seen as something, thus, that we would be better off without and replace it -in any case- with a rational judgment on actions. In this article by reviewing the main studies regarding its effects, its functions, and the influence of culture upon it, we will analyze to what extent this outlook on guilt is justified.
Chapter
Empathy is a feeling more appropriate for someone else's condition than one's own; one's feeling may match the other's but not necessarily. There are at least five modes of arousal of empathic distress. Three are primitive, automatic, and most important, involuntary: First, reflexive newborn's crying at the sound of another's cry. Second mimicry, which has two steps: the observer spontaneously imitates the victim's facial, vocal, and postural expression of feeling; the resulting changes in the observer's facial and postural musculature then trigger afferent feedback which produces feelings that match the feelings of the victim. Third classical conditioning and direct association of cues in the victim's situation that remind observers of similar experiences in their own past and evoke feelings in them that fit the victim's situation. Further two empathy-arousing models involve higher-order cognitive processes: first, mediated association and second role taking. A comprehensive prosocial, empathy-based moral theory encompasses at least five types of moral encounters: First, innocent bystander: one witnesses someone in pain, danger, or distress. Second, transgressor: one has harmed someone, or is about to act in a way that may harm someone. Third, virtual transgressor: one is innocent but feels oneself a transgressor. Fourth, multiple-claimant: an extended bystander model in which one witnesses two or more victims or potential victims but cannot help them all and must make a choice. Fifth, caring versus justice: one must choose between acting in accord with a caring principle or a justice principle when the two are in conflict.